24

Fuimos en dirección a Smelter Avenue y Black Eagle. Los ojos de mi padre estaban fijos en el retrovisor, como si hubiera visto algo de lo que debiera huir, y que —adiviné— era la razón por la que no habíamos ido a la feria. Se pasó los dedos por el pelo y se frotó la nuca, por encima del cuello de la camisa. Me miró, porque yo estaba enfadado y le estaba taladrando con la mirada. Nos dirigíamos hacia la chimenea de la fundición y la refinería, iluminadas de día y de noche y con válvulas de escape que vomitaban llamas amarillas hacia lo alto. Al acercarnos nos llegó el tufo de la combustión. Rudy había contado que su padre olía igual que la refinería todo el tiempo, una de las razones por las que su madre se había ido a vivir a San Francisco.

—¿Así que no vamos? —dijo Berner.

—La mayoría de las atracciones ya están cerradas —respondió mi padre.

—No, no lo están —dijo Berner—. Las he visto. Tú estabas conduciendo. O intentándolo.

—A mí no me importan las atracciones —dije yo.

Los humos calientes de la refinería invadieron el habitáculo.

—El poliuretano apesta —dijo Berner, y subió la ventanilla al pasar junto al laberinto de tuberías y válvulas descomunales y tanques gigantescos, y los hombres con cascos plateados que se movían por pasarelas y andamios metálicos, y la larga llama que salía por los tubos de venteo y lamía el aire ventoso. La refinería se alzaba entre Smelter Avenue y el río. Nos dirigíamos al puente de Fifteenth Street, que nos llevaría de regreso a Great Falls.

—Quería ver la exposición de las abejas —dije, dolido y desesperanzado. Otra cosa más que no llegaría a aprender.

—Las abejas son más inteligentes que nosotros —proclamó Berner.

El dinero que había encontrado me abultaba anormalmente el pantalón. Berner se dio la vuelta para mirarme de nuevo, y sonrió con socarronería. Siempre fingía saber cosas que yo no sabía, para hacerme de menos.

—Las abejas son como la gente de Montana, si queréis saber mi opinión —dijo nuestro padre, dirigiendo el morro del coche hacia la entrada del puente—. Son de dirección única. Abejas obreras. Sin ningún empuje. Un hatajo de suecos y noruegos y alemanes pretenciosos que se las arreglaron para que las bombas no les hicieran pedazos. Son tan tacaños como los judíos. Les he vendido coches.

A veces decía que había bombardeado a los japoneses para que los judíos pudieran tener casas de empeños. Yo me sentía tentado de decirle que el ser de una colmena no era una abeja individual, y que los humanos podrían aprender una gran lección de ellas. Pero no quería llamar la atención sobre mi persona teniendo como tenía el dinero en los pantalones.

—¿Adónde vamos? —dijo Berner.

Nuestro padre no paraba de mirar por el retrovisor.

—Vamos a la base. A ver cómo despegan los aviones.

Habíamos hecho esto en cada sitio donde habíamos vivido. A él le parecía una actividad recreativa. Sus ojos me buscaron para ver cómo me tomaba aquello, el fiasco de ir a la base en lugar de ir a la feria. Movió las cejas, como si se tratara de una broma de la que Berner estuviera excluida. Yo no le devolví la sonrisa.

—Mamá tiene a medio hacer la maleta —dijo Berner—. ¿Adónde va?

Estábamos sobre el viejo puente de la WPA[9]. Nuestro padre aspiró el aire por la nariz, se pellizcó las narinas, volvió a aspirar. Sus ojos fluctuaron y se fijaron en el retrovisor, no en mí.

—Sólo estoy casado con vuestra madre, ¿de acuerdo? No puedo leerle cada pensamiento, ni saber cada mínimo detalle de ella. Os quiere muchísimo. Como yo. —Estaba muy inquieto. Añadió—: Tengo varias preocupaciones propias ahora mismo que requieren toda mi atención. No puedo hacerlo todo perfecto, me doy cuenta.

—¿Adónde fuisteis esos dos días? —dijo Berner, mirándole fijamente, con la cara pecosa pálida, como si estuviera mareándose. Nuestro padre volvió a mirar por el retrovisor. Yo me volví para ver qué había detrás de nosotros. Un Ford negro con dos hombres en el asiento delantero. Dos hombres con traje. Hablaban entre ellos. Uno se reía. No podía recordar si era el coche que había visto a la entrada de la feria, pero creía que sí.

