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Cuando el tiempo veraniego cambió a otoñal, las tareas de mi jornada laboral también cambiaron. El viento se espesó y nos llegó en mayor medida del norte, trayendo consigo polvo de los campos. Nubarrones más grandes se deslizaban con rapidez hasta nosotros, y la lluvia gris azotó la pradera en dirección al este. Empecé a ver más a menudo a Charley Quarters. Me llevaba al trabajo con mayor regularidad, en compañía de la señora Gedins. Y, después del mediodía, volvía a llevarme en su camioneta a recorrer largos tramos de carretera en los que me implicaba en sus actividades, que las más de las veces se resumían en disparar a los coyotes, primero localizándolos con los prismáticos desde una gran distancia, luego conduciendo por carreteras accidentadas para interceptarlos cuando calculaba que iban a cruzar la calzada. También se dedicaba a echar agua en las madrigueras de las ardillas terreras, para hacerlas salir de ellas, y a colocar y supervisar las diversas trampas para conejos, zorros, tejones y ratas almizcleras y, en ocasiones, un pequeño ciervo, un lince, un búho, un halcón o un ganso, a los que daba muerte a tiros o con su cuchillo. Echaba los cuerpos a menudo convulsos y de ojos parpadeantes en la caja de la camioneta; luego, en el Quonset, los desollaría, secaría, estiraría y, en algunos casos, curtiría y conservaría. Luego iría a Kindersley y vendería las piezas en Brechtmann’s, pero no me dejaba ir con él. Me dijo que a veces veía alces en la pradera, descansando en las arboledas de protección de la inclemencia del tiempo, o en las depresiones herbosas y húmedas, y que sus cornamentas tenían mucho valor, aunque esos animales ya no abundaban. Llamaba a este trabajo su «ruda taxidermia». Me contó que la caza con trampas había permitido a los métis conservar su vida independiente, pero que ese tipo de caza estaba desapareciendo y que se habían aprobado leyes provinciales contra esa práctica ancestral. Ahora era necesario trabajar para gente como Arthur Remlinger, gente que parecía no gustarle, y a la que rechazaba de plano, pero que en su vida constituía una realidad que no habría de cambiar nunca.

Charley me obligaba a ir con él y a aprender a conducir la camioneta —a la que él llamaba la «media tonelada»—, porque a medida que los días se hacían más fríos y las migraciones de los gansos salvajes, los patos y las grullas iban llegando del norte (Lac La Ronge y Reindeer eran lugares que mencionaba a menudo), y nos parábamos en medio del trigo, en los llanos y las charcas de más abajo del South Saskatchewan, a unos kilómetros al norte de Fort Royal, yo tenía que cumplir mi parte en todo aquello. Y ello incluía aprender cómo se usaban las armas (aunque no se me permitiera disparar), y acompañar a Charley a los campos para localizar a los gansos vespertinos a fin de saber dónde iban a estar al día siguiente, cavar los fosos de tiro, ir a la mañana siguiente antes del alba para poner los señuelos y situar a los Sports en sus fosos de tiro, de forma que cuando se disipara la oscuridad y los primeros albores iluminaran los señuelos, los Sports pudieran disparar a los gansos cuando éstos alzaran el vuelo del río en grandes bandadas para ir a comer a los campos.

Mi cometido más importante era sentarme en la cabina de la camioneta con los prismáticos, a unos cien metros de los señuelos, mientras el sol rojo empezaba a asomar sobre el horizonte, y Charley se agachaba en su foso con los Sports, normalmente cuatro, cada uno en su zanja. Charley llamaba a los gansos utilizando su voz como reclamo; un extraño, antinatural y arcaico sonido que hacía con la garganta y del que estaba muy orgulloso, y que atraía a los gansos hacia los señuelos para facilitar al máximo el disparar contra ellos. (Decía que a mí nunca me enseñaría a emitir ese sonido, ya que sólo los métis podían saberlo). Desde la camioneta, con los prismáticos, veía tres de los fosos, y cómo caían los gansos alcanzados por los disparos, e iba llevando la cuenta de ellos —y también de los que sólo habían quedado heridos—, para cerciorarse de que no se sobrepasaba el límite de cinco piezas por persona. Después de las tandas de disparos, cuando la tierra estaba atestada de gansos muertos o moribundos, y el sol estaba alto y los gansos ya no iban en busca de los señuelos, Charley y yo llevábamos a los Sports en la camioneta de regreso al Leonard Hotel, y volvíamos con el jeep y el remolque de caja plana y recogíamos los señuelos y los cuerpos muertos y los llevábamos al Quonset. Allí, en el tronco de limpiar, les cortábamos las alas y patas y cabezas con las pequeñas hachas, les quitábamos las plumas con la máquina de desplumar fabricada por Charley, les sacábamos las entrañas, las envolvíamos en papel de carnicero y se las llevábamos a los cazadores que iban a marcharse ese mismo día, o las guardábamos en el congelador de Charley para cuando los Sports estuvieran listos para irse a casa, normalmente los Estados Unidos.

