39

Lo que sucedió fue que Mildred Remlinger llegó a nuestra casa en su viejo Ford marrón destartalado, enfiló directamente el camino de entrada en dirección al porche, subió los escalones y llamó a la puerta, tras la que yo estaba esperándola, solo. Entró sin dilación y me dijo que preparara mi bolsa de viaje, que, por supuesto, no tenía. Lo único que tenía era la funda de almohada con mis escasas pertenencias. Me preguntó dónde estaba mi hermana Berner. Le conté que se había marchado el día anterior. Mildred echó un vistazo a la sala y dijo que la elección estaba ahora en manos de Berner, estuviera donde estuviera, porque no teníamos tiempo para ir a buscarla. Los funcionarios del tribunal tutelar de menores, en nombre del estado de Montana, se presentarían en la casa muy pronto en busca de Berner y de mí para ponernos bajo su custodia. Era un milagro, dijo, que no se hubieran presentado todavía.

Así, conmigo en el coche, a su lado, Mildred salió de Great Falls a última hora de aquella mañana del 30 de agosto de 1960, y tomó la carretera 87 rumbo al norte, en dirección a donde nuestro padre nos había llevado a Berner y a mí no hacía mucho tiempo, cuando vimos las casas indias y el remolque donde se sacrificaban las reses, y donde él debió de tener el primer barrunto de que él y nuestra madre se estaban metiendo en un buen lío.

Mildred no habló mucho al principio, mientras Great Falls iba quedando atrás en el paisaje. Debía de darse cuenta de que yo entendía exactamente lo que me estaba sucediendo, o de que no había manera de explicarlo; debíamos guardar silencio y yo no debía causar ningún problema a nadie.

En las terrazas norte y oeste de las Highwood Mountains, no había más que calor y trigo amarillo, saltamontes y serpientes que cruzaban la carretera, un alto cielo azul y las montañas Bear’s Paw al frente, azules y neblinosas pero con una nieve brillante en los picos. Havre, Montana, era la ciudad situada más adelante, en el norte. Nuestro padre había entregado allí un Dodge nuevo a un cliente tiempo atrás, aquel mismo verano, y había recorrido la región entre montañas de regreso a Great Falls. Había descrito ésta como un «lugar desolado, al fondo de un gran agujero. La parte trasera de “más allá”», donde, dijo, se había topado con el buque insignia de la armada polaca, otro de sus chistes manidos. No tenía ni idea de por qué Mildred quería ir a esa parte de Montana. Havre, en el mapa, estaba lo más al norte del estado que uno podía llegar, y lo más al norte del país entero. Un poco más arriba estaba Canadá. Pero yo seguía confiando en que los adultos a menudo hacen cosas extrañas que luego resultan acertadas, y en que al final alguien se hace cargo de ti. Es una idea absurda, y así debería habérmelo parecido entonces, teniendo en cuenta todo lo que había sucedido en nuestra familia. Pero sentía que estaba haciendo lo que nuestra madre había planeado para mí, y para Berner. Y, dado mi carácter, era todo lo que necesitaba pensar.

En Havre —que se hallaba al pie de una larga colina, donde se veían los depósitos de ferrocarril de la Great Northern, un río de agua parduzca y una línea de paredes de roca cortadas a pico que discurrían a lo largo del lado norte de la carretera—, Mildred se volvió hacia mí, que iba en el asiento del acompañante, y me dijo que estaba muy delgado, pálido y macilento, y que posiblemente estaba anémico, y que sería mejor que comiera algo porque quizá no iba a tener nada que llevarme a la boca en lo que quedaba de día. Mildred era una mujer grande, de caderas cuadradas y talante autoritario, con pelo negro, rizado y corto, ojos pequeños, oscuros y penetrantes, labios pintados de rojo y cuello carnoso. Llevaba la cara maquillada con polvos que enmascaraban —aunque no muy bien— la tosquedad de su tez. Tanto ella como su coche olían a cigarrillos y a chicle, y el cenicero estaba lleno de colillas manchadas de carmín, cerillas y envoltorios de chicle de menta verde, pese a que no había fumado ni una vez mientras conducía. Mi madre nos había dicho que Mildred había tenido problemas con su marido, y que ahora vivía sola. Se me hacía difícil entender cómo un hombre había podido casarse con ella (a veces pensaba eso mismo de nuestra madre). Era una mujer corpulenta y en absoluto guapa, y era mandona. Llevaba un sedoso vestido verde con pequeños triángulos rojos estampados y grandes abalorios rojos, medias gruesas y recios zapatos negros. Parecía incómoda vestida así. En la ventanilla de atrás, a su espalda, había colgada una percha de alambre con su uniforme blanco y su cofia de enfermera, lo que me pareció un atuendo mucho más apropiado para ella.

