Cuando volvíamos a casa el sol nos daba en la parte alta de la cabeza. Un viento caliente y húmedo procedente del sur agitaba el polvo en Central Avenue. Los neumáticos de los coches que pasaban se ceñían con ruido al asfalto y los árboles estaban polvorientos y tenían las hojas quebradizas. No había ni rastro de frescor en el ambiente.
Los luteranos celebraban una boda en el interior del templo. Las puertas, frontales y laterales, estaban abiertas, y había dos altos ventiladores plateados situados de forma que hacían circular el aire. Dos hombres con sombreros del Oeste estaban en el camposanto contiguo en mangas de camisa, con las chaquetas sobre el antebrazo y fumando. Junto al bordillo de la acera sólo había aparcada una camioneta roja y manchada de barro. Atados al parachoques trasero, llevaba una ristra de latas y unos cuantos pares de botas viejas. En las ventanillas laterales alguien había garabateado con pintura blanca «Recién casados» y «Pobre chica».
Berner y yo nos paramos para mirar hacia la iglesia, y ella estudió las puertas abiertas a través de los cristales de las gafas, como si la novia y el novio fueran a salir en cualquier momento. Nunca habíamos estado en una iglesia.
—¿Por qué os casáis? —dijo Berner, como asqueada—. Pagáis por lo que podéis conseguir gratis.
Escupió con cuidado, entre sus zapatillas de tenis, en el césped del jardín delantero de casa. A mí nunca se me había ocurrido hacer esa pregunta, pero a veces pensaba que Berner sabía lo que yo pensaba antes de que llegara a pensarlo. Crecía mucho más rápido que yo. Y no le gustaban las cosas que no entendía.
—Los padres de Rudy ni siquiera están casados —dijo—. Su auténtica madre vive en San Francisco, que es adonde va a ir cuando se escape de casa. Estoy pensando en irme con él. Si lo cuentas en casa te estrangulo. —Me agarró el brazo y me dio un pellizco tan fuerte que me dolieron las orejas, a pesar de que llevaba los guantes blancos. Era mucho más fuerte que yo—. Lo digo en serio —dijo—. So mierda.
Me había llamado cosas así antes. Pedazo de mierda. Picha. Polla. No me gustaba, pero me daba la sensación de que seguía habiendo intimidad entre nosotros. Me hacía sentirme mejor de lo que me había sentido últimamente.
—No diré nada —dije.
—Nadie te haría ni caso, de todas formas —dijo, y se burló de mí—. El señor Ajedrez. Eso es lo que eres —dijo.
Subió los escalones y entró en casa.
Nuestro padre estaba sentado en la mesa de la sala, dando betún Cat’s Paw a sus botas negras de cowboy. Le había visto hacerlo con sus zapatos de la Fuerza Aérea cientos de veces. Su caja de madera de la limpieza del calzado estaba abierta encima del Tribune que había estado leyendo mi madre. También se estaba cortando las uñas. Las esquirlas en forma de media luna estaban desperdigadas sobre el papel de periódico.
Había cogido el globo terráqueo de mi cómoda y lo había puesto encima de la mesa, delante de él. En la sala había un olor dulzón a betún. Había sintonizado la KMON para las noticias agrícolas del sábado. Iba vestido como todos los sábados: sandalias de goma y bermudas, y la camisa hawaiana de flores rojas que dejaba al descubierto la serpiente enroscada que tenía tatuada en el antebrazo. Componían el nombre del Mitchell desde el que había arrojado bombas sobre Japón: Old Viper. Tenía otro tatuaje en el hombro: unas alas de la Fuerza Aérea, que no había ganado por ser piloto, que es lo que siempre había querido ser.
Al verme, me dirigió una gran sonrisa. Cuando entramos mi hermana y yo parecía taciturno y absorto. No actuaba como si se sintiera bien. No se había afeitado, pero en sus ojos vi el mismo fulgor que le había visto cuando volvió a casa de su primer viaje de negocios.
Berner siguió cruzando la sala y no se paró.
—Tengo mucho calor —dijo—. Voy a sentarme en la bañera llena de agua fría, y luego les daré de comer a los peces.
Nadie había encendido el ventilador de buhardilla, así que Berner lo hizo al pasar por el pasillo. El aire empezó a moverse. Oí cómo se cerraba su puerta.
