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Los días en que Charley no me llevaba a la pradera a enseñarme cosas sobre los gansos, y en que no me quedaba en Fort Royal y podía estar solo en la casucha sin sucumbir continuamente a la desesperanza, empecé a experimentar la ilusión de ser alguien que casi tenía una vida feliz, que no había tirado la toalla y que seguía llevando una existencia que, como habría dicho mi padre, tenía sentido.

El tiempo, a decir verdad, parecía no pasar. Podía haber llevado un mes solo en Partreau, o seis, o incluso más, y me habría parecido todo igual, el primer día y el centésimo, de forma que llegué a crearme un mundo pequeño y transitorio. Sabía que al final iría a algún otro sitio: a un colegio, incluso a uno canadiense, o quizá a un casa de acogida, o, de alguna forma, de vuelta a mi país, a fuera lo que fuere lo que me estuviera aguardando al otro lado de la frontera. Y que mi vida presente, con sus patrones y rutinas y personas cotidianas, no iban a durar siempre, ni siquiera mucho tiempo más. Pero no pensaba tanto en ello como se podría imaginar. Era un estado de ánimo, como he dicho, que mi padre habría aprobado.

Lo que sustituía al paso del tiempo, día a día, era el tiempo atmosférico. En la pradera el tiempo atmosférico tiene más importancia que el paso del tiempo, y mide los cambios que en uno mismo tienen lugar sin que se vean. Los días del verano, que, desde que dejé Great Falls, habían sido calurosos, secos y ventosos, con cielos de un azul profundo, cesaron y dieron paso a las nubes del otoño. Primero fueron aborregadas, luego de mármol, y luego unas pobladas de cola de caballo trajeron un frío nuevo y cortante. El sol se ocultaba en dirección sur y brillaba con un ángulo nuevo a través de los árboles muertos que rodeaban Partreau y con un brillo intenso en los muros exteriores blancos del Leonard. De pronto llovía durante días. Y después de cada lluvia, el aire —preñado de un viento a rachas bajo las nubes bajas y grises— se volvía más frío y denso y calaba la chaqueta de cuadros rojos y negros que Charley me había comprado en la cooperativa y que olía a sudor a pesar de que era nueva. Ya apenas había días cálidos. Aparecieron en la hierba unos gusanos lanosos. Arañas amarillas y pardas construyeron nidos y telas donde caían las moscas en los marcos podridos de las ventanas de la casucha. Inofensivas culebras negras y verdes se tendían al sol en los trozos sueltos de acera. Dos gatos surgieron del elevador de grano de enfrente de la carretera, y los ratones se instalaron en el interior de la casucha. Los frágiles saltamontes amarillos ya no zumbaban más entre los matojos.

En el autobús que me adelantaba todos los días en la carretera los niños llevaban puestos los abrigos, los gorros y los guantes. Los gansos, patos y grullas habían empezado a llenar el cielo, y largas bandadas plateadas fluctuaban en la luz baja, mañana y tarde, mientras sus lejanos graznidos inundaban el aire incluso de noche. Cuando me despertaba —siempre muy temprano—, la escarcha cubría ya la mitad de los cristales de mis ventanas, y las malas hierbas y los cardos que rodeaban mi casucha estaban tiesos y destellaban a la luz del sol. Por la noche, los coyotes se aventuraban hasta más cerca de Partreau, a la caza de los ratones, los gatos y las palomas posadas en las casas ruinosas y los hoyos de basura. El perro que había visto el primer día, y que pertenecía a la señora Gedins, solía ladrar durante la noche. Una vez en mi cuarto, bajo la sábana y la manta ásperas, oía cómo gruñía, golpeaba con la pata en mi puerta y gimoteaba. Luego los coyotes —montones de ellos— aullaban sin parar, y yo pensaba que era posible que no volviera a ver al perro nunca más. (A mi madre no le gustaban los perros, y nunca habíamos tenido uno). Pero allí estaba a la mañana siguiente, en medio de la calle desierta, con los restos de la nieve nocturna centelleando en la calzada y sin rastro de los coyotes.

