50

Florence La Blanc vino a Partreau en su pequeño Metropolitan rosa y dejó un grueso sobre de papel manila apoyado contra la puerta de mi casucha. Se había enviado desde Estados Unidos con las palabras Para entregar a Dell Parsons garabateadas al pie en una letra que no reconocí. Fue unos días después de mi excursión al colegio de las chicas difíciles, y la semana en que debía trasladarme a Fort Royal a causa de la llegada de más Sports a la ciudad para la caza del ganso. Charley había recibido la orden de instalar a uno de ellos en el otro catre de mi casucha, y no se juzgaba «conveniente» (era Florence quien había emitido tal juicio, según supe) que yo durmiera solo en un cuarto con un adulto desconocido. Charley había esbozado una sonrisita de suficiencia al saber esto, y dijo que aquellos cazadores de gansos beodos se ponían «muy cariñosos» después de la medianoche. En la tercera planta del Leonard, en el pasillo donde estaban las habitaciones de Arthur Remlinger, estaba el llamado «cuarto de las mopas». Me asignaron ese cuartito para dormir, y el aseo de abajo —el de los operarios de las prospecciones petrolíferas y los empleados del ferrocarril—, y un orinal esmaltado en blanco para pasar la noche. Charley me recogería en su camioneta para que me ocupara de mis tareas en la caza de gansos. Empezaba a hacer más frío y más viento, y me parecía estupendo dejar de pedalear hasta Partreau y de dormir en mi cuartucho lleno de corrientes y de no ver nunca a nadie. Así, una vez terminara de limpiar los gansos, estaría más disponible para hacerles recados a los Sports a cambio de propinas, y podría pasar el rato en el bar por la noche. Si me mantenía ocupado y tenía menos tiempo para mí mismo, no pensaría en mis padres ni en el colegio ni en Berner; todo lo que era para mí tan importante, y que tan triste me ponía.

Yo tenía muy poca relación con Florence La Blanc. Charley me había contado que era propietaria de una tienda de tarjetas de felicitación en The Hat, y que era viuda, y que en un tiempo había sido una beldad local que prodigaba sus encantos cuando su marido estaba defendiendo Hong Kong en 1941. Cuidaba de su anciana madre. Pero también era una artista a la que le gustaba beber en el hotel y jugar a las cartas en el garito, al que se suponía que no le estaba permitido entrar. Florence gustaba a todo el mundo. Su acuerdo personal con Arthur Remlinger le convenía porque era un hombre con dinero y buenos modales, y apuesto, a pesar de ser reservado, estadounidense y más joven que ella. Cuando se cansaba de él, se volvía a The Hat.

A veces, cuando estaba en mi casucha, miraba hacia el exterior y veía a Florence ante su caballete en algún rincón de Partreau; una vez cerca del fondo de la localidad, de cara a las caraganas, a través de las cuales se divisaba la bomba de petróleo y las colmenas blancas; otra vez la vi de pie en mi calle, pintando el remolque de Charley, y su Quonset. Me estaba terminantemente prohibido inmiscuirme en la vida privada de Arthur Remlinger. Pero nadie me había dicho nada sobre Florence, que siempre se había comportado de modo amistoso conmigo, aunque guardando las distancias, así que me sentía autorizado a hablar con ella. Nadie venía a Partreau; la mayoría de los días no hablaba con nadie. Pensé, por tanto, que no le importaría si le dirigía la palabra. Así que cuando la vi sentada en el taburete de madera, con un blusón de color marrón y un sombrero negro de tela flexible, pintando en la calle que discurría frente a la oficina de correos desierta, me acerqué hasta ella a través de las malas hierbas y los desechos de las parcelas donde un día se habían alzado las casas, con intención de ver lo que un pintor hacía para pintar un cuadro de verdad, no una mera estampa que se colorea por números —algo que sabía que no podía considerarse pintura ni arte.

