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Los acontecimientos que te cambian la vida a menudo no parecen lo que son.

Me despertaron unas voces. Un hombre riendo, luego el murmullo de otra voz, luego el ruido metálico del capó del coche al cerrarse. Y luego más risas. «Me gustaría que una mujer pudiera decirme algo que yo no supiera ya». La voz parecía la de Charley Quarters. Las voces venían de algún sitio que no era el cuarto donde había dormido, un sitio en el que recordaba haber entrado pero que ahora no reconocía. Un fresco olor a tierra y a algo penetrante y metálico y agrio espesó el aire. Había una fina tela gris de algodón con un ribete blanco clavada con tachuelas encima de un ventana contigua a mi cama —un catre metálico plegable—, atenuando lo que debía de ser el sol de la mañana. No sabía de dónde era esa luz de la mañana, ni cuánto tiempo habíamos viajado en el camión la noche anterior, ni si aquél era mi lugar de destino.

Me incorporé. El cuarto era pequeño y de techo bajo, con sombras de una tonalidad verde, como si detrás de la cortina estuvieran danzando unas aguas. Tenía la cabeza muy tensa. Me dolían la espalda y las piernas. Llevaba puestos mis calzoncillos jockey; la ropa, los zapatos y los calcetines estaban hechos un montón sobre el linóleo del piso, al pie de la cama. Tenía la memoria hecha retazos: los faros de un camión atravesando un pequeño edificio blanco; una puerta que se abría; el haz de luz de una linterna fluctuando en una habitación en la que había un catre; Charley Quarters meando en una carretera de grava vivamente iluminada, mirando atentamente hacia la tierra; la cara afelpada de un búho como en un sueño; una mención de Hitler y de las chicas filipinas; yo… tratando de mantenerme despierto sin éxito.

Aparté la tela de la ventana y miré a través del cristal polvoriento. Una de las hojas estaba rajada de un lado a otro, y el barniz, desmenuzado y caído sobre el alféizar. Fuera había un arbusto de lilas, y detrás de él un espacio de hierba con el rocío aún chispeante encima. Más allá se veía una calle asfaltada y estrecha, con partes levantadas y llena de baches, y una acera de hormigón llena de bultos y de malas hierbas; y al fondo un cuadrilátero de cielo inmaculadamente azul, como una barrera.

Un viejo remolque blanco, con ruedas de goma, estaba aparcado enfrente de la calle destartalada; era un remolque de techo plano de los que se emplean como vivienda. En el techo se veía una antena de televisión inclinada hacia un lado. Junto al remolque había un Quonset[15] abierto, con una manga de viento encima del tejado. Más allá, un elevador de grano alto, de madera, coronado por una especie de torre. En el elevador había una leyenda desvaída, escrita en el recipiente del grano, que decía: COOPERATIVA DE SASKATCHEWAN, y, debajo, PARTREAU.

La camioneta International de Charley Quarters estaba aparcada junto al remolque. Charley, de pie delante de ella, hablaba con un hombre de camisa azul celeste, que llevaba un sombrero de paja en la mano y una chaqueta de color tostado en el brazo. Charley seguía con las botas negras de goma (con los bajos de los pantalones metidos dentro) y la camisa de franela. El espacio de alrededor del remolque estaba lleno de utensilios metálicos oxidados de toda índole: llantas, barriles vacíos, bicicletas, jaulas para animales, una vieja motocicleta y un coche Studebaker verde alzado sobre unos tacos de madera y sin cristales en las ventanillas. Piezas de chatarra ensambladas con pernos o soldadas para que armaran formas curiosas se alzaban en medio de las malas hierbas. Una rueda de bicicleta unida a una hoja de agavilladora. Una empacadora de heno equipada con un manillar y un espejo. Un reloj de sol hecho con una simple llanta. Brillantes molinillos y centelleantes molinetes fracturaban la luz del sol. Una improvisada asta con la misma bandera de la frontera estaba apoyada contra un costado del remolque.

Charley se volvió; sus poderosos brazos gesticularon con viveza primero hacia el remolque y luego hacia la ventana desde donde yo estaba mirando. Pensé que hablaba de mí, y que el hombre de la camisa azul que le escuchaba debía de ser Arthur Remlinger. El hermano de Mildred. Oí que Charley gritaba, como si quisiera que todo el mundo lo oyera: «Nada es infalible a mi alrededor». Retrocedió y se echó a reír. El otro hombre miró al edificio donde yo estaba, se puso una mano en la cadera y dijo algo mientras asentía con la cabeza. Charley se volvió y echó a andar por la hierba en dirección a mí.

