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La cárcel estaba en la trasera de los juzgados de Cascade County, en Second Avenue North. Habíamos pasado por delante de ellos en coche con nuestro padre hacía dos días. Y yo había pasado varias veces en bicicleta camino de la tienda de pasatiempos. Era un edificio grande de piedra, de tres pisos, con un amplio césped y una escalinata de hormigón, y con un asta de bandera y el número 1903 cincelado en los sillares de encima de la entrada. Unos viejos robles daban sombra al césped. En lo alto del tejado había una estatua de una mujer con una balanza; yo sabía que tenía que ver con la justicia. Al pasar por delante de los juzgados se solían ver coches de la oficina del sheriff, y a policías escoltando a gente esposada saliendo y entrando del edificio.

Berner y yo dimos una vuelta completa a la manzana antes de entrar. Queríamos comprobar si se veían las ventanas de las celdas desde la calle, pero no se veían. Cuando entramos en el vestíbulo —un recinto lleno de ecos—, vimos justo enfrente un letrero que decía: LA CÁRCEL, EN EL SÓTANO - NO FUMAR. No había nadie más en el vestíbulo. Bajamos un tramo de escaleras oscuras y llegamos a una puerta de metal con la palabra CÁRCEL escrita con pintura roja. Entramos por esa puerta, y un poco más allá había un pasillo que terminaba en una oficina iluminada al otro lado de una ventanilla de cristal. Tras ella había un policía de uniforme sentado en una mesa, leyendo una revista. Detrás de él —no lo esperábamos en absoluto— vimos una puerta con barrotes, y a través de ella un corredor de hormigón a uno de cuyos lados se alineaban las celdas. Enfrente de ellas había un muro largo con ventanas de barrotes en la parte alta, que dejaban pasar una luz tenue y fresca, sin duda grata, aunque el lugar no fuera un sitio bueno en el que estar. Nuestros padres estarían en aquellas celdas.

Cuando Berner y yo salimos de casa, cruzamos el puente de Central Avenue, dejamos atrás la estación de Milwaukee y llegamos al centro y a la cárcel, la mañana era cálida y resplandeciente, y en el cielo se veían las mismas nubes algodonosas del oeste, que se aplanaban sobre las montañas y se desplazaban hacia el este en dirección a las llanuras. El río tenía un olor dulce a la brisa caldeada de la mañana. La gente surcaba el agua en canoa; una vez más al final del verano. Llevábamos dos bolsas de papel con cosas de aseo personal que pensamos que nuestros padres necesitarían en la cárcel. En una de ellas yo llevaba la maquinilla de afeitar de mi padre, una pastilla de jabón, un tubo de pasta dentífrica y un cepillo de dientes, un tubo de Barbasol, un bote de Wildroot, un peine y un cepillo para el pelo. Berner llevaba las cosas de nuestra madre.

Cuando cruzamos el Missouri el tráfico de lunes por la mañana era intenso. En dos ocasiones vi pasar un coche en el que me pareció ver a un compañero del colegio. Berner y yo no llamábamos en absoluto la atención: dos chicos que cruzaban el puente a pie con unas bolsas de papel. Gente invisible. Pero si se me hubiera ocurrido que alguien iba a reconocerme y a pensar que iba a la cárcel a visitar a mis padres —que estaban en los calabozos— habría sido demasiado para mí. Me habría tirado al río y me habría ahogado.

El policía de detrás de la ventanilla de cristal era un hombre grande y sonriente, de pelo negro y corto pulcramente peinado con raya, que pareció alegrarse de vernos. Berner le dijo —a través del conducto de comunicación— quiénes éramos, y que pensábamos que nuestros padres estaban allí dentro y que queríamos visitarles. Esto hizo que el policía sonriera aún más abiertamente. Se levantó de la mesa y fue hasta una puerta de metal que había al lado de la ventanilla y salió a donde mi hermana y yo estábamos: un recinto al final del pasillo, con sillas de plástico ancladas a un suelo pintado de color castaño. Olía a desinfectante de pino, y a algo dulce como el chicle. En la cárcel uno olía las cosas más que en ningún otro sitio.

