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La soledad, he leído, es como estar en una larga cola esperando a que te llegue el turno, ese primer puesto donde, según se te ha prometido, algo bueno va a sucederte. Sólo que la cola no se mueve, y que siempre hay otra gente que se pone delante de ti, con lo que el primer puesto, al que tú deseas llegar, se va alejando más y más hasta que llega un momento en el que ya dejas de creer que pueda tener algo que ofrecerte.

Los días que siguieron a mi primer encuentro con Arthur Remlinger —el 31 de agosto de 1960— no debieron de ser, pues, unos días solitarios. Si no hubieran terminado en calamidad, podrían haber sido días llenos y ricos para un chico en mi situación: abandonado, despojado de todo lo familiar en su vida, sin otras perspectivas que las que se me presentaban allí en aquel momento.

Al principio —antes de que llegaran los Sports[16] y la caza de gansos— toda mi actividad laboral la llevaba a cabo en el Leonard Hotel de Fort Royal, Saskatchewan, el hotel propiedad de Arthur Remlinger. Él vivía en un apartamento del tercer piso, el último, con ventanas que daban a la pradera y desde las que podían divisarse (imaginaba yo) centenares de kilómetros de norte a oeste. Yo tenía que ir andando al trabajo todos los días, o montarme en una de las desvencijadas bicicletas J. C. Higgins de Charley y pedalear por la carretera, por la que circulaban grandes camiones de transporte de grano que iban tendiendo una alfombra dorada de granzas de trigo a lo largo de la orilla del asfalto, y más allá de la cual discurrían en paralelo las vías de la Canadian Pacific, que proveían a las necesidades de los elevadores de grano desde Leader a Swift Current. En ocasiones, Charley me llevaba en su camión —a menudo con la mujer sueca, la señora Gedins, la otra residente de Partreau, que iba callada y mirando por la ventanilla— y me dejaba en el Leonard Hotel, donde el trabajo consistía en fregar los suelos de dormitorios y cuartos de baño, por lo que me pagaban tres dólares canadienses al día, más las comidas. La señora Gedins trabajaba en la cocina, preparando los platos que se servían en el comedor del hotel. Yo tenía media tarde libre y podía volver en bici a Partreau, donde no había nada que hacer, o quedarme a cenar temprano con los segadores y los ferroviarios en el comedor pobremente iluminado, y volver a casa después de que hubiera anochecido. Charley me tenía terminantemente prohibido hacer autostop en la carretera. Los canadienses, me explicó, no eran partidarios del autostop, y por lo tanto supondrían que era un criminal o un indio y probablemente tratarían de atropellarme. Además, si hacía autostop llamaría la atención y despertaría sospechas y me pondría en el punto de mira de la policía montada, algo que sin duda nadie deseaba. Era como si el propio Charley ocultara algo que no lograría burlar una inspección minuciosa.

Aunque yo nunca había fregado suelos en mi vida, a excepción de cuando ayudaba a limpiar nuestra casa cuando nuestra madre nos lo pedía, descubrí que era capaz de hacerlo. Charley me enseñó trucos para entrar y salir rápidamente de las habitaciones, de forma que pudiera terminar con las que se me habían asignado, dieciséis, más los dos cuartos de baño compartidos de cada planta utilizados por los huéspedes, trabajadores de las prospecciones petrolíferas, operarios del ferrocarril, viajantes de comercio y segadores asalariados de las Provincias Marítimas que se desplazaban por las praderas cada otoño. Muchos de aquellos huéspedes eran jóvenes, no mucho más mayores que yo. Muchos se sentían solos y tenían nostalgia del hogar, y otros eran violentos y bebían y se peleaban. Pero ninguno prestaba la menor atención a cómo habían dejado la habitación en la que habían dormido, o el cuarto de baño en el que se habían lavado o habían usado el inodoro. Las diminutas habitaciones quedaban impregnadas de sus hediondos olores: sudor y suciedad, comida y whisky, barro pegajoso, linimento y tabaco. En los pasillos los cuartos de baño estaban fétidos, húmedos, jabonosos y manchados por los usos íntimos que los hombres nunca se molestan en limpiar, salvo en las casas de sus madres. A veces empujaba la puerta de una habitación de varias camas y entraba con el cubo y la fregona y la escoba y los trapos y los productos de limpieza, y me encontraba con uno de aquellos jóvenes solo, fumando o mirando por la ventana o leyendo la Biblia o una revista. O veía a una de las chicas filipinas sentada en la cama sola, y en una o dos ocasiones desnuda, y más de una vez con otra chica en la cama, durmiendo en la mañana larga. Yo nunca decía nada, cerraba la puerta con cuidado y me saltaba esa habitación ese día. Las chicas filipinas, por supuesto, no eran filipinas, me explicó Charley. Eran indias pies negros o gros ventres que Arthur Remlinger hacía venir en taxi de Swift Current o de Medicine Hat, y que trabajaban en el bar por la noche y animaban el ambiente y hacían el Leonard Hotel más atractivo para los operarios petrolíferos, porque no se permitía la entrada a mujeres por otras vías. A menudo, cuando llegaba al trabajo por la mañana, veía el taxi de Swift Current aparcado en el callejón contiguo al hotel, con el chófer dormido en el asiento delantero o leyendo un libro, esperando a que las chicas salieran por una puerta lateral para poder llevarlas a casa. Charley me contó que una de las chicas filipinas era en realidad una huterita que tenía un bebé sin tener marido. Pero yo nunca vi a esa mujer en el Leonard, y dudaba de que las chicas de esa confesión religiosa se rebajaran a tanto, o de que sus padres se lo permitieran.

