El resto de aquel domingo es una parte de esta historia que no está muy clara. Recuerdo que se respiraba una gran libertad en la casa, como si la casa se sintiera cómoda con sólo nosotros dos dentro de ella. Comimos algo que encontramos en el frigorífico: espaguetis fríos y una manzana. Lo engullimos mirando por la ventana delantera el parque ensombrecido de última hora de la tarde. Los coches pasaban por delante de la casa. Uno o dos aminoraron la marcha y la gente que iba dentro se asomaron por la ventanilla y nos miraron a Berner y a mí, que estábamos de pie dentro de casa, mirando por la ventana. Uno de los ocupantes nos saludó con la mano, y nosotros le devolvimos el saludo. No entendía qué podía saber la gente de nosotros. Había sido acertado por parte de nuestra madre el habernos disuadido de adaptarnos al entorno, ya que si alguien —algún miembro del club de ajedrez, por ejemplo— hubiera venido a mirarnos bobaliconamente, me habría sentido humillado. Y, peor aún, sin haber hecho nada por lo que sentirme humillado salvo quizá tener padres.
Antes de que oscureciera, Berner y yo dimos un paseo alrededor de la manzana, en contra de las instrucciones de nuestra madre de que no saliéramos de casa. Lo hicimos porque podíamos hacerlo. Nadie reparó en nosotros. Todas las casas de los vecinos estaban silenciosas y con aire de cerradas a cal y canto en aquel atardecer de domingo. El barrio me pareció más bonito de lo que jamás me había imaginado.
Volvimos y nos sentamos en los escalones de la entrada, y contemplamos cómo el cielo se ponía de un tono purpúreo y la salida de la luna y el puñado de luces que empezaban a iluminar las ventanas de los vecinos. Vi una cometa de papel que se había quedado enganchada entre las ramas altas de un árbol del parque. Me pregunté qué habría que hacer para bajarla. Nos temíamos que en cualquier momento un coche se parara a nuestro lado y unos desconocidos nos dijeran que teníamos que ir con ellos a alguna parte. Pero nada de eso pasó.
No hablamos mucho de nuestros padres. Allí sentados en los escalones, viendo a los murciélagos revolotear entre los árboles oscurecidos, frente a la luna jorobada y las pálidas estrellas en el cielo del este, los dos dábamos por sentado que habían hecho aquello de lo que les acusaban. Habría sido demasiado trágico que no fuera cierto. Habían estado fuera una noche, algo que no habían hecho nunca antes. La pistola había desaparecido. Estaba el dinero, y los indios llamándonos por teléfono y pasando en coche por delante de nuestra casa. Yo hasta quizá deseé fugazmente que fuera verdad, por mucho que no hubiera sido capaz de admitirlo, como si al atracar un banco nuestro padre hubiera suplido algo de lo que siempre hubiera carecido. Lo que ello significaba en el caso de mi madre era una cuestión mucho más difícil de dilucidar. También podría ser cierto que Berner y yo, aquella tarde, hubiéramos perdido esa parte de la mente que te hace plenamente consciente de lo que te está sucediendo cuando te está sucediendo. ¿Cómo, si no, habernos tranquilizado de tal modo y habernos ido a dar un paseo? ¿Cómo, si no, habría yo pensado que nuestro padre era una persona de más enjundia por haber atracado un banco y habernos destrozado la vida? No tiene mucho sentido. A ninguno de los dos se le ocurrió preguntar por qué habían atracado un banco, por qué les había podido llegar a parecer una buena idea. Para nosotros aquello había llegado a ser un hecho de la vida, simplemente.
Cuando por fin entramos en casa, había anochecido. Había mosquitos en el aire. Las polillas aleteaban en las ventanas, y se oía el canto de las cigarras. El tráfico dominical nocturno en Central Avenue había cesado casi por completo. Cerramos las puertas con llave, echamos las persianas y apagamos la luz del porche. Me daba igual lo que pensara Berner, yo estaba convencido de que alguien vendría a buscarnos: la policía, o los funcionarios del tribunal tutelar de menores, y que la policía registraría la casa. Decidimos no dejar entrar a nadie, como si fuéramos un matrimonio que habitara aquella casa.
