20

El sábado por la mañana me desperté al oír a mi madre hablando por teléfono. Insistía en algo, y me hizo un gesto para que me fuera de allí cuando me vio en el pasillo camino del cuarto de baño, que estaba un poco más allá del nicho del teléfono. Mi padre, al parecer, no estaba en casa. No se veía el coche en la parte trasera de la casa, donde lo había dejado la noche anterior. El tiempo había cambiado de la noche a la mañana. La casa estaba fría y con corrientes, y las puertas delantera y trasera estaban abiertas. Las nubes claras que se veían por la ventana de la cocina pasaban con prisa hacia el este, y la luz se había vuelto de un verde amarillento. Las cortinas estaban henchidas, y los olmos del jardín y del parque del otro lado de la calle se movían de un lado a otro como si fuera a llover. Nuestro montón de ropa desechada seguía en el porche trasero esperando al camión de Saint Vincent de Paul. El interior de la casa estaba fresco y casi en calma a pesar de las corrientes. Era como una mañana en la que se espera que por la tarde va a suceder algo importante.

Cuando colgó el teléfono, mi madre anunció que se iba paseando hasta la tienda italiana de Central Avenue, donde compraba los comestibles. Berner seguía durmiendo. Mi madre me dijo que, si quería, podía ir con ella, lo cual me dio una gran alegría. A mi modo de ver, no pasaba suficiente tiempo con ella. Mi madre pasaba mucho más tiempo con Berner.

Pero mi madre habló muy poco durante el paseo. En la tienda italiana compró el Tribune, algo que nunca le había visto hacer, ya que le interesaba muy poco lo que ocurría en la ciudad. Mientras caminábamos el uno al lado del otro intenté hablar de algunas cosas que me rondaban por la cabeza. Mi Schwinn estaba vieja; la habíamos comprado de segunda mano en Mississippi y ya no me servía. Había estado pensando en una Raleigh: una bicicleta inglesa, de ruedas finas, frenos de mano, cambios y una cesta detrás del sillín. Cuando empezaran las clases, quería llevar los libros y el ajedrez (con sus piezas) al instituto. Antes no me dejaban ir al colegio en bicicleta, pero suponía que ahora me darían permiso. Le recordé a mi madre que pensaba construir una colmena sencilla en la trasera de la casa, y que esperaba hacerlo antes de la primavera, cuando me llegaran las abejas que había pedido a Georgia. La colmena traería muchas cosas buenas. La polinización de las malvarrosas. La miel —que todos podríamos tomar— era muy buena para las alergias; a Berner le vendría de maravilla. Además sería muy educativa, ya que las abejas eran muy organizadas y resueltas, y yo podría escribir trabajos para el instituto donde explicaría lo que había aprendido, como ya había hecho con el proceso de fundición, por ejemplo, y con la vacuna de la polio —éste lo hizo también Berner—. Le dije que la feria estatal seguía abierta, y que esperaba visitar la exposición de las abejas. Aquél era el último día. Ella me dijo, sin embargo, que era mi padre quien tendría que decidir sobre todo aquello, porque ella estaba ocupada. Y me recordó que a ella no le gustaban las ferias. Eran peligrosas. Se sabía que la gente que trabajaba en ellas secuestraba niños (esto —pensé— se lo estaba inventando). Lo que en aquel momento le interesaba era la ropa. Berner necesitaba ropa interior. Yo no crecía muy rápido, pero Berner sí —mucho más rápido que yo—; yo ya lo había notado, y mi madre me dijo que era algo natural. Yo podría llevar una temporada más la ropa del año anterior. Me daba la sensación de que mi madre no estaba entendiendo ninguna de las cosas que para mí eran importantes.

Cuando estuvimos enfrente de casa, vimos que las puertas de la iglesia luterana estaban abiertas, y había actividad en su interior. Bajo los árboles agitados por el viento, mi madre alzó la mirada hacia el arco movedizo de las ramas, y observó que el aire se había vuelto un poco frío (algo que yo no percibí). Y lo lamentaba. Pronto veríamos nieve en los picos del oeste. El otoño caería sobre nosotros antes de que pudiéramos darnos cuenta.

