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Estaba aprendiendo muchas cosas a un tiempo: cómo emplazar los fosos de tiro para que el sol de la mañana no diera en ellos demasiado temprano sino que siguiera aún lo bastante alto, sobre una elevación del terreno, para que los Sports pudieran ver sin que la luz los cegara y pudieran estar listos para disparar cuando alzaran el vuelo desde el río las bandadas de gansos. Aprendí a colocar los pesados señuelos de madera a derecha e izquierda de los fosos, y a dejar un espacio de «toma de tierra» para que los gansos pudieran posarse, pensando que todo seguía igual que la noche anterior, aunque nunca lo bastante lejos como para atraer su atención hacia los rifles o las caras blancas de los cazadores, con frecuencia demasiado ansiosos por empezar a disparar. Charley decía que los estadounidenses solían ser gordos o viejos, o las dos cosas, y no podían soportar dar cuenta del estofado de quimbombó de Regina frío, desmenuzable, dentro de los fosos y siempre estaban poniéndose de pie y saliendo de ellos a destiempo. Los patos, decía Charley —porrones oscilados, ánades rabudos y canvasbacks—, siempre llegaban los primeros, chillando sobre los fosos como fantasmas surgidos de la oscuridad, bajos y ladeados y bulliciosos. Si se les disparaba, sin embargo, se asustaba a los gansos, que tenían buen oído, y por lo tanto se desaconsejaba hacerlo. Yo mismo tenía que tener mucho cuidado al cambiar de sitio los señuelos, porque los Sports disparaban contra todo lo que pensaban que habían visto u oído. Había gente que había muerto por esta causa. En cierta ocasión, el propio Charley había sido alcanzado por dos cartuchos y le habían quedado cicatrices. Permitía cargar los rifles sólo cuando él había dado la señal, aunque seguía habiendo «bombarderos», que eran los verdaderamente peligrosos. Yo era responsable de informarle sobre cualquier Sport que pareciera estar borracho, aunque todos ellos solían quedarse bebiendo en el bar hasta muy tarde la noche anterior, y solían oler a alcohol. También tenía que informarle sobre cualquiera que pareciera enfermo o le costara andar o moverse o no tuviera cuidado al manejar su escopeta. Charley comprobaba las licencias y ordenaba cuándo se empezaba a disparar y cuándo se dejaba de hacerlo: cuando el sol estaba alto y los gansos podían ver el suelo. Como ya he dicho, me quedaba en la camioneta y veía por los prismáticos los gansos abatidos, y los heridos, y llevaba la cuenta, porque los guardas siempre estaban por los alrededores y lo vigilaban todo con prismáticos más potentes que los míos, y dividían los gansos que caían por el número de cazadores, y venían a hacer comprobaciones cuando las cuentas nuestras y las suyas no cuadraban. En tal caso dejaban citaciones, confiscaban rifles, veían quién estaba borracho, multaban a Charley, y multaban mucho más a Arthur Remlinger, y le obligaban a pagar grandes sumas de dinero para evitar investigaciones más rigurosas sobre sus actividades en la ciudad: las chicas filipinas, el garito de juego contiguo al comedor, y todas aquellas cosas que pudiera hacer Arthur Remlinger que no contaran con la aprobación de las autoridades de la ciudad. Arthur Remlinger tenía permiso para un «servicio de guía», aunque no fuera él quien hiciera de guía ni supiera nada sobre caza ni sobre gansos, ni le importara en absoluto ninguna de las dos cosas. Él era el propietario, y hacía las reservas, y llevaba las cuentas, y alojaba a los Sports en el hotel, y se embolsaba su dinero; parte del cual iba a parar a Charley, que a su vez me daba a mí una pequeña parte. Aunque se daba por descontado que los Sports repartían propinas cada día de caza, cuando cesaban los disparos —normalmente en dólares estadounidenses—, y todo el mundo contento.

