Pudieron ser cinco minutos, o pudieron ser quince, el tiempo que estuvimos en la casa con el policía llamado Bishop. La campana de los luteranos sonó varias veces más. Habían cerrado las puertas y dado comienzo al servicio.
El sol daba ya en el tejado, y hacía calor incluso en la sala. Normalmente habríamos encendido el ventilador de buhardilla, pero ninguno de nosotros se movió. Puse la funda de almohada rosa en el suelo y me senté en la banqueta del piano. Mi madre tenía la mirada fija en mí, como si hubiera algo que yo tuviera que estar pensando. Yo no sabía qué. Me pregunté qué era lo que mi padre no tenía por qué decir. Supuse que los policías se irían pronto y que entonces podríamos hablar de ello. Habíamos perdido el tren.
El policía más joven estaba de pie de espaldas a la puerta, con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Mascaba chicle, y en un momento dado se quitó el sombrero y se frotó la frente con un pañuelo blanco que había sacado del bolsillo. Tenía el pelo corto, de un rubio casi blanco, y sin el sombrero parecía más joven. Tendría unos treinta años, pensé, aunque no sabía mucho de la edad de las personas. El pelo y la cara ancha y los ojos rasgados no casaban demasiado, pero parecían normales en un policía. Era el tipo de chico que a Berner podía gustarle. En sus ojos había algo salvaje que recordaba los de Rudy.
—¿Vas al colegio? —me preguntó.
Mi madre seguía mirándome fijamente, pero no dijo nada. Yo no sabía lo que quería que hiciera o no hiciera. Berner estaba incómoda dentro de su ropa. Dejó la maletita verde en el suelo y suspiró muy hondo para indicar que estaba impaciente.
—Sí —dije.
El policía se pasó un pañuelo por los ojos; luego lo dobló y se lo metió en un bolsillo interior de la chaqueta. El sombrero le hacía parecer demasiado joven para llevar sombrero.
—Al Meriwether Lewis —dije.
—¿Estás ya en el instituto? —Parecía sorprendido—. No pareces tan mayor. —Miré a mi madre. No sabía lo que estaba pasando por su cabeza—. Yo fui al Meriwether hace quince años —dijo Bishop—. Y ahora tengo hijos. —Miró a mi madre y siguió con la mirada en ella—. ¿Se encuentran a gusto en Great Falls? —dijo, dirigiéndose a ella. Mi madre desvió la mirada hacia él, y luego la bajó hasta sus manos enlazadas sobre la mesa. De pronto la alzó de nuevo y buscó con ella la ventana frontal, donde tal vez podría ver a mi padre y al otro policía—. ¿Son ustedes sus padres reales? —dijo Bishop, al ver que mi madre no le contestaba a la primera pregunta. Se inclinó contra la jamba de la puerta, con los ojos aún fijos en mi madre como si ésta tuviera un aspecto extraño; a él debía de parecérselo, al menos.
—¿Es eso de su incumbencia, acaso? —dijo mi madre.
—No —dijo Bishop—. Creo que no.
Se tiró del lóbulo de la oreja izquierda y sonrió. Mi madre dejó que su mirada se desviara de nuevo hacia la ventana.
El policía, en el porche, se reía como si nuestro padre y él celebraran una broma. Les oí a través de la puerta de cristal, y ello me hizo pensar que todo iba bien. El policía estaba diciendo:
—Bueno, es comprensible, Bev. Es nuestro trabajo.
—Ustedes dos no parecen atracadores de bancos —dijo Bishop—. Parecen gente que podría trabajar en una tienda de comestibles.
Por espacio de un instante no pude respirar. Mi boca iba a abrirse para hablar, pero no salió ninguna palabra. Cerré la boca y traté de enlazar una inspiración y una espiración completas. No quería mirar a Berner.
—Tampoco eso es de su incumbencia —dijo nuestra madre.
—En eso se equivoca —dijo Bishop.
Alguien estaba hablando al otro lado de la puerta. Se oyeron unas pisadas fuertes sobre las tablas del porche. El corazón había empezado a latirme desbocadamente dentro del pecho. Quería que mi madre proclamara que ninguno de los que habitábamos en aquella casa era un atracador de bancos. Mi madre, en cambio, siguió mirándome con fijeza.
—Vosotros dos, niños, no vayáis a ninguna parte. Quedaos en casa —nos dijo a Berner y a mí—. ¿Me entendéis? No os mováis de aquí a menos que vayáis con la señorita Remlinger. ¿Está claro?
