Cuando me adapté a vivir en Fort Royal —una ciudad con una vida genuina y una estima de sí misma— fui entrando en la órbita de Arthur Remlinger, lo cual ya me había dicho Florence que ocurriría y yo no hacía más que desear vivamente que ocurriese e ignoraba por qué no había ocurrido ya. En mis semanas en Partreau, Arthur Remlinger me había parecido una persona diferente cada vez que había tenido alguna relación con él. Ello me confundía, y me hacía sentirme aún más solo que si no hubiera sido así. En una ocasión se mostraba amistoso y entusiasta, como si hubiera estado esperando para decirme algo, que nunca me dijo, y en otra se mostraba reservado e incómodo, y parecía que quería largarse cuanto más lejos de mí mejor. Y aún había otras en las que se mostraba envarado y actuaba como alguien superior, siempre vestido con su ropa cara y del este (al menos eso pensaba yo). Para mí, era la persona más incoherente que había conocido en mi vida. Aunque eso lo hacía fascinante a él, y a mí estar siempre deseoso de gustarle; nunca había estado con gente extraña, salvo con mi madre, y nunca había encontrado a nadie realmente interesante, salvo a Berner, cuyo rasgo más sobresaliente era lo parecida que era a mí.
Una vez, en lo que vino a ser una de nuestras salidas en automóvil —después de que me trasladara al Leonard y empezara a verlo más—, durante las cuales Arthur Remlinger conducía su Buick a toda velocidad por la carretera llena de baches, pronunciándose sobre cualquier tema que tuviera en ese momento en la cabeza (Adlai Stevenson, a quien aborrecía, el deterioro de nuestros derechos naturales por las huestes del sindicalismo, sus propias y penetrantes dotes de observación, las cuales, según él, debían haberle facultado para llegar a ser un abogado famoso). El Buick, de pronto, coronaba la cima de una cuesta polvorienta a casi ciento treinta kilómetros por hora. Y al frente, a lo lejos, en el asfalto, había seis faisanes de colores vivos, saliendo de los campos de grano y paseándose despreocupadamente por la carretera picoteando gravilla y semillas de trigo caídas de los camiones que se dirigían al elevador de grano de Leader. Pensé que frenaría o se desviaría. Ya iba agarrado con fuerza a los lados de mi asiento, pero ahora mis manos saltaron y se pegaron al salpicadero, y mis pies se afianzaron sobre el suelo del coche, y mis rodillas se cerraron anticipándome al desvío, viraje o patinazo del Buick que nos adentraría en los rastrojos o nos haría alzar el vuelo y nos haría llegar hasta donde los ciento treinta kilómetros por hora pudieran propulsarnos, después de lo cual estaríamos muertos. Pero Arthur Remlinger no reconsideró siquiera la posibilidad de utilizar los frenos. Nada había cambiado en su semblante. Siguió conduciendo y pasó por entre los faisanes: uno de ellos se estrelló contra el parabrisas, dos fueron catapultados a lo alto, un cuarto y un quinto se convirtieron en plumas sobre el asfalto, y el sexto salió indemne, y apenas se percató del paso del coche.
—Se ven muchas aves de ésas por aquí —dijo.
No miró por el retrovisor. Yo estaba perplejo.
Luego, cuando pasábamos por la pequeña ciudad de Leader, Saskatchewan, aparcamos y entramos en el Modern Café para comer un sándwich, Arthur fijó la mirada en mí, a través de la mesa, con sus ojos azul claro, los labios finos cerrados, casi sonriendo, como si se dijera las palabras en silencio antes de pronunciarlas. Pero no llegó a sonreír. Llevaba la cazadora de cuero marrón y cuello de piel, parecida a la de bombardero que mi padre se había traído de la guerra, aunque más bonita. Se había metido una punta de su pañuelo verde de seda en el cuello, a modo de servilleta. Las gafas de leer le colgaban del cordón, pegadas al pecho. Llevaba el pelo rubio cuidadosamente peinado. Sus dedos huesudos, de uñas arregladas y con vello fino, manejaban el cuchillo y el tenedor como si la comida fuera de sumo interés para él. No había habido ninguna razón por la que no me hubiera hecho el menor caso en todas aquellas semanas. Ahora no iba a haber ninguna razón, di por sentado, por la que hubiera dejado de ignorarme. Las cosas eran así, sencillamente.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Dell? —dijo Arthur Remlinger, y de pronto me dirigió una gran sonrisa como si acabara de descubrir que le gustaba.
—Cinco semanas —dije.
—¿Y te gusta tu trabajo? ¿Sacas algo en limpio de él?
Hablaba de un modo preciso, y movía la boca animadamente, como si en cada palabra hubiera un espacio a continuación, antes de la siguiente, y él disfrutara oyendo cada una de ellas por separado. Su voz sonaba nasal, algo que te sorprendía en un hombre guapo y refinado. Eran cosas en él que le hacían parecer anticuado, aunque no era viejo.
—Sí, señor —dije.
Hincó el tenedor en la chuleta de cerdo que había pedido.
