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A primeros de octubre, después de haberme instalado en mi cuartito diminuto del Leonard, vi bastante a Arthur Remlinger. Era como si de repente me hubiera convertido en su chico preferido, y él no se cansara nunca de mí. Yo seguía encargándome de las tareas que se me habían asignado, y disfrutaba haciéndolas. Localizaba los gansos con Charley por la tarde, me levantaba a las cuatro y llevaba a los Sports hasta los campos de trigo oscuros, emplazaba los señuelos, mantenía charlas intrascendentes con los cazadores y ocupaba mi puesto para mirar por los prismáticos dónde iban cayendo las piezas.

Sin embargo, cuando no estaba ocupado en estos quehaceres, Arthur Remlinger acaparaba mi tiempo. Eso me ponía muy contento, porque no había relacionado los sentimientos que he mencionado antes y no puse en práctica ningún tipo de cautela (o no la suficiente), y había decidido que Arthur Remlinger me gustara y me pareciera interesante, un hombre a quien podría emular en fechas venideras. Como Florence había dicho, era un hombre cultivado, de maneras refinadas, bien vestido, con experiencia, norteamericano, y al parecer yo le gustaba. Y, como he dicho, había decidido que mi madre había querido que se hicieran cargo de mí unos desconocidos, y había aprobado el hecho de que empezara una nueva vida con otro rumbo.

Remlinger me dijo que le llamara por el nombre de pila, y que no le llamara «señor», lo cual era nuevo para mí. Me llevaba al restaurante de chop-suey y me enseñó a utilizar los palillos y a tomar té. Veía que la hija del dueño me miraba, pero yo ya había dejado de pensar en ella o de abrigar esperanzas de que llegáramos a ser amigos. Otras noches cenaba en el comedor del Leonard, con Arthur y Florence. Ella traía flores para decorar la mesa, y me presentaba a los otros clientes como si fuera un familiar y tuviéramos una historia común y Arthur me tuviera a su cargo. En este sentido, me trataba como a un hijo, como si viviera realmente en Fort Royal, en el Leonard, y fuera perfectamente comprensible que un chico de mi edad viviera de ese modo.

En tales ocasiones, Arthur, vestido con alguno de sus bonitos trajes de tweed, unos zapatos lustrosos y una corbata de color vivo, hablaba de sus penetrantes dotes de observación, que a su juicio le facultaban para destinos vitales distintos del de regentar un hotel en un lugar anodino. Y me decía que debía ampliar mis capacidades para asegurarme un buen futuro. Una de las veces sacó torpemente un pequeño cuaderno de hojas de rayas azules, que al parecer iba a regalarme, y me aleccionó para que consignara en él mis pensamientos y observaciones, aunque nunca debía enseñar a nadie lo que había escrito. Si volvía a leerlo periódicamente, dijo, caería en la cuenta de la cantidad de cosas que acontecían en el mundo —«muchísimas»—, por mucho que pudiera parecer que no cambiaba nada. Así, podría evaluar y mejorar el curso presente de mi vida. Él lo hacía, me dijo.