Bajamos por la colina hasta First Street —que era la calle principal—, y encontramos un local de sándwiches enfrente de un banco y de la estación de la Great Northern. Nos sentamos dentro, en la barra, y tomé rollo de carne fría, un panecillo con mantequilla y un poco de encurtido y una limonada. Y me sentí mejor. Mildred fumaba mientras yo comía, y me miraba y se aclaraba la garganta una y otra vez; me contó que había crecido en una granja de remolacha en Michigan, que sus padres eran adventistas del Séptimo Día, que su hermano había ido a Harvard (yo había oído hablar de esa universidad), que ella se había escapado de casa con un chico de la Fuerza Aérea y que los dos habían «aterrizado» en Montana. Al chico lo trasladaron finalmente, y ella se quedó en Great Falls, estudió enfermería y se casó otra vez antes de caer en la cuenta de que el matrimonio no era para ella; fue entonces cuando volvió a utilizar su apellido de soltera, Remlinger. Dijo que tenía cuarenta y tres años, aunque a mí me parecía que tenía sesenta, o más. En un momento dado se dio la vuelta en su taburete y me pellizcó en el lóbulo de la oreja y me preguntó si pensaba que tenía fiebre o estaba a punto de ponerme enfermo. Le dije que no, aunque me sentía inquieto por saber adónde íbamos. Dijo que, después del almuerzo, debía echarme a dormir en el asiento trasero del coche, y eso me hizo saber que Havre no era el destino final de nuestro viaje.

Desde Havre nos dirigimos hacia el norte, a través de un viaducto de madera del ferrocarril, sobre las vías, y del río fangoso, y enfilamos una carretera estrecha que ascendía por la pendiente de la formación rocosa cortada a pico por el lado opuesto hasta una altura que me permitió mirar hacia atrás y ver la ciudad al fondo, sombría y desolada bajo la sofocante luz del sol. Era mucho más al norte de lo que yo había llegado nunca, y todo era yermo y aislado en torno, y empezaba a convertirse en inaccesible. Pensé que Berner, dondequiera que estuviera, estaría en un lugar mejor. Pero no pude decidirme a preguntarle nada a Mildred porque me daba cuenta de que posiblemente la respuesta no iba a gustarme, y a partir de entonces no sabría qué decir o hacer con mi vida, y tendría que encarar el hecho de que me había equivocado quedándome en casa en lugar de irme con mi hermana, aunque no me había pedido que me fuera con ella.

El terreno al norte de Havre era el mismo que el que habíamos estado viendo a todo lo largo del viaje: tierra de cultivo seca, invariable, un mar de trigo dorado que se fundía con el azul ardiente y sin mácula de un cielo surcado tan sólo por cables eléctricos. Había muy pocas casas o edificaciones que indicaran que allí vivía gente o que era necesaria la electricidad. En la reluciente lejanía se divisaban colinas verdes bajas. Era improbable que nuestro destino fuera ése, ya que aquellas colinas estarían en Canadá, que, según recordaba del globo terráqueo de mi cuarto, era el único territorio situado más arriba de nosotros en el mapa.

Tampoco ahora habló gran cosa Mildred. Se limitaba a conducir. Fumó un cigarrillo, pero no le gustó y lo tiró por la ventanilla triangular abierta. Había buitres suspendidos en el cielo, curvos e inmóviles. Yo creía que si te perdías donde ahora estábamos, los buitres serían el único medio que los humanos tendrían de encontrarte, pero no sobrevivirías.

En determinado momento Mildred aspiró profundamente y luego espiró el aire despacio, como si acabara de decidir algo sobre lo que había guardado silencio hasta entonces. Se pasó la lengua por los labios y se pellizcó la nariz, y volvió a aclararse la garganta seca.

—Ahora debo decirte algunas cosas, Dell —dijo, con las dos manos al volante, los pies, cubiertos sólo por las medias, sobre los pedales y los zapatos negros apartados hacia un lado. Miraba con firmeza hacia delante. Desde que dejamos Havre sólo nos habíamos cruzado con dos coches. No parecía haber ningún lugar visible hacia el que pudiéramos dirigirnos—. Te estoy llevando a Saskatchewan para que vivas un tiempo con mi hermano Arthur. —Lo dijo de repente, como si no fuera una cosa agradable de decir—. No tendrá que ser así durante mucho tiempo. Pero por ahora sí. Lo siento. —Volvió a lamerse los labios—. Es lo que tu madre quiere que hagas. Tú no tienes por qué reprocharte nada. Me he sentido muy decepcionada al enterarme de que tu hermana se ha ido de casa. Los dos podríais haber formado un buen equipo.