El policía dijo que tenía que mirar lo que llevábamos «encima», que era una palabra que nuestro padre empleaba a veces en lugar de «en los bolsillos». Le enseñamos el contenido de las bolsas de papel. Él se echó a reír y dijo que era todo un detalle de nuestra parte traerles aquellas cosas a nuestros padres, pero que no las necesitaban porque las normas de la cárcel prohibían llevarles cosas a los presos. Se las quedaría él durante la visita, y luego nos las podríamos llevar a casa. Era un hombre corpulento, de cara redonda, que parecía desbordar el uniforme marrón. Tenía una cojera muy marcada que le obligaba a cogerse la pierna por encima de la rodilla a cada paso que daba. Y cada vez que lo hacía la pierna emitía un clic suave, metálico. Supuse que era una pata de palo. Una herida de guerra. Yo sabía acerca de eso. Para llegar a ser un agente de la oficina del sheriff sin duda había tenido que aceptar el puesto de carcelero. Pensé que quizá viéramos a Bishop y al otro policía de cara roja, los dos hombres que habían detenido a nuestros padres, y que en tal caso quizá nos reconocieran y nos hablaran. Pero no se les veía por ninguna parte, lo cual hizo que la experiencia de estar allí se nos antojara aún más extraña.

Cuando el carcelero —que no nos dijo su nombre— se hubo hecho cargo de las bolsas y del contenido de nuestros bolsillos, y hubo mirado dentro de nuestros zapatos, volvió a su puesto en la oficina y regresó con una llave grande de metal. Con otra más pequeña abrió la puerta por la que había salido —que había quedado cerrada—, en la que se leía PABELLÓN DE CELDAS, y nos hizo pasar a través de ella. Al otro lado de la puerta metálica el suelo estaba pintado de amarillo claro, y su tacto, a través de los zapatos, era mucho más duro y frío que el del suelo de casa. Parecía que las suelas se te quedaban pegadas a él. Así es como lo sentirían los presos: la cárcel existía por la razón opuesta a la razón por la que existía el hogar.

Camino de la cárcel Berner y yo habíamos estado hablando sobre qué les diríamos a nuestros padres. Pero una vez que estuvimos dentro, y el carcelero abrió con la gran llave metálica la puerta de barrotes que había un poco más allá de su mesa, no dijimos ni una palabra. Berner se aclaró varias veces la garganta, y se lamió los labios. Deseaba, pensé, haberse quedado en casa.

Al otro lado de la primera puerta de barrotes había un espacio en el que apenas cabíamos los tres de pie, y luego otra puerta de barrotes, lo cual hacía imposible cualquier fuga. En el corredor olía al mismo desinfectante de pino, pero mezclado con olores a comida y quizá a orina, como en la sala de alumnos del colegio. El ruido de la puerta al abrirse reverberó en el suelo de hormigón. Había una manguera negra enrollada debajo de un grifo que sobresalía del muro, y el suelo —sin pintura— era húmedo y brillante.

No había nadie a la vista a todo lo largo de la hilera de celdas. La voz de un hombre —no la de nuestro padre— hablaba por teléfono en alguna parte. Del otro lado de las altas ventanas de barrotes situadas frente a las celdas llegaba el sonido de los botes de un balón de baloncesto y de unos pies que hacían fintas en el suelo. Alguien —un hombre— reía, y el balón rebotó en un tablero metálico, como en el parque donde Rudy y yo habíamos jugado al baloncesto varios meses atrás, en el verano. Con excepción de la luz verde y acuosa que entraba por las ventanas, la iluminación provenía de unas bombillas instaladas en el techo de hormigón y protegidas por pequeñas cestas de alambre cuya luz apenas llegaba al suelo. Era como una cueva umbrosa. Me pareció un ambiente estimulante, aunque el hecho de que nuestros padres estuvieran allí encerrados atemperaba un poco esa sensación.