Durante este tiempo, me llevó a otras excursiones automovilísticas, una vez a Swift Current para pagar una deuda, otra a Medicine Hat para recoger a Florence porque se le había averiado el coche. Y otra vez me llevó dando brincos por las carreteras secundarias de la pradera, hasta un acantilado de arcilla en lo alto del río Saskatchewan, donde un ferry operado a mano se deslizaba despacio corriente abajo. Desde el Buick, con la calefacción encendida, miramos el río hacia donde miles de gansos flotaban y farfullaban sobre las relucientes aguas, y a lo largo de cuyas orillas sinuosas se habían ido desplegando. Blancas gaviotas describían círculos en el aire turbulento, en lo alto, sobre ellos. Arthur Remlinger siempre llevaba el pelo rubio bien cortado y peinado, y con un brillo soberbio, y las gafas colgadas del cuello, bailándole contra el pecho, y colonia de ron de laurel. En el coche, fumaba y hablaba de Harvard y de la vida perfecta que había llevado allí. (Yo apenas tenía una idea vaga de Harvard, y ni siquiera sabía que estaba en Boston). Remlinger me habló más de sus deseos de viajar al extranjero —le interesaban también Irlanda y Alemania—, y a veces también de los seis mil kilómetros de línea divisoria con el país vecino, que él llamaba «la frontera de los Estados Unidos». La frontera, decía, no era una linde natural ni lógica, y no existía en la naturaleza, y se debía acabar con ella. Estaba concebida, por el contrario, para representar distinciones erróneas destinadas a preservar intereses corruptos. Era un defensor vigilante de que todas las cosas de la vida fueran naturales, inherentes a la naturaleza. Citaba a Rousseau: Dios hace buenas todas la cosas, pero el hombre se ha inmiscuido en ellas y las ha convertido en malas. Detestaba lo que él llamaba «el gobierno tiránico» y las iglesias y los partidos políticos, sobre todo a los Demócratas, a quienes mi padre prefería (y yo también), dado el afecto que sentía por el presidente Roosevelt, a quien Arthur Remlinger llamaba «el hombre de la silla de ruedas», o «el hombre lisiado», el hombre que, según él, había seducido al país para luego traicionarlo con los judíos y los sindicatos. Cuando hablaba de estos temas sus ojos azules centelleaban. A medida que hablaba de ellos parecía encolerizarse más y más. Detestaba especialmente a los sindicatos, a los que llamaba «falsos mesías». Eran los temas sobre los que había escrito sus artículos en los panfletos y revistas que guardaba en las cajas de cartón de la casucha: El factor decisivo, Los librepensadores. Yo apenas hablaba cuando estaba con él, sólo escuchaba, ya que me preguntaba muy pocas cosas, o ninguna, sobre mi persona; una vez quiso saber el nombre de mi hermana, y dónde había nacido yo, y si planeaba ir al instituto, algo que ya me había preguntado, y cómo me había adaptado a mi nuevo alojamiento. No le hablé de mis padres ni le dije que mi madre era judía. Supongo que en Estados Unidos, hoy, lo catalogarían de radical o de libertario, y resultaría alguien menos insólito de lo que era allá en las praderas de Saskatchewan.

Sin embargo, nada de lo que hablaba parecía hacerle feliz, como si hablar también fuera una carga que debía soportar. Hablaba y hablaba con voz nasal, mientras su boca se movía animadamente, sus ojos parpadeaban, casi siempre apartados de mí, como si yo no estuviera allí a su lado. A veces se mostraba entusiasta, otras furioso, lo que yo interpretaba como su forma de acomodarse al vacío que albergaba. Y digo todo esto como muestra de que me solidarizaba con él —a pesar del rencor que sentía contra los judíos—, y de que disfrutaba de las veces que estaba a su lado, aunque casi nunca interviniera o entendiera gran cosa. Era una persona exótica, tan exótica como el lugar donde estábamos. Nunca había conocido a nadie que lo fuera, lo mismo que nunca había estado acostumbrado a pensar que alguien fuera interesante.

