La celda de nuestra madre estaba al final de la hilera de celdas poco iluminadas y no era diferente de la de nuestro padre salvo en un detalle: colgado de los barrotes con una cadena delgada, había un letrero metálico blanco con la palabra SUICIDA pintada con letras mayúsculas rojas. Mientras nos dirigimos hacia ella, el carcelero nos había dicho que no había celdas especiales «para las chicas». Lo único que el estado podía ofrecerles era un poco de privacidad.
Nuestra madre estaba sentada en un catre igual al de la celda de nuestro padre, pero la funda del colchón no estaba desgarrada ni colgaba de ella ningún relleno blanco. Estaba al lado de otra mujer, y hablaba en voz baja. Había otro catre. El inodoro no estaba manchado ni olía mal como el de nuestro padre.
—Aquí están sus hijos, Neeva; han venido a visitarla —dijo el carcelero en tono jovial. Nos instó a que nos acercáramos, y retrocedió hasta apoyarse sobre el muro, para que pudiéramos estar con nuestra madre casi a solas—. Adelante —dijo—. Vuestra madre se alegra de veros.
—Oh, Dios —dijo nuestra madre, poniéndose de pie nada más vernos.
Tenía las gafas en la mano. Se las colocó sobre el puente de la nariz mientras se acercaba a los barrotes. Tenía manchas en la piel y la punta de la nariz roja. Llevaba unas zapatillas de tenis blancas sin cordones y un vestido holgado de color verde oscuro con botones blancos en la parte delantera y sin cinturón. No parecía tener pechos debajo. Tras los cristales de las gafas tenía los ojos muy abiertos y escrutadores. Nos sonrió, como si le pareciéramos extraños. Mis ojos, espontáneamente, se fijaron en la palabra SUICIDA del letrero. Seguro que se refería a la otra mujer, o eso me parecía, al menos.
—¿Cómo habéis sabido venir? —dijo. Y añadió—: Os dije que esperarais a Mildred.
—No teníamos ningún otro sitio adonde ir. Y hemos venido —dijo Berner—. Hemos visto a papá. No ha hablado mucho.
Nuestra madre sacó las manos a través de los barrotes. Y yo ni siquiera le había dicho «hola» todavía, pero le cogí la mano derecha, y Berner le cogió la izquierda. Nos la apretó a los dos. Parecía aún más cansada que cuando habló conmigo en mi cuarto, dos noches atrás. Noté que se había quitado la alianza, lo cual me sorprendió mucho. La otra mujer llevaba un vestido verde idéntico al de mi madre, y unas zapatillas de tenis también iguales. Era alta y corpulenta. Te dabas cuenta incluso viéndola sentada. Se levantó del catre donde había estado sentada y se tendió en el otro, cara a la pared. Una vez cómoda, soltó un gemido.
—Te hemos traído las cosas de aseo, pero no nos permiten dártelas —dijo Berner—. Pensábamos que estarías con papá.
—Muy bien —dijo nuestra madre, sin soltarnos la mano y mirándonos con una sonrisa. No hablaba muy alto—. Me siento muy liviana aquí. ¿No es extraño?
—Sí, mamá —dije.
Su voz sonaba normal, como si nada le hubiera impedido salir de la celda en aquel mismo momento para hablar con nosotros mientras recorríamos el corredor. Mi conmoción fue mayor al verla a ella que al ver a nuestro padre; él no parecía fuera de lugar en la cárcel. Pero me sentía excluido, y nada «liviano» respecto de las cosas. Me pregunté dónde estaría su alianza. Pero no quise preguntar.
—¿Cuándo vas a salir? —dijo Berner, en tono de autoridad. Estaba llorando, pero trataba de no llorar.
—Debo de haber tenido un pequeño bajón —dijo nuestra madre—. Mi amiga y yo estábamos hablando precisamente de eso. —Se volvió para mirar a la mujer tendida cara a la pared, que respiraba profundamente con un pie encima del otro—. He intentado llamaros. Sólo me dejaban hacer una llamada. Pero no habéis contestado. Supongo que estabais por ahí, en alguna parte.
Nos miró. Sus ojos pestañearon detrás de los cristales de las gafas. Emanaba de ella un olor a sudor. Un olor que siempre le había conocido. También flotaba en el aire el olor a limpio y a almidón del vestido de la cárcel.
—¿Qué va a ser de nosotros ahora? —dijo Berner, mientras las lágrimas se le deslizaban por las mejillas. Apretó la boca y le tembló la barbilla. Fuera, en la calle, pasaban los coches. Uno de ellos hizo sonar la bocina. El exterior estaba tan cerca de nosotros. No quería ver llorar a Berner. No resultaba de ninguna ayuda.
—¿Adónde vamos a ir? —dije.
Pensaba en la señorita Remlinger, que iría a recogernos a casa.
—Ya lo veréis. Será una sorpresa. Será maravilloso. —Nuestra madre nos sonrió a través de los barrotes, y asintió con la cabeza—. Voy a sacaros de todo esto. Mildred irá a buscaros. Qué raro que no haya ido todavía.