—Puede que vuestra madre tenga que llevaros de viaje —dijo mi padre—. Pero no tenéis que preocuparos.

—¿Me has oído lo que he dicho? —dijo Berner.

—Sí, te he oído.

Nuestro padre puso el intermitente como para dejar el puente y enfilar hacia el este, hacia la base. Pero de pronto aceleró, salió a toda velocidad del puente, recorrió otra manzana y torció hacia la derecha en la Seventh en dirección al centro, y al llegar entró en una calle pulcra y umbrosa de casas de madera blanca —más bonitas que la nuestra—, con olmos más frondosos y robles y céspedes mejor cuidados y un colegio de ladrillo rojo. No sabía quién vivía allí. Posiblemente los chicos del club de ajedrez cuyo padres eran abogados. Nunca había estado en aquella parte de la ciudad, aunque Great Falls no era muy grande. No era un pueblo, pero tampoco una ciudad grande.

Miré a nuestra espalda. El Ford negro había girado también y seguía detrás de nosotros. Los dos hombres seguían hablando. Estaba claro que no íbamos a la base a ver aviones.

—¿Qué has hecho con la pistola? —dije.

Los ojos de mi padre me miraron, y luego miraron al Ford.

—¿Qué sabes tú de eso?

—Miré en tu cajón.

Mi padre suspiró con frustración.

—No tendrías que haberlo hecho. Son cosas mías, privadas.

No estaba enfadado. Nunca se enfadaba con nosotros. No habíamos hecho nada malo, además.

—¿Por qué son privadas? ¿Qué las hace privadas? —dijo Berner.

—Oíd, niños, ¿sabéis lo que significa tener sentido?

Sus ojos miraban por el retrovisor una y otra vez. Habíamos recorrido todo Seventh y habíamos vuelto al río. Las crestas blancas seguían cubriendo de espuma la ancha superficie del agua. En la otra orilla estaba la feria; podía verse la parte alta de la Noria, el Céfiro y la Montaña Rusa bajo las nubes que se deslizaban en el cielo. No habían desmontado nada. Podríamos haber estado allí perfectamente.

Mi padre, de pronto, giró en redondo en su asiento, sin dejar de conducir, y me miró airadamente. Yo apreté las manos contra el bulto del dinero del pantalón. Si lo veía, el mundo podía venirse abajo, o eso me parecía a mí, al menos. Sus ojos me abrasaban. Sus rasgos —sólo le veía la parte derecha de la cara—, la mejilla, la barbilla, la boca, una ceja, se me antojaban en movimiento. Me daban miedo. Mi padre no estaba mirando por dónde iba. Y yo había olvidado lo último que había dicho.

—Te he hecho una pregunta. ¿Sabes lo que significa tener sentido?

Habíamos hablado de aquello antes, en casa, cuando se estaba limpiando las botas. El juego del ajedrez tenía sentido. Lo único que tenías que hacer era esperar a ver cuál era ese sentido. No creí que fuera eso lo que le interesaba en aquel momento.

—Sí —dije.

Volvió la cabeza hacia delante para mirar la calle. Estábamos pasando por la cárcel de Cascade County.

—¿Qué has dicho?

Mi voz no había sido demasiado audible.

—Sí, señor —dije, en voz más alta—. Lo sé.

Giró la cabeza hacia mí de nuevo, como si tampoco ahora me hubiera oído. Parpadeó, mirándome. Parecía cambiado.

—¿Por qué no me lo preguntas a mí? —dijo Berner, con la barbilla levantada, desafiante—. Lo sé todo acerca de eso.

—¡Muy bien! —La miró con mirada airada, como si Berner lo estuviera entorpeciendo—. Te lo diré, de todos modos; por si acaso. —Se pasó la mano por la boca y luego se metió los dedos por el pelo—. Significa que aceptas las cosas. Si las entiendes, las aceptas. Si las aceptas, las entiendes.

Lanzó otra mirada airada a Berner, y sus ojos volvieron a fijarse en el retrovisor. El Ford negro seguía detrás. Con los dos hombres con traje. Para mí tenían aspecto de directores de colegio, o de vendedores.

Nos dirigíamos hacia el puente de Central Avenue a través de la zona comercial de la ciudad. Bares. El Rexall. Woolworth’s. Un edificio alto de oficinas en cuya planta baja estaba la tienda de pasatiempos donde compré las piezas de ajedrez. El auditorio municipal. No había mucho tráfico. La gente estaba en la feria, por lo de las entradas a mitad de precio. Nuestra casa estaba justo al otro lado del río, en su pequeño y destartalado barrio.

