Enfilamos Third Street, siguiendo el río, y dejamos atrás el sitio donde Berner y yo habíamos dado de comer a los patos. El cielo volvía a estar inestable, y el viento movía de un lado a otro los olores. Nubes planas, de base purpúrea, se deslizaban hacia el sur. Pequeñas crestas blancas brincaban sobre la superficie del agua, y unas gaviotas remontaban el vuelo en la brisa húmeda. Pronto habría una tormenta. Llevaba anunciándose todo el día. Era el comienzo del otoño; nuestra madre había dado en el clavo.
En el asiento trasero, yo iba pensando. Pero no en la exposición de las abejas sino en la tienda donde la policía del estado exhibía sus armas para que pudieran inspeccionarlas los ciudadanos. Algunos miembros del club de ajedrez habían hecho comentarios sobre los bazucas y las granadas de mano y los subfusiles Thompson que podrían verse en aquella tienda. Habían hecho conjeturas sobre los usos que la policía podría dar a esas armas. Mi pensamiento giraba en torno a los indios, a quienes se consideraba una colectividad criminal, y a los comunistas, que conspiraban contra Norteamérica. Había mirado por tercera vez el cajón de los calcetines de mi padre, y tampoco había encontrado la pistola. Fantaseé con la idea de que hubiera matado a alguien (posiblemente a Ratón) y se hubiera deshecho de la pistola tirándola al río.
Berner iba en el asiento del acompañante, y parecía mohína por venir con nosotros, algo que yo no le agradecía. Había bastante tráfico en las inmediaciones de la entrada de la feria. Mi padre miró dos veces por el retrovisor y dijo: «Bien, Dell, ¿quién nos está siguiendo tan de cerca?». Era un juego. Yo miraba por la ventanilla trasera y no había nadie. Pero en esta ocasión vi el mismo coche negro las dos veces. Mientras íbamos bordeando la cerca encalada del recinto ferial vi las crestas de las atracciones del interior: la Noria, el Céfiro (que ya nos habían descrito en el colegio), la cima curva de la Montaña Rusa, con su hilera de coches que ascendían sinuosos y se lanzaban hacia abajo vertiginosamente, llenos de gente que hacía gestos con las manos y gritaba a voz en cuello. La música y el ruido de la multitud y las voces de los altavoces se mezclaban en el aire ventoso de la misma forma en que los había oído estando en casa, incluidas las voces de unas mujeres que iban cantando números de bingo. El viento llevaba el olor del serrín, del estiércol y de algo más dulzón. Me espoleaba el deseo de entrar en la feria antes de que cerraran las puertas. Me dolía la mandíbula de tanto apretarla, y sentía un hormigueo en los dedos de los pies. El tráfico, sin embargo, estaba atascado por viejos utilitarios y tartanas llenas de niños y por personas —claramente indios— que caminaban en fila por el borde de la carretera hacia la entrada de peatones.
Fue justo en ese momento —estábamos en la cola de vehículos, a punto de llegar a las grandes verjas de la entrada— cuando encontré el paquete del dinero. Nervioso, había metido la mano en la hendidura entre el cojín trasero y el espacio frío de debajo del asiento, y mi palma izquierda entró en contacto con algo que saqué inmediatamente. Era un fajo de billetes estadounidenses sujetos por una faja de papel, en la que se leía las palabras AGRICULTURAL NATIONAL BANK, CREEKMORE, DAKOTA DEL NORTE. Me quedé anonadado. Dije: «Oh» en voz lo suficientemente alta como para que mi padre me mirara al instante por el retrovisor interior. Me quedé mirándole directamente a los ojos, que me tenían como apresado.
—¿Qué has visto? —dijo—. ¿Has visto algo ahí atrás?
Sus labios se movían bajo los ojos, pero su voz estaba separada de ellos. Pensé que quizá se daría la vuelta para mirarme, cosa que hizo Berner. Mi hermana miró el fajo de dinero y, acto seguido, volvió a mirar hacia delante.
—¿Has visto a esos malditos polis? —dijo mi padre.
—No —dije yo.
La gente tocaba el claxon a nuestra espalda. Nos habíamos parado por completo en lugar de girar hacia la izquierda para entrar en el recinto. En el interior, los coches aparcaban en la hierba; más allá podían verse los puestos del paseo central y las atracciones. Un policía nos hizo una seña para que siguiéramos adelante. Otros coches estaban saliendo del recinto y otro policía les hacía gestos con la mano para que continuaran. La confusión era mayúscula.
—¿Qué diablos es, entonces?
Mi padre, irritado, me miraba airadamente por el retrovisor, sin avanzar hacia el interior de la feria.
—Una abeja —dije—. Me ha picado una abeja.
Fue lo único que se me ocurrió decir. Me metí los billetes dentro de la parte delantera de los vaqueros. Berner, volviéndose un poco, me miró con desdén, como si estuviera haciendo algo que no debería hacer. El corazón empezó a latirme con fuerza. No sé por qué no dije He encontrado un montón de billetes. ¿Por qué están aquí? En lugar de ello, actué como si hubiera robado yo el dinero, o lo hubiera robado alguien y no me tuvieran que coger a mí con él, y que todo se arreglaría si el fajo desaparecía de la vista.
—Malditos polis —dijo nuestro padre—. Lo echan todo a perder.
Volvió a mirar airadamente por el retrovisor interior, a quienquiera que estuviera detrás de nosotros en ese momento. Y en lugar de torcer delante del policía hacia el interior del recinto, pisó el acelerador y salimos disparados Third Street abajo. Yo no entendía por qué le preocupaba tanto la policía.
—¿Adónde vamos? —dije, mientras dejábamos atrás la cerca blanca.
—Vendremos el año que viene —dijo mi padre—. Hay demasiada gente ahí dentro. Están dejando pasar a todas esas indias. Y va a llover.
—No, no va a llover —dije.
—Creía que te gustaban los indios —dijo Berner con su tono altanero.
—Me gustan —dijo nuestro padre—. Pero hoy no.
—Si hoy no, ¿cuándo, entonces?
Lo dijo sólo para pincharle.
—Cuando estoy de humor —dijo.
Y me quedé sin ver la feria.