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Se oyen historias sobre gente que ha cometido crímenes graves. De pronto deciden confesarlo todo, presentarse ante las autoridades, descargar por completo su conciencia: el peso, el daño, la vergüenza, el aborrecimiento de sí mismos. Lo confiesan todo antes de ir a la cárcel. Como si la culpa fuera lo peor del mundo para ellos.

Quiero decir ahora que la culpa tiene que ver con todo ello menos de lo que uno podría pensar. Antes bien, el problema insoportable es que todo se vuelve enormemente confuso de forma repentina: la senda despejada que lleva al pasado se ve obstruida y resulta impracticable; la persona que una vez sintió ser es completamente distinta de la que siente ser hoy. Y el tiempo mismo: las horas del día y de la noche discurren de forma tan extraña… Primero velozmente, luego con increíble lentitud. Luego el futuro se hace tan confuso e impenetrable como el propio pasado. Lo que le pasa a una persona en este trance es que se queda paralizada, atrapada en un presente largo, continuado, insufrible.

¿Quién no iba a querer que todo esto terminara, si fuera posible? ¿Hacer que el presente diera paso a algún futuro, casi a cualquiera? ¿Quién no lo admitiría todo sólo para liberarse de ese terrible presente? Yo lo haría. Sólo un santo no lo haría.

Otro coche de la policía negro y blanco pasó por delante de nuestra casa varias veces aquel sábado. El conductor uniformado parecía fijarse mucho en nuestra casa. Nuestro padre se acercó a la ventana de la sala varias veces para mirar la calle. «Muy bien. Te veo», dijo más de una vez. El día anterior, él y nuestra madre se habían mostrado amistosos y comunicativos el uno con el otro. Ahora, sin embargo, actuaban como orillándose, algo a lo que yo estaba más acostumbrado. Nuestro padre parecía querer hacer más de lo que podía abarcar. A nuestra madre, por su parte, se la veía muy resuelta. No se habló mucho. Yo intenté interesar a Berner en «el concepto posicional» y en el «sacrificio agresivo», sobre los que había estado leyendo, haciéndole demostraciones encima de mi cama, sobre el tablero enrollable. Pero Berner dijo que no se encontraba bien, y que yo no podía entenderlo porque se trataba de cosas de la vida y no de ningún juego.

Desde que había vuelto de ver a la señorita Remlinger, nuestra madre se había puesto a hacer cosas en la casa. Lavó un montón de ropa en la lavadora y la colgó en el tendedero del jardín trasero —se subía a una caja de madera para llegar a la bolsa de las pinzas—. Limpió la bañera —que Berner siempre dejaba sucia— y barrió el porche delantero, donde el viento había llenado de arenilla las rendijas. Fregó los platos de la noche anterior, que habían quedado en la pila. Nuestro padre salió a la trasera de la casa y se sentó en una de las sillas de jardín y se quedó mirando el cielo de la tarde y practicó los ejercicios oculares que había aprendido en la Fuerza Aérea. Al cabo de un rato entró en casa, sacó la mesa de jugar a las cartas del armario del pasillo y la llevó a la sala, luego bajó un rompecabezas de un estante y se sentó con las piezas diseminadas sobre el tablero. Le gustaban los rompecabezas, y creía que requerían una inteligencia especial. También había hecho varios puzzles de colorear por números a lo largo de los años, que había exhibido en casa durante un tiempo y luego había guardado en el mismo armario y no había vuelto a acordarse de ellos.

Acercó una silla a la mesa por si alguien quería colaborar en el rompecabezas, y empezó a coger piezas, a darles la vuelta para estudiarlas y a ensamblar las de encaje más obvio como si fueran islas minúsculas. Le preguntó a Berner si quería participar en el pasatiempo, porque se sentiría mejor. Pero ella dijo que no. Era un rompecabezas de las cataratas del Niágara, pintadas por Frederic E. Church. Representaba un agua verde y vasta y tumultuosa, rompiendo sobre las rocas bajas rojas y volviéndose blanca y amarilla al ir cayendo por el abismo lechoso. Lo habíamos ensamblado muchas veces, y a mí me recordaba espontáneamente la fotografía de mi madre y de sus padres, que habían estado al pie de las cataratas en un barco. Era el rompecabezas preferido de mi padre, porque tenía fuerza dramática. Era de la escuela de pintura del Hudson River, decía la caja, lo cual me parecía que no tenía ningún sentido porque la caja decía también que era el río Niágara y no el Hudson. Siempre me había preguntado si no habría alguna fórmula para que casar las piezas del rompecabezas te llevara una hora o menos. Tener que imaginar aquella estampa cada vez que lo armabas y luego buscar las piezas apropiadas se me antojaba el modo más duro de hacerlo. Además, no entendía por qué ibas a querer hacerlo más de una vez. No era como el ajedrez, que podía parecer que era el mismo juego cada vez que lo jugabas, pero en el que el número de movimientos posibles en cada partida era prácticamente inacabable.

Durante un rato estuve de pie junto a nuestro padre, señalándole las piezas azules y purpúreas del cielo y las partes que pertenecían claramente al río. Berner preguntó a nuestra madre si podía ir a dar un paseo, porque el ventilador le estaba irritando los senos nasales, pero tanto mi madre como mi padre le dijeron que no.