Cuando me vio acercarme a ella —era la tarde en que me había dejado el sobre de papel de manila apoyado contra la puerta—, Florence levantó el largo pincel que tenía en la mano y lo hizo oscilar en el aire como si fuera un metrónomo. Lo entendí como una señal de que me reconocía —aunque siguió con la mirada en la pintura, como si fuera muy importante no apartar la vista del lienzo.

—Te he dejado un sobre misterioso —dijo, sin mirarme—. Eres mucho más alto que hace un mes. ¿Es posible?

Florence se dio la vuelta y me miró, sonriendo. No era una mujer grande, y tenía una cara bonita y franca, una boca de amplia sonrisa y una voz ronca que sugerían que se lo pasaba estupendamente. Podía imaginarla riendo a carcajadas. A veces Arthur Remlinger y ella bailaban en el bar algunas piezas de la máquina de discos; les había visto hacerlo. Ella lo mantenía a la distancia de un brazo, muy tiesa, y él llevaba uno de sus trajes elegantes, y mostraba un aire grave y ejecutaba con desmaña un paso de baile básico que a los demás clientes del bar les hacía echarse a reír, y a ella también. Como he dicho, a Florence le gustaba también jugar a las cartas en lo que ella llamaba «el foso del juego»: la salita contigua al bar, donde yo rara vez entraba. Su pelo rubio corto y rizado tenía vetas de gris, y «cargaba algo de peso en el bolsillo», como decía mi padre de ciertas mujeres. Debía de tener cuarenta y tantos años, y me daba cuenta de que había sido más guapa cuando era joven y delgada y temeraria, y su marido estaba combatiendo en la guerra. En las mejillas se le veían unas venillas mínimas, que yo sabía que eran señal de una vida dura, y sus ojos chispeantes se estrechaban cuando sonreía, hasta el punto de que casi desaparecían. A mi juicio, no encajaba bien como dama amiga de Arthur Remlinger, pero era alguien que a mí sí me podía gustar. Me alegró mucho que hubiera reparado en mí hacía unas semanas.

Me quedé detrás de Florence, y a un lado, de modo que podía ver de frente lo que estaba haciendo. Sólo había visto la pintura del elevador de grano en el dormitorio de Arthur Remlinger, sin saber lo que era la «Escuela Nighthawk», ni nada sobre Edward Hopper ni sobre cómo una persona podía lograr una imagen reconocible tan sólo con unos simples tubos de pintura. Supongo que tienes que hacer ejercicios de ojos, como los que hacía mi padre, para llegar a ver las cosas con suma precisión.

Florence estaba pintando en medio de la calle Manitoba. Lo que pintaba era simplemente la vista en línea recta de más allá de la oficina de correos desierta, y un par de casas allanadas y expoliadas al final de la hilera de locales comerciales por donde yo solía pasear, un lugar con vida cuando Partreau era una ciudad en toda regla. El cielo, en lo alto de los edificios, aún no estaba pintado y era sólo un espacio de lienzo vacío. El elevador de grano y los campos de trigo que se divisaban más allá de las vías del tren, en dirección al horizonte, también estaban aún por llegar. No entendía cómo aquello podía constituir un tema para pintar, ya que todo estaba allí mismo para cuando alguien quisiera mirarlo, y no era bello; nada parecido a las cataratas del Niágara del cuadro de Frederic Church, o a los arreglos florales que mi padre solía componer coloreando estampas por números. Pero me gustaba, y debería habérselo dicho por cortesía. Lo que dije en lugar de ello (y deseé que se me hubiera ocurrido algo mejor) fue:

—¿Por qué pinta eso?

El viento movía a un lado y a otro las hierbas secas. El día se iba poniendo gris a medida que la línea de un frente oscurecía el cielo azul del este. Los móviles colgantes de Charley giraban en el aire endemoniadamente. Oscilantes bandadas de gansos se acercaban apresuradamente desde el norte, con el último sol de la tarde. No parecía un día muy apropiado para pintar.