¿Por qué el cambio de tiempo y de luz producía en mí un cambio que me hacía aceptar mejor las cosas, mejor que la conciencia del paso del tiempo, por ejemplo? No sabría decirlo. Pero ésa ha sido mi experiencia todos estos años, desde aquellos días en Saskatchewan. Tal vez el hecho de ser un chico urbano (en la ciudad el tiempo importa tanto), trasplantado súbitamente a un lugar desconocido y vacío, entre gente de la que sabía bien poco, me supeditaba más a las fuerzas elementales que armaban la experiencia que estaba viviendo y la hacían más soportable. Contra esas fuerzas —una tierra que rota, un sol que hace descender su ángulo en el cielo, vientos repletos de lluvia, gansos que llegan—, el tiempo es algo artificial y cede en importancia, como es lógico.

Durante aquellos días fríos primeros a veces veía a Arthur Remlinger en su Buick de tres puertas, conduciendo por la carretera a toda velocidad, rumbo al oeste, ¿hacia dónde?, quién sabe. A algún sitio en concreto, aventuraba yo. Muchas de las veces se veía la cabeza de Florence en el asiento del acompañante. Seguramente se dirigían a Medicine Hat, una ciudad cuyo nombre se me antojaba fascinante. Otras veces veía su coche junto al remolque de Charley, mientras los dos hablaban, a menudo con vehemencia. Habían transcurrido cuatro semanas, y yo seguía sin tener ningún contacto de fuste con Arthur Remlinger, que, como ya he dicho, no era precisamente lo que yo esperaba. No es que quisiera que fuera mi mejor amigo. Era demasiado mayor para eso. Pero sí que hubiera querido saber más cosas de mí, y que yo hubiera llegado a saber más cosas de él; por qué vivía en Fort Royal, y cómo habían sido sus años de universidad, y cosas interesantes que le habían sucedido, detalles que sabía de mis padres; y la forma, me parecía a mí, de aprender las cosas en este mundo. Mildred me había asegurado que su hermano me iba a gustar, y que iba a aprender cosas de él. Pero su apellido —que parecía más extraño en él que en Mildred— era lo único que sabía de su persona. Su nombre y apellido, y cómo vestía y hablaba, lo poco que había hablado conmigo, y que era norteamericano, de Michigan.

Como consecuencia de ello, había empezado a albergar dudas en relación con Arthur Remlinger; una sensación incómoda de espera que nos concernía a ambos. Mildred me había dicho también que, al llegar a Canadá, debía empezar a ver las cosas en el presente. Pero una vez que lo haces puedes creer que creas patrones para los acontecimientos cotidianos, y la imaginación puede desbordarte, y hacer que inventes lo que te parece que falta. Lo que había empezado a asociar con el personaje incompleto de Arthur Remlinger (con lo único que sabía de él) era que por fuerza debía haber un «empeño» en el que estaba embarcado, un sentido que estaba oculto a la vista y que él quería que siguiera así, y que le convertía en alguien no corriente ni previsible, que es lo que tanto Charley como Mildred me habían dicho que percibiría al conocerle. Después de la experiencia del encarcelamiento de mis padres, estoy seguro de que tiendo a buscar aquello que podría haber de no bueno en la gente, y allí donde las apariencias indican que no hay nada malo que encontrar.

Hay personas así en el mundo, personas con algo malo en ellas, algo que puede disfrazarse pero no negarse, y que las domina. Hasta entonces yo sólo había conocido a dos adultos: mis padres. No eran en absoluto excepcionales o importantes; apenas se distinguían del resto de los mortales: eran dos personas pequeñas e insignificantes. Y había cosas malas en ellos. Salvo su hijo, todo el mundo podría haberlo notado desde el principio. Cuando detecté estas cosas malas en mis padres, y tuve tiempo para decidir lo que era cierto, nunca dejé de considerar la posibilidad de que hubiera algo malo en lo que miraba, fuera lo que fuere. Hoy es en mí una función de lo que llamo «pensamiento inverso», del que nunca me he visto enteramente liberado desde muy joven, cuando se daban tantas razones para creer en esa forma de pensamiento.

En cierta ocasión en que la señora Gedins estaba muy ocupada en la cocina del hotel, me dio una llave y me mandó al tercer piso a hacer las habitaciones de Arthur Remlinger: hacerle la cama, limpiar el cuarto de baño, quitar las toallas y los paños de la cara, y el polvo de las superficies donde se había depositado al desprenderse del viejo tejado de hojalata y entrar por el hueco abierto de las ventanas de guillotina.

