Había tres cosas importantes en el grueso sobre de papel manila que Florence me había traído; iba dirigido al señor A. Remlinger, y en el remite figuraba su hermana Mildred, pero el último destinatario era yo. Una era una carta de mi hermana Berner; había llegado a nuestra casa vacía y la había recogido Mildred, que se pasó días mirando en nuestro buzón después de nuestra partida. En el interior del sobre había una nota breve de la propia Mildred, que decía lo siguiente:
Querido Dell:
Lo que te adjunto es de un interés penoso. Iré en coche a su juicio en Dakota del Norte. Pero sólo para que puedas saber lo que ha sucedido. Saben que vuestra madre no tenía nada que ver con el asunto. Pero participó en él.
Tu vieja amiga,
Mildred R.
Junto a la nota de Mildred había un ejemplar completo del Great Falls Tribune del 10 de septiembre, por eso era tan voluminoso el sobre. En primera plana aparecía otra historia de nuestros padres. En ella se decía que el 8 de septiembre «un hombre de Alabama» y su mujer, «natural del estado de Washington», habían sido trasladados de la cárcel de Cascade County a la de Beach, en Golden Valley County, Dakota del Norte, después de haber renunciado a sus derechos. Estaban acusados de robo a mano armada del Agricultural Bank de Creekmore, Dakota del Norte, en agosto del año en curso, por lo que habían sido detenidos en su propia casa de First Avenue Southwest por dos oficiales de la policía de Great Falls. La mujer, Geneva «Neva». Rachel Parsons (en realidad se escribía «Neeva»), había sido contratada por el consejo escolar para dar clases de quinto de primaria en Fort Shaw, Montana. El varón, «Sydney Beverly Parsons», desempleado en el momento de su detención, se había licenciado de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, donde había sido bombardero y era en la actualidad un veterano condecorado de la Segunda Guerra Mundial. Sus dos hijos —un chico y una chica cuyos nombres no habían sido revelados— estaban en paradero desconocido, probablemente al cuidado de parientes no identificados. Se realizaban todas las pesquisas necesarias para conseguir que los menores volvieran a la tutela del estado de Montana. En la primera vista del juicio que tuvo lugar en Golden Valley County los acusados se habían declarado «no culpables». El tribunal les había asignado un abogado. La tasa de criminalidad de Great Falls en el año anterior —precisaba el artículo— había experimentado un aumento del cuatro por ciento en el curso de 1959.
Encima del artículo aparecían las mismas fotografías que algún vecino nos había dejado a Berner y a mí a la mañana siguiente de la detención de nuestros padres, y en las que aparecían como unos malhechores curtidos en el crimen. Había otra fotografía —que suscitó vivamente mi interés— en la que se veía a nuestros padres conducidos por agentes uniformados. Bajaban por un tramo empinado de escalones de hormigón en dirección a un furgón policial negro con una estrella en un costado. Iban esposados; nuestro padre llevaba un uniforme de presidiario de color chillón, holgado y de rayas, y miraba hacia el suelo de los escalones para no caerse. Nuestra madre llevaba el vestido informe y sin cinturón que le habíamos visto cuando la visitamos en su celda, y que le daba un aspecto de una pequeñez extrema. Miraba directamente a la cámara, con el rostro suave y delgado y concentrado y airado, como si supiera quiénes iban a ver esa fotografía y quisiera que supieran que los odiaba; en ellos no estábamos incluidos ni Berner ni yo.
He conservado hasta hoy ese periódico. He releído la historia que cuenta y estudiado aquellas fotografías incontables veces, para poder recordarlas. Pero allí en mi casucha fría, de olor rancio, atravesada por corrientes, sentado en el lado del catre cercano a la ventana, al ver la segunda foto y leer el texto que hacía que nuestros padres parecieran criminales de larga trayectoria y sin suerte y en quienes el mundo apenas prestaría atención, y pronto olvidarían (como si aquella historia fuera lo único que hubiera habido en su vida), sentí una extraña sensación en el pecho, como un dolor que no dolía. Y esa sensación fue descendiendo y haciéndose más intensa en el estómago, al modo en que suele hacerlo el hambre, y siguió allí, hasta el punto de que por un momento llegué a pensar que quedaría en mí durante mucho tiempo para asolar mi vida de otra forma. Por supuesto que mis padres parecían ellos mismos, pese a su ropa de presidiarios: mi padre, alto, más delgado, guapo (se había afeitado y peinado para ese viaje); mi madre, impaciente, determinada e intensa. Pero, al mismo tiempo, su imagen no me resultaba exactamente familiar. Nada de lo que había sucedido había sido, bajo ningún concepto, normal. Fuera lo que fuera lo que hubiera cambiado en ellos, o para ellos, se compadecía mal con la idea que yo tenía de lo que era «familiar». Parecían dos personas a quienes conocía, y a quienes volvía a ver a través de la distancia, de una línea divisoria insalvable, mucho mayor que la frontera que nos separaba entonces. Se diría que su familiaridad íntima de padres, y su condición de seres humanos corrientes, genéricos, se hubieran fundido y una cualidad hubiera neutralizado a la otra y hubiera vuelto a ambas ni completamente familiares ni completamente fortuitas e indiferentes para mí. Al ir bajando con sumo cuidado los escalones de hormigón para dirigirse al furgón policial que los conduciría rumbo a Dakota del Norte y a su futuro, se habían convertido en una especie de misterio para mí, misterio que compartía (estoy seguro) con los hijos inocentes de otros criminales. Saber esto no me hacía amarles menos. Pero al ver aquella fotografía pensé que no los vería nunca más. De forma que quienes habían llegado a ser en aquel período tan corto de tiempo eran dos seres perdidos para siempre. Todo lo que parecían tener era el uno al otro, pero en realidad tampoco tenían ya ni eso.
También sentí una especie de complacencia ante todo esto, lo cual quizá parezca un tanto sorprendente; pero debió de hacer también que mi dolor indoloro cesara. Llevaba todo el mes anterior preocupándome continuamente por la suerte de mis padres; me despertaba preocupado, de hecho. Había perdido peso, me había hecho más mayor y más mesurado. Varias veces soñé que habían venido en el coche a rescatarme, con Berner, y que no habían podido encontrarme y se habían ido sin mí. En otras palabras, casi había dicho adiós a mi niñez apoyándome en la fuerza que me daba la terrible perdición de mis padres. Pero ahora conocía su destino (más o menos), y con ello en mi haber podría empezar a reconocer algo de mi propio ser, lo que no estaba nada mal. Aunque me alegraba sobremanera que Berner no tuviera que ver aquella fotografía de nuestros padres, o leer aquella reseña del periódico. Estuviera donde estuviera, esperaba que Mildred no le hubiera enviado a ella también un sobre de papel manila. Al cabo resultó que no lo había hecho.