Y con lo que digo no quiero dar a entender que me acoplé perfectamente y enseguida a la vida en Fort Royal. Antes al contrario. Sabía que mis padres estaban en la cárcel, y que mi hermana se había ido de casa, y que, sin ningún género de duda, yo me encontraba abandonado entre desconocidos. Pero era más fácil —más fácil de lo que pueda pensarse— desviar la atención de todo ello y vivir en el presente, como Mildred me había aconsejado; vivir como si cada día encerrara en sí mismo una pequeña existencia.

La pequeña ciudad de Fort Royal era un lugar animado a principios del otoño, y salía ganando ampliamente si se la comparaba con la localidad de Partreau —a unos siete kilómetros de distancia—, donde yo tenía que vivir: un lugar extraño, vacío, fantasmal, en el que sólo vivía Charley en su remolque y la señora Gedins, que raras veces me hacían caso. Fort Royal era una pequeña y bulliciosa comunidad de la pradera, situada junto a la línea del ferrocarril y la carretera 32, que unía Leader y Swift Current. Debía de haber muy poca diferencia entre ella y la pequeña ciudad de Dakota del Norte donde mi padre había atracado el banco.

El Leonard Hotel ocupaba un lugar preeminente en el extremo oeste de Main Street, y era una construcción de madera de tres pisos, perfectamente cuadrangular y pintada de blanco, con tejado plano e hileras de ventanas desnudas y sin adornos, y su entrada principal, pequeña y anodina, daba acceso desde la calle a un mostrador de recepción oscuro, un comedor sin ventanas y un bar umbrío, también sin ventanas, que llegaba hasta el fondo a través de un corredor estrecho. El hotel se anunciaba con un rótulo en el tejado; no podía verse desde la ciudad, pero yo sí podía verlo desde la carretera cuando iba y venía en bici del trabajo. El neón rojo rezaba LEONARD HOTEL con letras bajas y cuadradas, y a su lado, también en neón, se veía la silueta de un mayordomo que ofrecía una bandeja redonda con una copa de martini. (Yo aún no sabía lo que era un martini). Era una visión extraña para divisarla desde la pradera. Pero me gustaba verla al ir y venir. Hacía referencia a un mundo muy alejado de donde se alzaba aquel rótulo —y de donde yo estaba—, y sin embargo al alcance de mi vista día tras día, como un espejismo o un sueño.

El Leonard, en realidad, no tenía ninguna apariencia de hotel, comparado con el Rainbow de Great Falls, o con los buenos hoteles que he visto desde entonces. Y tenía muy poco que ver con la ciudad. Muy pocos vecinos de ella iban alguna vez al Leonard Hotel, salvo algunos bebedores y gandules, y los granjeros de malas pulgas a quienes Arthur Remlinger alquilaba terreno para disparar a los gansos, y que bebían en el bar sin pagar un centavo. El juego y las chicas eran otros de sus alicientes, de modo que la mayoría de la gente decente jamás había puesto un pie en ese negocio.