Rápidamente me puse la camiseta y el pantalón. No quería que Charley me sorprendiera en calzoncillos cuando entrara a buscarme. Me calcé muy deprisa, sin ponerme los calcetines. Busqué una puerta por la que salir. Había otro catre vacío en el cuarto. Entre las sombras, por todas partes, se veían cajas y cajas de cartón apiladas que apenas dejaban sitio para los dos catres. No había ninguna lámpara. Oí la voz de Charley fuera: «¿A quién quieres tener encima? Te pregunto eso…». Yo no sabía con quién estaba hablando.

Pasé apresuradamente por una puerta baja y entré en una cocina diminuta, mal ventilada y toda revuelta. Había más montones de cajas de cartón, una cocina de hierro fundido, un televisor con la pantalla rajada y lo que parecía un perro o un coyote disecado encima de un congelador con acabado de roble y los cierres oxidados. Me metí los faldones de la camisa dentro del pantalón y pasé por otra puerta a un minúsculo vestíbulo de suelo de tierra en el que había una puerta con paneles de cristal, y salí al exterior iluminado de pleno por un vivo sol. El cual me aturdió, me golpeó en los ojos y me obligó a cerrarlos justo en el momento en que Charley doblaba la esquina de la casa. Puntos primero verdes, luego plateados y luego rojos me bailaban en mi campo de visión. El cuero cabelludo se me tensó sobre el cráneo. No sabía lo que estaba a punto de suceder. Pero pensé que sería importante. Estaba tan lejos de Great Falls.

—Muy bien. Aquí está —gritó Charley.

Me obligué a abrir los ojos. La construcción de estuco blanco donde había dormido era la que en mi sueño habían bañado y dejado atrás los faros de la camioneta. Se alzaba plana en la tierra; tenía grandes desconchones en las paredes de estuco, y a través de las grietas se veían las tablillas y el yeso interior. Me subí la cremallera de los pantalones. Llevaba los zapatos sin atar. Me protegí los ojos del sol, y la cara se me torció.

—Aquí está A. R. —Charley exhibió los dientes grandes y cuadrangulares, sonriendo como si aquello fuera desagradable para mí y un disfrute para él—. Ven aquí. Quiere verte.

Se dio la vuelta y le seguí abriéndome paso entre las malas hierbas, y cruzamos la calle destartalada en dirección al remolque y el Quonset, donde el hombre de la camisa azul hablaba a través de la ventanilla de un reluciente Buick granate de tres puertas que yo no había visto antes.

Aproveché para echar una ojeada a mi alrededor. Era una población, pero no como las que yo conocía, incluida la ciudad de Box Elder y su reserva india, cuyas casas Berner y yo habíamos visto cuando nuestro padre nos llevó aquella vez de viaje. Unas cuantas casas grises de madera diseminadas a lo largo de las ruinas de varias calles. Había también vestigios de otras casas que un día habían ocupado los espacios vacíos: cuadriláteros con cimientos de ladrillo, dependencias anexas medio derruidas, alguna chimenea aún en pie, y una tierra abierta donde tiempo atrás había existido algo que hoy se había esfumado. Las cinco o seis casas que aún se mantenían en pie parecían vacías; las puertas principales, abiertas, aún giraban sobre sus goznes, y los jardines estaban invadidos por las malas hierbas. Algunas de ellas no tenían tejado; en otras éste aparecía reparado con tablas, o toscamente parcheado; se veían chimeneas derrumbadas y porches pandeados. Ningún cable daba electricidad a ninguna parte salvo al remolque blanco, al Quonset y a la casucha donde yo acababa de dormir, y a otra casa con un agujero en el tejado por el que cuando llovía tenía por fuerza que entrar el agua. En los escalones traseros de aquella casa, mirándonos de lejos, había una mujer grande con un vestido gris holgado. En el patio trasero se veía un tendedero de polea en el que se abombaban a la brisa seca sábanas blancas y ropa interior femenina.