—Mildred me dijo que podías estar un poco inestable. —Cortó un borde graso y se lo metió en la boca, con los dientes del tenedor hacia abajo, de un modo que no había visto en nadie hasta entonces. Era zurdo, como Berner—. No pasa nada en absoluto si lo estás —dijo—. Yo también soy inestable. Y me dejo llevar fácilmente, o me dejaba. Aquí todos somos inestables. No es natural estar aquí. Tú y yo somos iguales en eso.
—Yo no soy inestable.
Sentí rabia contra Mildred por haberle dicho eso a su hermano, y por saber eso de mí. Yo no quería ser así.
—Bien. —Parecía gustarle lo que había oído, y ello favorecía sus facciones agraciadas—. Nunca habías estado solo antes, y has tenido una experiencia desagradable.
Había varias personas en la cafetería, granjeros y gente de la ciudad, y dos agentes de policía con guerreras marrón oscuro y botones de latón, comiendo en el mostrador. Se fijaron en nosotros. Sabían quién era Arthur Remlinger, al igual que lo sabía la mujer mormona de la calle de Fort Royal. Era un hombre a quien enseguida reconocían.
Se suponía que yo no debía hacer preguntas; se suponía que lo que debía hacer era escuchar lo que Arthur Remlinger me decía. Pero yo quería saber por qué había atropellado sin más a los faisanes. Me había causado una gran conmoción. Mi padre jamás habría hecho eso, aunque, pensé, sí Charley Quarters. Pero en la mente de Arthur Remlinger no parecía haber quedado impreso.
—No es tarea fácil vivir aquí —dijo, masticando con calma la carne grasa—. Nunca me ha gustado. Los canadienses están aislados y son muy introvertidos. No tienen los estímulos suficientes. —Un mechón de pelo rubio le cayó sobre la frente, y él se lo apartó con el pulgar—. Tolstói, el escritor…, habrás oído hablar de él, supongo… —Yo había visto su nombre en la estantería—. Pagó para que vinieran campesinos a este país, el siglo pasado. Para librarse de ellos, supongo. Algunos de ellos siguen aquí…, sus descendientes, quiero decir. Hubo una breve civilización. La gente montaba funciones de teatro y desfiles y operetas. Había sociedades de debate, y unos tenores irlandeses famosos vinieron a cantar de Toronto. —Sus cejas rubias brincaron. Sonrió y miró a su alrededor, a los clientes del local y a los policías. Hubo un murmullo de voces y se oía el ruido de los cubiertos sobre los platos, que a él parecía gustarle—. Ahora… —siguió cortando la carne y comiendo y hablando— estamos volviendo a la Edad del Bronce. Lo cual no está tan mal. —Se limpió los labios con el pañuelo de seda, volvió a fijar la mirada en mí, y luego ladeó la cabeza para indicar que me iba a hacer una pregunta. Vi que tenía una pequeña mancha de nacimiento morada en el cuello, con la forma de una hoja—. ¿Crees que tienes la mente clara, Dell?
No entendí lo que quería decirme. Posiblemente «mente clara» era lo contrario de mente «inestable». Yo quería tenerla.
—Sí, señor —dije.
Había pedido una hamburguesa y había empezado a comérmela.
Asintió con la cabeza, se pasó la lengua por la parte interior de los labios y luego se aclaró la garganta.
—Vivir aquí te crea la ilusión de una gran certeza. —Volvió a sonreír, pero la sonrisa fue desvaneciéndose despacio a medida que me miraba—. La gente hace cosas disparatadas, por desesperación, cuando sienten que empieza a perder pie esa certeza. Tú no eres dado a eso, me parece. Tú no estás desesperado, ¿verdad?
—No, señor.
La palabra me hizo pensar en mi madre en su celda, sonriendo con impotencia. Ella sí estaba desesperada.
Arthur sopló sobre la superficie del café y tomó un sorbo, rodeando con la mano el borde de la taza, no sujetándola por la pequeña asa curva.
—Zanjado, pues. La desesperación, fuera.
Volvió a sonreír.
Yo había estado en las habitaciones de Arthur Remlinger. Había visto fotografías de él. Había visto sus libros. Su tablero de ajedrez. Su pistola. Ahora parecía accesible; era un momento en el que podría ser mi amigo, que era lo que yo quería que fuera. Nunca había considerado la posibilidad de preguntarle a alguien por qué estaba en el lugar donde estaba. No había sido un tema que hubiéramos tratado en nuestra familia, que siempre se había mudado siguiendo el dictado de una autoridad ajena. Pero quería saber eso de Arthur Remlinger aún más que por qué había hecho lo que había hecho con los faisanes, ya que él parecía más fuera de lugar allí que yo, y que yo había acabado adaptándome pese a todo. No éramos muy parecidos, a mi juicio.
—¿Por qué vino a este sitio si no le gustaba? —le pregunté.
Remlinger aspiró con fuerza por la nariz. Se quitó el pañuelo que estaba utilizando como servilleta y se cogió la fina nariz con él. Se aclaraba la garganta como su hermana Mildred. Era su único parecido.