—Oh —dijo Florence—, pinto cosas que me gustan, ¿sabes? Cosas que de otra forma nunca llegarían a ser bonitas. —Sostenía la paleta de madera con el pulgar izquierdo metido en el agujero. La paleta tenía pequeños montoncitos de pintura de diferentes colores. Florence mezclaba dos o tres de ellos con la punta del pincel, y luego ponía la pintura en el lienzo. Lo que estaba pintando era exactamente lo que yo veía, lo cual interpreté como el estilo de la escuela Nighthawk americana, y parecía un milagro, aunque algo peculiar. Tampoco entendía lo que quería decir Florence con lo de que la oficina de correos se volvía bonita en su pintura. Como la oficina de correos que veía en ella se parecía mucho a la de la realidad, no se había vuelto bonita en absoluto—. Nunca he sido una pintora de verdad —dijo Florence—. Mi hermana Dinah-Lor sí que era una pintora. Antes de que se le rompiera el corazón. Mi padre también fue pintor; en la tradición primitiva, ya que lo que realmente hacía era cortar hielo en Souris, Manitoba. Quizá por eso estoy pintando aquí en South Manitoba Street. —Volvió hacia mí su cara redonda y regordeta. Sus ojos estrechos eran castaños y centelleantes, y sus manos de dedos cortos fuertes y enrojecidas de tenerlas expuestas al viento helado—. Tú ni siquiera sabes qué es eso de Manitoba, ¿verdad, Dell? ¿O sí?

Se divertía. A mí me parecía que siempre se lo pasaba estupendamente.

—Sé lo que es —dije.

Era una provincia. Me gustó que ella supiera mi nombre. Pero yo no sabía mucho más de Canadá de lo que Mildred y Charley me habían contado. Y ahora estaba pensando en lo que me acababa de decir: que me veía más alto. Me había hecho feliz ser más alto, pero no creía que un mes fuera tiempo suficiente para que pudiera darse ese cambio. Lo que en realidad me sentía desde que estaba allí era más pequeño.

—Probablemente no sabes siquiera lo que significa Saskatchewan —dijo Florence, mirando el lienzo por encima de la paleta.

—No —dije.

—Bien. Me alegra decirte que significa «el río de aguas rápidas», y de eso no hay mucho donde ahora estamos. Es en lengua cree, que yo no hablo. Lo único que necesitas es un mapa y un libro de historia. Verás que Manitoba, donde nací, no está muy lejos de aquí, en velocidades de Sputnik. —Pronunció «sputnik» de forma diferente a como lo había oído pronunciar en la radio. Pronunció una «u» larga, como para que rimara con «root»[20], de igual forma que Rudy había pronunciado «Roosevelt». Spootnik. Siguió oscureciendo la fachada blanca de la ruinosa oficina de correos, para que casara con su grado de deterioro actual—. Disfruto haciendo cosas al aire libre —dijo—. Y también me aburro, por supuesto. Antes siempre pasaba de largo esta pequeña ciudad cuando venía de The Hat a ver a Arthur. En los días románticos del principio. Aún había gente viviendo en una o dos casas. Y un día, de alguna forma, me llamó. —Miraba la pintura, y frunció el ceño—. ¿Te ha pasado a ti alguna vez? Oyes una palabra siempre de la misma forma, y un día, de repente, tiene un significado completamente diferente. A mí me pasa continuamente.

A mí también me había pasado. Me había pasado con la palabra «criminal». Siempre había significado una cosa: Bonnie y Clyde, Al Capone, los Rosenberg. Ahora significaba mis padres. Pero no iba a decirlo. Dije:

—Sí. Me ha pasado.

—¿Y? ¿Te gusta la gente de aquí? —Florence me miró por tercera vez para cerciorarse de que me percataba del cuidado con que aplicaba la pintura a la oficina de correos. Le gustaba, me daba cuenta, que la observaran mientras pintaba—. Los canadienses siempre quieren que a la gente les guste su país. Y nosotros. Sobre todo que les gustemos nosotros. —Dio una pequeña y cuidadosa pincelada a la puerta de la oficina de correos, y luego volvió la cabeza hacia un lado y miró la puerta desde ese ángulo—. Pero… Luego, cuando ya os gustamos, empezamos a sospechar que quizá os gustamos por razones equivocadas. Norteamérica debe de ser muy diferente. Tengo la sensación de que allí nadie se preocupa gran cosa de nada. No sé mucho de vuestro país. En Canadá la clave es hacer las cosas por las razones correctas.