Más allá, cerca de lo que parecía una carretera asfaltada, dos grandes camiones de transporte de grano traqueteaban a lo largo de una hilera de edificios industriales desvencijados, de tejado plano, situados al otro lado del elevador de grano. Eran edificios con aire de abandonados, sin puertas y con las ventanas desgajadas de los marcos. No se veía a nadie. A un extremo de la población, que se hizo visible cuando me dirigía hacia el Quonset, el extrarradio inmediato estaba erizado de chopos lombardos y arces negundo (los reconocí por los de Montana) plantados como protección frente al viento, pero estaban todos muertos. Más allá de ellos y más allá del borde urbano se extendían los campos de grano segados, salpicados de fardos de paja, y, en una zona más cercana, se alzaba un molino de viento, y una bomba de prospección de petróleo negra que horadaba pacientemente la tierra. Y aún más allá, el terreno ya no era llano sino ondulado, sin montañas ni colinas y casi sin ningún árbol hasta donde alcanzaba la vista. Sólo el horizonte quebraba la línea de visión, muy a lo lejos.

—Muy bien, aquí está —dijo Charley, sin dejar de gritar. Le seguí a través de las malas hierbas hacia el remolque y el Quonset, donde estaba aparcado el Buick, que tenía aspecto de nuevo. Dentro del Quonset alcancé a ver al fondo, envuelto en sombras, un viejo jeep de capota de lona y un remolque plano de un solo eje cargado con lo que parecían ser gansos, pero que en realidad eran señuelos de madera, y un montón de palas—. He despertado al niño —prosiguió Charley—. Está acostumbrado a que lo traten con suavidad ahí abajo en los Estados Unidos. No sobrevivirá aquí. —Se volvió para mirarme. Charley era aún más raro a la luz del día: su cabeza nudosa, más grande; sus hombros, anormalmente estrechos; sus piernas, arqueadas desde las rodillas, donde se acababan las botas; su pelo negro, aún sujeto en la nuca con el pasador del diamante falso. Una visión perturbadora a plena luz del día.

Me metí las manos en los bolsillos para no seguir protegiéndome los ojos del sol. Me dolían. Los saltamontes brincaban en las hierbas agostadas y pululaban por la tierra, a mis pies, emitiendo una vibración como de serpientes; lo cual me ponía tenso. Diminutos pájaros revoloteaban entre los centelleantes molinetes, ruedas y esculturas metálicas. El sol me quemaba el pelo y los hombros y me hería los ojos, pero el vello de los brazos me picaba y me daba frío. Había empezado a sudar en el nacimiento del pelo.

El hombre del sombrero de paja y la chaqueta de color tostado, que había estado hablando por la ventanilla del Buick —en su interior se veía a una mujer en el asiento del acompañante, que se reía de algo que había oído—, se irguió y echó a andar hacia donde yo estaba.

—He tenido que sacarle de la cama —dijo Charley, aún a gritos, para que lo oyera el hombre del sombrero de paja—. Éste es el señor Remlinger. Puedes llamarle «señor».

Me cubrí los ojos de nuevo. El sol brillaba detrás de la cabeza del hombre. Yo estaba nervioso. Aquél era el hombre responsable de mi persona. Arthur Remlinger.

—Hemos estado esperándote —dijo el hombre. Alcé la vista para verle la cara. Era alto y guapo, y tenía el pelo rubio y fino peinado esmeradamente con raya a la derecha; yo me peinaba con raya a la izquierda. No sonreía, pero parecía interesado. Yo no dije nada.

—¿No vas a decirnos tu nombre?

—Dell Parsons —dije.

Mi nombre me sonó extraño pronunciado allí.

El hombre miró a Charley Quarters y sonrió.

—¿Dell viene de algún otro nombre? Es poco común.

—No, señor —dije.

—Vamos, explícate —dijo Charley Quarters.

—¿No ibais a ser dos? —dijo el hombre.

Dio unos pasos hacia mí, como si necesitara verme mejor. De un cordel que llevaba alrededor del cuello le colgaban unas gafas de montura metálica. Tenía manos grandes y huesudas, con las uñas bien cuidadas. Parecía divertido.

—La otra se escapó antes de venir —dijo Charley.

—Bien, qué lástima —dijo Arthur Remlinger—. Pareces cansado. ¿Estás agotado?

Se abanicó la cara con el sombrero.

—Sí, señor —dije.

Él no había dicho su nombre. Arthur Remlinger no era un nombre que casara demasiado con su aspecto. Era como si fuera el nombre de alguien más viejo.

