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Cuando entramos en casa nuestro padre anunció que estaba muerto de cansancio y se metió en el dormitorio de nuestra madre y suyo y se tendió en su cama vacía con la luz del techo encendida, con la ropa y las botas puestas, y se dispuso a dormirse de inmediato, con un brazo sobre los ojos.

A medida que se iba acabando el día se empezaban a iluminar las ventanas de los vecinos, y empezó a llover —suavemente, al principio; con más fuerza, luego—, y el viento y las gotas de lluvia golpeaban las ventanas. El viento frío azotaba las paredes de la casa y se colaba en ella, hinchando las cortinas y agitando el periódico que había encima de la mesa del comedor. Nuestra madre cerró las ventanas y echó las cortinas, que estaban ya húmedas, y encendió lámparas de mesa y quitó la caja de madera de la limpieza del calzado de mi padre.

Nuestra madre no tenía mucho que decir, y hacía las cosas de un modo eficiente y maquinal. Preparó la cena en la cocina y no habló de la señorita Remlinger ni de las llamadas telefónicas que había hecho horas antes ni preguntó adónde habíamos ido con nuestro padre. Sin embargo, yo le informé de que habíamos salido con la promesa de visitar la feria, pero que estaba abarrotada. No mencioné en absoluto que había encontrado el dinero debajo del asiento, ni que Berner había llorado, ni que se quería ir a Rusia, ni a los dos policías que nos habían seguido. Me parecía que podía posponerlo hasta más tarde.

Berner, como de costumbre, se metió en su cuarto en cuanto llegamos a casa y cerró la puerta con pestillo. Y no dijo nada a nadie. Puso música baja en su radio, y alcancé a oír cómo se movía de un lado a otro, haciendo ruido con las perchas metálicas del armario, y hablando con su pez, lo cual debía de hacerle sentirse menos sola. Pensé que estaba metiendo ropa en una bolsa para su escapada. Yo no era capaz de disuadirla, y tampoco de decírselo a nuestros padres. Era el modo en que siempre habíamos hecho las cosas. Los mellizos no se causan problemas unos a otros. Pero pensaba que, si llegaba a escaparse, volvería. Y nadie se lo echaría en cara.

Yo me senté en mi cama con la ventana abierta, sintiendo el siseo del viento y la atenuación de la luz, y el azote de la lluvia contra el tejado de tablillas y las salpicaduras dentro de mi cuarto. No había truenos ni relámpagos, sólo lluvia de verano cayendo sobre la casa. De cuando en cuando cesaba, y a través de la pared podía oír a mi padre roncando, y a mi madre en la cocina, y a los cuervos en las ramas de los árboles húmedos, graznando y brincando, cambiando de sitio antes de que volviera a llover. Pensé en la feria: la estarían cerrando. La lluvia habría empapado el serrín y las carpas y las exposiciones, y los operarios estarían desmontando las atracciones, cargándolas en camiones. Habrían cerrado ya la exposición de las abejas y la tienda donde se exhibían las armas. Bajé el tomo correspondiente de mi World Book y empecé a leer la entrada de las abejas. Todo en la colmena era un mundo ideal, ordenado; se honraba a la reina, todo se supeditaba a ella. Si no era así, la colmena se sumía en una total confusión. Las abejas, como ya había leído con anterioridad, constituían un modelo para todo lo humano, ya que su respuesta al medio y a sus congéneres rozaba la perfección. Era un tema específico sobre el que podría escribir cuando empezara el instituto; sería un comienzo inmejorable. Puse un lápiz en la página y cerré el libro. Estaría mucho más relajado cuando comenzara el curso; mi padre volvería al trabajo y mi madre a dar clases.

Al cabo de un rato la voz somnolienta de mi padre empezó a hablar en voz baja. Se oían sus pasos sobre el piso, amortiguados por los calcetines. El ruido de cacharros en la pila me llegaba con estridencia desde la cocina. Mi madre hablaba, también en voz baja «… un pez en agua profunda», dijo mi padre. «… en el mejor de los mundos», dijo mi madre. Me pregunté si hablarían del dinero de debajo del asiento, o de por qué ya no estaba la pistola de mi padre, o de dónde habían estado aquellos dos días, o de la maleta a medio hacer encima de la cama de mi madre. Mientras estaba tendido en la cama, a la suave brisa nocturna, y la lluvia humedecía el pie de la colcha, y la línea de luz del pasillo se filtraba por debajo de la puerta, estas preguntas se arremolinaban en mi cabeza. Nuestros padres habían sido tan cercanos, y eran de pronto tan lejanos… Agarré con fuerza los costados del colchón y seguí así un buen rato. Sentía lo mismo que sentí cuando, años atrás, tuve la escarlatina y no podía despertarme totalmente. Mi madre había entrado en mi cuarto y se había sentado a mi lado, junto a la cama, y me había puesto un dedo frío en la sien. Mi padre se había quedado en el umbral de mi cuarto, alto, en la sombra. «¿Cómo está?», había dicho. «Quizá deberíamos llevarle al hospital». «Se pondrá bien», había dicho mi madre. Yo me había subido la colcha hasta la barbilla, estrujándola con las manos.

Oí el canto de un búho en la oscuridad. Quise volver a mis pensamientos de antes. Pero no podía detener el sueño. Así que durante un rato dejé que todo se me fuera yendo de la cabeza.