Sus manos se movieron y cambiaron de posición: antes con la izquierda se asía la derecha, ahora con la derecha se asía la izquierda.
Se abrió la puerta principal —repentinamente, me pareció— y el policía grande entró dando zancadas en la sala. Llevaba en la mano el sombrero de paja de ala flexible. Tenía la cabeza redonda, con manchas rojas en el cuero cabelludo casi calvo. Vi a mi padre fuera, en el césped, con las manos a la espalda. Estaba sonriendo hacia la fachada de la casa, y sacudía la cabeza y gritaba algo. Me pareció que me gritaba a mí, pero no pude entenderle.
—¿No vamos a Seattle? —dijo Berner.
Seguía sentada en el sofá, con su vestido de lunares. Ella no podía ver el jardín.
—Tú haz lo que digo —dijo nuestra madre.
—Voy a tener que pedirle que se levante, señora Parsons —dijo el policía grande. Que la llamara «señora Parsons» resultaba inesperado e impresionante.
Entonces hubo una gran cantidad de movimiento en la sala, una gran conmoción: zapatos y sillas que arañaban el suelo, tela que se frotaba contra tela, respiraciones y cueros estrujándose… Bishop sacó unas esposas plateadas, y el policía grande y él rodearon la mesa y pusieron sus manos sobre los hombros de nuestra madre.
—Vamos, haga el favor de ponerse de pie, Neeva —dijo el policía grande.
Dejó el sombrero encima de la mesa. Nuestra madre no se levantó ni se movió; se quedó quieta y rígida y no dijo ni una palabra, aunque tenía los labios separados. Los dos policías, uno a cada lado de ella, la levantaron por los brazos y se los echaron hacia atrás y le juntaron las manos a la espalda. Ella no se resistió, pero las manos le temblaban, y pestañeó tras los cristales de las gafas. Y luego levantó la mirada. El policía grande le puso las esposas y se las cerró con cuidado alrededor de las muñecas.
—No hay que apretarlas demasiado a las damas.
Sonrió al decir esto.
Nuestro padre seguía donde estaba, sin dejar de hablar. Allí fuera, solo.
—Esto puede empeorar —le oí decir.
Algunos de los luteranos habían salido de la iglesia y observaban la escena. Un hombre con sombrero de cowboy dijo algo que no alcancé a oír.
—Está bien, está bien —gritó mi padre—. Se acabó la feria; se ha ido ya de la ciudad. Se acabó la feria; se ha ido ya de la ciudad.
—Tengo a estos dos niños que cuidar —les dijo nuestra madre a los policías, que empezaban a hacerle rodear torpemente la mesa para dirigirse hacia la puerta, con las manos a la espalda. Era muy menuda, y los brazos no le llegaban con holgura atrás. No me resulta sencillo describir lo que estaba viendo. El olor a cigarro del policía grande llenaba la sala, como si hubiera estado fumando. Respiraba con dificultad. Los pies de mi madre no se movían de buen grado, pero ella no se resistía y no hacía otra cosa que decir que tenía dos hijos que cuidar. Miraba con fijeza hacia el frente, no hacia mí, como si lo que estaba haciendo fuera enormemente dificultoso.
—Oh, sí, lo sé —dijo el policía grande, llevándola hacia la puerta casi con delicadeza—. Sé que los tiene.
—Díganos adónde van —dijo Berner. Parecía tranquila, pero estaba tan conmocionada como yo. No teníamos la menor idea de qué decir o hacer—. Estaremos aquí cuando volváis —dijo. El policía empujaba a nuestra madre a través de la puerta principal. Nuestro padre estaba en la acera, hablando como un loco. Mi hermana y yo contemplábamos la escena. No era en absoluto un hecho que ninguno de nosotros hubiera imaginado que pudiera llegar a suceder.
Yo ahora estaba de pie junto a la banqueta del piano. Tal como parecía que debía estar en aquel momento. El corazón seguía latiéndome con fuerza, pero al mismo tiempo me sentía en calma, como si en realidad no estuviera sucediendo nada a mi alrededor.
—Acordaos de lo que os he dicho —dijo nuestra madre, sin darse la vuelta para mirarnos. Estaban en el porche, y ella se miraba los pies y bajaba con cuidado los escalones, mientras los dos policías la sujetaban de los brazos; entre ellos parecía aún más pequeña—. No vayáis a ninguna parte hasta que Mildred venga a recogeros.
