41

Charley Quarters se bajó del guardabarros del camión con una pequeña lata de metal en la mano que luego supe que contenía cerveza con cubitos de hielo. Nos había estado esperando en la localidad de Maple Creek, Saskatchewan, para llevarnos a Berner y a mí a donde vivía el hermano de Mildred. Era su hombre para todo, y a Mildred, según dijo, no le gustaba. Era un métis[14], y un sujeto poco recomendable. Una vez que hubo consumado mi traspaso, Mildred iba a volver a Great Falls vía Lethbridge, Alberta, para no llamar la atención en la frontera por la que habíamos cruzado antes. El policía de fronteras norteamericano nos había estado observando mientras pasábamos de un país a otro, y sin duda se preguntaría por qué volvía ella sola.

Charley Quarters puso la lata encima del capó del camión, se acercó a nuestro coche y apoyó los codos en el borde de la ventanilla. Dirigió la mirada hacia mí, por encima de Mildred, con una sonrisa poco amistosa en sus labios gruesos. Yo levanté la mirada hacia los cirros del oeste; el cielo, detrás de ellos, era purpúreo y dorado y de un verde claro, que se volvía azul en sus flecos más altos. Traté de no parecer asustado, pero lo estaba.

Mildred le empujó hacia atrás con la palma de la mano. Charley despedía un olor extraño, como agridulce, que mi olfato podía percibir —de la ropa, y posiblemente del pelo—. Era un hombre bajo y de pecho ancho, de constitución compacta y musculosa y cabeza demasiado grande. Llevaba unos pantalones de lona castaños y sucios, unas botas de goma negras —con los bajos del pantalón metidos dentro— y una camisa de franela morada, ajada, con agujeros en los codos y un bolsillo roto. Tenía el pelo negro y grasiento sujeto en la nuca por un pasador de mujer con un diamante de bisutería, ojos rasgados azules y orejas grandes. Sus dientes, cuando sonreía de aquella forma desagradable, eran grandes y amarillos; se le veía toda la dentadura. Parecía un enano. Había visto una estampa de enanos en mi World Book (que había dejado en nuestra casa de Great Falls). Pero era más alto que un enano, aunque tenía las piernas arqueadas. Y parecía rudo y engreído, como había oído que eran algunos enanos.

Alargó una mano hacia el interior del coche, cogió un cigarrillo del paquete de Tareyton de Mildred que estaba encima del salpicadero y se lo puso detrás de una oreja.

—Creía que el cargamento era de dos bultos.

Volvió a mirarme de soslayo, como si supiera que no me iba a gustar que hablara de mí como de un bulto. Hablaba como a chorros.

Mildred dijo, cortante:

—Tú limítate a cuidar de éste. O volveré e iré a buscarte.

Charley siguió sonriendo, y Mildred tuvo que empujarle de nuevo. Me pregunté si aquella forma de hablar entrecortada era como hablaban todos los canadienses.

—¿Tiene que comer? —dijo Charley.

—No —dijo Mildred—. Tú súbelo al camión, y que se meta en la cama nada más llegar.

Dos hombres grandes en traje de faena con peto y sombrero de paja de granjero salieron por la puerta del hotel de la acera de enfrente. La ciudad estaba vacía, y la calle oscurecida por la caída del sol. En el rótulo que había sobre la puerta principal del hotel se leía THE COMMERCIAL. En el interior, cuando se abrió la puerta, se vieron unas luces tenues. Los dos hombres se quedaron en la acera, charlando mientras nos observaban. Uno de ellos se echó a reír al oír algo, y luego se encaminaron cada uno a su camioneta, iniciaron la marcha separándose del bordillo y se alejaron en direcciones opuestas. Eran canadienses.

—¿Le pasa algo al chico? —dijo Charley, sonriendo como si yo le hiciera gracia.

—Está perfectamente —dijo Mildred. Tendió la mano y me agarró de brazo y me miró—. Es como todos nosotros, ¿no es cierto?

—¿Es huérfano? —dijo Charley Quarters, mirando el asiento trasero y viendo el uniforme blanco de Mildred colgado en la ventanilla. Metió una mano hasta el asiento trasero y lo tocó.

Yo tenía la mirada fija en los cuatro elevadores de grano de gran altura que se divisaban medio en sombras a través del parabrisas, recortados contra la luminosidad del cielo. Las golondrinas describían giros bruscos en el aire del crepúsculo. Una única bombilla encendida se balanceaba al lado de la tolva del elevador más cercano, y en el suelo, al pie de ella, se alzaba una pila de grano iluminada. Hasta entonces nunca se me había ocurrido relacionar esa palabra con «orfanato».

Mildred miró fijamente la cara lasciva de Charley.

—Tiene padre y madre, no como tú. Y le quieren. Y eso es todo lo que tienes que saber.

—Lo quieren con locura —dijo Charley, y se enderezó en la calzada. Luego retrocedió unos pasos y miró el cielo: azul en el oeste, oscuro en el este. Los cirros se habían desdibujado, y se veían ya unas estrellas tenues. Aquél era el hombre con quien iba a irme. Lo más seguro es que me dejara solo y abandonado.

—Ahora lo que haré —dijo Mildred— es escribirte a casa de mi hermano. Me enteraré de qué va a pasar con tus padres y te lo contaré por carta. Recuerda lo que te he dicho sobre no cerrarte a nada. Estarás bien, te lo prometo. —De pronto, inesperadamente, se inclinó hacia mí y me cogió la cara y se la llevó a la boca y, sujetándome la nuca, me besó en la mandíbula. Y, cuando no le devolví el beso, me apretó con toda su fuerza. Olía a cigarrillos y al aroma afrutado que afloraba del bolso, y a maquillaje y a su chicle de menta verde. Me apretaba los hombros esponjosos contra la oreja—. Has pasado buenos momentos —me susurró—. Porque ellos hayan arruinado su vida tú no tienes que arruinar la tuya. Eso será un comienzo para ti. Tu hermana Berner ha hecho ya el suyo.

—Yo no quería ningún comienzo —dije; de pronto se me había vuelto a hacer un nudo en la garganta, furioso por lo que acababa de decirme.

—No siempre podemos elegir nuestros comienzos —dijo Mildred. Alargó la mano por encima de mí y levantó la manilla de mi lado, empujó la portezuela hasta abrirla y me empujó hacia fuera—. Ahora vete. Estamos aplazando lo inevitable. Es una aventura. No tengas miedo. Estarás bien. Ya te lo he dicho.

No tenía ganas de decirle nada más a Mildred, aun en el caso de haber podido hacerlo. La funda de almohada con las cosas que había preparado para el viaje a Seattle estaba en el suelo de la parte trasera del coche. Tiré de ella, bajé al asfalto y cerré la portezuela. Fuera lo que fuere lo que Mildred hubiera prometido a mi madre hacer por mí, ya había cumplido. Pero lo que yo quería hacer era volver a montar en el coche con ella e irnos de allí lo más lejos posible. Sólo que eso no estaba en los planes de mi madre, cuando aún podía planear cosas para mí. Así que hice lo que me decía, y lo hice tanto por mi madre como por cualquier otra razón. Seguí siendo un buen hijo hasta el final de todo aquello.