Mis tareas cotidianas las terminaba siempre hacia las dos de la tarde. Si me quedaba hasta las seis para cenar, veía a Arthur Remlinger, siempre bien vestido, en compañía de su dama amiga, Florence La Blanc, charlando y bromeando y mostrándose campechano con los clientes de pago. Charley me había dicho que se suponía que yo no debía entablar conversación con el patrón, a pesar de que nuestra primera charla había resultado agradable. No debía hacerle preguntas ni hacerme demasiado visible, ni siquiera mostrarme amigable, como si Arthur Remlinger habitara un territorio extraño que nadie podía compartir. Yo allí era un invitado, sin más, y tenía que entender que no disfrutaba de ningún estatus especial o privilegio. De cuando en cuando me cruzaba con Arthur Remlinger en la pequeña recepción, o él subía las escaleras y se topaba conmigo barriendo o encharcando a conciencia el piso con mi cubo y mi fregona, o entraba en la cocina y me veía comiendo.

—Bien, bien. Aquí estás, Dell —decía, como si me hubiera estado escondiendo de él—. ¿Te arreglas bien en tu acuartelamiento? (O palabras por el estilo; yo sabía lo que era un acuartelamiento de habérselo oído decir a mi padre).

—Sí, señor —decía yo.

—Si no es así, háznoslo saber —decía él.

—Me las arreglo perfectamente —decía yo.

—Estupendo, entonces —decía Arthur Remlinger, y seguía su camino. Y podía pasarme varios días sin volver a verle.

Aunque lo cierto es que para mí era todo un misterio por qué, si estaba dispuesto a hacerse cargo de mí y de mi bienestar, no parecía tener ningunas ganas de conocerme, algo muy importante para un chico de mi edad. Cuando lo conocí me pareció una buena persona, aunque rara —en aquella ocasión fue como si lo estuviera distrayendo algo—; pero ahora me parecía aún más raro, y supuse que eso era lo que se entiende por conocer a gente nueva.

Los días que me quedaba en la ciudad, haciendo tiempo para la hora de la cena —después pedaleaba cansado hasta Partreau antes de que la carretera oscura se volviera traicionera, con los camiones de transporte de grano y los peones agrícolas atiborrados de cerveza—, solía pasear por las calles curioseando las cosas de interés de Fort Royal. Lo hacía tanto por lo nuevo que era para mí estar solo, sin que nadie cuidara de mí, como porque lo poco que había que ver en aquella pequeña urbe lo hacía a mis ojos más llamativo y sugerente, de forma que decidí que para no dejarme asediar y entristecer por pensamientos morbosos lo que debía hacer era investigar e interesarme por las cosas como lo haría alguien cuyo trabajo consistiera en escribir sobre ello en el World Book. Pero, además —algo que está en lo más profundo del corazón de esas pequeñas ciudades de la pradera—, daba esas caminatas exploratorias porque no había nada más que hacer, y porque el hecho de investigar me brindaba una pequeña libertad de la que nunca había disfrutado hasta entonces, ya que siempre había vivido con mis padres y con mi hermana. Y, por último, porque estaba en Canadá y no sabía nada de ese país: sus diferencias con Estados Unidos, sus afinidades. Quería saber ambas cosas.

Recorrí el duro asfalto camino de Main Street, con mis pantalones con peto nuevos y mis zapatos Thom McAns de segunda mano, con la sensación de que nadie se fijaba en mí. No tenía idea de cuántos habitantes tenía la ciudad, ni de la razón por la que ésta se hallaba ubicada allí, ni de por qué vivía la gente en ella; ni siquiera sabía por qué se llamaba Fort Royal; probablemente porque en tiempos de los pioneros había habido un destacamento militar. Las actividades comerciales se desarrollaban a ambos lados de Main, que era como llamaban a la carretera, lo cual se me antojaba suficiente para que Fort Royal pudiera considerarse una ciudad. Los camiones de transporte de grano y los tractores y las camionetas de los granjeros pasaban por el medio de la ciudad durante todo el día. Había una barbería, una combinación de lavandería y cafetería china, una sala de billares, una oficina de correos —con una estampa de la reina de Inglaterra en la pared—, un centro social, dos pequeños consultorios médicos, un local de Hijos de Noruega, un Woolworth’s, un drugstore, un cine, seis iglesias (entre ellas una moraviana, otra católica y otra luterana de Betel), una biblioteca cerrada, un matadero y una gasolinera Esso. Había unos grandes almacenes en cooperativa donde Charley me había comprado los pantalones, la ropa interior, los zapatos y un chaquetón. Estaba también el Royal Bank, un parque de bomberos, una joyería, un taller de reparación de tractores y un pequeño hotel, el Queen of Snows, con un bar con licencia para servir bebidas alcohólicas. No había colegio, pero había habido uno; aún podía verse el edificio cuadrado y blanco, situado frente a un diminuto parque sin árboles, en el que se alzaba un monumento a los caídos en la guerra con nombres de varones grabados en él, y una bandera con su asta. Había diez calles sin pavimentar que delimitaban unas manzanas perfectamente cuadrangulares de modestas casas blancas habitadas por los vecinos. Todas ellas tenían céspedes bien cuidados, muchos de ellos con una sola pícea y un jardín de flores en el que las últimas petunias florecían en parterres; de cuando en cuando se veía en ellos una bandera inglesa colgada en un asta rodeada de grandes piedras pintadas de blanco, y a veces un belén católico que yo conocía de haberlos visto en Montana. También había un campo de béisbol de tierra cercado, una pista de hielo para patinar y jugar al hockey cuando llegaba el invierno, una pista de tenis sin red y un cementerio en el extrarradio sur donde terminaba la ciudad y empezaban los campos.