—Quiero hablar contigo —dijo mi padre, sin dejar de aplicar el betún y frotar con el trapo—. Siéntate ahí.
No estaba acostumbrado a quedarme completamente a solas con él, pese a que se suponía que pasaba más tiempo con él que con mi madre. Normalmente, mi madre solía estar cerca. Mi padre siempre quería entablar una conversación seria conmigo cuando estábamos solos. Por lo general tales charlas tenían que ver con su deseo de hacerme saber que nos quería, y que siempre estaba trabajando para nuestro bienestar, y que tenía una apuesta personal sobre nuestros futuros individuales, sobre los que nunca decía nada claro. Siempre me hacía sentir que no nos conocía bien a Berner y a mí, puesto que mi hermana y yo siempre habíamos dado por supuestas estas cosas.
Me senté junto al montón de trapos y cepillos de dientes ennegrecidos y la lata cilíndrica de Cat’s Paw. El globo terráqueo estaba girado de tal forma que mostraba el mapa de los Estados Unidos.
—Me encantaría poder llevarte a la feria estatal.
Me miró directamente a los ojos, como si estuviera diciendo algo que significara otra cosa. O como si me hubiera pillado en una mentira y estuviera tratando de hacerme entender la importancia de no mentir. En aquel tiempo yo no mentía.
—Hoy es el último día —dije. El anuncio podía leerse en el periódico sobre el que estaba limpiándose las botas. Probablemente lo había visto, y por eso lo sacaba a colación—. Aún podríamos ir.
Miró por la ventana en el instante en que pasaba un coche, y luego miró el globo terráqueo.
—Lo sé —dijo—. Pero hoy no me siento demasiado bien.
Una vez, en Mississippi, habíamos ido a una feria del condado ambulante que levantaba sus tiendas no lejos de donde vivíamos. Él y yo fuimos una noche. Lancé pelotas de goma contra muñecas de trapo con coletas rojas, pero nunca logré derribar ninguna. Luego disparé con un rifle cargado con corchos y tumbé unos patos, y gané un paquete de caramelos terrosos en forma de rombo. Mi padre me dejó solo y entró en una tienda a ver un espectáculo no apto para menores. Me quedé fuera, sobre un suelo lleno de serrín, escuchando las voces de la gente y la música de las atracciones y el sonido de las carcajadas del Palacio de la Risa. El sol tenía un tono amarillento por las luces de la feria. Cuando mi padre salió de la carpa con un numeroso grupo de otros hombres, dijo que había sido toda una experiencia, pero no explicó nada más. Montamos juntos en los autos de choque, y comimos tofes, y nos fuimos a casa. No he estado en ninguna otra feria, y aquella tampoco me pareció gran cosa. Los chicos del club de ajedrez me habían dicho que en la feria de Montana exhibían ganado y aves de corral y cosas agrícolas, y que no tenía el menor interés. Pero yo seguía interesado en las abejas.
Mi padre respiraba por la nariz mientras daba betún al cuero de sus botas. Despedía un olor muy fuerte, más fuerte que el del Cat’s Paw: un olor acre que pensé que tenía que ver con el hecho de que no se encontraba bien. Se echó hacia atrás, dejó el trapo y se frotó la cara con las manos como si tuviera agua en ellas, y luego se las pasó por el pelo, lo cual le hizo despedir una vaharada más del mismo olor. Apretó los ojos cerrados y los abrió.
—¿Sabes? Cuando era niño, en Alabama, tenía un amigo que vivía en nuestra calle. Uno de nuestros vecinos, un médico viejo, tenía la consulta en casa, y un día invitó a mi amigo a entrar en ella. Este viejo médico intentó hacerle a mi amigo algo que no estaba bien. —Los ojos brillantes y sombríos de mi padre enfocaron con fijeza la lata de betún, y luego se alzaron hasta mí teatralmente—. ¿Entiendes lo que quiero decirte?
—Sí, señor —dije, aunque no lo había entendido.
—Mi amigo, que se llamaba Buddy Inkster, hizo que el viejo parara, por supuesto. Se fue directamente a su casa y se lo contó a su madre. ¿Y sabes lo que le dijo su madre?
Mi padre parpadeó hacia mí y ladeó la cara con expresión inquisitiva.
—No, señor.
—Le dijo: «¡Buddy, dile a ese viejo que no vuelva a intentarlo más!».