Un hombre joven con un traje de color tostado y un maletín franqueó las dos puertas de barrotes precedido por otro policía de la oficina del sheriff. Vino hacia nosotros, pero se detuvo en la celda de nuestro padre. Vimos que emergía de ella una de sus manos, y que el hombre tendía la suya para estrechársela. Mi padre se echó a reír y dijo:
—Está bien, está bien…
Al ver cómo aquel hombre hablaba con mi padre caí en la cuenta de que ahora mis padres tenían mucho menos que ver el uno con el otro. Tal vez por eso mi madre se sentía tan liviana. Se había liberado de algo. De un peso.
—¿No creéis que es hora de que volváis a casa? —nos dijo nuestra madre a través de los barrotes. Un rayo de sol de última hora de la mañana entró en la celda. Nos soltó la mano y sonrió. No habíamos estado con ella ni dos minutos. No habíamos dicho nada que tuviera la menor importancia. No sé qué esperábamos.
—¿No nos quieres? —dijo Berner, pugnando por contener las lágrimas.
Miré a mi hermana y le cogí la mano. Parecía desesperada.
—Por supuesto que os quiero —dijo nuestra madre—. Eso no debe preocuparos. Podéis contar con ello.
Levantó una de sus pequeñas manos para tocarle la cara a Berner, pero Berner no se acercó. Nuestra madre dejó la mano en el aire durante un instante.
—¿Vas a suicidarte? —dije.
El letrero con la palabra en mayúsculas rojas estaba allí al lado. No podía no verla. Nunca había empleado esa palabra antes de pronunciarla en la pregunta que le hice entonces a mi madre[13].
—Por supuesto que no —dijo, y sacudió la cabeza para negarlo.
Alzó la vista hacia las ventanas que había a nuestra espalda. Era una mentira. Se suicidó en la penitenciaría del estado de Dakota del Norte, y probablemente expresó su intención de hacerlo aquel día en el calabozo de Great Falls.
—Te lo he dicho —dijo—. He tenido un momento de debilidad antes.
El hombre del traje de color tostado que hablaba con nuestro padre dijo:
—Bien, de acuerdo. Tú mantente firme ahí; yo voy a hablar un poco con tu media naranja.
Cerró el maletín. Le había estado enseñando a nuestro padre unos papeles, y luego le había hecho firmarlos.
—Tiene un caso federal contra mí —dijo la voz de mi padre, que reverberó a lo largo del corredor de las celdas.
—Puedes jurar que sí. Y mucha más gente.
El hombre se echó a reír y se encaminó hacia nosotros; sus botas golpeaban el suelo de hormigón con un sonido muy vivo. El carcelero se acercó a Berner y a mí desde detrás, y dijo:
—Es el abogado de vuestros padres, chicos. Será mejor que le dejemos hablar con vuestra madre en privado. Volved luego si queréis. Os dejaré entrar.
Berner vio que se acercaba el hombre del traje de color tostado, y dejó de llorar al instante. Nuestra madre nos sonrió. Las lágrimas le asomaban a los ojos. Pude verlo.
—He decidido que voy a escribir algo —dijo. Me hizo un gesto con la cabeza, como si lo que había dicho fuera a ser de mi agrado.
—¿Qué? —le pregunté.
El carcelero me puso una mano en el hombro. Y me empujó con suavidad hacia la puerta de barrotes.
—No estoy segura todavía —dijo mi madre—. Será una tragicomedia, signifique lo que signifique eso. Y tú me dirás qué te parece. Eres un chico inteligente.
—¿Atracasteis un banco? —dijo Berner.
Nuestra madre no lo admitió. El carcelero nos obligó a Berner y a mí a alejarnos de la celda de nuestra madre, para que pudiera hablar con su abogado. No habría de quedarse mucho más tiempo en aquel calabozo. No volví a verla nunca más, aunque en aquel momento no podía saberlo. Si lo hubiera sabido, le habría dicho muchas más cosas de las que le dije. Me dio pena que Berner le hubiera preguntado si habían atracado un banco, porque se había sentido violenta.
Al salir volvimos a pasar por delante de la celda de nuestro padre. Estaba tumbado en su colchón desgarrado, con un manojo de papeles en la mano, leyendo. Debimos de taparle la luz al pasar porque se volvió, se incorporó a medias y se quedó mirándonos con la boca entreabierta.
—¿Todo bien? —dijo, y agitó los papeles en dirección a nosotros—. ¿Habéis visto a vuestra madre?
El carcelero nos obligaba a seguir andando.
Al pasar por la puerta de la celda, dije:
—Sí, señor.
—Estupendo, entonces. Sé que eso la habrá hecho feliz —dijo—. ¿Le habéis dicho que la queréis?
Yo no se lo había dicho, pero debería haberlo hecho.
—Sí, se lo hemos dicho —dijo Berner.
—Ya está, pues —dijo él.
Eso fue todo lo que tuvimos tiempo de decirnos. Y, dado que a él tampoco volví a verle nunca más, muchas veces he pensado que mejor así que haber tenido que decirnos la verdad.