Durante aquellos días dormí bien en mi cama, y me sentía optimista sobre el hecho de estar en Fort Royal. Tenía escaso sentido de pertenencia, y, aparte de mis tareas cotidianas, participaba en muy pocas cosas. Yo mismo me suministraba mi propio sentido de pertenencia y de normalidad; era (y es) mi carácter. Me cortaba el pelo y pagaba por ello con el dinero canadiense de las propinas. Me bañaba en la bañera común del cuarto de baño y podía ver cuál era mi aspecto en el espejo cuando me venía en gana. Ponía el tablero de ajedrez con sus piezas encima de la cómoda y urdía estrategias por si alguna vez llegaba a jugar con Remlinger. En el Leonard me sentía en casa, relacionándome con los Sports, los viajantes de comercio y los trabajadores del petróleo que seguían en el hotel después de que se hubieran ido las cuadrillas de recolectores. Casualmente hice amistad con una de las chicas filipinas que se llamaba Betty Arcenault. Me tomaba el pelo y se reía y me decía que le recordaba a su hermano menor, que era menudo como yo. Yo le dije que tenía una hermana más alta que yo que vivía en California. (Tampoco en esta ocasión mencioné a mi padres). Ella pensaba ir a California en el futuro, me dijo, y ésa era la razón por la que venía todas las noches de Swift Current a hacer de «acompañante» en el Leonard. Era delgada y de tez cetrina, tenía el pelo teñido, fumaba cigarrillos y apenas sonreía por culpa de los dientes. Era una de las chicas a las que había visto sentadas en el borde de una cama en penumbra al abrir la puerta de un cuarto, con un chico dormido a su lado. Nunca pensé en hacer nada con ella; nunca tuve una imagen demasiado clara de lo que habría hecho con ella. Mi única experiencia de esa clase la había tenido con Berner, y no me acordaba de ella muy bien.

Me di cuenta de que ya no pensaba en Partreau. Iba allí cada mañana con Charley Quarters a limpiar gansos en el madero donde los limpiábamos, al fresco vivo del exterior del Quonset, enfrente de mi casucha. Aunque era como si nunca hubiera estado dentro de ella, como si nunca hubiera paseado por las calles de Partreau o nunca me hubiera quedado de pie, más allá de las hileras de caraganas, mirando hacia lo que creía que era el sur y preguntándome si algún día volvería a ver a mis padres. El tiempo se cierra sobre los acontecimientos si uno no sabe mucho sobre él. Y, como he dicho, el tiempo significaba muy poco para mí allí.

Fue en aquellos días cuando Florence La Blanc me dijo que había estado pensando lo que yo podía hacer en el futuro. Fue en la mesa del comedor, con el mantel de hilo blanco y las servilletas dobladas, la vajilla de plata que se había traído de Medicine Hat y las flores con que la había adornado, para crear, dijo, una ilusión de civilización en la pradera, y porque era el Día de Acción de Gracias, mi primer Día de Acción de Gracias en Canadá. Si hubiera estado en el instituto, como debería, dijo, tendría vacación. Yo no lo sentía como el Día de Acción de Gracias, por supuesto, porque era lunes. Pero Florence había cocinado un pavo relleno, puré de patatas y pastel de calabaza, y los había traído en el coche, y anunciado que teníamos que celebrar juntos nuestra fiesta compartida.

Quedaban pocos comensales en el comedor: un vendedor y una pareja de viaje hacia el este. Los trabajadores de las prospecciones petrolíferas y los operarios del ferrocarril y los Sports comían todos en el bar. Remlinger, sentado, miraba fijamente el gran cuadro de la pared del comedor, iluminado por una lámpara mínima y brillante colocada en el borde superior. La pintura mostraba un oso pardo con un fez rojo, bailando dentro de un corro de hombres vociferantes. Los hombres tenían la mirada exaltada y enloquecida, y la boca abierta y roja, y clamaban con los brazos cortos alzados al aire.

