29

Ahora el tiempo ha de computarse de forma diferente. Durante el día y medio que siguió —hasta el lunes a mediodía— las horas pasaron como al galope y confusamente. Recuerdo detalles, pero pocos nexos entre ellos. Hasta entonces el tiempo no había tenido casi costuras, había armado un orden familiar duradero. Incluso hoy puedo a veces pensar que aquellos dos días no acontecieron, o que los soñé, o que los recuerdo erróneamente. Aunque no está bien hacer como que las cosas no hubieran acontecido nunca por malas que fueren, como si uno hubiera podido abrirse paso de cualquier otra manera hasta el presente.

Cuando mi padre abrió la puerta había dos hombres grandes en el porche. Nuestra madre salió de la cocina y se sentó en la mesa del comedor. Tenía la maleta al pie del sofá, donde Berner estaba sentada con su maletita verde entre los pies. Yo estaba en el pasillo, con la funda de almohada rosa que contenía mis libros y mis piezas de ajedrez. Nuestra madre no se había molestado en recoger del suelo el plato roto.

—Hola, qué tal, Bev —dijo uno de los hombres desde el porche.

Los dos vestían traje y llevaban los botones desabrochados. Los dos llevaban sombrero flexible de los que se usan en verano. Los dos eran corpulentos, más fornidos que mi padre, pero no más altos. Eran los hombres que nos habían estado siguiendo en el Ford negro y que habían aparcado en el callejón de detrás de nuestra casa cuando yo había creído que estaba soñando. El mayor y más corpulento de los dos tenía una cara grande y rubicunda, carnosa y suave, con pobladas cejas y papada que le llegaba hasta la barbilla. Llevaba gafas. Era el que conducía y el que había apuntado hacia mí con el dedo. Eran policías.

Nuestro padre se volvió para mirar a mi madre. Sonrió como si el hecho de que la policía supiera su nombre y que vivíamos allí fuera algo cómico.

—¿A qué viene todo este alboroto, chicos? —dijo en un tono exagerado. Los dos hombres se habían adelantado hasta el umbral. Eran demasiado grandes para caber los dos, y se habían ladeado un poco.

—No es ningún alboroto, Bev —dijo el policía más grande, adentrándose un poco más en la casa y echando una ojeada a lo que pudiera haber en nuestra sala. Su boca pareció que iba a sonreír, pero no del todo. El otro hombre era más joven y menos corpulento, pero sin dejar de ser grande, y tenía la cara ancha y los ojos azules y rasgados. Yo siempre había oído que esos rasgos correspondían a personas de origen finlandés. También él miraba el interior de la sala.

—¿Quién más hay en la casa, Bev? —dijo el policía más mayor.

Mi padre retrocedió un paso, separó los brazos de los costados, y miró también él a su alrededor.

—Nosotros los pollos[10].

Parecía no preocuparle lo que estaba ocurriendo.

—Llevas una pistola encima, ¿no, Bev?

El hombre más grande extendió una mano grande y tocó a mi padre en el hombro. Los dos hombres estaban ya dentro de nuestra sala de estar. Ahora parecía llena, sin espacio libre. Éramos seis. Nunca había habido seis personas en aquella sala. Oí la respiración del hombre de más edad.

—Por supuesto que no. —Mi padre se miró hacia abajo, la parte frontal del cuerpo, como si fuera allí donde se debe llevar una pistola—. No tengo ninguna pistola.

Su voz tenía ahora un acento sureño más marcado.

—¿Y en alguna parte de la casa?

La mirada del policía escrutaba a su alrededor. Las gafas le amplificaban los ojos azul claro.

—No, señor. En esta casa no.

Mi padre sacudió la cabeza.

—¿Has viajado a Dakota del Norte recientemente, Bev?

El policía más corpulento no se comportaba con excesiva seriedad, sino como si estuviera manteniendo una conversación normal y corriente. Pasó junto a mi padre en dirección a mí, que estaba en la puerta que daba al pasillo. Avanzó unos pasos más y miró por el pasillo hacia el cuarto de baño y el dormitorio de nuestros padres. El policía más joven y más alto miraba fijamente a mi padre, como si ése fuera su trabajo.

—¿Qué tal estás, chico?

El policía grande me puso la mano en el hombro. Olía a cigarro y a cuero. Llevaba unos chanclos de goma manchados de barro. Ya había dejado en el suelo limpio algunas esquirlas de barro seco.

—Bien —dije.

Llevaba una placa dorada pegada al cinturón, debajo de la chaqueta. La panza le tensaba la camisa blanca. En la solapa le vi un diminuto triángulo dorado.

—¿Vais de viaje? —dijo en un tono amistoso.

Miré a nuestra madre.