—Y te están buscando, ¿no es ésa la historia?

Sus ojos se desplazaron hacia Charley, y luego de nuevo hacia mí. Quería oírme hablar más, pero yo me sentía incómodo hablando.

—No lo sé —dije.

La cálida brisa hacía girar los molinetes plateados en el patio lleno de matojos. Hacía que emitieran suaves tintineos mientras fluctuaban en el aire.

—No le gusta mucho hablar —dijo Charley.

Se volvió y miró cómo giraban los molinetes y las ruedas. Parecían ponerle contento.

—Bien, si la policía montada viene por aquí —dijo Arthur Remlinger—, tú les dices que eres mi sobrino de allá del este. No saben ni dónde está Toronto. ¿Te gustaría que te pusiera un nombre canadiense?

—No, señor —dije.

El hombre sonrió, y luego la sonrisa se desvaneció de su cara, como si le hubieran surgido dudas sobre lo que tenía que hacer conmigo. Al sonreír se le formaba un hoyuelo en la barbilla. Su tez era suave y pálida. Su aspecto no era nada común.

—No existen tales nombres, de todas formas —dijo, y empezó a dar vueltas al sombrero con los dedos, como si estuviera evaluándome. Su mirada ascendió desde mis hombros hacia la casucha de estuco donde yo había dormido—. ¿Te has instalado ya allí, en tu casita?

Hablaba de ese modo, como si escogiera cada palabra con deliberación.

Yo estaba sudando: las gotas me caían por la mejilla. Me volví para mirar aquella horrible casucha. Más allá, entre las malas hierbas, había un cobertizo de tablones. Supe que era un retrete. Fuera de él, de cara a la puerta, había un perro grande, blanco, que movía la cola. Y al lado se veía un molinete plateado, lo cual era señal de que Charley utilizaba aquel retrete. Mi padre siempre contaba chistes e historias de retretes. Apestaban, y se utilizaba la guía telefónica para limpiarse y jamás se tenía la intimidad necesaria. Nunca había imaginado que un día tendría que usar uno. No quería volver a entrar en la casucha de estuco.

—No sé —dije—. Yo…

—Puedes distribuir las cosas de dentro como te venga en gana. Algunas de esas cajas son mías —dijo Arthur Remlinger, sin dejar de darle vueltas al sombrero—. No serás fácil de encontrar ahí dentro, si eso es lo que pretendemos. Nadie te molestará. —Se frotó una oreja, una oreja grande, con la base de la palma de la mano. Ahora parecía incómodo—. Vivo en Fort Royal, en aquella dirección, a unos siete kilómetros desde ahí detrás de esa loma. —Se volvió y miró hacia la carretera—. Es el este. Te encontraremos algo que hacer en el hotel. ¿Has estado solo alguna vez antes de ahora?

—No, señor —dije.

—Me lo imaginaba —dijo él—. Aunque supongo que habrás trabajado en algo.

—No, señor —dije. No sabía lo que Arthur Remlinger sabía de mí, pero seguramente lo sabía casi todo; aunque quizá no que me gustaba jugar al ajedrez y que me interesaban las abejas, o que nunca había trabajado porque mi madre no había querido que lo hiciera porque tenía sus razones.

—¿Te sientes extraño aquí? —dijo Arthur Remlinger.

Era como si se le acabara de ocurrir algo. Se le arrugó la frente. Yo nunca había conocido a alguien como él. Mildred había dicho que tenía treinta y ocho años, pero su cara era la de un hombre joven y guapo. Y al mismo tiempo parecía mayor, quizá por como vestía. No cuadraba una cosa con la otra; la gente que yo estaba acostumbrado a ver no era de ese modo.

—Sí, señor —dije.

Siguió dándole vueltas al sombrero centímetro a centímetro con sus dedos largos, en uno de los cuales llevaba un anillo de oro.

—Bien —dijo—. A veces nos suceden cosas lamentables, Dell. Y no podemos hacer nada para remediarlo. —Volvió a mirar por encima de mi hombro hacia la casucha de estuco—. Cuando llegué aquí… —Calló, mientras miraba la casucha, y luego prosiguió—: Viví en tu casita de ahí. Me plantaba en medio de la hierba y miraba el cielo y me dejaba llevar por la fantasía de que estaba viendo pájaros de colores y de que estaba en África y las nubes eran montañas.