Florence me dijo, con las mejillas rojas encendidas, que había estado pensando en mí y en «el gran aprieto» en que me encontraba. Según ella, yo debía permanecer en Fort Royal hasta el otoño, al cuidado de Arthur. Debía aprender a arreglarme mejor, y hacer acopio de fuerzas, y cortarme el pelo más a menudo. Luego, antes de Navidad, debía montar en un autobús con destino a Winnipeg y mudarse a casa de su hijo Roland, que tenía una esposa joven y cuyo hijo había muerto de polio. Ella ya le había hablado de mí, y él estaba conforme. Me matricularía en el Colegio Católico de Saint Paul, donde no le harían demasiadas preguntas porque su mujer daba clases en él. Si a pesar de todo había preguntas, dijo Florence, sonriéndome, con los ojos entrecerrados y brillantes, dirían que yo era un refugiado a quien sus padres estadounidenses habían abandonado (ahora estaban en la cárcel), y que había hecho un audaz viaje a Canadá, solo, y que unos canadienses se habían responsabilizado y me habían tomado bajo su tutela porque no tenía más parientes. Las autoridades canadienses, me dijo, nunca me mandarían de vuelta a Montana; y el estado de Montana no se daría por aludido ni se preocuparía por el caso. En cualquier caso, dijo Florence, sólo me faltaban tres años para tener dieciocho, y esos años pasarían muy rápido, y entonces elegiría la vida que quería llevar, como cualquier persona. Teníamos eso que agradecer. Florence no pareció considerar ni por un instante la posibilidad de que volviera a vivir con alguno de mis padres. Aunque se me ocurrió que, si al cabo de tres años ponían en libertad a uno de ellos, yo podría buscarle y encontrarle, y ellos, sin duda, querrían recuperarme. Esto que digo no suena ahora a nada excepcional, pero entonces se me antojó muy extraño que se me hablara así de mi futuro, a mí, alguien tan desvalido en la vida.

Remlinger desplazó la mirada de sus ojos azules hacia mí mientras Florence seguía con el plan que estaba describiendo. Remlinger llevaba una bonita chaqueta negra y un fular color morado, y, como de costumbre, su persona descollaba en medio de los demás moradores del hotel. Parpadeó al mirarme, y sonrió. Apretó los labios delgados, y le apareció el hoyuelo en la barbilla. Volvió a mirar el cuadro del oso y de los hombres vociferantes, como si se hubiera sopesado algo relativo a mi persona, y se hubiera tomado una determinación, y él, después, hubiera vuelto a pensar en el orden natural del universo, y en cómo el hombre había echado a perder todo lo que Dios había hecho de modo tan perfecto. No me gustaba que me miraran de esa manera. No sabía qué se estaba sopesando en mí, o cuán fidedigna podría ser tal evaluación. Esto era parte de la sensación que sentía, aunque no tuviera palabras para describirla; sentía que pronto iba a pasarme algo que no era bueno. Ya he dicho que creía que Arthur Remlinger quería algo de mí, porque de otro modo yo no estaría donde estaba, siendo algo más que un oyente, o un testigo. Lo que quizá quería también era transferirme un mal sentimiento, o bien probar, por mi mera existencia, que se equivocaba de plano al sentirlo.

Florence, sin embargo, estaba muy contenta de seguir hablando de mi futuro, y yo me sentía feliz al pensar que tendría tal cosa. Ella dijo que debía considerar hacerme canadiense, y que me iba a dejar un libro sobre eso. Que ello lo arreglaría todo: que Canadá era mejor que Estados Unidos, dijo, y que todo el mundo lo sabía, menos los estadounidenses. Canadá tenía todo lo que Estados Unidos había tenido en su historia, pero nadie perdía el juicio por ello. En Canadá se podía ser normal, y a Canadá le encantaría acogerme. Arthur, dijo, se había hecho canadiense hacía unos años. (Sacudió la cabeza, se tocó el pelo rubio con los dedos y siguió mirando hacia otra parte). Yo no lo sabía, porque Charley había dicho que Arthur era estadounidense; de Michigan, como yo. Pero eso de inmediato me hizo sentirme diferente a él. No malo, sino sólo diferente, como si parte de su extrañeza le hubiera abandonado y lo hubiera convertido en alguien menos interesante que cuando creía que seguía siendo estadounidense. Menos importante, en cierto modo. Lo cual, al cabo, puede que fuera la única verdadera diferencia entre un lugar en la tierra y otro: cómo uno piensa de la gente, y lo que supone de diferencia en ti pensar de ese modo.