Uno de los últimos días cálidos de principios de octubre, después de que Charley y yo hubiéramos pasado la mañana reconociendo el terreno y abriendo fosos de tiro en los campos frecuentados por los gansos, salí de Partreau en mi vieja bicicleta y enfilé la carretera en dirección a Leader, a unos treinta kilómetros al oeste. Estaba decidido a encontrar el colegio para chicas difíciles del que me había hablado la señora Gedins, situado a apenas unos diez kilómetros más allá del montículo, en la localidad de Birdtail. Pensaba preguntar si podría inscribirme como alumno en algún momento del futuro próximo, quizá en invierno, cuando mis obligaciones con la caza de gansos hubieran terminado y me hubieran dejado más o menos libre. No sabía exactamente lo que era una «chica difícil». Pensaba que tal vez significaba que se hallaba en un momento de paso delicado, entre un sitio y otro; como yo, por ejemplo. Tampoco creía que hubiera colegios sólo para chicas. Tendrían que admitir al menos a algún chico, incluso allí en Canadá. La señora Gedins me había dicho que era un colegio de monjas. Y por la experiencia de mi madre con las Hermanas de la Providencia, pensaba que las monjas eran mujeres abiertas y generosas, y que estarían deseosas de ayudarme: ésa era su misión, y por ella habían renunciado a casarse y a llevar una vida normal y corriente. No tendría que importar que fuera norteamericano. No le diría a nadie que mi madre era judía, ni que mi padre y ella estaban en la cárcel en Dakota del Norte. La vida había empezado a exigir mentiras para poder vivirse. Y yo estaba deseando decir una, o muchísimas más, con tal de poder ir al colegio y no quedarme atrasado en todo.

También tengo que decir que empezaba a pensar que estaría bien tener trato con chicas. Por supuesto, Berner era una chica. Pero la mayor parte de nuestra vida nos habíamos tratado como si fuéramos la misma cosa, dado que éramos mellizos. Y esa misma cosa no era ni masculina ni femenina, sino algo intermedio que nos incluía a los dos. Aunque, claro está, eso no había durado. Charley me había llevado en dos ocasiones al restaurante de chop-suey de Main Street. Y las dos veces había visto a los hijos chinos del propietario sentados en la penumbra de una mesa del fondo, haciendo los deberes. Había prestado una atención especial a la bonita cara redonda de la hija, que parecía de mi edad. Las dos veces se había fijado en mí, pero sin dejar que se le notara. A partir de entonces, cuando daba mis paseos por Partreau, o mientras disponía las piezas de ajedrez en la soledad de mi casucha, me permití varias veces la fantasía de que llegábamos a ser amigos. Y que venía a verme. Hablábamos mientras paseábamos por la población desierta, y luego jugábamos al ajedrez. (Estaba seguro de que sabía jugar al ajedrez mejor que yo). Incluso albergué la fantasía de que la ayudaba a hacer los deberes. No hubo nunca nada más que eso en mis pensamientos. No llegué jamás a conocerla ni a hablar con ella. Nuestra amistad no existía más que en mi cabeza. Tales cosas no podían suceder nunca en la realidad, y no sucedían. La soledad te hacía comprender este hecho triste de la vida, y al mismo tiempo imaginar que no sólo eso sino muchas más cosas podrían ser diferentes.

La carretera y la pradera del oeste de Partreau no eran distintas del terreno que partía del montículo hacia el este, hacia Fort Royal. Aunque, montado en mi bicicleta, me parecía un paisaje nuevo, como si fuera un terreno que no compartía con nadie. No eran sino campos desnudos, ondulantes, con fardos de paja diseminados aquí y allá hasta que la vista se perdía, y puntos negros —bombas de petróleo—, y en el cielo gansos nuevos en bandadas centelleantes, y humo de un gris blanquecino en el horizonte, donde un granjero quemaba zanjas con rastrojos.

Cuando llegué al rótulo de Birdtail, no vi ni rastro de población alguna. Las vías de la Canadian Pacific discurrían junto a la carretera, lo mismo que en Partreau y Fort Royal. Pero no había paso a nivel —debió de haber uno cuando existía el núcleo humano—, ni arbustos de caraganas ni un molino ni un elevador de grano ni unos cuadriláteros de cimientos donde en el pasado se hubieran levantado las casas. No creía que la señora Gedins se hubiera tomado la molestia de mentirme. Me quedé allí sentado, mirando el cielo y los alrededores, donde no había ningún colegio, y luego decidí seguir como un kilómetro o kilómetro y medio más hasta encontrar el rótulo de Birdtail en el lado opuesto de la carretera, si es que había alguno. Y cuando llegué a él leí: «Colegio de las Hermanas del Santo Nombre». Una flecha señalaba un camino de grava que partía de la intersección con la carretera y se adentraba hacia el sur en los campos. Había una cruz cristiana pintada encima de la leyenda del colegio. En la cima de la colina adonde llevaba el camino había una casa abandonada, y más allá el camino se perdía en el cielo azul. El colegio podía estar a cualquier distancia. A quince kilómetros, por ejemplo. Yo había conducido la camioneta de Charley —con Charley a mi lado— kilómetros y kilómetros de aquella pradera, y no había visto ni señal de seres humanos que vivieran o hubieran vivido allí alguna vez. Y sin embargo el colegio, para mí, era una meta muy importante. Podía pedalear hasta que lo divisara a lo lejos, y ver lo que pensaba al respecto.