—Sí, me gusta —dije.

Aunque nunca había pensado en Canadá en ese sentido concreto. Suponía que no me gustaba, porque estaba allí en contra de mi voluntad, y a nadie le gusta eso. Pero no estaba muy seguro de que ahora quisiera marcharme, pues no tenía adónde ir.

—Bien… —Florence se encorvó y se inclinó hacia delante en su taburete, y apartó de sí la paleta, y con uno de sus pulgares cortos y de uñas pintadas de rojo manchó levemente la puerta de la oficina de correos, a fin de que se pareciera más a la puerta grisácea que estábamos contemplando—. Eso está bien —dijo, concentrándose—. No es divertido ser infeliz, supongo. —Se echó hacia atrás en la banqueta, y se quedó mirando fijamente lo que acababa de hacer—. La vida se nos da vacía. Tenemos que inventar la parte feliz. —Se limpió el pulgar en el blusón castaño (lo había hecho muchas veces antes), se incorporó y, muy erguida, se puso a admirar su obra—. ¿Vives en un sitio bonito, en tu país? ¿O donde vivías antes? Nunca he estado en Estados Unidos. Nunca he tenido tiempo.

—Me gustaba el colegio.

Me habría gustado si hubiera podido ir, pensé.

—Eso está muy bien —dijo Florence.

—¿Sabe por qué me tiene aquí el señor Arthur Remlinger? —pregunté.

No pensaba decir eso. Pero era un gran desahogo hablar con alguien a quien parecía gustarle.

Florence ladeó la cabeza hacia un costado del caballete y miró la calle vacía que conducía a la carretera, donde en ese momento estaba pasando el segundo Greyhound diario. Y volvió a mirar el cuadro, jugueteando con el pincel entre el pulgar y el índice. Unas hebras de pelo rubio le ascendían desde la parte de atrás del cuello pálido hasta ocultársele bajo el sombrero blando.

—Bien. —Hablaba como si estuviera estudiando su pintura—. ¿Estás preocupado porque no te ha hecho ningún caso?

—A veces.

Deseé haber dicho «sí», ya que era la verdad.

—Bien, no dejes que eso te preocupe —dijo Florence, metiendo la punta del pincel en la lata que tenía junto a los pies, en el pavimento—. La gente como Arthur no conecta espontáneamente con el mundo. Lo ves enseguida. Seguramente ni se ha dado cuenta de que no hace ningún caso. Es un hombre muy inteligente. Estudió en Harvard. Puede que piense que es importante para ti que te adaptes al hecho de estar solo. La gente, además, no hace nunca lo que esperas que haga. Arthur te está haciendo un favor. Para él quizá eres una novedad. —Me dirigió una sonrisa traviesa y miró las nubes—. Odio esos cielos de mármol.

Alzó el pincel y trazó una línea de equis en el aire, como si pudiera pintar de otro color el cielo. Luego volvió a meter el pincel en la lata, y lo dejó dentro.

La bomba de petróleo zumbaba en el ventoso campo de trigo, no muy lejos. El brazo perforador subía y bajaba con suavidad, emitiendo el único ruido no natural que podía oírse en el paisaje. Yo casi había dejado de oírlo durante la noche, aunque siempre me iba a dormir pendiente de él.

Seguí detrás de Florence sin decir nada. Vi que se inclinaba y dejaba la paleta en el suelo y abría la caja de madera de pintor, que tenía bisagras y cierre de latón brillante y en cuyo interior había pinceles limpios y tubos plateados de pinturas, varios cuchillos pequeños, unos trapos blancos y unos frascos oscuros que contenían líquido, además de una baraja de cartas de reverso rojo, una cajetilla de Export ‘A’ y una petaca de color plata. En el cielo, a gran altura, en dirección este, la mota oscura de un avión se desplazaba por delante de las nubes, y el sol daba en sus alas. Mi padre me había dejado sentarme una vez en la cabina de un caza Scorpio F-89, en la base de la Guardia Nacional, y me había dejado ponerme el casco de piloto y mover los mandos y hacerme la idea de que lo estaba pilotando. Me pregunté qué se vería desde un avión. ¿El mundo curvándose? ¿Las Montañas Rocosas y el río Missouri? ¿Las Cypress Hills, el río Saskatchewan, Fort Royal, Partreau, Great Falls y todo lo que había en medio? Todo en una vista única y clara.