Entramos en casa, y mi madre hizo té y un sándwich de mortadela; luego salió a los escalones del porche delantero y, al sol ventoso de la mañana, se puso a leer el periódico. Tenía la enorme Stromberg-Carlson encendida en la sala, lo cual no era habitual. Aunque yo no lo sabía, estaba pendiente de las posibles noticias sobre el robo, y deseosa de saber si habían llegado ya a Great Falls. Luego, horas después, miré en el periódico a qué hora cerraban la feria. No me había fijado en nada más, pero no recuerdo haber visto reseña alguna sobre ningún atraco. Nada de aquello había acontecido en mi vida todavía.

Sin embargo, era muy consciente de que los indios habían dejado de pasar por delante de nuestra casa en coche y de mirarnos fijamente, con odio. Y de que el teléfono había dejado de sonar. Pero aquella mañana había pasado dos o tres veces un coche de policía negro y blanco, y sabía que mi madre también lo había visto. Y no noté nada extraño. De lo único que era consciente era de una sensación —que no era capaz de describir— de movimiento a mi alrededor. Nada había visible en la superficie de la vida, y era esta superficie la que yo conocía. Pero los niños que viven en familia perciben esta sensación de movimiento. Puede significar que alguien les cuida, que alguien se ocupa invisiblemente de las cosas, que nada malo puede sucederles. O puede significar algo más. Es la sensación que uno tiene cuando le han criado bien, que es el caso, creo, de Berner y mío.

A mediodía aún no había vuelto nuestro padre, y mi madre se vistió para ir a alguna parte, lo cual tampoco solía suceder los sábados. Se puso el traje que a veces llevaba para dar clase: un traje de gruesa lana verde con grandes cuadros rosa claro, muy poco apropiado para el verano. Y medias y zapatos negros de tacón ligeramente alto. Así vestida, y dando vueltas por la casa en busca de su bolso, parecía rígida e incómoda. El traje parecía rozarle, y los zapatos emitían sonoros ruidos sobre el piso. Se había ahuecado un poco el pelo ante el espejo del cuarto de baño, de forma que tenía un aire como esponjoso y las facciones empequeñecidas, casi ocultas, que era probablemente lo que quería. Cuando Berner la vio, dijo: «Ahora ya lo he visto todo». Y se volvió a su cuarto y cerró la puerta.

Yo, de pie en la sala, le pregunté adónde iba. Seguía con la sensación de que las cosas se estaban moviendo a mi alrededor. La posibilidad de lluvia había estado en el ambiente, pero había pasado ya, como tantas veces acontece. El día se había vuelto húmedo, brillante e inflexiblemente caluroso. Mi madre me dijo que pasaría a recogerla su amiga Mildred Remlinger, la enfermera del colegio donde ella daba clases, y con quien iba todos los días en coche durante el curso, pero a quien nunca solía ver después de empezado el verano. Yo no conocía a Mildred, pero mi madre dijo que era una mujer que tenía problemas personales que necesitaba consultar con otra mujer. No estaría fuera mucho tiempo. Berner y yo podíamos comer lo que quedaba de mortadela si teníamos hambre. Luego ella haría la cena.

Al final llegó Mildred en el coche y tocó la bocina enfrente de casa. Mi madre bajó apresuradamente los escalones de la entrada y al llegar a la acera montó en el coche, un Ford marrón de cuatro puertas. Se alejaron, y yo llegué a la conclusión de que las sensaciones extrañas que estaba sintiendo las estaba creando mi madre.

Al cabo de un rato Berner salió de su cuarto, y comimos la mortadela y un poco de queso. Nuestro padre seguía sin aparecer. Berner dijo que deberíamos coger un trozo de queso y bajar al río a dar de comer a los patos y los gansos, algo que solíamos hacer. Teníamos muy poco que hacer si no había colegio o estábamos con nuestros padres en casa, observándoles, o ellos observándonos a nosotros. Ser niño en esas circunstancias implicaba pasarte la mayor parte del tiempo esperando, a que tus padres hicieran algo, o a hacerte mayor, lo cual parecía algo aún muy lejano.