Toda aquella vida era totalmente nueva para mí, que sólo había visto las bases de la Fuerza Aérea y las ciudades donde se hallaban ubicadas, y los colegios y las casas alquiladas, y que nunca había tenido amigos ni me había adaptado al medio, ni había tenido obligaciones ni aventuras, y que nunca había pasado un día solo en la pradera. Y aunque nunca había trabajado —como había reconocido, cohibido, ante Arthur Remlinger—, caí en la cuenta de que no me importaba trabajar, y de que podía ser serio y perseverante en mi empeño en hacerlo bien, tanto en el Leonard como con los gansos. Mis tareas no eran muy importantes, es cierto, pero yo las consideraba respetables. En el Leonard, a menudo observaba el comportamiento de los adultos cuando estaban solos o creían que nadie podía verles, algo de lo que merecía la pena darse cuenta. Y en los campos iba adquiriendo un conocimiento especial que ningún chico de mi edad, o que hubiera tenido una vida parecida a la mía, podría soñar alcanzar, y que había sido siempre mi meta. Pero había algo aún más importante: día tras día, al empezar a ocuparme de mis tareas cotidianas, mi cabeza dejaba atrás los asuntos que solían preocuparme: mis padres y su triste destino y su delito, y mi hermana. Y mi propio futuro. Así que al final de la jornada, cuando me metía en la cama, cansado y muchas veces con dolor de músculos, mi cabeza se quedaba vacía durante un rato y podía conciliar el sueño enseguida. Aunque, por supuesto, más tarde me despertaba solo en la oscuridad y volvían a ocupar mi mente esos mismos pensamientos.

El propio Charley Quarters era, en todos los sentidos, el ser más extraño que jamás hubiera imaginado que podría llegar a conocer. No me gustaba, como ya he dicho, ni confiaba en él, y en su presencia siempre sentía aprensión. Nunca olvidaría cómo me había cogido y apretado la mano la primera noche, en la oscuridad de su camioneta. Y era consciente de que me observaba cuando estaba fuera de mi casucha, comiendo la cena que me había traído del Leonard en mi mesita de comedor, dando mis paseos por los alrededores, adaptándome al entorno y ensayando modos de acostumbrarme a estar solo. A veces, cuando estábamos juntos en la camioneta, dando brincos por aquel mar de trigo, me daba cuenta de que se había pintado los labios. En cierta ocasión olía a un perfume dulce. En otra llevaba un maquillaje de ojos oscuro, y había días en que su pelo negro era más negro de lo normal, y otros en que tenía manchas negras en la frente. No hice mención de nada de esto, por supuesto, y fingí no haberlo visto. Aunque estaba seguro de que Arthur Remlinger lo sabía, y posiblemente le importaba un bledo. Los dos eran, me parecía, los hombres más extraños del mundo. Yo era consciente siempre, también —dado que Charley utilizaba el retrete de detrás de la casucha, el mismo que yo, en el que había dos cajones con un agujero, uno al lado del otro, una bolsa con cal y un montón de viejos Commonwealth de Saskatchewan—, de que Charley podía aparecer de pronto mientras estaba yo dentro. No había cerradura ni pestillo, así tenía que mantener la puerta cerrada con un clavo y un trozo de bramante de embalar con los que había armado una especie de tirador que sostenía con fuerza mientras estaba «en el trono» —una expresión de mi padre—. Tal nerviosismo me hizo cauteloso, de forma que me di cuenta de que iba al retrete sólo cuando Charley se había ido de su remolque, o a una hora avanzada de la noche, a pesar del miedo que me daban las serpientes, y siempre procuraba ir al cuarto de baño de arriba del hotel, el de los huéspedes.

