Cuando el frío se hizo más intenso y empezaron a llegar los Sports a principios de octubre (cuando se levantaba la veda para los estadounidenses), Charley dijo que quería que dedicara todo mi tiempo al «trabajo de los gansos». Yo llevaba un mes en la casucha de Partreau, aunque, como ya he dicho, el tiempo no parecía transcurrir o significar mucho para mí, no lo que había significado dos meses atrás, cuando faltaban apenas unas semanas para que empezara el instituto y el largo y lento paso de los días era algo que yo deseaba controlar y vencer de la forma en que Mijaíl Tal resolvía un problema de ajedrez.
Me estaba adaptando a mi pequeña morada de dos piezas mucho mejor que al principio. Tenía que utilizar el retrete al aire libre, pero sólo lo hacía después de cerciorarme de que Charley no me estaba observando, y nunca me quedaba mucho tiempo dentro. Pero había electricidad para la placa eléctrica y la luz del techo, y para proporcionarme algo de calor. Ya no me podía lavar la cara en la bomba de agua, porque el viento era helador. Pero por la noche llevaba agua a casa en un cubo, y me bañaba utilizando una cazuela que había encontrado hurgando en un hoyo de basura, y me restregaba con un trapo y con la pastilla de Palmolive que guardaba en una lata de tabaco para impedir que pudieran dar con ella las ratas y los ratones.
Arrastraba uno de los dos catres del cuarto hasta la cocina, la otra pieza de mi morada. El cuarto del fondo estaba en la parte norte de la casucha, y el viento nuevo y frío se colaba por las rendijas del estuco y las tablillas, y silbaba a través de los cristales rajados, de forma que, por las noches, el cuarto —en el que además no había luz— se volvía un sitio inhóspito. En la cocina había una estufa de hierro J. C. Wehrle con las junturas rotas, que yo alimentaba con tablas podridas y trozos de leña muerta y ramas de caragana que recogía durante mis paseos. Me lavaba la ropa, las sábanas y los utensilios de cocina en el caño de la bomba, y barría el suelo con una escoba que había encontrado, y pensaba que me había adaptado bien a unas circunstancias cuyo rumbo y duración aún ignoraba. Quería cortarme el pelo en la barbería de Fort Royal; a veces me miraba en los espejos de los cuartos de baño del Leonard y sabía que estaba más delgado y que llevaba el pelo demasiado largo. Pero no había ningún espejo en la casucha, y por la noche me importaba bien poco mi apariencia. Sólo me acordaba de que necesitaba un corte de pelo cuando estaba en la cama; y también me acordaba de que tenía que cortarme las uñas, como acostumbraba hacer mi padre. Pero a la mañana siguiente se me olvidaba por completo.
Para protegerme del aire que se colaba por las roturas y rendijas del cuarto frío que daba al norte solía llevarme varias de las cajas de cartón que cubrían las paredes de la cocina. En el drugstore de Fort Royal había comprado una vela violeta con aroma de lavanda, y la encendía por la noche, porque sabía por mi madre que la lavanda facilitaba el sueño y porque la casucha —fría o caliente— olía a humo y a tabaco podrido o rancio, y a los olores humanos de décadas de vida de quienes la habían habitado en el pasado. La casucha pronto se vendría abajo, como lo que quedaba de Partreau. Sabía que si me marchaba y volvía al cabo de un año probablemente encontraría muy poco de todo aquello en pie.
Al anochecer, cuando terminaba de cenar y volvía de mi paseo y podía soportar estar solo (nunca tuve la sensación de que mi situación fuera verdaderamente soportable), me sentaba en el catre y desplegaba el tablero de ajedrez sobre la manta, colocaba las cuatro filas de piezas temblorosas de plástico y urdía movimientos y estrategias contra adversarios imaginarios y sin especificar. Nunca había jugado con nadie más que con Berner. En quien pensaba era en Arthur Remlinger. Mis estrategias normalmente entrañaban osados ataques frontales. Derrotaba a mis rivales con ataques sacrificiales a la manera de Mijaíl Tal, que se había convertido en mi héroe. Los finales llegaban siempre con vertiginosa rapidez, debido a la escasa oposición de mis adversarios. Otras veces, ensayaba lentas, engañosas fintas y retiradas (que no me gustaban mucho), y hacía sagaces comentarios y observaciones sobre lo que mi adversario y yo estábamos haciendo, y lo que parecía que planeaba hacer él, sin revelar jamás mi plan de victoria. Hacía esto mientras escuchaba la vieja Zenith, cuya luz brillaba tenuemente detrás de los números y de la cual, en medio de las noches frías y sin nubes, emergían voces lejanas que, me daba la sensación, el viento difundía por el mundo sin respetar fronteras. Des Moines. Kansas City. WLS de Chicago. KMOX de Saint Louis. La voz rasposa de un negro de Texas. La voz de un reverendo que clamaba a Dios. Voces de hombre hablando, me pareció, en español. Otras que me pareció que hablaban en francés. Y, por supuesto, emisoras que llegaban con nitidez de Calgary y Saskatoon, con noticias: la Ley de Derechos Civiles de Canadá, la Federación Cooperativa de la Commonwealth de Tommy Douglas. Y nombres de lugares —Norte Battlefield, Esterhazy, Assiniboia—, ciudades de las que yo nada sabía salvo que no eran estadounidenses. Me preguntaba si podría sintonizar alguna emisora de Dakota del Norte, que no estaba tan lejos, para llegar a saber algo sobre el juicio de mis padres. Nunca logré dar con ninguna, aunque a veces, echado en el catre en medio de una oscuridad en la que se oían los chasquidos de la estufa Wehrle, fingía que las voces estadounidenses me hablaban a mí, y sabían de mi vida, y tenían consejos que me servirían de ayuda si conseguía mantenerme despierto el tiempo suficiente. Con esto y con la vela de lavanda conseguía conciliar el sueño muchas noches.