Fui a la cocina, saqué el dinero y le conté a Berner dónde lo había encontrado. No sabía si había llegado a verlo el día anterior, pero me dijo que no. Dijo que pensaba que era dinero que nuestros padres habían robado y que debíamos esconderlo o tirarlo por el retrete. Lo contamos en la mesa del comedor y había quinientos dólares. Entonces Berner cambió de idea y dijo que lo que teníamos que hacer era repartírnoslo y decidir qué quería hacer cada cual con su mitad. Que, de todas formas, nos iban a acusar por tenerlo, así que lo mejor era quedárnoslo. Dijo que incluso podía haber más dinero escondido en otros sitios de la casa, y que debíamos encontrarlo antes de que la policía viniera y diera con él. Fuimos al dormitorio de nuestros padres y buscamos en el bolso de nuestra madre, dentro de los cajones y debajo de los colchones, en el armario ropero, dentro de los zapatos y en lo alto de las estanterías del armario, donde había zapatos viejos y jerséis y la gorra de la Fuerza Aérea de mi padre. No encontramos más fajos de billetes, aunque nuestra madre tenía treinta dólares en billetes doblados dentro del monedero. Encontramos también lo que ella llamaba su «libro judío», que yo ya había visto pero del que no sabía nada en absoluto. Era un libro pequeño escrito, según nos había dicho, en hebreo, y estaba en el cajón de abajo de la cómoda, junto con unas fotos de nosotros de bebés, un View-Master[11] con imágenes del Taj Mahal, sus gafas graduadas, unos lápices de dibujo, sus poemas y su diario, que entonces no nos atrevimos a leer. El libro tenía un título que yo no supe pronunciar cuando nuestra madre nos lo dijo y que empezaba por H. Nunca le pregunté nada sobre él. Entonces me vino a la cabeza que en una casa era imposible esconder algo donde no pudiera encontrarlo nadie, y la policía era experta en encontrar cosas. Nuestra casa no tenía sótano, y no quería subir al desván porque allí arriba hacía mucho calor y era un hervidero de culebras y avispones. No se nos ocurría dónde podría haber más dinero, y al final dejamos de buscar.
En el estuche de piel con la inicial P de mi padre, que olía como él, encontré su anillo del instituto de secundaria, voluminoso, de oro, con una piedra cuadrada azul y una diminuta D de Demopolis grabada y dos diminutos caballos encabritados a cada lado, por los mustang. Me había dicho que «Demopolis», en griego, significaba «donde la gente vive», y que le gustaba ese nombre porque quería decir que todo el mundo era igual. Me puse el anillo —sólo me quedaba bien en el pulgar—, y decidí llevarlo a partir de entonces, ya que en el futuro no era muy probable que llegara a tener uno propio. Sus galones dorados de capitán estaban también en el estuche, y su reloj de pulsera, y su placa de identificación y la caja de cartón con sus condecoraciones de guerra. Al fondo del armario estaba su pesado uniforme de la Fuerza Aérea, limpio y planchado y listo para su uso, aunque sin los galones y las condecoraciones. Me puse la chaqueta. Me quedaba muy grande, y daba demasiado calor para llevarla en casa. Me la había puesto otras veces; me hacía sentirme importante, y me gustaba. No había dinero en los bolsillos. Cuando mi padre se la ponía por la mañana para ir a la base, siempre estaba de buen humor. No habían pasado más de unos cuantos meses desde entonces. Pero aquel tiempo había quedado atrás; no importaba que hubiera sido hacía tan poco.
Berner sacó unos pantalones de lana oscuros que nuestra madre sólo se ponía en invierno, y los sostuvo en el aire, frente al espejo de la puerta, como si fueran algo gracioso. Eran demasiado pequeños para mi hermana, pero aun así trató de probárselos. Luego encontró unos zapatos bajos de tela negra que nuestra madre había comprado por correo, y embutió a la fuerza en ellos sus grandes y huesudos pies, y se puso a andar con paso sonoro por el dormitorio, a medio calzar, con los talones sueltos, batientes, diciendo que nuestra madre no tenía estilo; lo cual no era cierto. Tenía un estilo propio. Debíamos de saber que nuestros padres no volverían. No nos habríamos puesto su ropa ni nos habríamos reído ni los habríamos imitado si hubiéramos creído que existía la mínima posibilidad de que la vida volviera a ser como antes.
Justo después de las nueve, llamaron a la puerta. Por supuesto, creímos que era la policía, y apagamos la luz del dormitorio. Repté por el pasillo con manos y rodillas —con la guerrera de mi padre puesta—, y seguí gateando hasta la cocina. Nadie podía verme a través del cristal de la puerta principal. Llegué a la ventana de la cocina y miré por encima del alféizar hacia la oscuridad del jardín delantero, donde la luna pendía sobre la bóveda de hojas y ramas, y el tablero de baloncesto vacío del otro lado de la calle proyectaba sombras sobre la calle iluminada. Rudy Patterson estaba de pie en el camino de entrada; alto y de brazos largos, miraba hacia el cielo fumando un cigarrillo y con una bolsa de papel en la mano. Esperaba a que le abriésemos. Hablaba con alguien que yo no alcanzaba a ver. Pensé que quizá estaba cantando. La luz del porche estaba apagada.