En mi deambular de esos días estudié atentamente el escaparate de la joyería: los Bulovas, los Longines y los Elgins, los pequeños anillos de compromiso con un diamante, los brazaletes, las vajillas de plata, los audífonos y las bandejas de resplandecientes chelines. Entré en el drugstore oscuro y compré un pequeño despertador para levantarme temprano por las mañanas y aspiré los aromas de los perfumes de mujer, el olor dulce del jabón, de los helados y refrescos, el áspero olor de los medicamentos de la trastienda y del mostrador de atención a los clientes. Una tarde, me detuve en la agencia Chevy y estudié el nuevo modelo que habían puesto a la venta: un reluciente Impala de techo rígido que mi padre habría valorado muy positivamente. Me senté durante unos segundos en el asiento del conductor e imaginé que conducía muy rápido por la pradera abierta, como mi padre me había dejado hacer cuando trajo un DeSoto nuevo y lo aparcó delante de casa, una época en la que Berner y yo llevábamos una vida tranquila y sin incidentes. Un vendedor con una pajarita amarilla se acercó y se quedó de pie junto a la portezuela, y me informó de que me podía ir en él a casa si quería. Se echó a reír y me preguntó de dónde era. Le dije que era de Estados Unidos, que estaba visitando a mi tío en el Leonard Hotel, que mi padre vendía coches en «los Estados Unidos» (una expresión nueva para mí entonces)[17]. Pero él no pareció interesado en lo que le contaba y se fue hacia otra parte de la tienda.

Otro día, mi paseo me llevó hasta la puerta cerrada de la biblioteca, y a través del grueso cristal miré los pasillos llenos de estanterías vacías, el alto escritorio con mostrador del bibliotecario ladeado hacia la puerta en la penumbra. Leí los anuncios de la marquesina del cine, que abría sólo los fines de semana y únicamente programaba westerns. Exploré las callejuelas de tierra de detrás de la ciudad y llegué al patio de maniobras del ferrocarril, donde observé cómo los vagones cisterna y de grano cambiaban de vía y enfilaban el este y el oeste —tal como había hecho otras veces en Great Falls—, y vi cómo idénticos vagabundos de cara demacrada me miraban como si me conocieran desde las puertas de los furgones al pasar. Pasé por delante del matadero, donde el «día de matanza» era el martes —según se decía en un letrero escrito a mano—, y donde vi una vaca con los día contados que esperaba en un corral del fondo. Pasé por el taller de reparación Massey-Harris, donde unos hombres trabajaban de espaldas en la nave oscura, soldando maquinaria agrícola con sopletes y máscaras. El cementerio estaba más allá de las lindes de la ciudad, pero no seguí hasta allí. No había estado nunca en un cementerio, pero no creía que fueran diferentes en Canadá.