—No tenemos muchos huéspedes hoy —dijo el carcelero cojo al hacernos pasar por la segunda puerta de barrotes y cerrarla de nuevo con llave. No llevaba pistola—. Se van los lunes por la mañana temprano. Hartos ya de nuestra hospitalidad. Pero solemos volver a verlos. —Estaba alegre. Sobre su mesa había un pequeño transistor rojo, y me llegó la voz de Elvis Presley a un volumen bajo—. Estamos prestando una atención especial a vuestra madre —dijo el carcelero—. Vuestro padre es todo un personaje. —Empezó a guiarnos por el corredor de hormigón, que brillaba a la luz verde y las sombras. Las primeras celdas por las que pasamos estaban vacías y oscuras—. No esperamos tener demasiado tiempo aquí a vuestros padres —dijo, tirando de la pierna que emitía un clic a cada paso. Llevaba un audífono que le llenaba la oreja izquierda—. El miércoles o el jueves se los llevan a Dakota del Norte.

Entonces, inesperadamente, nos vimos frente a una celda ocupada, y allí estaba nuestro padre, sentado en la media oscuridad sobre un catre metálico con un colchón desnudo cuya funda de cutí había soltado una cascada de relleno blanco sobre el suelo. Algo me hizo pensar que quien la había desgarrado y abierto era nuestro padre.

—No deberíais estar aquí, chicos —dijo en voz alta nuestro padre, como si supiera de antemano que íbamos a visitarles.

Se levantó del catre y se quedó de pie. No podía verle muy bien —sobre todo la cara—, pero vi que se lamía los labios como si los tuviera secos. Sus ojos estaban más abiertos que de costumbre. Berner había pasado de largo, y no le había visto. Pero cuando oyó su voz dijo: «Oh, lo siento», se paró, retrocedió y lo vio también.

—He confiado demasiado en el gobierno. Ése es mi gran problema —dijo, como si se lo hubiera estado diciendo a alguien instantes antes. No se acercó a los barrotes. Yo no sabía a qué se refería. Su cara tenía una expresión preocupada, exhausta, y parecía más delgado, aunque apenas había pasado un día desde que habíamos estado todos juntos en casa. Sus ojos, enrojecidos, miraban con movimientos rápidos a su alrededor, como cuando trataba de encontrar a alguien a quien agradar. Su voz sonaba más sureña que nunca—. Nunca he pensado ni por un instante matar a nadie, si es que se ha tenido en consideración ese detalle alguna vez —dijo—. Aunque podía haberlo hecho.

Nos miró; luego volvió a sentarse en el catre, cerró los puños y los juntó con suavidad entre las rodillas, como mostrando paciencia. Iba con la misma ropa que llevaba cuando los policías lo detuvieron. Vaqueros y la camisa blanca. Le habían quitado el cinturón de piel de serpiente y las botas. Estaba en calcetines, ya sucios. No se había peinado ni afeitado, y tenía la tez gris —exactamente como en la fotografía del periódico.

Entonces me envolvió una sensación de calma. No era lo que cabría esperar en tales circunstancias. Me sentía a salvo con él, estando donde él estaba. Quería preguntarle acerca del dinero. De dónde lo había sacado.

—Te hemos traído las cosas de aseo, pero no nos dejan dártelas —dijo Berner, con voz de embarazo y timbre más alto de lo normal. Tenía las manos a la espalda. No quería tocar los barrotes.

—Tengo un aseo aquí —dijo él.

Miró hacia un lado de donde estaba sentado, hacia un inodoro sin tapa de aspecto sucio y olor fétido. Se frotó una muñeca, y luego la otra, y volvió a lamerse los labios como si no se diera cuenta de que lo estaba haciendo. Se frotó las mejillas con las palmas y cerró los ojos con fuerza. Y luego los abrió.

—¿Cuándo te van a dejar salir? —dije.

Estaba pensando en que Berner había dicho que eran unos mentirosos, y entonces recordé también otras cosas. Dakota del Norte. Su uniforme azul de piloto.

—¿Qué pasa, hijo?

Me dirigió una sonrisa tenue.

—¿Cuándo te dejarán volver a casa? —dije en voz muy alta.