—Vamos a Seattle. Hoy, en tren. A ver a sus abuelos —dijo nuestra madre.

—No, no he estado en Dakota del Norte —dijo mi padre.

El policía grande seguía con la mano encima de mi hombro. Echó una mirada inquisitiva a la cocina, donde seguía en el suelo el plato roto.

—¿Es su Chevy el que está aparcado ahí atrás?

—Sí, es mi Chevy —dijo—. No lo tengo desde hace mucho.

—Pero sí desde hace más de un par de días, ¿no? —dijo el policía.

Yo no quería moverme con aquella mano encima.

—Oh, sí —dijo mi padre.

Sonrió a mi madre como si lo que le acababa de preguntar el policía hubiera sido algo gracioso. Sus facciones mostraban viveza, su mirada era penetrante, su boca parecía moverse antes de hablar. Tenía una pizca de saliva en las comisuras de los labios. Se pasó la lengua por una de ellas y le brincaron los músculos de la mandíbula. Mecía las manos a ambos costados como si estuviera a punto de hacer algo inesperado.

—Podríais ir un rato a vuestro cuarto —nos dijo nuestra madre.

Berner cogió de inmediato su maletita verde y se dirigió hacia el pasillo, pero el policía grande levantó la mano y dijo:

—Creo que será mejor que os quedéis.

Me atrajo hacia sí y sentí su pistola bajo la chaqueta. Berner se paró y miró a nuestra madre. En su boca se dibujó una arruga, lo cual significaba que estaba irritada.

—Haz lo que te dice —dijo mi madre.

Berner retrocedió hasta el sofá y se sentó en él con la maletita entre las rodillas.

El policía grande fue hasta el piano y se inclinó para mirar de cerca el licenciamiento de la Fuerza Aérea de mi padre, la fotografía del presidente Roosevelt y el metrónomo.

—¿Tiene todavía el uniforme de piloto de la Fuerza Aérea?

El policía se bajó las gafas hasta la punta de la nariz y se acercó aún más al documento de licencia definitiva de mi padre como si le interesara mucho.

—Dios, no… —dijo mi padre—. Tengo un guardarropa mucho mejor. Ahora estoy en el negocio de la venta de granjas y ranchos.

Yo no tenía ni idea de a qué venía esa mentira.

—¿Cómo se llama, señorita? —dijo el policía grande.

Se volvió para mirar a Berner. El otro policía no quitaba los ojos de mi padre.

—Berner Parsons —dijo Berner.

Resultaba chocante oírselo decir dentro de casa.

—¿Ha hecho un viaje a Dakota del Norte recientemente, Berner? —le preguntó el policía.

—No —dijo ella, sacudiendo la cabeza.

—No hables con él —dijo mi madre. De pronto estaba muy enfadada, aunque siguió sentada en la mesa—. No es más que una niña.

—Por supuesto que no tienes que hablar conmigo. —El policía sonrió a mi padre de tal forma que sus mejillas rubicundas de polizonte se inflaron y sus cejas se alzaron. Se subió las gafas a lo alto de la nariz, se metió los pulgares bajo el cinturón y tiró de los pantalones hacia arriba, enseñando los calcetines blancos que sobresalían de los chanclos. Dejó escapar un suspiro—. Quizá sea mejor que vayamos afuera, Bev. A charlar un poco más. Bishop puede quedarse con los demás hasta que volvamos.

Hizo una seña con la cabeza al otro policía, que se apartó de la puerta.

—Muy bien —dijo nuestro padre.

Su acento sureño era muy marcado ahora. Seguía haciendo oscilar las manos a ambos costados, y miraba a derecha e izquierda como si todo el mundo le estuviera observando. No era nada agradable verle así. Parecía perdido. Siempre he recordado aquel momento.

El policía llamado Bishop alargó la mano hacia atrás y empujó la puerta mosquitera para abrirla. El sol se abría paso entre los árboles y caldeaba el aire en el exterior. La lluvia de la noche anterior arrancaba destellos en el césped. Los luteranos se encaminaban hacia su iglesia. Nuestro padre fue hacia la puerta con el policía de panza gruesa a su lado, poniéndole una mano en la región lumbar para guiarle.

—¿De qué vamos a hablar? —dijo mi padre, saliendo al porche. Se pasó la mano por el pelo y miró hacia abajo, hacia donde le llevaban las botas.

—Bueno, ya se nos ocurrirá algo —dijo el policía grande, a su espalda.

—No tienes que decir nada —le gritó nuestra madre.

—Lo sé —dijo nuestro padre.

El otro policía, Bishop, cerró la puerta principal de cristal. Ya no pude ver nada de lo que sucedía fuera, y ahora estábamos los cuatro solos en nuestra casa.