Supe que venía a llevarse a Berner, que lo tenían todo planeado. Iban a dejarme solo en la casa para que me enfrentase a lo que pudiera pasar y me las arreglase solo. Ellos se irían a Salt Lake City o a San Francisco. Era lo que Berner había decidido. Yo no sabía qué hacer, pero no estaba dispuesto a dejarle entrar. Quería que la puerta siguiera cerrada con llave y quería quedarme en casa con Berner. No creía que fuera mejor para ella escaparse de casa. Y lo mismo pensaba de mí mismo.
Berner, en la puerta del recibidor, miraba a un lado y a otro, como si no le importara que pudieran verla.
—¿Quién es? —dijo.
Dije:
—Es Rudy. No puede entrar. Mamá ha dicho que no entrara nadie.
—Me había olvidado de él —dijo, y fue al recibidor—. Le he dicho que viniera. Él puede entrar. No seas idiota. Estamos enamorados.
Fue hasta la puerta principal, la abrió e hizo pasar a Rudy Patterson.
No importa lo que pude sentir al ver a Rudy de pie en el camino de entrada, a la luz de la luna. Pero una vez dentro de nuestra casa, Rudy —al menos durante un tiempo— lo cambió todo. No era de esos tipos de los que uno espera cosas beneficiosas. Pero en cuanto entró por la puerta de nuestra casa el tiempo se detuvo y nuestras vidas se detuvieron con él. Todo el exterior desapareció de pronto, como si el futuro y el pasado hubieran llegado súbitamente a su término y sólo existiéramos nosotros tres.
Rudy empezó a hacer ruido nada más entrar en nuestra casa. Se puso a recorrer la sala fumando cigarrillos e inspeccionándolo todo tal como yo había hecho apenas unas horas atrás. El piano. Las fotografías de la pared. El licenciamiento de mi padre. La maleta de mi madre y la funda de almohada con mis posesiones terrenales. Parecía más mayor y más corpulento que cuando le había visto la última vez; habíamos estado jugando a encestar en el parque, mientras Berner nos miraba sentada en un banco. Rudy sólo tenía dieciséis años, y un pelo rojo de rizos enmarañados, y brazos largos llenos de pecas rojizas y manos grandes (ya con vello en el dorso), y un pequeño bigote que a Berner no le gustaba. Se le veían las venas de los bíceps, más abajo de las mangas de la camiseta, y los nudillos los tenía arañados, llenos de rasponazos, como si hubiera estado arrastrándose por encima de unas rocas, o incluso peleándose. Llevaba unos pantalones ceñidos negros y sucios, con peto, y un cinturón ancho con hebilla de latón y un pequeño cuchillo con funda a un costado y unos gruesos botines negros, de los que llevaban los hombres en la base aérea o en la sección donde trabajaba su padre en la refinería. Rudy se parecía muy poco al chico que había hecho tan buenas migas con mi hermana el verano pasado y que me gustaba porque era simpático conmigo. Le había pasado algo raro desde la última vez que le había visto. Aunque no tenía ni idea de qué.
Pero seguía gustándome, y ahora veía por qué mi hermana había decidido irse con él. Tenía un aire misterioso y peligroso. Pensé que tal vez sería buena idea irme con ellos; así no tendría que enfrentarme al día siguiente y a todo lo que éste podría traer consigo.
Mientras recorría la sala, Rudy no paraba de hablar. Nunca había estado en nuestra casa. Posiblemente era eso lo que le ponía nervioso y le hacía actuar de aquella forma exagerada. Había bebido, además. En la bolsa de papel llevaba tres botellas de cerveza Pabst, y una bolsita de papel de celofán de cacahuetes enteros, que comía continuamente e iba dejando las cáscaras encima del rompecabezas de las cataratas del Niágara de nuestro padre. También llevaba una botella de media pinta de whisky Evan Williams en el bolsillo trasero del pantalón, y a la que se refería como «el chupete». Rudy era una presencia imponente en la casa; en nuestra casa, ya de por sí en un estado extraño.