Otras noches abría alguna de las cajas de cartón que no había trasladado al cuarto que daba al norte y me entretenía averiguando cosas que habían acontecido en aquella casa en los años anteriores a mi llegada a ella. En la pradera, la historia y la memoria parecían tan ajenas como el propio paso del tiempo —como si los vecinos de Partreau hubieran desaparecido no en el pasado sino en otro presente vivo—, lo cual explicaba por qué no había ningún cementerio merecedor del tal nombre, y por qué se había dejado tanto atrás.
Arthur Remlinger me había dicho que había vivido en aquella casucha cuando llegó a Canadá, y muchas de las cosas que había en las cajas eran suyas. En ellas —que se habían ablandado con el tiempo y despedían un tufo rancio— encontré cosas relacionadas con lo que había visto en sus habitaciones del hotel. En una en la que se leía AR escrito a lápiz había libros delgados y llenos de fisuras, revistas amarillentas de la década de los cuarenta, atadas con cordel de algodón. Una era The Free Thinkers. Otra The Deciding Factor. Había dos libros que ya había visto en su dormitorio del Leonard: Pasajeros cautivos y Análisis del mundo. No tenía la menor idea de qué eran o de qué trataban. Cuando saqué los ejemplares de The Free Thinkers, vi que en la portada de uno de ellos remitía a un artículo del interior firmado por A. R. Remlinger, titulado «Anarcosindicalismo, inmunidad y privilegios». Leí la primera página. Se inscribía en algo llamado la «Lección de Danbury Hatters», y la «Ética del trabajo protestante», y describía con detalle cómo los obreros no «maximizaban su libertad individual». La contraportada informaba al lector de que A. R. Remlinger era un «joven del Medio Oeste que había estudiado en Harvard», y que había puesto su «educación exquisita» al servicio de los derechos humanos de todos los hombres. Era probable que Arthur Remlinger hubiera firmado también artículos en otras de las revistas que había sacado, pero no tenía interés en comprobarlo.
En otras cajas en las que no figuraban las iniciales A. R. encontré pólizas de seguros de vida, un montón de cheques anulados, el permiso de conducir de una mujer llamada Esther Magnusson, un puñado de cabos de lápices amarillos sujetos por una goma elástica, montones de viejos panfletos y un folleto de los bonos de guerra «Vía Láctea para Gran Bretaña»; muchas de estas cosas estaban podridas y habían anidado en ellas los ratones. Algunos de los panfletos tenían que ver con el «Evangelio de la Reforma Social», y con algo llamado los «Templarios reales de la templanza». Había opúsculos de afiliación a «Clubs de amas de casa», boletines sobre «Trigo y mujeres» y la «Guía de los cultivadores de grano». Uno de los folletos trataba de «La liga canadiense», y en su primera página declaraba que los emigrantes extranjeros no estaban soportando el peso que les correspondía, y que los soldados que volvían del frente debían tener «preferencia en la obtención de los mejores empleos». Entre las páginas había una fotografía en blanco y negro de un periódico en la que se veía una cruz en llamas y, de pie ante ella, a un grupo de personas con túnicas y capuchas blancas que les cubrían las caras. Al pie de la fotografía, se veía escrito con tinta desvaída: «Moose Jaw, 1927».
Otra caja contenía latas con bobinas de película, pero sin indicación alguna de qué era lo que mostraban tales bobinas. Una bandera estadounidense doblada «en tricornio» encima de las latas; nuestro padre nos había mostrado a Berner y a mí cómo se hacía. Había dos cajas de zapatos llenas de cartas, muchas de ellas dirigidas a un tal señor Y. Leyton, de Mossbank, Saskatchewan, y con matasellos de 1939 y 1940. Los apretados montones de cartas estaban atados con cordel de embalar, y algunos de ellos con sellos estadounidenses rojos, de tres centavos, con una efigie que reconocí como la de George Washington. Me sentí con derecho a leer al menos una de ellas, ya que a mí nadie me había mandado ninguna desde que estaba en Canadá, y el hecho de leer la de otra persona podía hacerme valorar la presencia de otros seres humanos, de la que mi vida en Partreau carecía casi por completo. La carta decía:
Querido hijo:
Estamos en Duluth, y hemos llegado hasta aquí en coche desde las ciudades en las que todo era realmente bonito (muy moderno). Hace mucho más calor aquí que en la vieja nevera de Prince Albert, de eso no hay duda. No entiendo cómo alguien puede vivir allí… Y el viento… Dios mío. Tú sabes mucho de eso, claro. Estoy tratando de olvidar la mayor parte del canadiense que aprendí de niña en la escuela —por mi mala cabeza—. Jaqueleen me estaba diciendo hace un momento que es una pena que tenga que haber una frontera entre los dos países. Pero yo no estoy tan segura. Supongo que alguien debe de pensar que ellos lo saben todo mejor que nadie. Tennessee es el sitio donde me moriré feliz.