Mi hermana empezó a llenar la bañera de agua. Aun con el ventilador de buhardilla en marcha, tenía mucho calor con la ropa puesta. Había empezado a sudar por debajo del cuello de la camisa. La puerta del cuarto de baño se cerró, y oí cómo mi hermana echaba el pestillo.
—¿Entiendes lo que su madre le estaba diciendo? —Mi padre cogió la tapa de la lata de betún y la cerró con cuidado apretándola con dos dedos hacia abajo, hasta que oímos un suave clic—. Ahora bien, si la cosa hubiera sucedido, a él (me refiero al viejo matasanos), a él le habrían metido en la cárcel y la gente habría salido a por él con horcas y teas. ¿Sabes? —No, no sabía. Un coche tocó el claxon en la calle, con el motor muy acelerado, e instantes después salió rugiendo y se alejó calle abajo. Mi padre no parecía haberlo oído—. Bien, pues le estaba diciendo a Buddy que debía aprender a vivir con ciertas cosas, y a seguir ocupándose de sus asuntos. ¿Me entiendes?
—Creo que sí.
Era lo que pensaba.
—Pueden sucederte cosas malas —dijo mi padre—. Las dejas a un lado y sigues viviendo.
Quería que su historia causara efecto en mí. Parecía estar diciéndome que uno puede perderse partes importantes de lo que la gente hace y dice, pero que aun así tiene que confiar en sí mismo para llegar a comprenderlas. Lo que creo que me estaba diciendo realmente, sin embargo —sin utilizar exactamente esas palabras—, era que algo malo estaba a punto de sucederme, y que tendría que encontrar mi propia forma de superarlo. Quería también que me hiciera responsable de Berner. Por eso me lo estaba diciendo a mí y no a ella; lo cual no hacía sino probar que conocía a Berner casi tan poco como me conocía a mí.
—¿Tu hermana y tú pensáis en lo que vais a hacer con vuestra vida?
Sus ojos parecían secos y cansados. Tenía las yemas de los dedos manchadas de betún, y se las limpiaba una a una con el trapo de franela. Ahora se dirigía a mí como desde cierta distancia.
—Sí, señor —dije.
—¿Y bien? ¿Qué pensáis? —dijo—. Sobre el futuro.
—Quiero ser abogado —dije, por nada en especial, salvo que uno de los chicos del club de ajedrez había dicho que su padre lo era.
—Entonces me gustaría que pudieras darte prisa —dijo, y se estudió las uñas para ver cómo le habían quedado tras la limpieza. Aún quedaban franjas negras bajo los bordes—. Tienes que encontrar la forma de que todo tenga sentido. —Sonrió débilmente—. Hacerte una jerarquía. Algunas cosas son más importantes que otras. Puede que las cosas no te salgan como esperas.
Apartó la mirada y la dirigió a nuestra calle, First Avenue SW, a través de la ventana. Los luteranos se mezclaban unos con otros bajo los árboles del parque de enfrente de su iglesia. La boda llegaba a su fin. La gente se abanicaba con el sombrero y con abanicos de papel, y reían. En aquel mismo momento, mi madre se estaba bajando del Ford de Mildred Remlinger, aparcado junto al bordillo. Con su traje de lana de cuadros verdes y rosas tenía un aire diminuto e infeliz. No se volvió para decirle nada a Mildred: cerró la portezuela y echó a andar hacia el porche delantero de casa. El coche de Mildred inició la marcha y se alejó.
—Aquí llega el problema —dijo mi padre.
Creía que me iba a decir que no le hablara de nuestra conversación a mi madre. A menudo lo decía, como si tuviéramos secretos importantes, aunque a mí no me lo parecía. Pero no lo dijo. Y ello me hizo entender que nuestra conversación era cosa de ellos dos, no sólo de él, aunque yo no hubiera entendido de qué se trataba realmente: de la posibilidad de que los detuvieran, y de lo que Berner y yo haríamos después.
Mi padre me sonrió con su sonrisa de conspirador. Se levantó de la mesa.
—Va a resolverlo todo completamente —dijo—. Espera y verás. Es más lista que el hambre. Mucho más lista que yo, con diferencia.
Salió a recibirla a la puerta. Nuestra conversación acabó allí. Y no volvimos a tener otra parecida.