—No creo que tengas razón en lo que has dicho —declaró Berner. Se volvió un poco para mirarme, e infló las mejillas. Parecía mayor, como una maestra de escuela. Le gustaba desafiar a nuestro padre, y quería darse otra excusa para fugarse de casa.

—Bueno, pues la equivocada eres tú —dijo nuestro padre—. Estás equivocada.

—Yo hay cosas que no entiendo —dijo Berner—, pero las acepto. Y hay cosas que entiendo, pero no las acepto. —Cruzó los brazos con fuerza y se quedó mirando por la ventanilla el río que fluía bajo el puente sobre el que ahora estábamos—. Lo que tú dices no tiene sentido. Eso es todo. Y lo sabes.

Nuestro padre sonrió de forma extraña, y sacudió la cabeza.

—A ver, niños, ¿pensáis que estoy portándome mal con vosotros? ¿Es eso?

Volvió a mirar por el retrovisor para ver si el coche negro seguía a nuestra espalda, si había girado para entrar en el puente, y sí lo había hecho.

Ninguno de nosotros dijo nada. Yo ni siquiera entendía por qué nos preguntaba eso mi padre. Nuestros padres nunca habían sido malos con nosotros.

—Porque no es cierto —dijo—. Lo único que quiero es que aprendáis una lección muy importante en la vida. Hay cosas que se tienen que aceptar y entender, por mucho que no tengan sentido al principio. Tenéis que hacer que tengan sentido. Es lo que hacen los adultos.

—En ese caso, yo no quiero hacerme adulta —dijo Berner con resentimiento.

Me di cuenta de que nuestro padre estaba hablando del dinero que yo tenía metido en los pantalones. Estaba diciendo una cosa y queriendo decir otra. Me había visto encontrarlo —por el retrovisor—, o metérmelo por debajo de la cintura, cuando se había dado la vuelta para mirarme. Lo que intentaba decirme que hiciera, antes de que llegáramos a casa, era que dejara el dinero donde lo había encontrado, y que aceptara lo que no podía entender sobre su procedencia. Lo peor que podía suceder era que el dinero siguiera en mis pantalones cuando subiéramos por el camino de entrada hasta casa, y que yo tuviera que dar explicaciones. Dejarlo donde estaba era «lo que tenía sentido». Una vez que el dinero estuviera donde tenía que estar, todo volvería a la normalidad.

—No veo ninguna razón para que te pongas a llorar —dijo mi padre. Berner se abrazaba con fuerza el vientre con los brazos y miraba fieramente por la ventanilla—. Nadie te ha hecho nada malo, hermana.

—No soy tu hermana —dijo ella, furiosa—. Y no estoy llorando.

—Sí, estás llorando. Y no deberías.

La miró, y luego volvió a mirar al frente. Central Avenue nos conducía a casa.

En un momento dado de nuestra vida Berner había dejado de llorar por completo, como si no pudiera soportar llorar y odiara cómo la gente —yo, en particular— se comportaba con ella cuando lo hacía. En lugar de llorar, se enfurecía. Pero yo sabía que estaba llorando porque se ponía el meñique en una de las comisuras de los ojos, y respiraba profundamente. No había ni los «bua bua» ni los berridos de cuando éramos niños. Yo llevaba sin llorar desde antes de que pudiera recordar, mucho más tiempo que ella. Nuestra madre nunca lloraba. Pero nuestro padre había llorado una vez viendo una película de guerra en la televisión.

Mi padre tenía toda su atención centrada en Berner, y comprendí que era la única ocasión que se me iba a presentar para devolver el dinero a su escondite. Me agaché hacia delante, como si fuera a atarme los cordones de los zapatos, me saqué el fajo de los pantalones, lo metí a la fuerza por la hendidura del ángulo trasero del asiento, y por fin cayó fuera de mi alcance. Nada más hacerlo, me sentí increíblemente mejor y más liviano. Cuando alcé la mirada hasta el retrovisor interior, vi que mi padre volvía a taladrarme con la mirada.

—¿Qué haces? —dijo.

Berner me dirigió una mirada agraviada, como si la hubiera traicionado. Su cara tenía una expresión afligida. Apartó la vista de mí y volvió a mirar por la ventanilla.

—Atarme un zapato —dije.