Guié la rueda delantera de la bici por la rodada arenosa del camino. La vieja Higgins de Charley avanzaba bamboleándose y dando tumbos sobre las piedras y la grava, y me costaba pedalear cuesta arriba. Aunque una vez hube alcanzado la cima de la colina, donde se alzaba la casa abandonada, se abrió ante mí una vista de kilómetros a la redonda, y vi que el colegio —o lo que por fuerza tenía que ser el colegio— se hallaba justo al pie del otro lado de la colina. Era un edificio grande, cuadrangular, de cuatro alturas y ladrillo rojo, plantado en una depresión de la pradera vacía; su aspecto no era muy diferente del que habría tenido el instituto de Great Falls, de haber estado allí. Pero en cuanto vi el edificio supe lo que significaba «difíciles». Significaba lo que Berner y yo habríamos sido si la autoridad del tribunal tutelar de menores hubiera llegado a tiempo para hacerse cargo de nosotros. Huérfanos. Sólo unas niñas huérfanas podrían estar en un lugar así.

El ancho cuadrilátero que ocupaba el colegio se había ganado a una tierra de pastos contigua a un estrecho arroyo seco. El trigo crecía en el banco elevado que daba a él. Había árboles altos y delgados en el césped, y se veían unas figuras diminutas diseminadas sobre ella; las chicas difíciles, pensé. El sol vivo de octubre —que me hormigueaba en el cuello sudoroso— daba al centro una apariencia yerma e inmóvil. Estuve a punto de darme la vuelta y regresar a la carretera. Aquél nunca sería un lugar con grandes robles y un campo de fútbol y chicos de mi edad deseosos de aceptarme, lo que había estado a punto de tener en Great Falls. Nunca sería lo que yo había deseado. Era Canadá.

Pero había llegado hasta allí. Así que dejé que la bicicleta rodara por la accidentada ladera abajo. Sería la una de la tarde. Dos halcones describían lentos círculos en lo alto del cielo. Cuando al llegar al camino llano empecé a pedalear al mismo nivel de terreno del colegio, algunas de las chicas que estaban sentadas en el césped, charlando en grupitos mínimos —y otras que paseaban por el perímetro del césped— me vieron. Muy poca gente, pensé, se aventuraría hasta allí en bicicleta, ya que cuando llegaran no podrían hacer otra cosa que volver sobre sus pasos.

Una monja alta con hábito negro y toca blanca estaba de pie en las escaleras de la entrada, vigilando el jardín. Era después de la comida. Estaba hablando con una de las chicas, que se reía. Al verme, me siguió con la mirada desde el otro lado de la pradera de césped.

Donde los terrenos del colegio lindaban con el camino se levantaba una puerta alta con barrotes, aislada y sin cerca alguna; algo muy extraño, pues cualquiera que lo deseara podía salir o entrar en el colegio a su antojo. No tenía nada que ver con lo que yo pensaba que era un orfanato. Más adelante, el camino se adentraba en los terrenos del colegio. Vi coches aparcados a lo largo de un lado del edificio. Las puertas con barrotes de la entrada estaban cerradas con cadenas y candados, y, en lo alto de ellos, en la franja de metal que unía las pilastras de ladrillo de ambos lados, una figura dorada de Cristo con los brazos extendidos daba la bienvenida a los recién llegados, si es que alguna vez se abría para que entrara alguien.

Seguí allí sentado en la bicicleta, sudando, a pesar de que un viento gélido soplaba a lo largo del camino por el que acababa de bajar. Tendría que encararlo cuando emprendiera el camino de vuelta. No se veía a ningún chico en los terrenos del colegio; ni al otro lado del portón ni trabajando en el césped. Tenía que haber algún chico en alguna parte, pensé. No había sitios donde los chicos no fueran bienvenidos o se necesitaran chicos para algo.

Dos de las chicas del jardín se habían acercado hasta donde yo estaba sentado en la bici, mirando el colegio desde el otro lado del portón de la entrada. Una era alta y enjuta, de tez basta y boca dura y arrugada que le daba un aire de adulta. La otra era de mediana estatura, pelo castaño y cara cuadrada y nada atractiva. Y tenía un brazo más pequeño que el otro, aunque no más corto. Su sonrisa era agradable, me complació ver, y la dirigió hacia mí desde el otro lado de los barrotes. Las dos llevaban un vestido idéntico, informe y azul, y zapatillas de tenis blancas y calcetines verdes hasta los tobillos. En el lado de la pechera donde debería haber habido un bolsillo llevaban tres palabras bordadas en blanco: EL SANTO NOMBRE. Era una ropa parecida a la que mi madre llevaba en su celda cuando Berner y yo fuimos a verla.