—Algún día, probablemente —dijo él. No parecía interesarle. Se pasó los dedos por el pelo del mismo modo en que lo había hecho el sábado en el coche—. No tenéis que agobiaros con todo esto. ¿No estáis a punto de ir al instituto?

—Sí —dije.

Era como si tuviera la impresión de llevar mucho más tiempo en aquel calabozo. Antes siempre sabía cuándo empezábamos las clases.

—¿Jugáis al ajedrez Berner y tú?

Aún no le había hablado a ella.

—¿Dónde está mamá? —dijo Berner bruscamente. Habíamos pensado que estarían en la misma celda. Luego añadió—: ¿Habéis robado un banco?

—Está aquí, en alguna parte. —Hizo un gesto con el pulgar hacia el muro de la celda, como indicando que nuestra madre estaba al otro lado—. No me habla —dijo—. Y no se lo reprocho. —Sacudió la cabeza—. No hice las cosas demasiado bien. Espero que esto no os parezca lo más normal del mundo. —No había respondido a la pregunta de Berner sobre si habían robado un banco. Yo quería que le respondiera, porque recordaba haberle oído decir, años antes: «Me gustaría intentarlo».

—No nos lo parece —dijo Berner.

Nos sonrió a la luz en sombra de la celda. Se diría que si visitas a tu padre en la cárcel tienes muchas cosas que decirle. Berner había pensado preguntarles si necesitaban algo, y si debíamos llamar a alguien, y, en caso afirmativo, a quién. ¿A la familia de nuestro padre? ¿A un abogado? ¿Al colegio de nuestra madre? Había imaginado que me sentiría de una forma o de otra, pero casi ninguna de ellas coincidía con cómo me sentía en realidad. La cárcel ponía punto final a todo, ésa era precisamente su función.

—Ahora tenemos que continuar para ver a vuestra madre —dijo el carcelero a nuestra espalda.

Su radio seguía sonando al otro extremo de la hilera de celdas. Comprendió que no teníamos más que decir y no quería que nadie se sintiera violento. Alguien había empezado a hablar fuera, al otro lado de las ventanas altas de barrotes. El balón de baloncesto botó una vez, y se paró. «Hay un satélite allá…, allá en lo alto», dijo una voz de hombre. Y alguien respondió: «¿Quién ha dicho eso?». El balón volvió a botar.

—La cárcel no es sitio para que vengan los niños —volvió a decir nuestro padre, mirándonos con aire preocupado. Se le marcaba una vena en la frente.

—Es cierto —dijo el carcelero—. Pero le quieren.

—Lo sé. Y yo les quiero a ellos —dijo, como si no estuviéramos allí.

—¿Quieres que llamemos a alguien? —dijo Berner.

Nuestro padre sacudió la cabeza.

—Esperemos un poco —dijo—. Estoy consultando a un abogado. Nos tenemos que ir a Dakota del Norte un día de éstos.

Berner no dijo nada, y yo tampoco. Seguía llevando en el pulgar su anillo del instituto, y me puse la mano en la espalda para que no tuviéramos que hablar de ello.

—Me gustaría tener la posibilidad de hacer que seáis felices, chicos. —Nuestro padre juntó las manos, y las apretó con fuerza—. Pero, aquí dentro, ¿qué puedo hacer?

—Lo saben, Bev —dijo el carcelero.

Tendría que haberle preguntado lo del dinero en ese momento, pero se me pasó.

Sonó un teléfono, y sus timbrazos resonaron en el corredor de las celdas. Berner y yo seguimos allí de pie unos segundos más. No sabíamos qué más podíamos decir. Lo que se suponía que teníamos que hacer ya lo habíamos hecho: ir a la cárcel a verles.

El carcelero nos puso a Berner y a mí una mano en el brazo, y nos hizo movernos de donde estábamos. Sabía cómo funcionaban aquellas cosas.

—Adiós —dijo Berner.

—Muy bien —dijo nuestro padre. No se levantó del catre.

—Adiós —dije yo.

—Muy bien, Dell. Hijo —dijo él. No había respondido a la pregunta de Berner sobre el banco.