Tres cosas he pensado que tienen que ver con las consecuencias del atraco a mano armada y con nuestros padres convertidos en delincuentes que pronto darían con sus huesos en la cárcel.
Una es que los dos habían sido siempre muy diferentes el uno del otro. Mi hermana y yo reconocimos esto a todo lo largo de nuestra infancia y adolescencia. Aquellas diferencias radicales —en personalidad, aspecto, actitud mental, temperamento (ya los he descrito a los dos)— marcaron los extremos opuestos del contínuum que constituyó nuestra vida de hijos suyos. Ambos estábamos compuestos de los rasgos humanos que los hacían a ellos tan diferentes —unos tenía su representación en mí, otros en Berner—, aunque ello no nos hiciera a nosotros más parecidos. Yo era optimista, pero no tan optimista como nuestro padre. Era cauteloso, pero no tan inflexible y escéptico como nuestra madre. Berner se parecía a mi madre, pero era más alta, incluso con quince años: un metro setenta y dos. Tenía también un lado dulce, como nuestro padre, pero lo ocultaba y solía actuar como si no lo tuviera, lo cual, diría yo, era muy propio de nuestra madre. Los dos hermanos éramos razonablemente inteligentes, como nuestra madre. Pero Berner era práctica, característica que no se daba en ninguno de nuestros padres. Era, asimismo, de humor cambiante, y se le podía vencer —como a nuestros padres—, y en un momento dado tendía a aceptar la derrota y el destino, cosa que yo no he hecho jamás.
Pero cuando nuestros padres volvieron de atracar el banco de Dakota del Norte, y volvimos a estar todos juntos en casa —antes de que llegaran los inspectores de la policía—, mi hermana y yo advertimos al instante que nuestra madre y nuestro padre parecían menos diferentes que nunca. Estaban mucho más de acuerdo; se les veía mucho menos dados a lanzar suspiros o a discutir entre ellos, o a comportarse como opuestos o adversarios; algo que nunca fue así hasta que se fueron y volvieron del atraco al banco. Yo concluí que aquel lazo nuevo se había formado incluso antes de su partida, la noche en que estuvieron de tan buen humor y tan alegres, como si, como ya he dicho, hubieran recordado algo, una vieja afinidad que volvía a manifestarse en ellos, y a unirlos, de forma que eran ya menos extremos de un contínuum y más dos seres que un día habían contraído matrimonio porque se gustaban.
Dios sabe lo que pudo pasar por sus cerebros en los días inmediatamente posteriores al atraco. El dinero robado estaba escondido en alguna parte de la casa. Ahora debían de sentirse muy visibles, y en un mundo hostil (mientras que un día antes se habían sentido invisibles). La vida anterior, que por razones personales había generado en ellos impaciencia, debió de parecerles brusca y desconcertantemente fuera de su alcance; la bolsa se había alejado demasiado de la costa, el globo aerostático se hallaba muy alto. El pasado se había terminado de un modo cruel, y el futuro estaba en peligro. Aunque tal vez también era eso lo que ahora les unía: una conciencia mutua e inopinada de las consecuencias. Ninguno de los dos había tenido gran conciencia de ello en el pasado. Y el carecer de conciencia de las consecuencias de las cosas acaso fue su mayor fallo. Aunque ambos tenían motivos para saber que los actos producen resultados.
La segunda no me vino a la cabeza hasta que leí la crónica de mi madre —décadas después de que se quitara la vida en la cárcel— y me enteré de que mi padre me quería a mí de cómplice, no a ella. Y entonces quise saber: ¿me habría explicado que planeaba robar un banco y quería que le ayudara? ¿Qué palabras habría elegido para plantear tal cosa a un chico de quince años? ¿Habría entrado en mi cuarto cuando me estaba despertando el jueves por la mañana y me habría pedido que tuviéramos una charla en privado y luego me lo habría explicado? ¿Habría esperado hasta que estuviéramos en el coche rumbo al este a través de la cuenca del Musselshell para sacar a colación aquel descabellado asunto? ¿Me lo habría dicho sólo cuando estuviéramos entrando en Creekmore? ¿O no me lo habría dicho nunca y me habría utilizado a modo de camuflaje, dejándome en el coche en la trasera del banco, esperando a que volviera, sin enterarme de nada?
Y si me lo hubiera dicho, ¿qué le habría respondido yo? ¿Que no? ¿Habría sido posible decirle que no? (En teoría sí). Por supuesto, le habría dicho que sí, o al menos no habría dicho nada y habría ido con él. Yo no era rebelde o deslenguado como mi hermana. Quería a mi padre y deseaba ver las cosas como las veía él. Y si me hubiera convertido en su cómplice, ¿qué habría cambiado entre nosotros a partir de entonces? Todo, seguramente. ¿Me habría hecho mayor de pronto, en un solo día? ¿Habría arruinado mi vida? ¿Habríamos sido más hermano y hermano que padre e hijo? ¿Sería ahora un criminal en lugar de un maestro? Todo entra dentro de lo posible.
Lo cual suscita otra pregunta: ¿qué habría sucedido si nos hubieran detenido juntos, si nos hubieran cogido y metido en la cárcel; o la policía nos hubiera tendido una emboscada como a Bonnie y Clyde, y nos hubiera acribillado a tiros y luego expuesto nuestros cadáveres para que el mundo pudiera verlos? «Padre e hijo cometen un atraco a un banco. Ambos resultan muertos». Es una línea de pensamiento que mi padre no se permitió, y un destino del que mi madre me salvó.
Y si no les hubieran cogido, ¿habría sido el fin de sus carreras de atracadores de bancos? Ésta es la tercera pregunta que me he estado haciendo. La de nuestra madre, rotundamente sí; en la medida en la que pueden saberse estas cosas. Ella tenía el propósito de hacerlo sólo una vez; eso pienso yo, al menos. Quería dejar atrás una vida de insatisfacciones. Si lo hubiera conseguido, sin duda habría empezado una nueva vida (con Berner y conmigo) en alguna otra parte. Sólo tenía treinta y cuatro años. No es disparatado pensar que pudiera acabar de profesora en un pequeño colegio; menos recluida en sí misma, probablemente libre (sin volver a casarse), de acuerdo con su sino, con el atraco a aquel banco para siempre atrás.
En cuanto a mi padre, no es tan fácil estar seguro. A él le atraía la idea de robar un banco, o eso creía al menos. Si el atraco hubiera salido bien, su naturaleza, como he dicho, le habría llevado a pensar que cualquier otro atraco futuro también le saldría bien, e incluso que podría mejorar su ejecución. Al menos una vez más. También había creído siempre —aunque los hechos demostraban fehacientemente que estaba equivocado— que no tenía el aspecto de alguien que atraca un banco. Éste fue, por supuesto, su gran error de juicio.