Rudy sabía que nuestros padres estaban en la cárcel, y que mi hermana y yo estábamos solos. Era con Rudy con quien Berner había estado hablando por teléfono cuando me desperté, y se lo había contado todo. Dijo que su padre y su madre no se llevaban nada bien, y que de todas formas los mormones estaban chiflados. Él no creía en lo que ellos creían. Los mormones habían inventado un lenguaje secreto, dijo, que sólo empleaban entre ellos. Planeaban esclavizar a católicos y judíos, y a los negros los iban a enviar a África, o a ejecutarlos. A Washington, D. C., capital de los Estados Unidos, iban a prenderle fuego y a reducirlo a cenizas. Si uno de sus fieles dejaba la Iglesia mormona, lo perseguirían y lo llevarían de vuelta al redil cargado de cadenas. Sacó «el chupete», dio un trago, se relamió, y luego —para mi espanto— le pasó la botella a Berner, que dio un sorbo y me la tendió a mí, que no pude hacer otra cosa que imitarles. Tragué el whisky de golpe y tuve que apretar los dientes para no atragantarme. Me contrajo y quemó la garganta durante todo su descenso hasta el estómago, donde me dolió aún más. Berner dio otro trago. No era la primera vez que bebía whisky. No frunció el ceño, y luego se dio unos golpecitos en los labios con los dedos, como dando a entender que le había gustado. Rudy, entonces, le tendió un cigarrillo, y acto seguido se lo encendió, y mi hermana fumó manteniendo el cigarrillo en el aire entre los dedos pulgar y corazón. ¡Y estábamos en la sala de nuestra casa! Nuestros padres habían estado allí doce horas antes. Sus normas habían gobernado nuestra conducta y determinado todo lo que hacíamos en el pasado. Ahora ya no estaban, y por tanto sus normas ya no existían. Sentí que podía hacerme una idea aproximada de cómo sería el resto de mi vida.
Berner se sentó en uno de los sillones de la sala y se quedó mirando a Rudy, que se comportaba como si estuviera actuando. Se paseaba por la sala diciendo que sus padres lo habían amenazado con ponerlo bajo la tutela del estado, que era la cosa más terrible que le podría suceder. Significaba que te enviaban a un gran orfanato de Miles City, donde gente desconocida te podía adoptar y convertirte en alguien de su propiedad. A su edad ya nadie lo adoptaría, así que se quedaría en la institución en la compañía indeseable de chicos criados en ranchos cuyos padres habían muerto o los habían abandonado, o de indios quinceañeros sucios cuyos padres eran unos degenerados. Su vida sería una ruina, por mucho que lograra sobrevivir a todo ello. Y ése era el miedo de nuestra madre, pensé, y la razón por la que había sido tan tajante en que Berner y yo no nos fuéramos con nadie más que con la señorita Remlinger.
La sala pronto empezó a oler a los cigarrillos, el whisky y la cerveza de Rudy. La habíamos limpiado no hacía mucho. Tendríamos que limpiarla otra vez al día siguiente. Fui hasta el interruptor y encendí el ventilador de buhardilla, que se puso a funcionar con su traqueteo estridente y consiguió disipar parte del humo. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas: las había cerrado yo unas horas antes.
Yo seguía con la guerrera de la Fuerza Aérea de mi padre, y Rudy dijo que le gustaría probársela. Me la quité, y se la puso; a él le sentaba mejor que a mí. Y causó un efecto instantáneo en él. Siguió paseándose por la sala con el cigarrillo y la cerveza, pero ahora lo hacía como si fuese un oficial del aire, y nuestra casa fuera el área de escenificación de una guerra en la que él pronto intervendría.
—Estoy listo para derribar a un montón de comunistas —dijo intentando remedar la voz de un piloto de la Fuerza Aérea mientras se pavoneaba de un lado a otro de la sala.
Berner dijo que ella también lo estaba. Rudy estaba borracho, por supuesto. Pensé que tenía un aspecto un tanto ridículo. Parte de su imponente presencia anterior había empezado a apagarse, aunque a mí me seguía gustando. Puede que yo también estuviera un poco borracho.
—¿Tenéis algo de música? —dijo Rudy, admirándose de su propio reflejo en el espejo velado por el humo que había encima del sofá y que estaba ya en la casa cuando nos mudamos a ella.
—Tiene algunos discos —dijo Berner, refiriéndose a nuestro padre.
—Me gustaría oír uno —dijo Rudy. Se puso las manos en las caderas, como en las fotografías del general Patton que yo había visto en el World Book.
Berner fue hasta el tocadiscos y sacó del armario de los discos de 78 rpm uno de los preferidos de nuestro padre: The Little Brown Jug. Nuestro padre tenía un gran respeto por Glenn Miller porque había muerto por su país.
Rudy, de pronto, se puso a bailar. Se deslizaba y evolucionaba por la sala, sonriendo y flexionando las rodillas para agacharse, levantando y bajando los brazos y describiendo círculos, con la cerveza en una mano y el cigarrillo en la otra.