El río estaba a sólo tres manzanas de casa, en la dirección opuesta de la tienda de los italianos. Berner llevaba las gafas de sol y los guantes de encaje blancos con que se tapaba las verrugas. Camino de la orilla, me advirtió de que Rudy Patterson le había dicho que Fidel Castro pronto iba a tener la bomba atómica, y que lo primero que haría sería borrar Florida del mapa. Ello daría comienzo a una guerra mundial de la que ninguno de nosotros podríamos librarnos (yo no la creí). Dijo que Rudy le había dicho también que los mormones llevaban unas prendas especiales que les protegían de los no mormones, y que tenían prohibido quitárselas. Luego me dijo que, por las noches, había empezado a escaparse por la ventana para reunirse con Rudy, que a veces cogía el coche de sus padres sin permiso. Iban a lo alto de las rocas cortadas a pico, junto al aeropuerto municipal, y aparcaban donde podían ver las luces de la ciudad, y oían la radio de Chicago y Texas, y fumaban cigarrillos. Allí fue donde Rudy se había puesto a divagar sobre Fidel Castro, y a asegurar que hablaba en serio cuando decía que iba a fugarse de Great Falls. Se sentía mayor de lo que era en realidad, tenía ya vello en el pecho y podía pasar por alguien de dieciocho años. Qué más hacían allí, dentro del coche, era lo que yo quería saber. «Nos besamos. Nada de cosas asquerosas», dijo Berner. «No me gusta mucho su boca, con ese pequeño bigote. No huele bien. Huele como a sucio». Me enseñó un cardenal que tenía en el cuello y que quedaba tapado por el jersey. «Me hizo esto», dijo. «Y le di de bofetadas. Mamá se pondrá como una fiera». Sabía lo que era. «Un tatuaje de lengua», lo había llamado un compañero del colegio. Tenía uno justo donde Berner tenía el suyo. El chico dijo que dolía cuando te lo hacían. Yo no entendía por qué se hacía algo así. Nadie me había explicado nada sobre sexo en aquella época. Sabía sólo lo que había oído.

Durante un rato estuvimos a la orilla del río, entre las matas, donde los saltamontes y las moscas zumbaban y bullían cerca del agua reluciente y sibilante. Los coches, no lejos de allí, avanzaban dando brincos sobre el puente de Central Avenue. El mediodía era caluroso y quieto. La fundición siempre dejaba en el aire cierto resabio metálico y amargo, y el propio río olía a metal, aunque el agua estuviera fresca cerca de la superficie. Los edificios altos de Great Falls —el Milwaukee Road y las estaciones de la Great Northern, el Rainbow Hotel, el First National Bank, la Great Falls Drug Company— estaban al otro lado del río y tenían un aspecto foráneo. Un águila calva surcaba el aire por encima de la superficie plana del río, en dirección a Squaw Island y la chimenea de la fundición Anaconda —sus ciento cincuenta metros de altura me parecían impresionantes—, e iba a posarse en un árbol de la lejanía, y al instante se convertía en diminuta. Los corégonos salían hasta la superficie para atrapar las bolitas amarillas de queso que dejábamos flotando encima del agua. Los azulones se acercaban nadando y aleteaban y se peleaban por ellas mientras se alejaban hacia los juncos de la orilla opuesta. Cacé un saltamontes —estaba caliente— con las manos, y lo dejé sobre la capa superficial del río. Giró corriente abajo tratando de utilizar las alas, tratando de alzar el vuelo. Y desapareció. Un gran reactor de reabastecimiento de combustible de la Fuerza Aérea despegó de la base y ganó altura en el aire. Se ladeó en dirección sur y se perdió de vista antes de que llegara hasta nosotros el ruido de sus motores. Me gustaba Great Falls, pero no era una ciudad que me importara demasiado. Me imaginaba montando en un vagón de la Western Star y llegando a alguna universidad lejana —Holy Cross o Lehigh—, y cómo a partir de entonces todo en mi vida tomaba un rumbo propio.