—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo la chica alta y de aspecto más mayor, en tono duro y hostil, como deseando que me marchara. Su cuerpo larguirucho parecía relajarse al hablar. Ladeó una cadera, como a la espera de que le respondiera algo ingenioso, tal como habría hecho Berner.

—Sólo he venido a ver el colegio —dije, y me sentí muy en evidencia estando allí. No estaba en Norteamérica. No tenía nada que hacer en un colegio del que no sabía nada en absoluto. Pensé que lo que seguramente tenía que hacer era marcharme.

—No tienes permiso para estar aquí —dijo la chica agradable del brazo escuálido. Volvió a sonreírme, aunque me di cuenta de que no de forma amistosa. Era una sonrisa sarcástica. Le faltaba uno de los dientes delanteros, y se le veía un hueco oscuro en la boca, con lo que su sonrisa dejaba de ser agradable. Las dos tenían las uñas todas mordidas, arañazos en los brazos, bultitos como infectados alrededor de la boca y vello en las piernas, como yo. Era imposible que aquellas chicas pudieran llegar a ser amigas mías.

Más allá de ellas, la monja alta empezó a bajar las escaleras desde las que antes había estado vigilando. El hábito, con el aire, se le inflaba alrededor de los tobillos. Otras chicas del jardín se pusieron de pie y nos miraron a los tres que estábamos junto al portón, como si se estuviera produciendo algún contratiempo. Mientras se acercaba hacia nosotros, la monja movía los brazos y daba grandes zancadas con sus piernas largas. Decidí marcharme antes de tener que discutir con ella, con el riesgo de que llamara a la policía. Las dos chicas miraron hacia ella, pero no parecieron concederle la menor importancia. Se sonrieron una a la otra de un modo satisfecho y malicioso que tenían muy ensayado.

—¿Tienes alguna especie de novia? —dijo la chica más mayor.

Sacó las manos a través de los barrotes y se puso a mover los dedos hacia mí. Yo me aparté. La chica china de Fort Royal nunca movería los dedos en dirección a mí.

—No —dije.

—¿Cómo te llamas? —dijo la chica más menuda y del brazo escuálido.

Apreté el manillar y puse el pie en el pedal, listo para salir de allí inmediatamente.

—Dell —dije.

—¡Largo de aquí! ¡Tú, largo de aquí! —La monja se había puesto a gritarme mientras se acercaba hacia nosotros con largas zancadas sobre el césped; llevaba una especie de arnés de cuentas alrededor de la cintura y una gran cruz que oscilaba en su pechera, y la cara —muy lavada y blanca: boca, ojos, mejillas, frente— estrechamente circunscrita por una tela almidonada y blanca.

—¡Largo de aquí! —repitió a gritos.

Las dos chicas se volvieron de nuevo hacia ella, e intercambiaron unas miradas crueles.

—Tú, jovencito, vete. ¿Qué estás haciendo aquí?

La monja seguía gritando, como si estuviera a punto de pasar, o ya hubiera pasado, algo terrible.

—Esa vieja puta —dijo la chica mayor, como si fuera lo más natural emplear ese lenguaje.

—La odiamos. Si se muriese, nos alegraríamos —dijo la chica más menuda.

Tenía los ojos pequeños, estrechos y oscuros, y al decir esto se le abrieron como platos, como si se escandalizara de lo que había dicho.

—Dell es nombre de mono en el sitio de donde vengo. Shaunavon, Saskatchewan —dijo la chica mayor, sin inmutarse ante la monja que se acercaba a grandes pasos.

De pronto, estiró uno de sus brazos largos a través de los barrotes y me agarró una muñeca con toda su fuerza. Traté de zafarme, pero no pude. Y ella empezó a tirar de mí, mientras la otra chica se reía. Me incliné hacia un lado, con el solo apoyo de la pierna derecha y del talón del zapato, y empecé a ceder hacia abajo.

—No las toques —me gritaba la monja.

Yo no estaba tocando a nadie.

—Nos tiene miedo —dijo la chica menuda, y emprendió la retirada, mientras su compañera me seguía aprisionando a través de los barrotes. La chica mayor me miraba fijamente, torturándome y disfrutando al hacerlo. Me hundía las pequeñas uñas mordidas al ras en la piel de la muñeca, como si quisiera desgarrarla.

—Suéltale, Marjorie —gritó la monja, que había llegado casi al portón—. Te va a hacer daño.

Los pesados faldones le impedían moverse con soltura.

