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La carretera que se adentraba en Canadá discurría a través de una tierra de cultivo interminable que a mis ojos no se distinguía en absoluto de la que habíamos dejado al otro lado de la frontera, pero en la que había más casas y graneros y molinos de viento y señales de vida humana. Las colinas verdes que yo ya había visto desde la parte norte de Havre eran, me dijo Mildred, las Cypress Hills. Eran como los Alpes, dijo; se alzaban solas en la pradera, una anomalía del tiempo en que había glaciares en las llanuras. Tenían sus propios bosques aislados y su propia vida animal. A la gente que vivía allí no le gustaban los forasteros. Las ciudades por las que pasamos, sin embargo —Govenlock, Consul, Ravencrag, Robsart—, parecían poblaciones normales muy similares a las de Montana. Aunque pensé que si vivías en un sitio con un nombre tan raro —incluida Saskatchewan (un nombre que muy pocas veces había oído antes)—, siempre te sentirías raro tú mismo. Luego nada en la vida podría ser tan completamente normal como lo había sido para mí en Great Falls.

Mientras conducía hacia el norte bajo el sol bajo de las últimas horas del día, Mildred fue enumerándome lo que sabía de Canadá que pensaba que podría serme útil. Canadá era propiedad de Inglaterra y constaba de provincias, no de estados de una unión; aunque no había prácticamente diferencias entre unas y otros, salvo que en Canadá sólo había diez provincias. La mayoría de la gente hablaba inglés, pero de una forma distinta que ella no era capaz de describirme, pero que yo pronto captaría y aprendería a utilizar. Dijo que tenían su propio Día de Acción de Gracias, aunque el suyo no era en jueves ni era en noviembre. Canadá había luchado junto a Estados Unidos en la misma guerra en la que había peleado mi padre, y había entrado en ella incluso antes que nosotros, debido a la obediencia de Canadá a la reina de Inglaterra, y de hecho tenían una Fuerza Aérea tan buena como la nuestra. Dijo que Canadá no era un país viejo como el nuestro y que en él aún flotaba una atmósfera pionera, y ninguno de sus habitantes pensaba realmente que era un país autónomo, y de hecho en algunas partes se hablaba francés, y la capital estaba en el este, y nadie la respetaba como se respetaba a Washington, D. C. Dijo que Canadá tenía el dólar como moneda, pero que el suyo era de color diferente y que misteriosamente a veces valía más que el nuestro. Dijo que Canadá tenía también sus propios indios, y que los trataba mejor que nosotros a los nuestros, y que Canadá era más grande que los Estados Unidos, aunque la mayoría de su territorio era inhóspito y estaba desierto y cubierto de hielo gran parte del año.

Yo iba pensando en estas cosas y en cómo podrían hacerse realidad con sólo pasar dos garitas aisladas en medio de ninguna parte. Me sentía mejor que horas antes, cuando no sabía adónde me dirigía. Era como si una crisis hubiera quedado atrás, o yo hubiera logrado orillarla. Lo que experimentaba era alivio. Pero me habría gustado que mi hermana Berner hubiera estado allí conmigo para ver todo aquello.

Pasaban por nuestro lado más campos de trigo, y el aire de la tarde era dulce y fresco. Divisé unas oleadas individuales de polvo: granjeros que manejaban las cosechadoras a lo lejos. Había camiones de transporte de grano parados en la tierra segada, a la espera de llevarse el trigo. Diminutas figuras lejanas se movían en torno a los camiones, mientras las cosechadoras vaciaban su carga y los camiones emprendían la marcha. Una vez que estuvimos fuera de las colinas, ya no vimos hitos naturales. Ni montañas ni ríos —como las Highwood o las Bear’s Paw o el Missouri— que te indicaran dónde estabas. Incluso había menos árboles. A cierta distancia se divisaba una casa blanca y baja con una protección contra el viento y un granero y un tractor. Y otra un poco más adelante. La posición del sol era en adelante la que le diría a uno dónde estaba, eso y lo que uno conociera personalmente de aquellos parajes: una carretera, una cerca, la dirección de la que venía normalmente el viento. En cuanto las colinas desaparecieron a nuestra espalda, dejamos de disponer de un punto medio concreto que pudiera servir de referencia de otros. Era muy fácil perderse o volverse loco en aquel terreno, puesto que tal punto medio podía ser cualquiera y estaba en todas partes.

Mildred me contó algunas cosas acerca de su hermano, Arthur Remlinger. Era norteamericano, tenía treinta y ocho años y llevaba viviendo en Canadá algunos de ellos, por elección propia. Era el único miembro de su familia que había ido a la universidad, con intención de convertirse en abogado, pero por varias razones no había terminado los estudios y se había desencantado de su país. Vivía al norte de donde ahora estábamos, en la pequeña ciudad de Fort Royal, Saskatchewan, donde dirigía un hotel. Era pura coincidencia, dijo, que uno y otra vivieran a cada lado de la frontera. Mildred no lo veía con frecuencia, pero no parecía importarle. Le quería. La razón por la que su hermano accedía a hacerse cargo de mí, dijo, era que yo era norteamericano y no tenía adónde ir, y también para hacerle un favor a su hermana. Él no tenía hijos, y le parecía bien hacerse cargo de mí, y también de Berner, si no se hubiera ido de casa. Era un hombre muy poco corriente, como podría ver pronto. Era cultivado e inteligente. Aprendería muchas cosas estando a su lado, y me gustaría como persona.

Mildred decidió fumarse otro cigarrillo, y empezó a echar el humo por los grandes agujeros de la nariz de forma que lo forzaba a salir por la ventanilla. Llevaba horas conduciendo, y sólo para alejarme de un lugar donde podría estar en peligro. Tenía que estar exhausta. Traté de visualizar el sitio adonde íbamos: Fort Royal, Saskatchewan. Sonaba a extranjero, y a amenazador, por extranjero. Lo único que yo registraba a mi alrededor era la misma pradera, en la que no había sitio para mí.

—¿Cuánto tiempo voy a quedarme con su hermano?

Lo dije sólo para obligarme a decir algo.

Mildred se sentó más derecha en el asiento y asió el volante con los puños cerrados.

—No lo sé —dijo—. Veremos. No gastes el tiempo en pensar cosas pasadas y deprimentes. —Llevaba el cigarrillo en una de las comisuras de la boca, y hablaba por la otra—. Tu vida va a ser variada y emocionante antes de que te mueras. Así que procura centrarte en el presente. No te niegues a las cosas, y asegúrate de tener siempre algo que no te importe perder. Eso es importante.

El consejo no era muy diferente de lo que nuestro padre nos había dicho a Berner y a mí el día en que no fuimos a la feria estatal. Yo comprendía que era eso lo que los adultos pensaban, aunque era lo opuesto a como veía las cosas nuestra madre. Ella siempre había descartado un montón de cosas, y entendido el mundo sólo según su visión de él. Mildred infló las mejillas y se dio aire con la palma de la mano; ello indicaba que tenía mucho calor dentro de su sedoso vestido verde.

—¿Tiene algún sentido para ti lo que digo? —Alargó la mano hacia mí y me dio unos golpecitos con el puño en la rodilla, de forma muy parecida a como se llama a una puerta—. ¿Lo tiene? Toc, toc…

—Supongo que sí —dije.

Aunque en realidad no parecía importar mucho si estaba o no de acuerdo con algo. Ésa fue la última vez que Mildred y yo hablamos de mi futuro.