26

—¿Quieres cenar? —dijo mi madre con voz suave, inclinándose sobre mí.

Los cristales de sus gafas reflejaban una luz de algún punto a su espalda. Me había puesto una palma en la mejilla; los dedos le olían a jabón. Me frotó el pelo, me cogió la hélice de la oreja entre el pulgar y el índice. Me retorcí entre las sábanas, y no podía mover los brazos. Tenía las manos dormidas.

—Estás muy caliente —dijo—. ¿Te sientes mal? —Buscó con la mano el pie de la cama y tocó la colcha—. Ha llovido aquí dentro.

—¿Dónde está Berner?

Pensé que se había escapado ya.

—Ha cenado y se ha ido a la cama —dijo mi madre.

Se levantó y cerró la ventana.

—¿Dónde está papá?

Me había pasado algo que me había dejado extenuado. Tenía la boca pastosa y el pelo pegado al cuero cabelludo. Me dolían las articulaciones.

—No se ha ido a ninguna parte —dijo mi madre.

Retrocedió hasta el umbral. En el pasillo había una luz ámbar. Se oía un goteo tras las paredes, o en el exterior.

—Ha llovido y llovido —susurró—. Ahora ha parado. Te he hecho un sándwich.

—Gracias —dije.

Retrocedió hasta cruzar el umbral y desapareció de mi vista.

En la mesa del comedor, engullí el sándwich de queso fundido con encurtidos y un poco de lechuga y vinagreta, cosas que me gustaban. Tenía hambre, y comí deprisa, y me tomé un vaso de suero de leche. Mi padre creía que el suero de leche era reconstituyente. Tenía la ropa arrugada y húmeda. La casa estaba fría y olía a limpia, como si el viento la hubiera fregado a conciencia. Nosotros la habíamos limpiado a conciencia días antes. Eran las diez y media de la noche, una hora inapropiada para estar cenando en la mesa del comedor.

Oí los tacones de las botas de mi padre sobre las tablas del porche delantero. Vi cómo su espalda cruzaba de un lado a otro la ventana. De vez en cuando tosía y se aclaraba la garganta. Pasaron varios coches; la luz de sus faros iluminó sesgadamente las cortinas, que estaban entreabiertas. Uno de ellos se paró en el bordillo de enfrente de casa. Se encendió un fuerte haz de luz que inundó el jardín mojado. No se veía quién iba dentro. Desde el porche oscuro, mi padre dijo:

—Buenas noches, amigos. Bienvenidos. Aquí estamos todos, y la cena está en la mesa.

Se echó a reír con sonoras carcajadas. La luz se apagó, y el coche siguió al ralentí sin que nadie hablara o se apeara. Mi padre rió de nuevo y siguió paseándose, silbando unas notas sin melodía alguna.

Mi madre había vuelto a su dormitorio. Desde donde yo estaba sentado podía verla. Su maleta estaba más llena que antes. Ahora doblaba más ropa y la dejaba encima de las otras. Miraba por el hueco de la puerta, y, no sé por qué, al verme se sobresaltó.

—Ven aquí, Dell —dijo—. Quiero hablar contigo.

Fui en calcetines. Me sentía pesado, como si hubiera comido demasiado. Me habría echado en su cama a dormir delante de ella.

—¿Qué tal el sándwich?

Siguió plegando ropa.

—He pensado que vamos a irnos a Seattle en tren mañana.

—¿Y cuándo volveremos? —le pregunté.

—Cuando estemos preparados.

—¿Viene Berner con nosotros?

—Sí. Viene. Se lo he explicado antes.

—¿Y papá?

Lo había preguntado ya antes.

—No.

Fue hasta el armario a colgar en su sitio las perchas vacías que había recogido de la cama.

—¿Por qué no? —dije.

—Tiene que arreglar unos asuntos. Además, le gusta quedarse aquí.

—¿Qué vamos a hacer nosotros en Seattle?

—Bueno —dijo mi madre con su tono de voz pragmático—. Es una ciudad de verdad. Conocerás a tus abuelos. Tienen mucho interés en conoceros a ti y a tu hermana.