—Tienes que bailar conmigo.
Me lo decía a mí. Se acercó bailando, me abarcó con los brazos y me levantó de la banqueta del piano. Me hizo bailar hacia atrás, girar sobre mí mismo, agitó los dedos en el aire, me empujó y me atrajo hacia sí, me pisó los pies con sus grandes botas negras, sonriendo y oliendo a whisky y a cigarrillo, y de cuando en cuando me agarraba el hombro y la parte media de la espalda con las manos llenas de rasponazos. Yo no había bailado nunca. No creía que lo que estaba haciendo en aquel momento fuera de verdad bailar. En mi memoria había imágenes de nuestros padres bailando, pero no eran recuerdos recientes. Su diferencia de tamaño no facilitaba las cosas. A mi madre le gustaba el ballet ruso y detestaba los «gustos de nivel cultural medio de los salones de baile», que eran los que tenía verdaderamente desarrollados mi padre.
Berner me miraba con el ceño fruncido y con el cigarrillo en la boca mientras yo bailaba con Rudy. Me estaba gustando.
—Deja de bailar con tu novio —dijo— y baila con tu novia.
—Le he dado a Dell este gustazo —dijo Rudy sin aliento, pero sonriendo como un poseso.
Me soltó y se puso a bailar del mismo modo con Berner, que no lo hacía mejor que yo. La cabeza me daba vueltas, y sentía un poco de náusea en el estómago. Me senté en el sillón donde había estado sentada Berner, mientras ellos bailaban delante de mí por toda la sala.
La siguiente canción, después The Little Brown Jug, era Stardust, una pieza que solía poner mi padre. Berner y Rudy, al principio, bailaban muy tiesos, separados por la distancia de un brazo. Rudy tenía una expresión seria, como si estuviera centrándose en lo que debían hacer sus pies. Berner parecía aburrirse. Luego se acercaron más el uno al otro, y era evidente que habían estado así de cerca otras veces. Berner tenía la cara sobre el hombro de Rudy, y había cerrado los ojos. Eran casi de la misma altura, y en muchos aspectos se parecían bastante, mucho más que mi hermana y yo. Los dos tenían pecas y huesos grandes. Las zapatillas de tenis blancas de Berner se deslizaban por la alfombra en torpe sincronía con las botas de Rudy; ambos llevaban un cigarrillo en la mano, y Rudy también su cerveza. Tomé otro trago de la botella de Evan William, que estaba en el suelo, y volví a sentir la quemazón en el estómago, pero el resultado no era tan malo, y enseguida me calmaba, aunque hasta entonces no me había dado cuenta de que no estaba tranquilo. Me eché hacia atrás en el sillón verde y miré cómo bailaban Berner y Rudy; Rudy con la chaqueta del uniforme de mi padre, Berner colgada de su cuello. Tenía la sensación de que con toda seguridad alguien iba a echar abajo la puerta principal y nos iba a encontrar fumando, bebiendo y comportándonos de un modo absolutamente inconveniente. Pero no me importaba. Me sentía feliz. Me hacía feliz que Berner estuviera feliz. Siempre había sido difícil contentarla. En aquel momento era como si estuviera viendo bailar a nuestros padres, y todo parecía volver a su cauce.
Después de bailar otra canción de Glenn Miller, la cara de Rudy se puso roja. La guerrera de mi padre le hacía sudar. De pronto dejó de bailar, se la quitó y la tiró encima de un sillón, y volvió a deambular de un lado para otro diciendo que no se quedaría mucho tiempo. Berner estaba de pie en medio de la sala, mirándole. Rudy dijo que tenía un plan para conseguir algo de dinero aquella noche, pero que era mejor no decirnos cómo. (Un robo, supuse). Dijo que podían meterle en la cárcel de Deer Lodge si lo pillaban cometiendo un delito, ya que tenía diecisiete años. La gente le observaba constantemente, mientras que en California había tanta gente que no destacaría de la forma en que destacaba en Great Falls, que según él era un «agujero infernal» y lo odiaba.
Le preguntó a Berner si había algo de comer en la casa. No había comido más que los cacahuetes que había «afanado» en la tienda italiana, y la cerveza y el whisky que le había comprado a un indio con el dinero que le había birlado a su padre de la cartera. Berner dijo que había bistecs congelados en el frigorífico; bistecs que nuestro padre había traído de la base. Berner le dijo que podía hacerse uno. Y Rudy dijo que muy bien, que fantástico.