Por supuesto que es muy diferente recorrer una ciudad cuando eres miembro de una familia que te espera a escasa distancia de donde estás; lo contrario es ser alguien a quien nadie espera o en el que nadie piensa o del que nadie se pregunta qué estará haciendo en ese momento o si está bien o le pasa algo. Hice esos recorridos muchas más veces aquellos días de principios de septiembre, mientras el tiempo estaba cambiando, tan súbitamente como suele hacerlo allí, y el verano que acababa de vivir casi enteramente desaparecía e iba dando paso al invierno. Muy pocas personas me hablaban, aunque no es que pareciera que no me hablaban de forma expresa. Casi todo el mundo con quien me cruzaba en la calle me miraba a los ojos y me registraba como visto, certificando así, pensaba yo, que se había grabado en él un recuerdo privado y que yo debía saberlo. Y aunque nada en Fort Royal era claramente inconfundible para mí, yo era claramente inconfundible para sus habitantes, que se conocían todos y que fiaban en tal conocimiento. (Éste era el elemento crucial que mi padre no había comprendido, y el porqué le habían descubierto y detenido después de atracar un banco en Dakota del Norte). Podría decirse que hice aquellos recorridos de la forma en que los habría hecho cualquier forastero en cualquier lugar. Pero éste era un lugar extraño, por estar ubicado en un país diferente y sin embargo no lo percibía tan diferente a lo que ya conocía de antemano. Si algo hacía su similitud con Estados Unidos era ahondar aquella «rareza», y hacérmela atractiva, de forma que acabó gustándome.

Cuando estaba delante del escaparate del drugstore pasó una mujer con su hija; yo no hacía más que mirar maravillado los recipientes y vasos de precipitados de colores y polvos de colores, las manos y morteros y las balanzas de latón que había expuestas; productos todos ellos de los que carecía el Rexall de Great Falls, y que conferían a aquel local de Fort Royal una apariencia más seria. La mujer se dio la vuelta, se acercó a mí por la acera y me preguntó:

—¿Puedo ayudarte en algo?

Llevaba un vestido rojo y blanco de flores, con un cinturón de charol blanco y unos zapatos de charol blanco a juego. No tenía acento; yo estaba muy en guardia ante esto por lo que Mildred me había advertido. Sólo quería ser amable; posiblemente me había visto antes y sabía que no era de allí. Nadie se había dirigido a mí de ese modo nunca, siendo un total desconocido. Los adultos que había habido en mi vida habían sabido siempre todo lo que concernía a mi persona.

—No —dije—. Gracias.

Era consciente de que aunque a mí ella no me sonara diferente, yo a ella seguramente le sonaría diferente de aquellos con quienes estaba acostumbrada a relacionarse. Y podía ser que hasta tuviera una apariencia diferente, aunque no creía que la tuviera.

—¿De visita en la ciudad? —Me sonreía, pero parecía un tanto recelosa.

Su hija, que tenía más o menos mi edad, el pelo rizado y rubio y pequeños y bonitos ojos azules, ligeramente saltones, estaba a su lado y me miraba fijamente.

—Estoy pasando un tiempo con mi tío —dije.

—¿Quién es?

Sus ojos azules, muy parecidos a los de su hija, tenían un brillo expectante.

—El señor Arthur Remlinger —dije—. El propietario del Leonard Hotel.

La mujer pareció inquietarse, y sus cejas se espesaron. Su postura se estiró, como si yo me hubiera convertido en alguien diferente por el mero sonido del nombre de Arthur Remlinger.

—¿Va a llevarte al colegio de Leader? —me preguntó, como preocupada por la posibilidad de que así fuera.

—No —dije—. Vivo en Montana con mis padres. Voy a volver a casa pronto. Voy al colegio allí.

Me hizo bien ser capaz de decir que aquellas cosas seguían siendo ciertas.

—Una vez fuimos a la feria de Great Falls —dijo la mujer—. Nos gustó, pero estaba abarrotada de gente. —Sonrió más abiertamente, y le pasó un brazo por el hombro a su hija, que sonrió también—. Somos LDS[18]. Por si algún día quieres asistir a nuestras reuniones.

—Gracias —dije.

Sabía que los LDS eran los mormones, por cosas que mi padre había dicho, y también por Rudy, que nos había contado que hablaban con los ángeles y que no les gustaban los negros. Pensé que aquella mujer iba a decirme algo más; a preguntarme algo sobre mí. Pero no lo hizo. Las dos se fueron andando por la acera y me dejaron allí de pie, delante del escaparate del drugstore.