Sus habitaciones eran tres, y sorprendentemente pequeñas para un hombre que tenía muchas pertenencias y no dejaba nada ordenado ni limpio cuando se ausentaba de ellas. No hice el menor esfuerzo por no examinar cuidadosamente todo lo que se me ponía delante, y husmeé más de lo que debía, pues razoné que probablemente nunca llegaría a conocer a Arthur Remlinger mejor de lo que lo podía conocer en aquel momento. Conocerlo tan poco y desear conocerlo más me había generado dudas respecto a él, como ya he dicho. Y las dudas pueden ser una fuente tanto de curiosidad como de recelo.

Las paredes oscuras de poliestireno del dormitorio de Arthur Remlinger y su pequeña sala de estar y su cuarto de baño estaban en semipenumbra, con las persianas venecianas echadas y la iluminación tenue de unas lámparas de mesa, y se veían colgadas en ellos las cosas más variopintas y extrañas. Un gran mapa amarillento de los Estados Unidos, con varios lugares marcados con alfileres: Detroit, Cleveland, Ohio, Omaha, Nebraska y Seattle (Washington). No vi indicación alguna de cuál era la razón de tales señalizaciones. Una gran pintura al óleo enmarcada junto a la ventana del dormitorio, en la que se veía —pude reconocerlo— el elevador de grano de Partreau y la pradera que se extendía hacia el norte. Remlinger había dicho que lo había pintado Florence en el estilo Nighthawk americano, una referencia que no había entendido y que no pude consultar en el World Book porque me había dejado en Great Falls el tomo correspondiente. En otra parte de la pared había una fotografía enmarcada de cuatro chicos altos, jóvenes y seguros de sí mismos, sonrientes, con los brazos en jarras, gruesos trajes de lana y corbatas anchas, de pie delante de un edificio de ladrillo con la palabra «Emerson» sobre la entrada principal. Había otra fotografía de un joven delgado, sonriente, de semblante fresco, con abundante pelo rubio (Arthur Remlinger muchos años atrás; sus ojos claros eran inconfundibles). Estaba de pie, con uno de sus brazos largos encima de los hombros de una mujer esbelta, con pantalones holgados, que sonreía también; los dos junto a lo que mi padre llamaba un «cupé Ford gorra de béisbol» de los años cuarenta. Había otra fotografía de lo que todo el mundo habría identificado como una familia, todos en línea recta, tomada hacía mucho tiempo. Una mujer grande, de pelo oscuro sujeto austeramente en la nuca, con un vestido basto, informe, de color claro, fruncía el ceño al lado de un hombre alto, de cabeza grande, cejas tupidas, ojos hundidos y manos enormes, también ceñudo. Una chica morena, de sonrisa descarada, estaba al lado de un chico alto y flaco —que me pareció también Arthur Remlinger— que llevaba un traje de lana de cuatro botones, cuyos pantalones le quedaban demasiado cortos, y botas. La chica debía de ser Mildred, pero no la reconocí. Posaban con una gran duna a sus espaldas. En un costado de la fotografía había un lago, o quizá un océano.

En una esquina del mohoso cuarto había un perchero de ropa con cinturones, tirantes y pajaritas colgados en sus ganchos de latón. El armario estaba lleno de ropa —trajes gruesos, chaquetas de tweed, camisas almidonadas—, y su suelo atestado de zapatos grandes, de aspecto caro, algunos de ellos con calcetines dentro. También había ropa de mujer: un camisón y unas zapatillas, y algunos vestidos que supuse eran de Florence. En el cuarto de baño, junto al cepillo y los peines con el monograma plateado de Remlinger y un frasco de hamamelis de Virginia y productos para el afeitado, había tarros de crema hidratante y una bolsa de agua de goma y un gorro de baño y un platillo con motivos azules lleno de horquillas.