—Arthur me ha contado lo de tus problemas. Lo de tus pobres padres y demás —dijo Florence. Sacó uno de los frascos oscuros. Luego echó el líquido de la lata a la calzada de Manitoba Street, desenroscó el tapón del frasco y vertió un líquido limpio en la lata—. Tendrás una historia interesante que contar. Vas a gustarles mucho a las chicas guapas. Nos gustan los hombres con pasados oscuros. A mi padre lo metieron en la cárcel en Manitoba una vez. Pero no había robado nada, que yo sepa.

Metió el pincel en la lata, lo agitó dentro de ella y volvió a contemplar su cuadro, en el que sólo había terminado la oficina de correos.

—Hay otra cosa, por supuesto —dijo Florence, limpiando con esmero el pincel—. Quizá Arthur se ve a sí mismo en ti. Una versión más pura. No creo que acierte. Pero los hombres hacen esas cosas. Y otra más: la gente hace y dice cosas, y nunca sabe por qué. Y lo que hace afecta a la vida de otras personas, y más tarde dice que sabía a la perfección lo que estaba haciendo, pero no es cierto. Por eso probablemente tu madre te mandó aquí. No sabía qué otra cosa podía hacer. Así que… Aquí estás. Eso no debe desanimarte. Yo soy madre. Son cosas que pasan. ¿Cuántos años tienes, querido?

—Quince —dije.

—¿Y tienes una hermana que se fue de casa?

—Sí, señora —dije.

—¿Cómo se llama?

—Berner —dije.

—Ya.

Volvió a dejar la lata con el pincel en el suelo, sacó un cuchillo y un trapo de la caja de pintor y se puso a raspar los grumos de pintura de la paleta y a limpiarlos en el trapo. Nada de aquella conversación era como las conversaciones que había tenido en mi vida. Las conversaciones de Berner, estuviera donde estuviera, serían como la que yo estaba teniendo ahora, pensé; tratarían de por qué las cosas eran como eran y lo que uno puede hacer al respecto. Las conversaciones con adultos que no eran tus padres tenían algo más que un resultado.

—¿Cómo ha conocido al señor Remlinger? —pregunté.

Florence apoyó la paleta raspada contra una pata del caballete, y estrujó con suavidad la punta del pincel dentro del trapo blanco de algodón. Para llevar a cabo todo esto se había arrodillado en el pavimento. Yo seguía de pie a su lado.

—Si es que mi memoria consigue volver hasta tan atrás… —Alzó la mirada y me sonrió. El sombrero, de blando terciopelo negro, se le había salido casi de la cabeza a causa del viento. El cuadro inacabado, aún en el caballete, también acusaba la acción del viento—. Conocí a Arthur en el bar del Bessborough Hotel, en Saskatoon, en 1950. Entonces yo tenía un novio francés que era pintor. Un acuarelista. Jean-Paul, o Jean-Claude. Habíamos estado en un partido de fútbol americano, que siempre me ha gustado mucho. Pero él se enfadó mucho conmigo, por algo que dije, y se fue. Y Arthur estaba allí mismo, en el bar. Era rubio y guapo y refinado, vestía bien y era inteligente y un poco excéntrico para ser joven, pero también tenía mucho de caballero y una pizca de hombre reservado. Poseía un toque dramático muy interesante. Y parecía furioso y aburrido y fuera de lugar, como confuso, y eso siempre les resulta atractivo a las mujeres. Vivía en esta zona, no sé por qué, y no tenía la menor idea de qué hacer con su persona. Yo no tenía asegurada mi vuelta en coche a The Hat. Podría haber cogido el autobús rojo a Swift Current, y allí hacer intercambio. Pero él tenía un bonito coche, un Oldsmobile. En aquel tiempo aún no tenía el hotel. Trabajaba en él. Así fue la cosa. ¿Qué fecha he dicho? ¿1950? Arthur tenía veintitantos años. Yo era un poco mayor. Y más delgada. Mi madre seguía trabajando en Lepke’s. Yo aún tenía un hijo en casa; ahora está en Winnipeg. Ahí tienes mi vida a todo color.