Las tardes que no me quedaba en Fort Royal y hacía mis investigaciones y me mantenía ocupado, me volvía a Partreau en una de las Higgins, con una pequeña tartera de comida fría en la cesta. Me la comía en la casa desvencijada antes de que se fuera la luz del día. Era tan triste comer solo en cualquiera de las dos piezas frías y sin luz de aquella casucha; las dos estaban atestadas hasta el techo de cajas de cartón que olían a humedad y la seca acumulación de años de ser una especie de refugio para los cazadores de gansos que venían en otoño y pronto estarían allí. Apenas había sitio para mí; cabía el catre de hierro donde dormía y el otro que se había reservado para Berner, y el «hueco de la cocina», con su linóleo rojo de superficie desigual y una única luz fluorescente circular en el techo y una cocina eléctrica de dos placas donde yo hervía agua bombeada de un depósito que olía a alquitrán en una cazuela para hacer mis abluciones nocturnas. Todo en la casa olía a humo viejo, a comida pasada hacía tiempo, a retrete y a otros olores humanos fuertes cuya procedencia ignoraba y por tanto no podía tratar de limpiar, pero que podía notarme en la boca y olerme en la piel y en la ropa cuando salía para el trabajo por la mañana, y que me hacían sentirme avergonzado. Todas las mañanas me lavaba los dientes en la bomba de agua manual que había en el exterior y me lavaba la cara con un pastilla de Palmolive que había comprado en el drugstore. Aunque, con la llegada del frío, el viento me hería brazos y mejillas, y hacía que los músculos se me tensaran y me dolieran hasta que terminaba. Sabía que si Berner hubiera estado allí, se habría desanimado tanto que habría vuelto a escaparse, y yo me habría ido con ella.

Pero el llevarme comida a casa y esperar hasta que anochecía para dar cuenta de ella bajo la luz mortecina del techo me forzaba a irme al catre enseguida, y allí me tumbaba muy triste, e intentaba leer una de las revistas de ajedrez —a aquella horrible luz—, o deseaba haber podido ver algún programa de televisión en aquel televisor roto, mientras oía a las palomas debajo del techo de chapa y el viento que movía los tablones del elevador de grano del otro lado de la carretera, y los escasos coches y camiones que viajaban de noche, y a veces a Charley Quarters cuando llegaba muy tarde del bar del hotel, y se quedaba de pie en medio de las malas hierbas de delante del remolque, hablando solo. (Para entonces ya había mirado métis en el tomo del World Book y me había enterado de que significaba mestizo de francés y de indio).

Todo ello empezaba a confabularse contra mí noche tras noche hasta sumirme en un remolino de pensamientos despreciables sobre mis padres y sobre Berner, y en la certeza de que habría estado en mejores manos si se hubieran hecho cargo de mí las autoridades tutelares de menores, que al menos me habrían enviado a un colegio —aunque pudiera haber barrotes en las ventanas para evitar las huidas—, donde tendría con quien hablar —aunque fueran granjeros duros e indios degenerados—, en lugar de estar allí, donde si me ponía enfermo —como solía pasarme a veces en el otoño— nadie iba a cuidarme o a llevarme a un médico. No se había hecho ni mención —porque no me hablaba nadie más que Charley, que no me gustaba y que nunca me prestaba la menor atención, y porque nadie me permitía hablarle y por tanto no había forma humana de saber algo sobre mi futuro—; no se había hecho ni mención, repito, de si iba o no a volver a algo que hubiera conocido antes, o si alguna vez vería a mis padres, o si algún día vendrían a buscarme ellos mismos. Todo parecía indicarme, por consiguiente, que, abandonado en aquella oscuridad de Partreau, no era el chico de antes: un chico equilibrado, probablemente encaminado a la universidad, con una familia detrás: un padre y una madre y una hermana. Ahora era alguien más pequeño a ojos del mundo, e insignificante, y quizá invisible. Lo cual me hacía sentirme más cerca de la muerte que de la vida. Y no es así como deben sentirse los adolescentes de quince años. Yo sentía que, estando donde estaba, ya no era un ser afortunado, y no parecía que fuera a serlo en el futuro, por mucho que yo siempre había creído serlo. Mi casucha en Partreau era de hecho la estampa misma del infortunio. En esas noches, si hubiera podido llorar lo habría hecho. Pero no había nadie a quien llorar, y, en cualquier caso, odiaba llorar y no quería ser un cobarde.

Y sin embargo, si no me hundía de este modo cada día —y me volvía un amargado, alguien que se siente abandonado, y contamina todo lo que va a hacer al día siguiente—, si simplemente volvía a Partreau pedaleando los siete kilómetros que me separaban del trabajo, y cenaba la comida fría de la tartera antes de las cinco en lugar de después de anochecer, y disponía de tiempo para interesarme por las cosas que tenía a mano, y me fijaba en lo que había a mi alrededor en aquel lugar (de nuevo lo que me había aconsejado Mildred: «No te niegues a las cosas»), entonces podría lograr una visión mejor de mi situación, y sentir que podía mantenerme firme y resistir.