Ladeó la cabeza hacia mí y me dedicó una débil sonrisa; el pelo corto se le agitaba con la brisa caliente que entraba por la ventanilla. Los dientes no los tenía particularmente bien, y no sonreía mucho. Yo me sentía como si Berner estuviera sentada a mi lado y Mildred nos estuviera hablando a los dos.

—No quiero hacer eso —dije.

Lo dije con la seguridad más absoluta. El hermano de Mildred. Canadá. Estaba seguro de que no quería ninguna de esas cosas. Yo tenía algo que decir en todo aquello.

Mildred siguió conduciendo sin hablar durante un rato, dejando que el asfalto discurriera bajo nuestros pies. Posiblemente estaba pensando, pero probablemente sólo estaba esperando. Al final dijo:

—Bien, si tengo que llevarte de vuelta a Great Falls, me detendrán por secuestrarte y me meterán en la cárcel. Entonces el único ser humano que puede ayudarte, y que no es un criminal consumado, y que está dispuesto a hacerle a tu madre un último favor, saldrá de la escena. Están buscándote para meterte en un orfanato. Será mejor que pienses en ello. Trato de salvarte. Y habría salvado a tu hermana si ella hubiera sido un poco más inteligente.

La garganta había empezado ya a tensárseme, y la tensión se me iba enroscando pecho abajo causándome dolor, y de pronto me faltaba el aire a pesar de ir a cien kilómetros por hora y de que la cálida fragancia del trigo entraba a ráfagas por las ventanillas. Sentí el impulso de abrir la portezuela a golpes de hombro y de lanzarme al asfalto vertiginoso. Lo cual no era nada propio de mí. No era violento ni hacía las cosas de repente. Pero la carretera negra era como mi vida, una vida que se iba alejando de mí a una velocidad tremenda, y no había nadie que pudiera detenerla. Pensé que si lo hacía y luego era capaz de levantarme y ponerme a andar, podría volver a casa, y tal vez encontrar a Berner, estuviera donde estuviera. Mis dedos encontraron la manilla de la portezuela, la apretaron con fuerza, listos para tirar de ella. Berner había dicho que odiaba a nuestros padres por mentirnos. Pero yo me había negado a odiarles y había seguido siendo el hijo leal que se queda en casa y hace lo que le dice su madre. Lo cual había hecho posible que me sucedieran las cosas malas que ahora me estaban sucediendo. No habría sabido decir lo que yo esperaba realmente, ni cuál era el plan de mi madre para mí. Ella se lo había explicado todo a Mildred y no a mí. Pero lo que no esperaba era aquello. Me sentía burlado y abandonado; mi lealtad no se había respetado, y ahora me encontraba allí con aquella mujer extraña, en un lugar donde sólo los buitres darían conmigo si me hacía con el control de mi vida. Ser joven era lo peor que podía pasarte. Entendí por qué Berner ansiaba tanto hacerse mayor y por qué se había ido de casa. Para salvarse.

La falta de aire dentro del pecho me dolía de la misma forma que te duele cuando bebes agua demasiado fría y te sientes paralizado. Pero llorar habría sido una señal de derrota aún más grande. Mildred me consideraría patético. Cerré los ojos con fuerza y apreté la cálida manilla, y luego la solté y dejé que el aire caliente del exterior ahogara mis lágrimas. No creo que fuera tanto lo que Mildred me había dicho —que me llevaba a Canadá para entregarme al cuidado de unos desconocidos— como la acumulación de todo lo que había pasado en mi vida la última semana, todo lo que yo había intentado mantener bajo control pero había fracasado. Mildred no hacía más que tratar de ayudarme, y ayudar a mi madre. Lo que yo había sentido al oír lo que le había oído era, más que ninguna otra cosa, una pena profunda.

—No me extraña —dijo por fin Mildred. Debía de haberse dado cuenta de que yo había estado llorando—. No consuela en absoluto saber que no tienes la culpa de nada. Quizá te sentirías mejor si la tuvieras. —Acomodó sus grandes muslos en el asiento, levantó la barbilla y se echó hacia delante como si hubiera visto algo en la carretera. Dejé de llorar—. Vamos a cruzar la frontera de Canadá un poco más adelante —dijo, volviendo a apoyarse sobre el respaldo del asiento—. Les diré que eres mi sobrino. Te llevo a Medicine Hat a comprarte ropa para el instituto. Si quieres decirles que te he secuestrado, ése es el momento. —Frunció los labios—. Pero no me gustaría ir a la cárcel, si puedo evitarlo.