Su camisa azul, que me parecía muy bonita, tenía manchas de sudor en la parte delantera. Él seguía con su bonita chaqueta beige oscuro en el brazo.

—¡Es estadounidense, como tú! Así que es raro —dijo de pronto Charley Quarters, y se echó a reír. Se refería a Arthur Remlinger. Había estado mirando el vuelo de los pájaros pardos por el retazo de malas hierbas de los molinetes, pero al mismo tiempo había estado escuchando sin dar muestras de que lo estaba haciendo. Se dirigió hacia el remolque, que tenía una caja de embalaje a modo de escalón debajo de la puerta, y sus botas de goma daban puntapiés a los hierbajos, haciendo que los saltamontes y los pajarillos brincaran y remontaran el vuelo desde donde se ocultaban—. Vosotros dos sois de la misma camada —dijo.

—¿Qué te gusta hacer, Dell?

Los ojos azules de Arthur Remlinger apenas tenían color. Levantó la cabeza y se metió con desmaña una mano en el bolsillo del pantalón, como si fuéramos a tener una conversación. Parecía querer hablar conmigo, pero sin saber qué decir. Mildred había dicho que era un hombre poco común, y era cierto.

—Me gusta leer —dije.

Frunció los labios y pestañeó en dirección a mí. Mi respuesta pareció interesarle.

—¿Piensas ir a una buena universidad cuando tengas edad, entonces?

—Sí, señor —dije.

Arthur Remlinger llevaba botas de ante, y el bajo de una de las perneras metido en una de ellas. A mí me parecían unas botas caras. Vestía de un modo elegante y caro, lo cual le hacía parecer aún más fuera de lugar en aquel sitio. Restregó con la punta de la bota el suelo polvoriento y luego se volvió y miró hacia el coche. La mujer que había en su interior nos estaba observando. Hizo un gesto con la mano en dirección a nosotros, pero yo no le devolví el saludo.

—Florence y tú os llevaréis bien, seguramente —dijo Arthur Remlinger—. Es pintora. De la escuela Nighthawk americana. Es una mujer muy artística. —Asintió con la cabeza. Parecía hacerle gracia—. Tengo uno de sus cuadros colgado en la pared de mis habitaciones. Te lo enseñaré cuando vuelva a verte. —Echó una mirada alrededor: a las malas hierbas, al Quonset, al remolque destartalado…, restos de una localidad en la que ya nadie vivía—. Seguro que quemarían todo lo que ha quedado; los de allá abajo, los de mi país… —dijo.

—¿Por qué? —dije.

Al parecer esto casi le hizo reír, porque de pronto le apareció el hoyuelo en la barbilla tersa. Pero no se rió.

—Oh, seguro que les horrorizaría —dijo. Luego sonrió—. Ya no quedaban posibilidades de éxito. Los estadounidenses tienen mucho miedo a eso. Ahí abajo tienen un encaje erróneo con la historia.

—¿Cuánto tiempo voy a quedarme aquí? —dije. Era lo que más me importaba saber, así que tenía que preguntarlo. Nadie había sacado a relucir el asunto de mi vuelta a Great Falls. Arthur Remlinger no había mencionado a mis padres, como si no conociera su existencia, o no le importaran lo más mínimo.

—Bien —dijo—. Quédate el tiempo que quieras. —Se puso el sombrero. Estaba listo para irse. El sombrero tenía un cordón de cuero que caía desde el ala y que él se ajustó bajo la barbilla. Le daba un aire diferente y un tanto ridículo—. Puede que te guste esto. Podrías aprender algo.

—Lo más probable es que no me guste —dije.

Quizá sonó rudo e ingrato, pero era la verdad.

—Entonces supongo que encontrarás alguna forma de irte —dijo él—. Y te brindará un objetivo.

Se dio la vuelta y echó a andar en dirección al Buick.

—Dell, estoy enormemente contento de que estés aquí. Te veré pronto. —Dijo esto sin volverse—. Charley te pondrá al corriente de tu trabajo.

—De acuerdo —dije. No estaba seguro de que me hubiera oído, así que lo repetí—: De acuerdo.

Y eso fue todo lo que sucedió cuando conocí a Arthur Remlinger. Como ya he dicho, los acontecimientos que te cambian la vida pueden no parecer lo que son.