Marjorie me estaba desmontando de la bici y pegándome contra los barrotes.

—Para ya —dije—. No tienes por qué hacerme esto.

—Pero quiero hacértelo. —Marjorie tiraba de mí y me pegaba contra los barrotes; quería hacerme algo. Pegarme, pensé. Era mucho más fuerte que Berner, y más grande. Tenía el semblante tranquilo, pero me miraba con dureza con sus grandes ojos azules, y apretaba con fuerza los músculos de la mandíbula, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo. Era más joven que yo. Tendría catorce años, pensé, no sé por qué—. Quiero hacerte un hombre —dijo—. O montarte una buena.

La monja llegó al portón, agarró a Marjorie por el hombro y tiró de ella hacia atrás. Pero Marjorie no me soltaba. La monja la cogió de la barbilla y le dio la vuelta a la cabeza para que dejara de encarar la puerta enrejada.

—Muy mal, muy mal, muy mal —dijo, furiosa, a través de sus labios crispados y pálidos. El hábito negro le dificultaba el movimiento. Sus ojos se fijaron en mí, que seguía pegado al portón, al otro lado—. ¿Qué estás haciendo aquí? —dijo. Su cara estaba enrojeciendo—. No eres de aquí. Vete.

Era también muy joven. Tenía el cutis muy suave y limpio, a pesar de estar tan enfurecida. No era mucho mayor que Marjorie, o que yo.

Empezó a sonar una campana. Yo estaba ya casi fuera de mi vieja bici, pero aún no me había caído de ella por completo. Marjorie seguía agarrándome con fuerza —su mano me quemaba la piel del brazo—, sin expresión alguna en el semblante. Con la mano izquierda hice palanca bajo los dedos férreos que me estaban hiriendo la piel. Le levanté uno de ellos, y luego otro. No quería hacerle daño. Y por fin me zafé. Retrocedí dando tumbos, tropecé con la bicicleta, caí al suelo de grava y me quedé sin resuello.

—¿Quién eres? —La monja me miraba airadamente a través de los barrotes. Tenía la cara muy lavada, y brillante, y furiosa. Ahora agarraba con firmeza los hombros de Marjorie, que se había puesto a sonreír como si acabara de hacer algo gracioso—. ¿Cómo te llamas? —dijo la monja.

Yo no quería decirle nada de mí mismo. Empecé a levantarme y a levantar la bicicleta del suelo de grava.

—Se llama Dell —dijo Marjorie—. Un nombre de mono.

—¿Por qué estás aquí? —dijo la monja, sin soltar los hombros de Marjorie.

—Quería ir a un colegio, eso es todo.

Me sentía ridículo allí en el suelo, arrodillado junto a la bici, reducido de tamaño.

—Éste no es para ti. —Su acento era diferente del de cualquiera que yo hubiera oído en mi vida. Hablaba rápido, y escupía las palabras en dirección a mí. Sus ojos oscuros y planos estaban furibundos, furibundos contra mí—. ¿Dónde vives?

—En Partreau —dije—. Trabajo en Fort Royal.

Todas las chicas del jardín se dirigían hacia las escaleras, donde se iban disponiendo en fila para entrar en el edificio del colegio. En lo alto de las escaleras había ahora otra monja, baja y corpulenta, con las manos juntas delante de ella. Marjorie seguía sonriéndome a través de los barrotes, como si estuviera viendo a alguien lastimoso.

—Quería besarte —me dijo en tono ensoñador—. Pero tú no querías besarme a mí, ¿verdad?

—Vuelve adentro —dijo la monja.

Soltó los hombros de Marjorie, y la empujó hacia las escaleras. Marjorie echó la cabeza hacia atrás, se volvió con aire teatral, rió estentóreamente y se puso a andar para alcanzar a su amiga.

—Lo siento —dije.

—No quiero volver a verte por aquí nunca más —dijo la monja joven a través de los barrotes. Sacudió la cabeza en dirección a mí, adelantó la cara y me miró de forma airada para cerciorarse de que le había entendido—. Si vuelves a venir, llamaré a los guardias. Y te llevarán con ellos. ¿Te acordarás de lo que te digo?

—Sí —dije—. Lo siento.

Quería decir algo más, pero no se me ocurría nada. No sabía lo que era sentirse «desesperado», pero era así como me sentía. La monja joven se alejaba ya del portón, y los pesados faldones negros le bamboleaban a la luz del sol. Yo había puesto en pie mi bicicleta, y le di la vuelta sobre la grava. Me monté en ella y empecé a pedalear ladera arriba, cara al viento, hacia la carretera, rumbo a Partreau.