Nuestra madre volvió a pasarse un largo rato al teléfono en el pasillo —mi padre fingía no prestarle atención—, y al final se llevó el teléfono con el alargador a su cuarto, y cerró la puerta. Yo alcancé a entreoír el murmullo de su voz bajo el sonoro zumbido del ventilador. «No, no haríamos esto en circunstancias normales, pero…», le oí decir. Y: «… no hay ninguna razón para pensar que vaya a durar siempre…». Estos retazos de conversación con alguien cuya identidad no conocía hicieron que tuviera la sensación de que mi padre —sentado en la sala casando piezas de las cataratas del Niágara— era un desconocido, como si nuestra madre fuera también su madre, y tuviera que cuidar de él además de cuidar de nosotros.

Al cabo de un rato me fui a mi habitación y me tendí en la cama. Berner entró y cerró la puerta, y anunció que, en su opinión, nuestros padres estaban locos. Dijo que, después de terminar de hablar por teléfono, nuestra madre había ido a la cocina, y ella, Berner, había entrado en su dormitorio para intentar averiguar con quién había estado hablando. La maleta de nuestra madre estaba encima de su cama gemela, abierta y con algo de ropa en su interior. Salió del dormitorio y fue a la cocina y le preguntó a nuestra madre por qué tenía la maleta encima de la cama, y ella le dijo que pronto haríamos un viaje. No dijo adónde. Berner le preguntó si nuestro padre vendría con nosotros, y ella dijo que, por supuesto, podía venir si quería, pero que probablemente no vendría. Berner dijo que esta conversación le revolvió el estómago y le entraron ganas de vomitar —aunque no lo hizo—, y momentos después ganas de escaparse de casa y de casarse con Rudy Patterson. Pensé que no me iban a invitar a acompañarles en ese viaje.

A las cuatro de la tarde nuestra madre se fue a su dormitorio a echar una cabezada. Cuando hubo cerrado la puerta, mi padre vino a mi cuarto y miró dentro, y luego fue hasta la puerta del cuarto de Berner. Quería saber si nos apetecía ir con él en coche hasta el recinto ferial, ya que había leído que aquella última tarde la entrada costaba la mitad, y que por la noche habría fuegos artificiales. Dijo que no había razón alguna para que no fuésemos a echar una ojeada. Sonrió de una forma que me pareció traviesa, como si nos estuviera sugiriendo jugársela a nuestra madre.

Yo, por supuesto, tenía muchas ganas de ir. Había muchas cosas importantes, complejas que aprender. Habría expertos que mostrarían una colmena con un lado de cristal donde vivía la reina, y enseñarían cómo manejar los botes de humo para evitar que las abejas te mataran a picotazos; algo que mi padre había mencionado y que me había preocupado mucho.

Berner dijo que no le interesaba. Tendida en la cama, dijo que había oído en el colegio que a la feria, el último día, sólo iban indios malolientes, porque no tenían un centavo y estaban siempre borrachos. Y que ya había visto bastante indios en los coches que habían pasado por delante de nuestra casa durante toda la semana, cuando a ellos dos les había apetecido irse de viaje.

Nuestro padre se había puesto las botas de cowboy bien lustrosas y unos tejanos planchados que solía llevar en la oficina de venta de terrenos, aunque no se había afeitado ni peinado como hacía normalmente. Estaba sonriente, pero volvía a tener un aire extraño, como si sus rasgos faciales no encajaran bien en sus huesos de la cara. Allí de pie, en el umbral del cuarto de Berner, dijo que lamentaba que los indios hubieran estado pasando por delante de la casa, pero que ahora ya estaban apaciguados. Una vez, su tío Cleo le había invitado a ir con él en coche a Birmingham. Pero a la sazón tenía una pequeña novia llamada Patsy. Le dijo al tío Cleo que no podía ir porque iba a tener la oportunidad de ver a Patsy. Al mes siguiente, el tío Cleo murió en un paso a nivel en el que no funcionaba la barrera. Ya nunca volvió a ver a su tío, y siempre había lamentado no haber ido con él a Birmingham.

—No fue culpa tuya —dijo Berner desde la cama, limándose las uñas—. Puede que el tío Cleo hubiera tenido que ser más prudente.

Le encantaba discutir con nuestro padre y sentirse superior.

—No hay duda —dijo nuestro padre—. Pensé que podría ir a Birmingham con el tío Cleo en cualquier otra ocasión. Pero resultó que no la hubo.

Berner dijo algo que no pude oír por culpa del ventilador. Me pareció que dijo:

—¿Así que te vas a matar si no voy?

—Espero que no —dijo mi padre—. De verdad espero que eso no suceda.

Berner era descarada, ya lo he dicho. La palabra que mi padre empleaba para definirlo era «altanería».

—Eso es chantaje —dijo—. No me gusta que me chantajeen.

—Puede que no lo esté diciendo bien —dijo nuestro padre.

Entonces Berner dijo algo que no puede oír. Pero supe que se había ablandado por el tono quejumbroso de su voz. Oí cómo crujía el piso de tarima de su cuarto. Mi hermana no podía resistirse cuando nuestro padre la miraba fijamente. Sólo nuestra madre podía. Los queríamos a los dos, y eso tiene su importancia. No debe obviarse en esta historia. Siempre quisimos a nuestros padres.