Sé (o he oído) que estás pensando en la RCN[19], lo cual es muy valeroso por tu parte (si te gusta el agua). Quiero que te lo pienses mejor, ¿de acuerdo? Tenemos muy poco que ganar con una gran guerra ahora. Podría suceder lo peor. Aunque tú no piensas en ello, por supuesto. Es sólo un pensamiento de tu madre.
Tengo una postal que voy a mandarte. En ella se ve a nuestro «Príncipe Azul» en su famoso viaje de adiestramiento a Sask, en el 19 (¡hace veinte años! ¡Dios Santo!). Tú no te acordarás, pero tu padre, tu abuela y yo te levantamos en el aire junto a las vías en Regina, con tu vestidito de estambre, y tú agitabas una pequeña bandera canadiense. Creo que por eso eres tan patriótico. Supongo que no hay razón para que seas de otro modo. Ten cuidado ahora. Ve a recoger esta postal, que no me va a caber en el sobre sin estropearla. Tu padre te desea lo mejor, que es más de lo que jamás me ha deseado a mí.
Besos, con cariño,
tu madre
Hurgué hasta el fondo de la caja en busca de la postal del «Príncipe Azul», para saber quién era. Pero cerca del fondo no había sino más montones de papeles atados: de postales de Navidad y recortes resecos de periódicos con fotografías de hombres sonrientes y de pelo rapado y con uniforme de hockey. En el fondo había varias fotos sueltas de mujeres completamente desnudas posando junto a pedestales con muchos adornos y arreglos florales y mesas con libros. Las mujeres eran robustas y sonreían tan alegremente como si estuvieran vestidas. Yo nunca había visto fotografías semejantes, aunque sabía de su existencia porque había oído hablar de ellas en el colegio. Podían comprarse en unas máquinas que había en la feria estatal. Me pasé un buen rato mirando detenidamente cada una de ellas, y al final metí tres en un tomo del World Book, porque sabía que tendría ganas de volver a mirarlas. Y las tuve, y las miré. Las conservé durante años.
En el fondo de la caja había además unas gafas de montura de alambre, y un anillo de oro. El anillo estaba en una lata amarilla de aspirinas Bayer, en cuyo interior había dos aspirinas sin su tersura original y una pulsera de dijes con una réplica de la Torre Eiffel. Sabía que había un anillo dentro de ella antes de verlo realmente. Que nadie me pregunte por qué. Seguramente es un anillo de boda, casi llegué a decirme. Comprendí, cómo no, que representaba un desenlace en el pasado perdido de alguien, y que no era nada bueno.
La mayoría de las cajas no las examiné a conciencia. Una contenía periódicos de Regina. Otra ropa y zapatos embarrados que los ratones habían intentado roer. Otra documentos, recibos, montantes de cosechas de trigo, facturas del elevador de grano y de la compra de un tractor Waterloo Boy nuevo. Otra montones de impresos sin abrir de las elecciones de 1948 en Saskatchewan, expedidos por la Federación Cooperativa de la Commonwealth y el «Social Credit». Traté de imaginar cómo se habían agolpado allí, en aquella casa, las vidas de muchas personas o familias. Muchas, muchas —pensé—…, y era como si hubieran confiado en volver algún día de su presente a reclamarla, y no lo hubieran hecho. O hubieran muerto. O hubieran decidido dejar aquella vida atrás para intentar otra mejor en alguna parte.
Me pregunté, sin embargo, qué habría querido decir Arthur Remlinger cuando me dijo que los estadounidenses nunca permitirían que siguiera en pie un lugar como Partreau. Lo quemarían como si vieran en él una crítica al progreso. Pero mientras iba poniendo las cajas en su sitio, contra la pared batida por las corrientes de la cocina, concluí que probablemente Arthur Remlinger tenía razón. Mis padres, gente que no poseía nada, ajena a toda permanencia, que jamás había tenido una casa, que siempre se habían mudado ligeros de equipaje y cuyas escasas cosas propias (con excepción de Berner y de mí) les habían sido arrebatadas para arrojarlas al vertedero de Great Falls, mis padres eran esa gente a la que se había referido Arthur Remlinger, a la que nada le habría importado la suerte de Partreau, aunque tampoco lo habrían quemado. Eran gente que escapaba del pasado, que no miraba mucho atrás si podía evitarlo, y cuya vida entera había estado siempre en algún punto del futuro inmediato.