Me sonrió de nuevo y siguió ordenando sus cosas de pintura en la caja; sus uñas rojas se movían por entre el contenido. Traté de hacerme una idea más clara de Arthur Remlinger a partir de lo que me acababa de contar Florence, y de casar esa imagen con la del hombre actual, a quien apenas conocía. Pero no pude. No lograba verlo con nitidez. Ni siquiera entonces.

—Voy a mudarme a Fort Royal —dije.

No quería quedarme sin decir nada, después de haberle hecho una pregunta y de que ella me hubiera contestado.

—Ha sido una brillante sugerencia mía —dijo Florence, aún de rodillas—. Arthur piensa que está bien ahí donde estás, en esa especie de choza india. Es interesante vivir en ella completamente solo, me doy cuenta. Muy romántico. Pero no va a ser un sitio adecuado cuando vengan los cazadores. No puedo ocuparme de ti, pero puedo intentar no olvidar que existes. Tu madre me lo agradecería.

Eso era cierto. Yo tenía la convicción de que mi madre sabía que habría de sucederme algo parecido, que alguien repararía en mí y sabría valorarme y no me abandonaría a mi suerte. No creía que la gente de cierto valor pudiera perderse para siempre, aun cuando no pudiera explicarlo todo sobre sí misma, por qué estaba donde estaba y demás…

—¿Por qué está aquí el señor Remlinger? —dije.

Florence se puso de pie con rigidez; no era muy alta, y tampoco esbelta como mi madre. Se restregó los pantalones de pana marrones y se sacudió toda ella, y se dio unos golpecitos en los brazos y en la parte alta del sombrero, como si se hubiera quedado fría. Yo llevaba puesta mi chaqueta de cuadros. El tiempo había refrescado bastante.

—Esto debe de ser Canadá… —Sonrió de forma zumbona—. No siempre vamos a sitios —dijo—. A veces acabamos en ellos. Es lo que le pasó a Arthur. Acabó aquí. «No me voy a Estados Unidos, me voy de París». Es lo que dijo aquel gran artista que se llamaba Duchamp; a él mi pintura le habría parecido muy curiosa. —Contempló su pintura de la oficina de correos y la calle vacía que salía del núcleo urbano en dirección a la carretera, el paisaje que teníamos ante nuestros ojos—. Me gusta, sin embargo —dijo—. No me gusta todo lo que pinto.

Dio un paso hacia atrás y contempló su obra de soslayo, por el rabillo del ojo, y luego de frente.

—Me gusta —dije.

Pensé que si me mudaba a Fort Royal vería a Florence más a menudo, y que los acontecimientos de mi vida tomarían un rumbo más positivo, que quizá incluiría también a Arthur Remlinger, a quien deseaba conocer mejor.

—Sé que todo esto te resulta muy extraño, querido —dijo Florence—. Pero lo que tienes que hacer es dejarte llevar por la corriente, ¿de acuerdo? Era lo que siempre les decía a mis hijos. Estaban hartos de oírmelo decir. Pero no ha perdido su validez. —Hizo un gesto hacia su Metropolitan—. Si me ayudas a llevar mis útiles de pintura al coche, yo te llevo a Fort Royal para que puedas cenar. Charley puede traerte luego. Ya te queda muy poco de vivir aquí. Puedes mudarte mañana mismo.

Recogió la caja de madera de las pinturas. Yo descolgué el lienzo del caballete, cogí la lata, el taburete y el caballete y eché a andar hacia el coche. Fue mi último día en Partreau.