Rudy y yo nos sentamos durante un rato en el comedor, bajo la luz cenital y con las cortinas de la fachada cerradas para que nadie pudiera vernos desde fuera. Nuestra familia se había sentado allí mismo hacía dos días. Rudy fumaba, y alternaba la cerveza con el whisky. Berner echó directamente el bistec congelado en la sartén y lo frió en la Westinghouse, que era como llamaba a la cocina eléctrica nuestro padre. Nunca la había visto cocinar nada, y no sabía si sabía hacerlo. Yo no sabía. Rudy había cogido un libro de la estantería, uno de los libros de nuestra madre —los poemas de Arthur Rimbaud—, y leyó un par de versos. «En tierras feraces y empapadas… al servicio de las más monstruosas explotaciones industriales y sofocantes…». Se me quedó en la memoria. Rudy me seguía pareciendo amigable y misterioso. Su alborotado pelo rojo y sus brazos surcados de venas jugaban a su favor, ya que le daban un aspecto fuera de lo común. No creía que fuera más inteligente que yo. No jugaba al ajedrez, que yo supiera. No sabía nada de otros lugares del planeta, y yo sí. No tenía pensado ir a la universidad, pero estaba planeando escaparse de casa. Era casi seguro que jamás había leído el Time o el Life o el National Geographic. Lo que no quería decir que careciera de una inteligencia propia, que incluía llevar un cuchillo en el cinturón y botas de punteras de acero, beber, fumar y urdir planes para conseguir dinero y saber cosas sobre los mormones, y hacer, fuera lo que fuera, lo que Berner y él hacían en el coche del padre de Rudy allá en lo alto, junto al aeropuerto municipal. Y eso no era moco de pavo.
En la mesa Rudy dijo que tenía unas ganas locas de pasar el invierno en un clima nuevo: en California, donde vivía su madre verdadera. Dijo que su padre le había dicho que él, Rudy, probablemente ni siquiera debería haber nacido, o al menos haberlo hecho en un hogar cuyo padre tuviera en sumo grado la virtud de la paciencia. Metió la colilla en la botella de cerveza, y encendió otro cigarrillo (en nuestra casa no había ceniceros), y predijo que acabaría en la cárcel. No parecía acordarse de que nuestros padres estaban en la cárcel en aquel preciso instante, y de que mi hermana y yo nos teníamos que sentir muy mal al respecto. Dijo que en todo el tiempo que llevaba en Great Falls no había hecho ni un amigo, y que algo debía de ir mal en una ciudad donde no pueden hacerse amigos. Era una experiencia idéntica a la de Berner y a la mía, pero yo siempre había creído que tenía que ver con el miedo de nuestra madre a que nos adaptáramos al medio. Me miró fijamente desde el otro lado de la mesa, y de pronto pareció recordar la terrible situación en la que Berner y yo nos encontrábamos, y dijo que según su parecer no habíamos hecho nada para merecerla. Yo no había pensado en ningún momento lo contrario. Pensaba que si nuestros padres habían atracado un banco —fueran cuales fueren las razones que hubieran tenido para hacerlo—, la culpa era suya. Eso estaba claro. Rudy no hizo mención alguna de enrolarse en los marines o de casarse con Berner; cosas de las que habían hablado en ocasiones anteriores.
Berner salió de la cocina con el bistec de Rudy, se acercó a la mesa y le puso delante el plato blanco. Era únicamente el bistec, sin ningún acompañamiento; el cuchillo y el tenedor iban encima del plato. El bistec parecía duro como una tabla, y tenía los bordes de la grasa quemados y curvados hacia arriba. Su aspecto no era nada apetitoso. Berner se puso las manos en la cintura, echó la cadera hacia un lado y miró el bistec con el ceño fruncido, como si le disgustara su apariencia.
—Hasta hoy nunca había hecho nada más que sopa —dijo.
Acercó una silla y se sentó enfrente de Rudy y siguió mirando el bistec con el ceño fruncido. En la casa hacía calor a pesar del ventilador de buhardilla. Berner tenía el labio superior perlado de sudor. Rudy sudaba también. El olor a bistec quemado flotaba en el aire a nuestro alrededor.
—Tiene una pinta estupenda —dijo Rudy.
Seguía con el cigarrillo en la boca. Pensé que iba a comer y a fumar al mismo tiempo. Intentó cortar el bistec con el cuchillo, pero no consiguió que el tajo fuera muy profundo. Berner y yo le mirábamos. Dejó el cuchillo a un lado, sacó de la vaina el pequeño cuchillo de mango rojo y cortó sin ninguna dificultad la carne.