Lo cierto, sin embargo, es que mis miedos acerca de Charley (cuyo nombre verdadero —supe— era Charley Quentin) nunca se materializaron en nada. Cuando me tenía cerca actuaba como si estuviera distraído, como si hubiera cosas en su cabeza que lo estuvieran mortificando y él no pudiera librarse de ellas. Nunca supe ni pregunté cuáles eran esas cosas. Solía decir que no dormía, que nunca había dormido. Cuando yo a veces miraba por la ventana en mitad de la noche —el aullido de los coyotes me despertaba a menudo—, siempre había una luz en su remolque, y lo imaginaba allí dentro, tendido en la cama, despierto, escuchando el sonido de la campanilla de viento. Una vez dijo que de chico había tenido una «infección intestinal grave», que a menudo se le reproducía y le impedía llevar una vida normal. A veces veía a Charley fuera del remolque, dando de comer a los pájaros que revoloteaban alrededor de sus esculturas y móviles plateados. Siempre estaba ajustando sus pequeñas hélices de plástico para que encarasen mejor el viento. A veces sacaba un juego de pesas de hierro que tenía en el Quonset y hacía levantamientos y flexiones en medio de las malas hierbas. Otras veces sacaba una bolsa de palos de golf de madera y una cesta —de esas que se usan para recoger melocotones— llena de pelotas. Ponía las pelotas encima de los matojos y, muy tieso, las iba lanzando por encima del montículo hacia la carretera y las vías del tren, o contra las paredes del elevador de grano, o mandándolas a los campos, fuera de la vista. Debía de tener una cantidad inagotable de pelotas, porque jamás le vi ir a recoger ninguna.

A lo que más tiempo dedicaba era a enseñarme a regañadientes lo que tenía que hacer cuando estaban los Sports. No había duda de que era un plan de Arthur Remlinger para tenerme ocupado hasta que se le ocurriera qué más podía hacer conmigo. Pero yo tenía interés en aprender, ya que no estaba aprendiendo nada más que eso desde mi llegada y me sentía malhumorado al respecto. Le había preguntado a Charley acerca de la posibilidad de ir al colegio; había un autobús escolar amarillo que pasaba por Partreau todas las mañanas, en dirección oeste, con la leyenda LEADER - GRUPO ESCOLAR N.º 2 pintada en un costado, muy parecido a cualquier autobús escolar norteamericano. Por la tarde regresaba hacia Fort Royal, con las caras de los colegiales en las ventanillas. Solía adelantarme cuando iba pedaleando por el arcén en mi vieja bici en dirección al trabajo. Al verme nadie hacía ningún gesto ni saludaba con la mano ni cambiaba de expresión, aunque una vez vi a la chica rubia y guapa, de ojos ligeramente saltones, de los Santos de los últimos Días cuya madre me había hablado en la calle. No pareció reconocerme. Y aunque había empezado gradualmente a sentirme mejor conmigo mismo, más adaptado al medio (como Remlinger había dicho), cada vez que el autobús me adelantaba me daba la sensación de quedarme atrás, y de que con toda probabilidad no iba a volver a sentarme en ninguna aula escolar, ni a recibir la educación o la formación integral que siempre había esperado recibir; y de que, si se consideraban las cosas en su conjunto, posiblemente (y esto era en cierto modo lo peor) había sobrevalorado la importancia del colegio.

Cuando le pregunté a Charley por el asunto del colegio, no me hizo el menor caso. Había sabido por la señora Gedins —en una de las poquísimas veces que me había dirigido la palabra— que había una escuela católica para chicas difíciles a medio camino de Leader, en la localidad de Birdtail, Saskatchewan, a apenas unos kilómetros de distancia. Pensé en la posibilidad de ir a esa escuela en bici los sábados, porque según dijo la señora Gedins había clases todos los días. Pero cuando le hablé de ello a Charley, me dijo que sólo los niños canadienses iban a escuelas canadienses, y que, además, por qué diablos tenía yo que querer ser canadiense. Esto fue en uno de los últimos días cálidos y de cielo azul, cuando una línea de nubes larga, lechosa —restos de lo que quizá había sido la primera tormenta del invierno— pendía sobre Alberta, que estaba a sólo ochenta kilómetros de allí. Charley y yo estábamos sentados en dos de sus sillas plegables de aluminio, sobre un peñasco, mirando una gran bandada de gansos que se había posado más abajo, en un campo de cebada, en lo alto de las orillas del South Saskatchewan. Más y más gansos se inclinaban sobre el terreno, se posaban y buscaban su sitio para comer. La temporada de caza del ganso empezaba dentro de una semana. Estábamos allí para calibrar las preferencias de aquellas aves, para determinar cuáles eran los campos que estaban utilizando, para tomar nota de cuántos había, de dónde seguía habiendo agua y dónde se había secado, de dónde podríamos cavar los fosos a fin de lograr el mejor emplazamiento para los disparos. Aunque me sentía incómodo con Charley, estaba dispuesto a dejarme influir por él y por lo que él sabía y podía enseñarme, ya que yo sabía que no sabía nada de caza ni de cazadores ni de abatir gansos a tiros por deporte.