—Bien, una pregunta mejor sería…
Se volvió y miró por la ventana que teníamos al lado hacia la calle donde estaba aparcado el Buick, junto al Dodge de los policías. Vi la palabra MODERN al revés pintada con letras doradas en el interior del ventanal de la cafetería. Había empezado a nevar. El viento levantó un enjambre de diminutos copos y lo desplazó por la calle como una niebla, envolviendo como en un remolino los coches y camiones que pasaban en ese momento, con los faros encendidos a mediodía. Arthur parecía haberse olvidado de lo que iba a decir: lo de la pregunta mejor. Se estaba dando vueltas al anillo de oro con la uña del pulgar. Su cabeza se había ido a otro pensamiento.
Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la cazadora; Export ‘A’, los mismos que fumaba Florence. Encendió uno y echó el humo hacia el cristal de la ventana, donde fluctuó contra un fondo nevado. Necesitaba decir algo, mostrarse amable y hacer como que le interesaba lo que le había preguntado. Aunque ¿había algo menos propio de él que interesarse por un chico de quince años a quien no conocía de nada? Posiblemente le parecía bueno que yo fuera norteamericano. Posiblemente se veía en mí, como Florence había dicho. Pero ¿qué podía importarle eso a un hombre como él?
La forma en que Remlinger fumaba el cigarrillo —sujetándolo entre los dedos de la mano izquierda, puestos en V, y la mirada apartada— le hacía parecer más viejo, de piel menos tersa. Su perfil era más anguloso que cuando me miraba de frente. Su cuello —con su mancha de nacimiento— era más delgado. Durante un instante llenó el espacio una especie de vacío. Las comisuras de sus labios finos se alzaron un poco junto a sus dedos en V.
—Eres el hijo de unos atracadores de bancos, de unos bandidos —dijo, y expelió el humo hacia el cristal de la ventana, para alejarlo de mí—. No quieres que tu vida trate de eso y de nada más que de eso, ¿no es cierto?
—Sí, señor —dije.
Berner había dicho que nadie se creía lo de nuestros padres y que también ella iba a dejar de creérselo.
—Quieres que tu persona trate de otras cosas. —Volvía a hablar con mucha precisión—. Más, a ser posible.
—Sí, señor —dije.
Se pasó la lengua por los labios y levantó la barbilla como si algo acabara de volver a cambiar en su pensamiento.
—¿Alguna vez lees biografías?
—Sí, señor —dije.
Aunque sólo había leído las breves reseñas del World Book. Einstein. Gandhi. Madame Curie. Había hecho trabajos sobre ellos en el colegio. Pero él se refería a biografías de verdad, a esos libros gruesos que había en sus estanterías, de las que se suponía que yo no debía saber nada. Napoleón, Ulysses S. Grant, Marco Aurelio. Yo quería leer ésas, y presentía que algún día lo haría.
—Yo pienso —dijo Remlinger— que a la gente que se guarda muchas cosas dentro y tiene que guardarse muchas cosas dentro debería interesarle lo que hacían los grandes generales. Los grandes generales siempre saben lo que es el destino. —Parecía complacido, y hablaba con más seguridad—. Saben que los planes salen bien muy raras veces, y que el fracaso es la norma. Saben lo que es estar mortalmente aburridos. Y lo saben todo de la muerte. —Se quedó mirándome de forma inquisitiva desde el otro lado de la mesa. Se le pobló el espacio entre las cejas. Parecía querer que ésta fuera la respuesta a mi pregunta sobre por qué estaba allí. Era como mi padre. Los dos querían que yo fuera su auditorio, que escuchara las cosas que necesitaban expresar. No iba a responder a mi pregunta en aquel momento.
Remlinger sacó la cartera de la cazadora y dejó un billete encima de la mesa para pagar la cuenta. El billete era rojo, completamente distinto a los estadounidenses. Le habían entrado prisas por irse, por volver a montar en el Buick y ponerse a conducir a gran velocidad por la pradera, atropellando todo lo que se le antojara en el camino.
—No me gustan mucho los Estados Unidos —dijo, poniéndose de pie—. No oímos mucho de ellos por estos lares. —Dos personas sentadas en la barra se volvieron para mirarle: alto, rubio, guapo y singular. Uno de los policías se volvió también, y le miró. Remlinger no se dio cuenta—. Es extraño estar tan cerca —dijo—. Pienso en ello continuamente. —Se refería a los Estados Unidos—. Unos ciento ochenta kilómetros. ¿A ti te parece muy diferente esto?
—No, señor —dije—. Me parece igual.
Y era verdad.
—Bien. Estupendo, entonces —dijo—. Ya te has adaptado. Supongo que por eso estoy donde estoy. Me he adaptado. Aunque me encantaría viajar al extranjero algún día. A Italia. Adoro los mapas. ¿Te gustan los mapas?
—Sí, señor —dije.
—Bien. No es que haya ninguna carrera que ganar, ¿o sí?
—No, señor —dije.
No dijo más. La idea de que le gustaría viajar al extranjero parecía extraña. Por poco común que fuera y fuera de lugar que estuviera, parecía pertenecer al lugar donde vivía. Aún tenía esa opinión infantil de que la gente pertenece al lugar donde la encontramos. Salimos de la cafetería. Y nunca volví a entrar en ella.