Porque, después de todo, no quería en absoluto sentirme un ser abandonado. Aunque cada noche me asaltaba el sentimiento de vacío de no saber lo que era o mi lugar en el mundo, o cómo eran las cosas, o cómo podía irme en el futuro…, ¡todo había sido ya peor! Ésa era la verdad que Berner había entendido y la razón por la que se había ido de casa para muy posiblemente no volver jamás. Ella había visto que todo era mejor que ser los hijos abandonados de unos atracadores de bancos. Charley Quarters me había dicho que uno cruza fronteras para huir de cosas y quizá para esconderse, y Canadá, en su opinión, era un buen lugar para eso (aunque la frontera había sido un accidente que yo apenas había notado al salvarlo). Pero ello implicaba también que uno se convierte en alguien diferente en el proceso; lo cual me estaba sucediendo, y era necesario que lo aceptara.

Y así, en aquellas tardes largas, de cielo alto, incipientemente frescas, en que una persona podía ver la luna a la luz del día, y antes o después de que apurara mi cena (habían tirado entre los cardos una mesita de comedor deteriorada, y yo había sacado una silla rota de la casucha, y había colocado ambas cosas fuera, frente a la ventana, junto al arbusto de lilas, desde donde podía ver el norte), en aquellos días solía dar un segundo paseo de reconocimiento, esta vez por Partreau. Esta exploración me parecía de distinta naturaleza. Si mis paseos por Fort Royal perseguían percibir la diferencia de aquella población humana de la vida que había conocido hasta entonces, y acabar reconciliándome con la nueva, mis indagaciones en Partreau —a sólo siete kilómetros de distancia— eran las de un museo dedicado a la derrota de la civilización, una civilización que había sido barrida para florecer en otra parte, o tal vez nunca.

Eran apenas ocho calles devastadas, orientadas de norte a sur, y otras seis de este a oeste. Y había dieciocho casas destrozadas, vacías, con las ventanas desgajadas y sin puertas, con las cortinas ondeando al aire suave de la brisa, cada una con su número, y cada calle con su placa, aunque sólo unas cuantas seguían en sus postes con los nombres reconocibles: South Ontario Street. South Alberta Street (donde estaba mi casucha). South Manitoba Street, donde estaban la diminuta oficina de correos y la casa de la señora Gedins. Y South Labrador Street, que discurría por la linde entre la población y los campos de trigo segados, a lo largo de una hilera que formaba tres lados de un cuadrilátero de acebuches y chopos lombardos y caraganas y capulíes, donde el urogallo de las praderas se encaramaba en las ramas mirando hacia la carretera y las urracas se disputaban los insectos en el sotobosque.

En un tiempo había habido más de cincuenta casas; lo calculé recorriendo las manzanas y contando los espacios vacíos y los cuadriláteros de los cimientos. En las malas hierbas de atrás y en los arruinados jardines delanteros se veían restos de coches quemados, electrodomésticos volcados, fosos de desechos llenos de armarios, espejos rotos, frascos de medicinas, armazones de cama metálicos, triciclos, tablas de planchar, utensilios de cocina, cochecitos de bebé, orinales, despertadores…, todos ellos abandonados y medio enterrados. Más allá del término urbano, al sur y en ángulo recto con el campo y las hileras de olivos, podían verse los restos de un huerto malogrado, posiblemente de manzanos. Los troncos secos estaban amontonados corteza sobre corteza, como si alguien hubiera querido quemarlos o convertirlos en leña y luego lo hubiera olvidado. Además descubrí los restos herrumbrosos de una feria: unas sillas rojas, protegidas por una capota de malla metálica, del remolino chino, una cápsula de reja de la bala, tres autos de choque y un asiento de la noria, todos destrozados y esparcidos por el terreno, y bobinas de cadena de maquinaria pesada y poleas, medio ocultas entre las malas hierbas, y una taquilla de billetes de madera volcada y con restos de pintura verde y roja, con rollos de tickets amarillos aún en su interior. No pude encontrar ningún cementerio.