El policía grande y corpulento se dio la vuelta en el último escalón y dijo:
—Alcánzame el sombrero, hijo.
Su sombrero seguía encima de la mesa del comedor.
Crucé la estancia, cogí el pequeño sombrero de paja: era asombrosamente liviano y olía a sudor y a cigarro. Salí al porche y se lo tendí. Se lo encajó en la cabeza calva con la mano libre.
—Alguien tendrá que cuidar de vosotros, chicos —dijo.
La cara de nuestra madre se dio la vuelta en redondo para mirarme. Berner se había acercado hasta la puerta. En los ojos de mi memoria la cara de nuestra madre estaba nimbada de oscuridad.
—Déjelos en paz —dijo con voz airada—. Ya tengo quien se ocupe de ellos —añadió, dirigiéndose a mí.
—Es asunto del tribunal tutelar de menores —dijo el policía grande, y le apretó con más fuerza el brazo—. Es algo que ya no le incumbe a usted.
—Son mis hijos —dijo nuestra madre, mirándole con indignación.
—Tendría que haberlo pensado antes —dijo—. Ahora se hará cargo de ellos el estado de Montana.
Los dos policías condujeron a mi madre por el camino de hormigón, donde ahora estaba mi padre, riendo como alelado, con las manos a la espalda. En el hormigón del camino de entrada había confeti blanco del día anterior.
—¿Puedo hablar con un abogado? —dijo mi padre. Parecía animado—. No creo que conozca a ninguno.
El policía llamado Bishop empezó a conducirle hacia el coche, y al llegar a él abrió la portezuela trasera.
—No va a necesitarlo, Bev —dijo.
—Sabe que no tiene que hacer esto, a mi juicio.
Mi padre estaba volviendo la cabeza para mirarme. «A mi juicio», había dicho. Era la primera vez que le oía esa expresión.
—Se equivoca en eso —dijo Bishop.
Cuando la ayudaban a montar en el asiento trasero del coche de policía, a nuestra madre se le descolgaron las gafas hacia una de las mejillas y una oreja. El policía grande, que la sujetaba por el brazo, se las volvió a poner en su sitio con delicadeza. Ella me miró una vez más desde el coche abierto.
—Quedaos en casa, Dell —me gritó—. No os vayáis con nadie más que con Mildred. Echad a correr si es necesario.
—No nos iremos con nadie —dije. Me pareció que tenía lágrimas en los ojos.
Nuestro padre estaba en la calle, en el costado del coche más alejado de la casa. Le mantenían la portezuela abierta para que montara. De pronto miró por encima del techo del vehículo policial. Sus ojos tempestuosos se fijaron en mi persona, y gritó:
—Ya te lo dije. No hay nada de interesante en estos palurdos.
El policía llamado Bishop, que tenía la mano sobre la cabeza de mi padre, la presionó con más fuerza hacia abajo hasta obligarle a dejarse caer en el asiento trasero del coche, donde ya estaba sentada mi madre.
Nuestro padre dijo algo más, pero no alcancé a oírlo. Bishop cerró la portezuela de golpe. Había más gente mirándonos desde las escaleras de la iglesia adonde habían salido para ver lo que sucedía en nuestra casa. Éramos un espectáculo; era lo peor que podía suceder, y estaba sucediendo de la peor forma posible.
Bishop rodeó el coche hasta la portezuela del conductor del coche policial. El otro policía —el más corpulento y de más edad— montó en el asiento del acompañante. A través del cristal de la ventanilla trasera se veía la cara de mi madre. Le hablaba airadamente —o así me lo pareció— a mi padre, que estaba sentado a su lado. Ella no me vio a mí. El coche emitió un sonido metálico al encajar la marcha y se despegó del bordillo en dirección a la esquina del parque. Yo, de pie en el porche, había presenciado toda la escena. Deja que todo esto suceda. Deja que se lleven detenidos a mis padres, me decía, como si me importara un bledo que lo hicieran. El sol lucía con rayos independientes a través de las hojas de los olmos. El aire era denso y cálido. Desde los muelles de carga llegaba un tenue olor a gasoil. En Central Avenue, la sirena de la policía sonó una vez, y aceleró el motor del coche en el que iban nuestros padres. Los otros coches se apartaban a su paso. Entré en casa: no quería seguir allí, mirando, ni que me miraran los vecinos, a quienes no conocía, como si estuvieran viendo un espectáculo. No se me ocurrió otra cosa que hacer. No podía quedarme allí de pie. Y luego esa parte de la historia quedó atrás.