Charley se había soltado el pelo negro, y llevaba una camiseta que dejaba al descubierto unos brazos musculosos y hacía que sus manos y su torso fornido parecieran más grandes y fuertes. Tenía tatuajes en los dos antebrazos: uno la cara de una mujer sonriente de pelo exuberante, de estrella de cine, parecido al de Charley, debajo de la cual se leía Ma mère; y el otro la cabeza azul de un búfalo de ojos fijos y rojos, cuyo significado no era inteligible a simple vista. Charley tenía su propio rifle de repetición, y dirigía los prismáticos hacia la larga formación de gansos desplegados a lo lejos, en los campos de las orillas del río reluciente, y hacia un par de coyotes que los observaban desde la cima de una colina, sin dejar de ir acercándose a ellos más y más.

—Los canadienses están vacíos —dijo Charley, después de proclamar que no debía desear ser canadiense, algo que yo ni siquiera había considerado. Lo único que yo quería era ir al colegio y no quedarme atrás. Pensaba que los colegios canadienses me enseñarían las mismas materias que los estadounidenses. Todos los niños del autobús se parecían mucho a mí. Hablaban inglés, tenían padres, llevaban ropa parecida—. Los estadounidenses, en cambio —dijo Charley—, están todos llenos de engaño, traición y destrucción. —Tenía los prismáticos pegados a los ojos, y el cigarrillo hacía flotar un humo rizado en el aire cálido—. Eres hijo de unos atracadores de bancos, ¿no es cierto?

Me dolió mucho que lo supiera. Arthur Remlinger se lo había contado, no había duda. Pero no ganaba nada con negarlo. No pensaba que tuviera razón en lo que había dicho de los estadounidenses, por mucho que mis padres fueran atracadores de bancos.

—Sí —dije, a disgusto.

—No creo que sea tan malo. —Bajó los prismáticos y abrió los ojos al máximo para mirarme, lo que hizo que la cabeza, con sus pómulos desproporcionadamente grandes, sus cejas tupidas y su gran mandíbula inferior adquirieran un aspecto grotesco. Aquel día llevaba pintalabios rosa, pero no se había maquillado los ojos. En uno de los ojos azules, el izquierdo, tenía una mancha de sangre permanente en la parte blanca. Yo no estaba seguro de si veía o no por ese ojo—. Mis padres vivieron en una casa con el suelo de tierra en Lac La Biche, Alberta, y los dos murieron de tuberculosis —dijo—. Atracar bancos habría sido una gran mejora para ellos.

—Yo sí creo que es malo —dije, refiriéndome a que mis padres hubieran atracado un banco, no a que los suyos hubieran muerto.

Lo que les había sucedido a mis padres parecía algo de mucho tiempo atrás, aunque no habían pasado sino unas cuantas semanas desde que Berner y yo los habíamos ido a ver a la cárcel de Great Falls.

Charley tosió en la palma de la mano y escupió algo sólido en ella, que examinó y tiró al suelo.

—Algo se mete dentro de mí cuando voy allá abajo —dijo—. Y algo sale de mí cuando vuelvo aquí arriba. No es que pueda volver allá abajo. —Me dijo que había viajado mucho por Estados Unidos en el pasado: Las Vegas, California, Texas. Pero habían pasado cosas (no me dijo cuáles), y no podía volver—. Aquí arriba todo está agotado. La gente piensa que el gobierno la está engañando, pero no es cierto —dijo—. Este lugar está a punto de agotarse. —Pensé que se refería sólo a donde estábamos, y no a todo Canadá, del que seguramente no sabía gran cosa. Dejó los prismáticos en el suelo, al lado de la silla. El aire, unos doscientos metros más abajo, estaba lleno de gansos negros y blancos que lanzaban agudos graznidos, se confabulaban, aleteaban, jugueteaban y disputaban, mientras alzaban el vuelo o se posaban sobre el terreno—. Dentro de seis semanas querrás largarte de aquí, te lo aseguro —dijo—. Esto se volverá Siberia. Ir hacia el norte es tomar la dirección equivocada, al menos para mí.