La miré fijamente, como me solía mirar a mí Berner. No había dicho por qué nos íbamos, y yo sabía que no debía preguntarlo.

—¿Y el instituto?

El corazón se me estaba desbocando. No quería no poder empezar a ir al instituto. Eso les sucedía a compañeros que nunca volvías a ver. Sentí que se me contraía la garganta. Los ojos me escocían como si estuvieran ya llenos de lágrimas.

—No te preocupes por eso.

—Tenía montones de planes —dije.

—Lo sé. Todos tenemos planes. —Sacudió la cabeza como si estuviéramos manteniendo una conversación tonta. Me miró y parpadeó una vez detrás de las gafas. Parecía cansada—. Tienes que ser dúctil —dijo—. La gente que no lo es no llega lejos en la vida. Yo trato de ser dúctil.

Yo creía saber lo que significaba esa palabra, pero al parecer quería decir también otra cosa. Como sucedía con «tener sentido». No quería admitir que no era dúctil —significara lo que significara esa palabra.

El viento arreció y sacudió el agua de las hojas haciendo que cayera en el tejado. Dentro de casa la quietud era perfecta.

Mi madre fue hasta la ventana del dormitorio, ahuecó las palmas, las pegó contra el cristal y escrutó el exterior. El cristal reflejaba su imagen y la del dormitorio a su espalda, y también mi imagen y la de la cama con la maleta llena de ropa encima. Allí en la ventana mi madre parecía muy pequeña. Más allá de ella, sólo podía ver formas y sombras. El garaje con las malvarrosas pálidas y las cinias que crecían a un costado; un pequeño roble que mi padre había plantado en esqueje (y al que había atado un rodrigón para que creciera derecho); su coche.

—¿Qué sabes de Canadá? —dijo mi madre—. ¿Mmm…?

Era el sonido que emitía cuando intentaba mostrarse amigable.

Canadá estaba un poco más arriba de las cataratas del Niágara en el rompecabezas de mi padre. Nunca lo había mirado en la enciclopedia. Estaba al norte. Sentía en los ojos las lágrimas calientes. Exhalé cuanto pude el aire de los pulmones, y aguardé así.

—¿Por qué?

Mi voz sonaba estrangulada.

—Oh. —Apoyó la frente en el cristal—. Tengo la costumbre de ver las cosas sólo de la forma en que se me presentan. Me gustaría que tú no fueras así. Es una debilidad mía. —Dio unos golpecitos suaves con una uña en el cristal. Era como si estuviera señalando a alguien en la oscuridad. Se quitó las gafas, echó aliento en los cristales y los limpió en la manga de la blusa—. Tu hermana es diferente —dijo.

—Es mucho más inteligente que yo.

Me froté rápidamente los ojos y me sequé las manos en la pernera de los pantalones, sin que se me notase que lo hacía.

—Probablemente lo sea. La pobrecilla. —Se volvió y me sonrió de aquella forma amigable—. ¿Por qué no vuelves a la cama? Nos vamos mañana por la mañana. El tren sale a las diez y media. —Se puso un dedo en los labios para indicarme que no tenía que decir nada—. No tienes que llevarte más que el cepillo de dientes. Déjalo todo aquí, ¿de acuerdo?

—¿Puedo llevarme las fichas de ajedrez?

—Está bien —dijo—. Mi padre juega al ajedrez. O jugaba, al menos. Eso os dará a los dos algo sobre lo que no estar de acuerdo. Ahora vete.

Salí del dormitorio de mis padres. Ella siguió haciendo la maleta. Para todo lo demás que habría querido decirle o preguntarle —sobre la policía, sobre el instituto, sobre el plan de escaparse de casa de Berner, sobre por qué nos marchábamos— no había habido ocasión. Era lo que ya he dicho antes: estaban sucediendo cosas a mi alrededor. Y mi papel no era otro que el de encontrar una forma de ser normal. Los niños conocen lo normal mejor que nadie.