38

Una buena medida de lo insignificantes que éramos, y de la clase de lugar que era Great Falls, la da el hecho de que nadie vino a casa a ver cómo estábamos, o a recogernos para llevarnos a algún sitio más seguro. Ni funcionarios del tribunal tutelar de menores. Ni policías. Ni tutores que asumieran la responsabilidad de nuestro bienestar. Nadie registró la casa mientras yo estuve en ella. Y cuando nadie hace nada de esto —nadie repara en ti—, la gente y las cosas se olvidan y desvanecen con rapidez. Que fue lo que nos pasó a nosotros. Mi padre se equivocaba en muchas cosas, pero no en lo referente a Great Falls. Sus habitantes no querían conocernos. No les hubiera importado un comino que nos hubiéramos esfumado, si tal cosa hubiera sido posible.

Berner y yo volvimos a casa aquel lunes por un camino diferente. Ahora nos sentíamos diferentes; posiblemente nos sentíamos más libres, cada uno a nuestro modo. Fuimos hasta Central Avenue, dejamos atrás la oficina de correos y bajamos hacia el río, a lo largo de bares y de casas de empeños, una bolera, el Rexall y la tienda de pasatiempos donde había comprado las piezas de ajedrez y las revistas de abejas. Las calles rebosaban de actividad y de ruido de tráfico. Pero tampoco ahora sentí que alguien nos estuviera mirando. El instituto no había empezado todavía, así que no estábamos donde no teníamos que estar. Un chico y su hermana volviendo a casa por el puente a la brisa soleada, junto al río dulce y fétido, a última hora de una mañana de agosto; nadie pensaría: esos dos chicos son los hijos de esa pareja a la que han metido en la cárcel, necesitan cuidado y protección.

Nos paramos en la mitad del puente, y nos asomamos a la barandilla para mirar cómo planeaban los pelícanos por encima de la corriente del río. Los cisnes se deslizaban por la orilla más cercana, donde una espuma de polvo amarillo se mecía en la superficie. Vimos cómo dos personas remaban en una canoa río abajo, hacia la chimenea de la fundición y el puente de Fifteenth Street. Berner llevaba las gafas puestas, y guardaba silencio; no hablaba de nuestros padres. En la barandilla, con el Missouri discurriendo bajo nuestros pies, su pelo se alzaba y caía con el soplo de la brisa seca, mientras sus manos se aferraban al barandal de hierro como si el puente se convirtiera en un tren e iniciara la marcha. Mi hermana era muy joven, me dije, demasiado joven para irse de casa y vivir por sus propios medios. Teníamos quince años. Pero la edad no importaba realmente. Eran unos hechos ciertos a los que teníamos que enfrentarnos, y la edad no cuenta en esa realidad.

Es raro, sin embargo, aquello que te hace pensar en la verdad. Muy pocas veces tiene que ver con los hechos de tu vida. Entonces, durante un tiempo, dejé de pensar en la verdad. Sus mejores méritos parecían imposibles de encontrar entre todo un montón de hechos. Si existía un designio oculto, vivir casi nunca arrojaba luz sobre él. Era mucho más fácil pensar en el ajedrez; sobre el verdadero carácter de unas piezas que se quedaban siempre donde tenían que estar, mientras un poder superior lo iba moviendo todo en torno. Me pregunté, sólo durante ese instante, si nosotros —Berner y yo— éramos así: piezas pequeñas, fijas, a las que unas fuerzas más poderosas que nosotros nos ordenaban movernos de una parte a otra. Decidí que no lo éramos. Nos gustara o no —lo supiéramos o no, incluso—, ahora éramos responsables únicamente de nosotros mismos, no ante ningún designio superior de ninguna clase. Si nuestras personalidades se había ya fijado de verdad, sin duda se manifestarían más tarde.

A lo largo de todos estos años mi hábito de pensamiento da por hecho que toda situación en la que se ve envuelto el ser humano puede dar la vuelta. Todo lo que alguien me asegura que es verdad puede no serlo. Todo pilar de creencia sobre el que el mundo se sustenta puede estar y puede no estar a punto de saltar por los aires. La mayoría de las cosas no siguen mucho tiempo como están. Saber esto, sin embargo, no me ha hecho escéptico. El escepticismo es creer que el bien no es posible; y yo sé a ciencia cierta que el bien es. Yo lo que hago es no dar nada por sentado y tratar de estar preparado para el cambio que pronto ha de llegar.

Y para entonces ya estaré camino de saber cómo subordinar una cosa a la otra; lección que el juego del ajedrez te enseña, y de forma casi instantánea. Los hechos que resultaron decisivos en las vidas de nuestros padres se estaban convirtiendo en secundarios respecto de los hechos que me llevaban a mí hacia delante desde aquel día de agosto. Aprender este hecho nada sencillo ha constituido la materia de este relato desde el principio hasta este momento; eso y ver a nuestros padres con más claridad. Creo que por eso me sentí liberado cuando Berner y yo estuvimos allí en el puente aquel día, y que por eso el corazón me latía con fuerza, presa de la excitación. Y tal debió de ser la verdad esquiva que me llevó a dejar caer al río el anillo del instituto de mi padre y a no pensar mucho en ello en adelante.

Será mejor dejarnos allí en el puente aquella mañana; será mejor que pensar en mí mismo en casa, contemplando desde el porche cómo Berner, no mucho después, se alejaba por la calle umbrosa y desaparecía de mi vida rumbo adondequiera que la suya la llevara. Centrarme mucho en la marcha de Berner haría que todo esto pareciera tratar de la pérdida, y no es así como yo veo las cosas aún hoy. Pienso que lo que cuento trata del progreso, y del futuro, que no siempre son fáciles de ver cuando estás tan cerca de ambos.