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El tiempo que empezó para mí en Fort Royal, en el Leonard Hotel, fue completamente diferente de mis semanas solitarias en Partreau, y mejor que éstas, y aunque no duró mucho y acabó en desastre, lo viví como una vida que estuviera viviendo realmente, en lugar de una vida paralizada, la vida parcial de una persona perdida en una pradera vacía que de alguna forma la convierte en su refugio sin dejar de estar perdida, y para la que nada podrá ya volver a enderezarse.

Empezaron a llegar más Sports. Cinco o seis cada vez; aparcaban sus grandes coches americanos con vistosas matrículas en el solar de tierra de detrás del hotel, llenos de pertrechos de caza que de ningún modo les habrían cabido en las habitaciones minúsculas. Desde mi cuartito del fondo del pasillo de las habitaciones de Arthur Remlinger, caldeado por un radiador, oía las voces de los hombres que me llegaban a través de entablados y tuberías y que se hablaban entre ellos en voz baja hasta altas horas de la noche. Yo me quedaba tendido en la cama estrecha, en silencio, tratando de entender lo que decían. Como la mayoría eran estadounidenses, pensaba que podría reconocer algunas de las cosas que se decían, y que éstas me ayudarían a comprender cosas útiles para la vida. No sabía cuáles podrían ser esas cosas. Y nunca llegué a oír muchas cosas: nombres de personas —Herman, Winifred, Sonny—; quejas por insultos o daños sufridos por una persona u otra; alguien riendo.

Por la noche, en el bar del Leonard, después de que a la caída del sol Charley y yo nos hubiéramos ido a localizar y elegir dónde abrir los nuevos fosos de tiro (habían contratado a dos chicos ucranianos para que cavaran después del crepúsculo y cubrieran los montones de tierra con rastrojos de trigo), yo solía volver a cenar en la cocina del hotel, y luego pasaba las primeras horas de la velada junto a la máquina de discos en el bar ruidoso y lleno de humo, o de pie en el garito, detrás de los jugadores de cartas, o charlando con las chicas filipinas que servían las bebidas a la mortecina luz del bar y bailaban con los Sports y a veces unas con otras, y que a menudo, como he dicho, desaparecían con algún hombre y ya no se las volvía a ver esa noche. Yo ya no fregaba las habitaciones, así que raras veces las veía montar en los taxis que las esperaban para llevarlas de regreso a Swift Current.

Los estadounidenses del bar eran por lo general hombres grandes, que hablaban muy alto y vestían ropas rústicas de caza. Reían y fumaban y bebían whisky de centeno y cerveza, y se divertían. Muchos de ellos pensaban que estar en Canadá era muy cómico, y hacían bromas sobre el hecho de que celebraran el Día de Acción de Gracias en octubre y sobre el modo de hablar extraño de los canadienses (yo nunca lo he detectado demasiado, aunque lo he intentado), y sobre cómo los canadienses odiaban a los estadounidenses cuando en realidad lo que querían todos ellos era vivir en Estados Unidos y ser ricos. Hablaban de la campaña electoral «allí abajo», y de que esperaban que Nixon ganara a Kennedy, y de lo importante que era combatir a los comunistas. Hablaban de los equipos de fútbol americano de sus lugares de origen. (Algunos eran de Missouri, otros de Nevada, otros de Chicago). Hacían bromas sobre sus mujeres y contaban historias sobre las hazañas de sus hijos, y de sus trabajos, y de los hechos dignos de mención que habían acontecido en anteriores partidas de caza, y de la cantidad de patos y gansos y otros animales que habían matado en ellas. A veces me hablaban a mí, si se daban cuenta de mi presencia, o si ese día, horas antes, me habían mandado a hacer algún recado al drugstore o a la ferretería para comprar alguna pieza que les hacía falta. Querían saber si era canadiense, o si era «hijo del señor Arthur Remlinger», o el chico de alguno de los otros cazadores. Yo les decía que era de Montana, y que estaba pasando un tiempo en Fort Royal porque mis padres se habían puesto enfermos, pero que pronto volvería a casa y al colegio; lo cual a veces les hacía gritar y echarse a reír y darme palmaditas en la espalda y decirme que «qué suerte» que me estaba escaqueando de las clases, y que seguro que no querría volver nunca después de haber sido «guía de caza» y de llevar una vida de aventuras con la que la mayoría de los chicos de mi edad siempre había soñado. Parecían pensar que, por mucho que fuera un país cómico, Canadá era una tierra misteriosa y romántica, mientras que los lugares en que ellos vivían eran aburridos y cursis, pero seguían queriendo vivir en ellos.