—Está perfecto —dijo, y se llevó a la boca un trozo que pude ver claramente que seguía congelado por dentro. Masticó vigorosamente, y dejó el cigarrillo en el borde del plato. Echó el humo por la nariz mientras masticaba. Bebió un trago de cerveza. Luego cortó otro trozo de bistec, pero antes de llevárselo a la boca se volvió en la silla y miró a su espalda, hacia la sala donde había estado bailando y bebiendo whisky. La guerrera de mi padre seguía sobre el sillón, y el rompecabezas de las cataratas del Niágara sobre la mesa de jugar a las cartas, llena de cáscaras de cacahuete. La funda de la almohada con mis pertenencias y la maleta de mi madre seguían donde habían estado todo el día, desde la llegada de los policías. Rudy parecía querer comprobar que todo seguía igual.
Se volvió para seguir con el bistec, mientras Berner y yo le mirábamos, y cortó lo que quedaba en dos. Sus botas arañaron el suelo, como si el hecho de comer implicara un esfuerzo considerable. Dio otra chupada al cigarrillo, levantó la barbilla, hizo una inhalación francesa[12], se metió en la boca el pequeño trozo que acababa de cortar y se puso a masticarlo, sonriendo mientras lo hacía.
—Creo… —se aclaró la garganta y tragó— que podemos arreglárnoslas perfectamente si nos echamos a la carretera. Es lo que yo pienso.
Yo no sabía qué estaba rumiando en aquel momento. No entendía muy bien el significado de «echarse a la carretera».
—¿Dónde creen tus padres que estás ahora? —dijo Berner—. ¿Creen que te has escapado de casa?
—Seguramente —dijo Rudy, masticando con fuerza—. Si alguien sacara mi cuerpo del río Missouri, ni siquiera bajarían a la orilla a verlo.
Estas palabras parecieron excitarlo; se levantó de la silla, con el cuchillo en una mano y el cigarrillo en la otra, y lanzó tres o cuatro tajos al aire, por encima de la mesa. Cada vez que apuñalaba el aire vacío exclamaba: «¡Ja, ja, ja!», y sus ojos se encogían como si estuviera arremetiendo contra alguien que odiaba. No impresionaba demasiado.
Rudy volvió a sentarse, cortó otro trozo de carne y se lo comió, respirando ruidosamente. Me miró y sonrió de oreja a oreja. Tenía una sonrisa cálida.
—¿Quieres un poco de esto, Dell? Está buenísimo.
Empujó el plato hacia mí, con el cuchillo y el tenedor encima. Se quedó con el cuchillo de caza; lo dejó en la mesa, delante de él, por si tenía que apuñalar a alguien otra vez.
—No tengo hambre —dije. Aunque no era verdad.
Volvió a meter el cuchillo en su funda sin molestarse en limpiarlo de la grasa de la carne.
—Ya estoy lleno —dijo. Sólo había comido dos trozos y medio. Se pasó el dorso de la mano por los labios, y aplastó el cigarrillo contra la suela de una bota; lamió la colilla y se la guardó en el bolsillo de la camisa. Hizo que tosía para encubrir un eructo.
—Me vendría bien dormir un rato —dijo. Volvió a taparse la boca—. Pero tengo que conseguir algo de dinero.
—¿Y dónde vas a conseguirlo? —dijo Berner.
Mi hermana no había hablado mucho. Los dos habíamos estado mirando a Rudy como quien mira a un animal enjaulado.
—Si te lo dijera, serías mi cómplice. E irías a la cárcel.
Se levantó y fue a la sala, dándose golpecitos en la panza como si hubiera comido un menú de tres platos en lugar de un par de bocados de carne congelada. Se puso un cigarrillo nuevo en los labios y lo encendió con una cerilla de una caja que sacó del mismo bolsillo. Pareció buscar algo con la mirada. Me recordó a mi padre cuando volvió de su «viaje de negocios». Berner y yo seguíamos sentados en la mesa, mirándole como espectadores. Probablemente Rudy tenía buen corazón y había sufrido porque sus padres no le querían. No era capaz de hacer daño a nadie. Pero parecía errático y poco de fiar. Cuando no sonreía, la boca se le replegaba contra los dientes pequeños, dándole un aire de falsedad, como de alguien a quien no deberíamos conocer en ningún caso; ni aun cuando no fuéramos sus cómplices. A Rudy uno podía imaginarlo bajo la tutela del estado, encarcelado en algún paraje vacío y azotado por el viento y rodeado de alambre de espino, en el que le sucedían cosas terribles y del que era imposible fugarse. Yo llevaba puesto el anillo del instituto de mi padre, con los dos mustang dorados con las manos alzadas en el aire. Ojalá fuera mágico, pensé, y pudiera hacer que mi padre apareciese y enderezase las cosas que nos estaban sucediendo a Berner y a mí. Pero él era la causa de todo, por supuesto.