—¿Por qué nunca me habla el señor Remlinger? —dije. Quería saberlo.

Charley levantó el rifle que tenía sobre las rodillas y se llevó la culata al hombro con cuidado, sin moverse de la silla plegable. Creo que no hacía sino apuntar a modo de prueba, algo que hacía a menudo.

—No me meto en sus asuntos —dijo.

Se recostó contra las bandas de nailon del respaldo de la silla para afianzarse sobre ella, y dirigió la mira del rifle hacia uno de los dos coyotes que habíamos estado observando. El animal estaba a un centenar de metros de distancia, bajando por la ladera de un montículo pelado donde no crecía la cebada, en dirección a otro montículo en el que podía pasar inadvertido y acercarse más a los gansos. El otro coyote seguía más alejado, junto a unas piedras que habían sido apiladas a un lado cuando se despejó el campo para la siembra. Este segundo coyote permanecía inmóvil y observaba en silencio al primero. Yo me quedé callado.

Charley bajó el rifle, miró a través de la distancia, aspiró profundamente y espiró, mordió la colilla del cigarrillo, volvió a dirigir la mira del rifle, se echó hacia atrás en la silla, seguro de sí mismo, montó el rifle, aspiró hondo de nuevo, espiró por la nariz, escupió el cigarrillo hacia un costado, inspiró una vez más y lanzó un disparo ensordecedor. Yo estaba sentado a su lado.

El proyectil dio en tierra detrás del coyote. Incluso a aquella distancia vi cómo saltaba el polvo y se quebraba un haz de hierbajos. El segundo coyote echó a correr de inmediato, con las largas patas traseras golpeando el suelo hacia el frente. Miró hacia atrás y pareció que corría a un tiempo hacia delante y de costado. La larga formación de gansos, allá abajo, emitió un enorme, agudo, escalofriante grito que invadió el aire. Todos ellos, de inmediato pero sin precipitación, alzaron el vuelo de la tierra de rastrojos en una gran conmoción: un millar de gansos, o quizá más (innumerables, en realidad), batiendo las alas, graznando, elevándose y alejándose en un solo acto clamoroso.

El coyote al que Charley había disparado se detuvo para mirar cómo los gansos se alzaban en el cielo, y empezó a describir círculos y a girar sobre sí mismo. Volvió la cabeza hacia nosotros: dos puntos indistintos, con la camioneta de Charley a unos cien metros a nuestra espalda. No había relacionado aquellos hechos, los dos puntos, el sonido del disparo, el polvo levantado, la inesperada desbandada de los gansos. Volvió a mirar hacia lo alto, hacia la gran columna en espiral que llenaba el aire, y luego se rascó detrás de la oreja izquierda con la pata trasera izquierda, irguió la cabeza para conseguir un mejor ángulo del punto donde le picaba, sacudió el cuerpo, miró en dirección a nosotros, y echó a correr hacia donde había huido el primer coyote, hacia donde había otros gansos a los que acechar, no me cupo la menor duda.

—Volveré a echarle la vista encima a ese perro del demonio, espera y verás —dijo Charley, como si haber fallado el disparo no le importara en absoluto y sólo estuviera practicando. Hizo saltar el cartucho vacío, y alargó la mano para coger el cigarrillo que humeaba en el suelo—. El mundo le tiene fichado…, y yo soy el que tiene su ficha —dijo—. Él piensa que está a salvo. Su muerte y mi muerte son compadres. Es extraño. Yo lo sé, y él no.

—¿Y qué hay del señor Remlinger? —dije.

—No me meto en sus asuntos. Ya te lo he dicho. —Charley se puso el cigarrillo entre los labios; parecía enfadado—. Es un tipo raro. Siempre hay alguien que no nos merece, ¿no?

No entendí lo que quería decir con aquello, y no quise volver a preguntar. Como he dicho, Charley Quarters me hacía sentirme incómodo. Su modo de estar en la vida parecía muy a través de la muerte. Y pensé que eso indicaba que la cosa no le importaba demasiado. Si le hubiera dado la oportunidad de enseñarme más cosas al respecto, o de contarme cosas (lo cual no era nunca mi intención), lo habría hecho. Y habría sido todo lo que habría aprendido.