El viaje a Glendive les llevó seis horas y media. Pasaron la noche en el Yellowstone Motel. Mi padre se aseguró bien de mostrarse muy alegre ante el empleado de recepción, al tiempo que intentaba no decir nada memorable. Dejó a mi madre en el coche mientras firmaba en el registro; así nadie podría fijarse en su aspecto singular. Echaron una cabezada en la cabaña de aglomerado, sofocante y mohosa, con las persianas echadas. A las siete, aún a plena luz —aunque la ciudad estaba vacía y las golondrinas de los puentes bullían en el aire y se lanzaban en picado sobre sus propias imágenes reflejadas en la superficie especular del Yellowstone—, mi padre montó en el coche y fue hasta el centro, cenó solo en el Jordan Hotel y pidió carne con macarrones para llevar, porque, explicó, su mujer estaba enferma en la habitación.
¿Cómo pasaron aquella noche juntos, la última antes de convertirse en criminales? No hay modo de saberlo, pues mi madre no lo cuenta con detalle en su crónica. No hay un modelo fácil para tal noche. Estaban solos en la cabaña sofocante. Hablaron de los temas sobre los que tenían que hablar, o sobre los que podían imaginar. La gente normal habría despertado presa del pánico a las dos de la madrugada, pegajosa por el sudor, habría despertado a la persona acostada a su lado, habría encendido la luz de la mesilla de noche y habría gritado: «¡No, un momento! ¿Qué estamos haciendo? Está bien decir que vas a hacerlo, urdir un plan, llegar hasta aquí en el coche y fantasear con que todo va a salir bien. ¡Pero es una locura! Tenemos que irnos a casa con nuestros hijos y resolver esto de otra forma». Así es como la gente juiciosa razona y habla cuando se detienen un momento a reflexionar. Pero no es eso lo que nuestros padres hicieron. «No dormí bien aquella noche calurosa en Glendive», es lo que escribe en su crónica. «Tuve malos sueños; estaba en una embarcación —un barco— que cruzaba… el Canal de Panamá (debía de ser), o quizá el de Suez, y nos quedamos varados: no podíamos avanzar ni retroceder. B. dormía ruidosamente, como de costumbre. Se despertó pronto. Cuando mis ojos se abrieron estaba vestido, sentado en la silla, haciendo algo con la pistola».
Lo que hicieron fue levantarse a las siete y media, dejar la ropa tirada por la habitación, no desayunar, colgar el cartelito de SE RUEGA NO MOLESTAR en la parte exterior de la puerta y salir del motel. Se supone que debían dar la impresión de que seguían allí, durmiendo hasta tarde, y luego de que se habían ido a algún sitio donde tenían cosas que hacer, con idea de volver.
Viajaron hacia el este y atravesaron la pequeña ciudad de Wibaux, cerca de donde mi padre había ideado su plan original —el rancho abandonado, el camión agrícola—, antes de ceder ante el plan más sencillo de mi madre. Más allá de Wibaux cruzaron la frontera de Dakota del Norte, apenas un letrero metálico que anunciaba que entraban en otro estado. No lejos de la línea divisoria salieron de la carretera y tomaron un camino de tierra, se adentraron un par de kilómetros en los campos de cebada, hasta donde un arroyo serpeaba un poco más allá de unos verdes álamos de Virginia con urracas en las ramas. Mi padre se apeó del coche bajo la luz vaporosa de la mañana y cambió las placas de matrícula: las de la leyenda con letras negras del Estado del Tesoro de Montana, que planeaba volver a poner en el Chevrolet después del atraco, por las verdes y blancas del Jardín de la Paz de Dakota del Norte que había robado hacía tres días. Se puso el mono azul y las zapatillas de tenis que creía que lo volvían invisible, y dobló y escondió bajo unas ramas caídas la ropa buena y las botas. Mi madre no se había bajado del coche por miedo a las serpientes. Acto seguido volvieron a la carretera, enfilaron hacia el este y poco después entraban en Creekmore, que era la primera población después de la frontera, por eso la había elegido mi padre.