Nos acercábamos a nuestra calle. Las copas de los olmos y los arces negundo se mecían al viento suave de la tarde, tan frondosas que el campanario de la iglesia luterana apenas era visible entre ellas.

—Pregúntale a tu hermana por qué está así —dijo con torpeza mi padre. Alargó una mano y le dio unas palmaditas en el hombro a Berner. Ella no le miró—. Yo no tengo la menor idea. Lo juro por Dios. A lo mejor te lo dice a ti. ¿Querrás decirle a Dell por qué estás llorando, cariño? No soy un hombre malo. Y no quiero que pienses que lo soy.

—La gente llora porque se siente infeliz —dijo Berner, como escupiendo las palabras.

Estábamos torciendo en el parque.

—¿Infeliz?

Siempre se quedaba perplejo cuando la gente no se sentía exactamente como él respecto de algo.

Volví a mirar por la ventanilla trasera. El Ford con los dos hombres nos había seguido haciendo el mismo giro que nosotros al dejar atrás la iglesia luterana. Nuestro padre hizo un viraje repentino hacia el bordillo, como si quisiera dejar paso al coche negro. El Ford pasó despacio por nuestro lado. Los dos hombres nos miraron. Uno estaba hablando y el otro asentía. Llegaron hasta la esquina, torcieron hacia el lado oeste del parque y siguieron despacio hacia Central Avenue. Yo me di cuenta de que eran de la policía, pero no tenía la menor idea de por qué nos seguían. No se me ocurrió que la causa pudiera ser el dinero escondido debajo del asiento.

—¿Quiénes pensáis que pueden ser esos dos zopencos? —dijo nuestro padre, mientras miraba cómo el Ford enfilaba Central Avenue. Sus puños apretaban con fuerza el volante. Los músculos de sus mandíbulas se tensaron, como si estuviera preparándose para añadir algo. Estábamos en nuestros asientos, en silencio, delante de nuestra casa. El confeti blanco de la boda de los luteranos atravesó la calzada arrastrado por el viento, e invadió el césped de nuestro jardín.

—Quizá… —dijo nuestro padre. Calló y se relamió los labios, y sonrió a Berner, que seguía abatida y miraba hacia otra parte. Luego se volvió hacia mí, pero yo no sabía qué se suponía que debía decir—. Iba a decir que esos tipos seguramente serán misioneros mormones. Van con traje y corbata. Quizá tengan un libro que quieren que leamos. Debería haberme parado para hablar con ellos. Podría haber sido interesante, ¿no creéis? —Con ello quería que creyéramos que aquellos hombres eran unos pobres diablos, y que no se nos ocurriera volver a pensar en ellos—. ¿Qué dices, hermana? —Era su acento dixie. Creía que a la gente le gustaba. Sus cejas brincaron hacia arriba, y me lanzó una mirada que significaba que él y yo éramos compinches de nuevo, y Berner no. Una mirada que siempre me había gustado.

—Me gustaría estar muy lejos de aquí —dijo Berner, triste—. Me gustaría estar en California, o en Rusia.

—Todos queremos eso a veces, cariño —dijo mi padre—. Tu madre y tú parece que lo deseáis más que la mayoría de la gente. Vosotras dos tendréis que hablar de ello. —Se volvió hacia mí. Yo esperaba que dijera algo, pero se limitó a sonreír con su gran sonrisa de dientes blancos, como si se hubiera perdido una batalla. Abrió la portezuela del coche, y siguió hablando mientras se bajaba—. Ahora estamos en una buena racha, ¿comprendéis? Ya hemos soportado tonterías durante demasiado tiempo.

Berner frunció el ceño, y luego hizo un gesto de burla, como si nuestro padre fuera despreciable y patético, algo en lo que yo no estaba de acuerdo en absoluto, por mucho que no hubiéramos ido a la feria.

—Pues vamos —dijo mi padre ya fuera del coche, como si yo le hubiera contestado algo—. Es todo lo que necesito saber. —Se inclinó hacia el interior del habitáculo, donde Berner y yo seguíamos sentados. El viento soplaba a ráfagas en la calle, levantando torbellinos de confeti y doblando más las copas de los árboles. Entró en el coche un fuerte olor a lluvia. Iba a haber tormenta—. Venga, chicos, bajaos ya —dijo mi padre—. Aquí es donde vivimos. No hay nada que podamos hacer al respecto. Hogar, dulce hogar. Al menos por ahora.