—¿Quieres quedarte esta noche aquí o no? —dijo Berner en tono descarado, lo cual era algo descabellado. No se puede decir algo así.
—No es una buena idea —dije.
—A mí tampoco me lo parece. —Rudy seguía inspeccionando cosas en la sala, sin valorar en lo más mínimo la invitación de Berner. Seguramente buscaba algo para vender en alguna casa de empeños de las de cerca de la base. Pero en nuestra casa no había nada que se pudiera vender. La chaqueta del uniforme de mi padre. Los discos de Glenn Millar. El metrónomo (ni siquiera sabía lo que era). Habría podido buscar el dinero que guardábamos, pero tampoco sabía de su existencia—. Podría venir alguien buscándome. Y no sería nada bueno que me encontrara aquí.
Frunció el ceño en dirección a mí, como si estuviéramos de acuerdo, y se metió los pulgares bajo el cinturón.
—Estás aquí ahora —dijo Berner con irritación—. ¿Cuál es la diferencia?
—La diferencia es que hasta ahora no ha venido nadie.
Volvió a examinar la licencia de la Fuerza Aérea de mi padre, enmarcada junto a la fotografía del presidente Roosevelt —uno de los policías había hecho lo mismo—. Que se las llevara si quería. Yo lo único que quería era que se marchara antes de que viniera alguien.
—Mi viejo odia a Roosevelt —dijo Rudy. Pronunció «Roo» de forma que rimara con «zoo». Se volvió para mirarme como si quisiera mi opinión—. Cree que traicionó al país. Su mujer es comunista y le da pena todo el mundo, sobre todo los putos negros. —Yo no había oído llamarlos así muchas veces. Un chico del colegio, hijo de un médico, solía hacerlo. Nuestro padre nunca había utilizado esa expresión. No odiaba a la gente, y nosotros tampoco.
—¿Vas a quedarte o vas a marcharte? —dijo Berner en tono cortante. Estaba de pie junto a la mesa, y levantó el plato de Rudy.
—Estoy en el turno de noche —dijo él, como queriendo comportarse con naturalidad.
Pensé que quizá iba a descolgar la fotografía del presidente Roosevelt para llevársela. Fue hasta la mesita de al lado del sofá, cogió la bolsa de papel con las cervezas que quedaban y se dirigió hacia la puerta principal. Pasó un coche por delante de casa y nos llegó el sonido del claxon. Eran más de las once. En la cálida noche estival, alguien gritó: «¡Yuju! ¡Presidiarios! ¡Más que presidiarios! ¡Presidiarios! ¡Yuju!». Volvieron a tocar el claxon. Alguien rió. Luego el coche aceleró y se alejó veloz y ruidosamente en la noche.
—No vamos a volver a verte. ¿Es eso? —Berner frunció el ceño, con el plato de Rudy en la mano—. Por mí estaría bien.
—Voy a volver, y lo sabes —dijo Rudy. Quería hacerse el adulto delante de nosotros. Como ya he dicho, su pelo rojo, sus cigarrillos, sus brazos y sus nudillos llenos de rasponazos le hacían parecer mayor—. Tú y yo vamos a irnos de aquí para siempre. Soy un hombre de palabra.
—No eres un hombre —dijo Berner—. Tienes dieciséis años.
—Dejaré de tenerlos la semana que viene. No vas a tener que esperar mucho para enterarte bien de las cosas. —Rudy había perdido su sonrisa abierta. Estaba de pie, con la mano en el pomo de cristal, como si se estuviera disculpando, como si nosotros le estuviéramos juzgando, lo que en efecto hacíamos—. Sólo tienes que tener paciencia.
Tiró del pomo para abrir la puerta.
Berner dijo:
—Hasta aquí hemos llegado.
Se volvió y entró en la cocina.
—No dejes entrar a nadie, Dell —dijo Rudy, sin hacerle ningún caso a mi hermana—. Vendrán a por vosotros, si pueden.
—Eso es lo que nos dijo mi madre —dije yo.
Rudy se quitó el cigarrillo de la boca, se aclaró la garganta, echó el humo en la sala y dirigió una mirada rápida, casi sorprendida a su alrededor, a cualesquiera cosas que había decidido no llevarse. Luego traspasó el umbral, salió y cerró dando un portazo. Berner se había puesto ya a lavar los platos en la pila. Pensé que seguramente era la última vez que veía a Rudy Patterson, y me alegré. No nos había sido de ninguna ayuda. Y aunque en aquel momento no hubiera forma humana de saberlo, resultó ser verdad.