El Agricultural National Bank estaba cerca de la linde occidental de Main Street, en el centro de Creekmore. Mi padre se sorprendió de que la calle estuviera tan concurrida a esa hora: las 8.58 de la mañana. Camiones agrícolas, maquinaria móvil para la recolección del trigo y camiones de transporte de grano circulaban por la ciudad, y la gente se había desplazado ya al centro para hacer compras. Era una ciudad de madrugadores. Siguiendo el plan, no enfiló la calle principal sino que torció en la primera esquina, donde estaba ubicada una compañía de seguros, recorrió media manzana hasta el callejón trasero lleno de matojos y de grava, cuya existencia conocía, donde nada más doblar había un taller de reparaciones de automóviles pero ningún edificio detrás del banco. Mi padre avanzó por el callejón de grava hasta donde encontró un sitio donde aparcar en la parte trasera del banco; había otros dos coches aparcados, sin duda de empleados. No esperaba que le llevase mucho tiempo. Quería que todo fuera lo menos aparatoso posible, razón por la que había decidido no disfrazarse ni ponerse una máscara, que era lo que le había aconsejado mi madre. Ni siquiera entonces se veía a sí mismo como un atracador de bancos. Sus facciones eran nítidas, armoniosas, y su peinado muy reciente. Se había afeitado. Nada, salvo el mono, lo distinguía de un adulto de Dakota del Norte de cara limpia y rasgos correctos.
Eran las nueve y tres minutos cuando llegaron a la trasera del banco. Nuestro padre se apeó al instante; se había puesto una gorra de tela castaña, y llevaba la pistola en el bolsillo del mono. No se hablaron. Caminó recto por la calleja lateral umbrosa, sólo parcialmente asfaltada, que separaba el banco de una joyería y salió a la acera de Main Street. El sol era mucho más fuerte y el cielo mucho más azul de lo que se esperaba. Empezó a ver puntos deslumbrantes a causa de la viva luz —se lo contó luego a nuestra madre—. Durante un instante aterrador no supo qué mano tomar, derecha o izquierda. Además, en la calle había mucha más actividad que cinco minutos antes. Nuestra madre escribiría en su crónica que nuestro padre estuvo a punto de darse la vuelta para volver al callejón, algo que aún estaba a tiempo de hacer. Pero no se lo pensó más y decidió que toda aquella actividad serviría de cortina de humo cuando saliera del banco —que sería no mucho más de tres minutos después— con una bolsa llena de dinero. No llamaría la atención y podría desaparecer en el callejón sin que nadie se hubiera dado cuenta de nada.
Avanzó por el pavimento caliente hacia la gran puerta de latón y cristal biselado del banco. Se le ocurrió que debería haber llevado gafas de sol; amén de hacerle de pantalla para los ojos, habrían sido un buen elemento enmascarador. Entró directamente en el banco, pero se detuvo unos instantes cuando la puerta se cerró a su espalda. El interior del establecimiento era tan fresco, tan umbroso, tan silencioso y quieto. Fuera hacía mucho calor, y había tal barahúnda de actividad y ruido… Y le sorprendió sobremanera ver lo pequeño que era el banco. Nunca había estado dentro, para orillar el riesgo de que alguien pudiera recordarle. Había un solo cliente, una mujer menuda y rubia, de pie ante una de las tres ventanillas con rejas doradas de los cajeros. Miraba cómo el cajero contaba los billetes y los metía en una bolsita de tela, destinada a proveer la caja de la joyería vecina. Olía a limpio —como a Brasso—, le contaría luego a mi madre, o al interior de un frigorífico nuevo.
En este punto mi padre dio el grito para llamar la atención de todos los presentes, sacó la pistola del bolsillo y se dirigió hacia la ventanilla ocupada; en las otras dos no había nadie. Anunció que aquello era un atraco. Ordenó que la mujer de la joyería y los dos empleados bancarios —hombres con traje que le miraban sorprendidos desde sus mesas, tras el espacio protegido por una barrera metálica donde se llevaba a cabo todo el trabajo bancario—, así como el viejo vigilante que estaba sentado en una de las mesas vacías de los empleados, debían tenderse cara al suelo de mármol y no hacer nada salvo lo que él les fuera diciendo. Si alguien activaba la alarma, hacía ruido, trataba de levantarse y echar correr o hacía algo repentino o inesperado, haría fuego contra ellos. (Más tarde negaría haber dicho esto).
Aquel momento —el momento en que anunció que estaba atracando el banco y esgrimió la pistola, en que añadió «que nadie se mueva o disparo»— fue tal vez el momento en que mi padre más disfrutó realmente y más él mismo se sintió (desde que había arrojado una miríada de bombas sobre Japón), cuando experimentó la euforia de estar haciendo al fin lo que llevaba tanto tiempo deseando hacer, y sintió no sólo que se había ganado esa oportunidad por causa de las circunstancias adversas e injustas que lo habían atenazado (los indios, los trabajos, la Fuerza Aérea, mi madre), sino que un atraco a mano armada era una solución idónea, una compensación satisfactoria, ya que no robaría a los impositores sino al gobierno, por el cual él había sido un patriota, y hecho muchos sacrificios, y matado a miles de seres humanos, y que disponía de infinitos recursos para asegurarse de que ningún inocente perdiese un solo centavo, mientras que él resolvería todos los problemas de la familia con un hábil golpe de mano.