Al final de aquellas veladas —antes de las ocho Charley, después de comprobar los fosos para los gansos, se pasaba por el bar y el garito diciéndoles a los Sports que se fueran a dormir, porque tenían que levantarse a las cuatro de la mañana—, yo subía las escaleras, me metía en mi cuarto, me tumbaba en la cama y me ponía a leer la revista Chess Master, y luego oía a los cazadores subir a sus habitaciones con estrépito, riendo, tosiendo, metiéndose unos con otros, entrechocando vasos y botellas, utilizando el cuarto de baño, haciendo sus ruidos íntimos y bostezando, y las botas seguían golpeando el suelo hasta que los Sports cerraban la puerta de los cuartos y empezaban a roncar. Era entonces cuando yo podía oír voces individualizadas de hombres surgidas de la fría calle principal de Fort Royal, y puertas de coches que se cerraban, y el ladrido de un perro, y las máquinas auxiliares que cambiaban de raíles los vagones de grano, en la parte de atrás del hotel, y los frenos neumáticos de los camiones que se detenían ante los semáforos, y cuyos potentes motores volvían ruidosamente a la vida y salían rumbo a Alberta o Regina, dos lugares de los que yo nada sabía. Mi ventana estaba justo debajo del alero, y el cartel rojo del Leonard teñía el aire negro de mi cuarto, mientras que en mi casucha sólo había habido luz de luna y velas y un cielo lleno de estrellas y el fulgor del remolque de Charley. Ahora no tenía radio. Así que para conciliar el sueño hacía recuento de las experiencias del día y los pensamientos a que habían dado lugar. Pensaba, como siempre, en mis padres, y en si sería duro para ellos comportarse debidamente en la cárcel, y en qué pensarían de mí ahora, y en cómo me habría comportado yo en el juicio si hubiera estado presente, y en qué nos habríamos dicho, y en si les habría contado qué era de Berner, y en si les habría dicho que les quería donde había gente que podía oírme. (Sí, lo habría hecho). También pensaba en las broncas voces estadounidenses y en los logros de sus hijos, y en sus mujeres esperándoles en la puerta de la cocina, y en todas sus aventuras, ninguna de la cuales suscitaba en mí envidia o resentimiento. Yo no tenía logros hasta entonces, ni a nadie esperándome, ni siquiera una casa a la que poder volver. Lo único que tenía era mis quehaceres cotidianos y mis comidas y mi cuarto con mis escasas pertenencias. Y sin embargo, sorprendentemente, casi siempre me dormía aliviado de sentirme como me sentía. Mildred me había dicho que no tenía que pensar mal de mí, porque lo que había sucedido no era consecuencia de algo malo que hubiera hecho. Florence me había dicho que la vida nos la entregaban vacía, y que nuestra tarea consistía en inventar cómo ser felices. Y mi propia madre —que nunca había estado donde yo estaba ahora, y que no sabía nada de Canadá salvo que era una vista al otro lado de un río, y que ni siquiera conocía a la gente en cuyas manos me había puesto—, incluso ella se había dado cuenta de que era mucho mejor para mí estar allí que en alguna cárcel de menores en Montana. Y mi madre, sin duda alguna, me quería.

Berner me había dicho en la carta que nuestras vidas eran una ruina, pero que nos quedaba mucho por vivir. Y yo no era capaz de inventarme que era verdaderamente feliz. Pero estaba contento por no tener que llevar en un cubo el agua que me hacía falta, ni bañarme utilizando la bomba y la placa eléctrica y la pastilla de jabón, ni dormir en la casucha fría y de olor acre y llena de corrientes, ni compartir el retrete exterior con Charley Quarters, y sin ver nunca a nadie conocido. Era posible, sentía, que estuviera experimentando una mejoría general, algo que hasta entonces dudaba mucho que pudiera conseguir. Así que no era descabellado pensar —y esto era muy importante para mí— que al menos una parte de mi constitución humana se veía inclinada a creer que la vida podía ser mejor.

La única vez que había estado con Arthur Remlinger y había cruzado con él unas palabras, me había preguntado —medio en broma— si me gustaría cambiarme de nombre. Le había contestado que no, como habría hecho cualquiera, sobre todo yo, que quería aferrarme a quien era y a lo que sabía de mí mismo cuando ese tipo de cosas se ponían en cuestión. Pero en mi cuarto, bajo el alero, pensé que probablemente Arthur Remlinger sabía algo que yo no sabía. Que era lo siguiente: que si la misión de una persona en el mundo era adquirir experiencia, tal vez fuera necesario, como ya había yo pensado, convertirse en alguien diferente, aunque yo no supiera en quién, y aunque pensara, como mi madre nos había enseñado a Berner y a mí, que siempre éramos una versión fidedigna de quienes habíamos sido al empezar a vivir. Mi padre, por supuesto, habría dicho que esta persona primera —la que fuimos al comienzo— había dejado de tener sentido y necesitaba dar paso a otra distinta que pudiera desenvolverse mejor. Seguramente, para entonces ya había pensado esto de su propia persona. Aunque para él ya era demasiado tarde.