Me interesé momentáneamente por dos colmenas blancas solemnemente erguidas en medio de la hierba de trigo salvaje que crecía al otro lado de la línea de árboles, en cuyos costados arrancaba reflejos el sol de la tarde. Eran, supuse, de Charley, que las había cuidado en un tiempo. Pero en las colmenas, instaladas sobre ladrillos y sin sus imprescindibles tapas planas, no había ni una sola abeja. Sus panales de madera se habían desencajado de las junturas; la madera se pudría desde abajo. La fina capa de pintura estaba seca y agrietada, y los marcos móviles de la cera tirados en los matojos al lado de unos guantes de trabajo podridos. Los saltamontes zumbaban alrededor de las colmenas en el polvo.

Más allá —a unos doscientos metros, en pleno campo, detrás de un estanque seco— husmeé en la solitaria estación de bombeo, cuyo motor zumbaba a la brisa de la tarde y despedía un penetrante olor gaseoso mientras perforaba la tierra dura y torneada, saturada y negra por el petróleo bombeado y vertido. Un par de diales grandes, de faz blanca, fijados al mecanismo del motor medían alguna variable desconocida para mí. Un día, desde mi cuarto de la casucha, vi cómo un hombre cruzaba la ciudad en una camioneta y se dirigía hacia la estación de bombeo. Se bajó y anduvo de un lado para otro consultando los diales, inspeccionando las diversas piezas en movimiento y escribiendo cosas en un taco de papel. Luego se fue en dirección Leader y, que yo supiera, nunca más volvió.

Otros días me limitaba a ir hasta la hilera de pequeñas tiendas, los negocios que un día habían prosperado a la orilla de la carretera, de cara al pequeño montículo que los separaba del elevador de grano de la cooperativa y de las vías de la Canadian Pacific. Desde la cama, avanzada la noche, solía oír los vagones de mercancías, el acercamiento rugiente de los grandes motores diésel, el crujir de las ballestas, el aullido de los frenos y las traviesas. Era muy parecido a lo que había experimentado en mi cuarto de Great Falls. Ningún tren paraba en Partreau. El elevador de grano estaba vacío desde mucho tiempo atrás. Aunque a veces me despertaba sobresaltado y salía a la oscuridad fría de la luz de luna, descalzo, en calzoncillos, con la esperanza de ver la aurora boreal, de la que mi padre me había hablado pero que jamás había visto en Great Falls, ni había visto en Partreau. Las voluminosas sombras de los vagones de grano, los vagones cisterna y las bateas pasaban con traqueteo oscilante; los frenos hacían saltar chispas, las luces atenuadas amarillas en el furgón de cola. A menudo se veía a un hombre de pie en la plataforma trasera —tal como yo había visto en fotografías de políticos que pronunciaban vehementes discursos ante vastos gentíos de seguidores—, mirando hacia el terminante silencio que iba quedando a su espalda: la luz roja de la cola no le iluminaba por completo la cara, e ignoraba que alguien le estuviera mirando.

Pero cuando inspeccioné las pequeñas fachadas de los comercios —un pequeñísimo banco vacío, un edificio de piedra de cantera de 1909 (la sede de la masonería), una zapatería Atlas con zapatos desperdigados por todo el local, una sala de billares oscura, una gasolinera con surtidores oxidados, coronados de carcasas de cristal, una oficina de seguros, un salón de belleza con dos secadores de pelo plateados, volcados y hechos pedazos, los suelos llenos de ladrillos y de muebles y estantes rotos, la luz mortecina y fría, las puertas traseras caídas que daban libre acceso a los elementos, los locales carentes todos ya de usos humanos—, descubrí que yo siempre había pensado en la vida que había alentado un día en aquel lugar, no en la vida que había quedado arrumbada atrás. Miraba desde una óptica más positiva, lo cual me hizo sentir que, aunque a mí no me habían enseñado a asimilar, tal vez se asimilaban las cosas sin saberlo. Lo estaba haciendo ahora. Uno lo hacía solo, no con los demás o para los demás. Y el hecho de asimilar quizá no fuera tan duro y arriesgado, y quizá no era necesario que fuera permanente. Este estado anímico me confería una libertad nueva; era como empezar la vida otra vez, o, lo he dicho antes, como si fuera alguien distinto; alguien, sin embargo, que no se hallaba detenido sino en movimiento, conforme a la naturaleza de las cosas de este mundo. Podía gustarme o podía aborrecerlo, pero el mundo iba a seguir cambiando a mi alrededor al margen de cómo pudiera yo sentirme.