No es probable que esta euforia le durase mucho. Con un ojo en los empleados del banco y el guarda de seguridad, y prestando una atención mínima a la clienta de la joyería vecina, que, arrodillada penosamente, se había apartado del punto crucial deslizándose como una serpiente por el duro suelo del establecimiento, mi padre puso la bolsa de lona sobre el mostrador de mármol, al pie de la ventanilla con barrotes, y le ordenó a la cajera que vaciase los cajones del dinero de las tres cajas, además de lo que instantes antes estaba contando para entregárselo a la joyera, en la bolsa que tenía delante, y que lo hiciera a toda prisa, y sin decir ni un palabra. Fue en este momento, mientras la cajera metía los fajos de billetes en la bolsa, que era lo bastante grande para poder contener un bolo de bolera, cuando uno de los dos empleados, un atildado subdirector llamado Lasse Clausen, que más tarde testificaría contra mi padre en el juicio, levantó la cabeza del suelo, miró a mi padre y dijo: «¿De dónde eres, hijo?». Había reconocido su acento de Alabama. «Porque no tienes por qué hacer esto, ¿sabes? Es una forma equivocada de resolver las cosas». Esto animó a la empleada de la joyería, que seguía pegada al suelo frío, a decir: «Y no se saldrá con la suya. Alguien le pegará un tiro antes de que logre salir de la ciudad. No es el único de por aquí que lleva una pistola».
Nuestro padre le contaría a nuestra madre que oír aquellas palabras fue una experiencia muy desalentadora, y que le hizo sentir una «gran oleada de resentimiento» contra toda la gente que había en el banco. Estuvo tentado de disparar contra ellos, uno por uno, eliminando de ese modo toda posibilidad de que lo detuvieran, y haciendo lo que era menester hacer para que tuvieran peor suerte que él mismo. La razón por la que no lo hizo —le contó a nuestra madre— fue que no tenía planeado matarles. Durante los años en que al parecer había estado acariciando la idea de atracar un banco —y deleitándose en ella—, nadie había resultado muerto. Y quería ceñirse a ese plan incruento, que era lo que hacía una persona inteligente. Pero podría haberles matado, dijo. Había hecho cosas mucho peores en la vida. Es posible que sólo estuviera fanfarroneando, después de cometido el atraco, ya que matar a aquellas personas habría sido algo por completo diferente; sería matarlas personalmente, no lanzando bombas desde un avión.
Cuando hubo vaciado los cajones del dinero en la bolsa, la cajera, una mujer joven, se quedó mirando directamente a mi padre desde el otro lado de la ventanilla. Más tarde diría que lo miró como si lo conociera. Él también sabía que todos le habían estado mirando a conciencia, y que no se habían sentido en absoluto impresionados por su pistola, o por el atraco mismo. Habían atracado aquel banco no mucho tiempo atrás, sólo que el autor no había sido él. Estaban a punto de detener al culpable. Mi padre, probablemente, estaba más conmocionado que ellos. Le diría luego a mi madre que ésa fue la primera vez que la idea de que pudieran atraparlo le había pasado seriamente por la cabeza. Y que tal idea le hizo desear abandonar el atraco en ese mismo momento. Pero no era posible. Alzó la mirada hacia el gran reloj de pared que había sobre la cámara acorazada: eran la nueve y nueve minutos. La cámara de latón y plata y acero se hundía en la pared del fondo. En su interior había miles y miles de dólares. Pero mi padre decidió que no podía acarrear más dinero en la bolsa; no necesitaba más, por otra parte. Llevaba en el Agricultural National Bank cuatro minutos. Todo el mundo le había visto. Todo el mundo había oído su suave acento dixie. Todo el mundo seguiría viéndole con los ojos de la mente durante el resto de sus vidas, cuando contaran que estaban en el banco el día en que él lo atracó. Mi padre sabía todo esto. Y hasta quizá le gustaba. Podía oler su propio sudor; sudor que también ellos olían. Nada quedaba por hacer sino coger la bolsa del dinero —que contenía dos mil quinientos dólares— y salir del banco de inmediato. Que es lo que hizo. Sin decir ni una palabra más. Y para entonces tenía ya la sensación de que atracar un banco había sido sin duda un error.