A lo lejos, donde la carretera era tan sólo una línea delgada, se divisaban dos masas bajas y oscuras sobre el horizonte, recortadas contra un cielo azul sin el menor rastro de nubes. No habría visto esas masas si no hubiera mirado hacia el punto donde estaba mirando Mildred. Aquello era Canadá. Nada lo distinguía de donde aún estábamos. El mismo cielo. La misma luz del día. El mismo aire. Pero diferente. ¿Cómo era posible que me estuviera dirigiendo allí?

Mildred hurgaba en su gran bolso de charol rojo que estaba en el suelo sin dejar de conducir. Las masas oscuras se fueron materializando con rapidez hasta convertirse en dos formas bajas cuadrangulares: dos edificios, uno al lado del otro en un montículo de la llanura. Había un coche aparcado a un lado de cada uno de ellos. La frontera estaba allí, sin duda. No sabía lo que sucedía en ella. Posiblemente alguien me detendría y me pondría unas esposas y me mandaría a un orfanato o de vuelta a casa, una casa vacía donde no me esperaba nadie.

—¿En qué piensas? —me preguntó Mildred.

Miré hacia el frente, al cielo de Canadá. Nadie me había preguntado nunca tan abiertamente lo que estaba pensando. En nuestra familia nunca había importado lo que Berner y yo pensábamos, aunque siempre estábamos pensando. ¿Qué puedo perder?, fueron las palabras que dije para mis adentros; era lo que estaba pensando, y lo expresé así sólo porque eran palabras que había oído decir a otros chicos en el club de ajedrez. No se las iba a decir a Mildred. Pero me impresionó mucho que lo que estaba pensando me pareciera tan verdad. Lo que dije fue:

—¿Cómo sabes lo que te está pasando realmente?

Fue todo lo que se me ocurrió en ese momento.

—Oh, no lo sabes nunca —dijo Mildred.

Mildred tenía el papel del permiso de conducir en la mano con la que manejaba el volante. Nos estábamos acercando a dos garitas de madera contiguas una a la otra. La carretera se bifurcaba en dos al pasar por delante de ellas.

—Hay dos clases de personas en el mundo —dijo Mildred—. Bueno, en realidad hay muchas. Pero en esto hay sólo dos: las que entienden que no lo sabes nunca, y las que creen que lo sabes siempre. Yo soy de las primeras. Es más seguro.

Un hombre corpulento con uniforme azul salió de la garita de madera de la derecha, que era a la que nos estábamos acercando. El hombre se encajaba un sombrero de policía en la cabeza y nos hacía gestos para que avanzáramos. Una bandera roja que yo no conocía —pero que llevaba una banderita inglesa en la esquina izquierda— ondeaba en un mástil al lado de la garita. En un letrero que había al pie del mástil se leía: ESTÁ ENTRANDO EN CANADÁ - PORT OF WILLOW CREEK, SASKATCHEWAN.

La otra garita, contigua a la primera, era la norteamericana. Las barras y estrellas ondeaban a lo alto, aunque me dio la sensación de que no era la bandera de cincuenta estrellas que incluía la de Hawái. Una frontera eran dos cosas al mismo tiempo. Era entrar y era salir. Yo estaba saliendo, lo cual me pareció significativo. Un hombre de corpulencia menor, sin sombrero, con un uniforme azul diferente y una placa y una pistola a un lado de la cintura, salió de la garita norteamericana a la brisa exterior. Observó cómo Mildred se acercaba a él. Posiblemente sabía lo de mi desaparición y se preparaba para detenernos a los dos. Yo seguí mirando hacia delante, y me quedé quieto y muy tieso en mi asiento. Por alguna razón que no sabría explicar, deseé no tener ningún problema y poder pasar al otro lado de la frontera, y sentí la excitación y el miedo de que pudieran impedírnoslo. De las dos clases de personas que Mildred había mencionado, yo también debía de pertenecer al primer grupo. ¿Por qué, si no, estaba donde estaba en aquel momento, mientras iba quedando atrás todo lo que para mí resultaba comprensible? No era eso lo que yo esperaba sentir. Había despertado en mi cama solo, y había visto cómo mi hermana salía de mi vida seguramente para siempre. Mis padres estaban en la cárcel. No tenía a nadie que me cuidara, o me buscara. ¿Qué puedo perder?, era probablemente la pregunta correcta. La respuesta, al parecer, era muy poco.