En la pared del dormitorio, encima de una cama de matrimonio de madera muy ornada, había unas estanterías con libros; gruesos tomos azules de química y física y latín, y novelas encuadernadas en piel de Kipling, Conrad y Tolstói, y varios libros en cuyos lomos se leía Napoleón, César, Ulysses S. Grant, Marco Aurelio. Había asimismo otros más delgados con títulos como Aprovechados, Pasajeros cautivos, El derecho fundamental, Peces gordos de los sindicatos, Maestros del engaño, de J. Edgar Hoover, cuyo nombre yo conocía de la televisión. En las esquinas oscuras de ambos cuartos había raquetas de tenis y de bádminton apoyadas contra la pared. Un tocadiscos, y a un lado, en el suelo, una caja de madera con, descubrí, discos de Wagner, Debussy y Mozart. Un tablero de ajedrez de mármol descansaba sobre el mueble del tocadiscos; las piezas eran de marfil blanco y negro, talladas con profuso detalle, y, si las levantabas en la mano, como hice yo, pesaban. Ello me hizo pensar que cuando volviera a ver a Arthur Remlinger podría mencionar el ajedrez, y que si algún día llegaba a conocerle mejor podría jugar con él y aprender nuevas estrategias.

En el saloncito había un sofá pesado, de brazos redondeados y tapicería áspera, y dos sillas de respaldo recto, colocadas una frente a otra, y una mesita baja en medio, sobre la que había una botella medio vacía de brandy y dos copas muy pequeñas, como si Arthur Remlinger y Florence La Blanc se sentaran cara a cara, mientras bebían y escuchaban música y charlaban de libros. Enfrente de las raquetas de tenis y bádminton, junto a la ventana con la persiana echada, había una percha de madera con una fina cadena dorada enrollada en la barra y atada con un nudo. No había rastro de aves.

En la pared de detrás de la percha, prácticamente invisible en la penumbra, había una placa de latón enmarcada y grabada con las palabras: «Aquello que tu mano encuentre por hacer, hazlo con toda tu fuerza, por cuanto no hay obra, ni plan, ni conocimiento ni sabiduría en la tumba adonde vas». Frase que no hacía referencia a nada que yo pudiera entender. Al lado de esta placa, en un colgador de madera, había una funda de cuero con un complicado juego de correas y hebillas que identifiqué, por las películas de gángsters, como una pistolera. Y dentro de ella había una pistola de cañón corto, plateada y con cachas blancas.

Por supuesto, saqué inmediatamente la pistola de la funda. (Antes había cerrado la puerta con llave). Pesaba mucho para ser tan pequeña. Miré a través de la abertura de debajo del tambor y vi que estaba cargada con como mínimo cinco balas con la base de latón. Era una Smith and Wesson. No sabía el calibre. Me llevé la boca a la nariz, como había visto hacer en las películas. Olía a metal duro y al aceite dulce utilizado para limpiar las armas de fuego. El pequeño cañón era liso y brillante. Lo asomé por la ventana y apunté con él hacia el depósito de la Canadian Pacific, a las vías llenas de vagones de grano parados bajo el sol. Pero enseguida retrocedí por miedo a que me vieran. La pistola, intuía, tenía que ver directamente con el sentido y el empeño que yo le atribuía a Arthur Remlinger, y mucho más, intuía, que cualquier otra cosa de aquellas habitaciones. Mi padre había tenido una pistola, que yo nunca creí que hubiera perdido, y que ahora creía que había utilizado en el atraco a un banco. No entendía cómo ello, por sí mismo, podía conferirle sentido o hacerle excepcional. La Fuerza Aérea se la había asignado sin cobrarle un centavo, después de todo. Pero, en el caso de Arthur Remlinger, sentía lo que ya he dicho, y volvía a experimentar la duda que había experimentado con anterioridad: que era una persona desconocida e imprevisible. En mi cabeza, era una sensación afín a los sentimientos que me inspiraban mis padres y su atraco y el terrible efecto que había causado en Berner y en mí. No podría decir más acerca de lo que pensaba al respecto. Pero la pistola se me antojaba algo muy concreto y peligroso. Aunque no me parecía muy propio de Arthur Remlinger tener una pistola. Parecía demasiado cultivado; lo cual era un claro error por mi parte. Limpié las pequeñas cachas en mi camisa, para hacer desaparecer las huellas, y volví a meterla en la funda. No había limpiado las habitaciones como me había indicado la señora Gedins, y tendría que volver más tarde. Pero me había invadido un repentino miedo a ser descubierto. Así que abrí la puerta, miré el pasillo, vi que no había nadie, y bajé rápidamente las escaleras a ocuparme de mis demás obligaciones.