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Lo que hicieron después de irse de casa fue enfilar la carretera 200 en dirección este, a través de las ciudades de Lewistown y Winnett, y adentrarse en la cuenca del Musselshell rumbo a Jordan, Circle y Sidney, y luego atravesar la meseta de tierra endurecida por el estío y pastos secos que se extiende desde las montañas hasta Minnesota. Estaban en un lugar del mapa donde no conocían a nadie ni nada, salvo lo que mi padre había ido descubriendo en su «viaje de negocios» previo, que a él seguramente le parecía mucho, y le permitía tener la sensación de que eran invisibles.

En sus dos días de viaje incesante, entrando y saliendo de la frontera de Dakota del Norte, mi padre había llegado a la ciudad de Creekmore (a la sazón con seiscientos habitantes), y al North Dakota Agricultural National Bank. Nadie le habló ni pareció prestar atención a su mono azul. (Había una base aérea en Minot, no muy lejos). Ello le hizo pensar que la gente no registraría recuerdo alguno si, así vestido, entraba en el banco en el momento mismo en que abriera sus puertas y, esgrimiendo su pistola del calibre 45, se apoderaba de todo el contenido de los cajones de los cajeros y de todo el dinero que pudiera hallarse a su alcance —no haría ningún esfuerzo por entrar en la cámara acorazada, a menos que estuviera abierta con el dinero a la vista y pudiera apropiarse de él fácilmente—, lo metía en la bolsa de lona y desaparecía de inmediato. En menos de tres minutos podría estar conduciendo hacia el oeste, en dirección a la frontera de Montana, de vuelta a su vida de insignificancia. Mi madre esperaría en el coche, pero no se apearía de él en ningún momento, dada su apariencia singular. Tendría el motor al ralentí durante todo el tiempo que su marido estuviera dentro del banco, y saldría a toda velocidad en cuanto él subiera al coche. Sí, era un plan osado. Pero mi padre creía que era lo bastante sencillo como para funcionar; había utilizado las meninges para concebirlo. El hecho de no haber estado nunca en el banco era una ventaja más. La mayoría de los atracadores de bancos habrían sentido la necesidad de «echar una ojeada» al futuro escenario de los hechos, y al hacerlo sin duda quedarían grabados en la memoria inconsciente de alguien que volviera a verlos más tarde, aunque mi padre no pensaba en la posibilidad de que alguien volviera a verle más tarde. La poca gente que habría en el diminuto Agricultural National Bank a esa hora temprana de la mañana se quedaría como hipnotizada por la súbita aparición de su amenazadora pistola del calibre 45, y no prestaría atención alguna ni a su persona ni a su apariencia. Para eso era la pistola: para distraer. Podría salir del banco con, como mínimo, cinco mil o seis mil dólares o incluso obtener un máximo de diez mil. A eso se le llamaba utilizar las meninges.

La parte complicada del plan estaba en evitar su detección una vez finalizado el atraco. Los vastos espacios abiertos serían su principal aliado. Pero para mejorar aún más esa ventaja, había viajado el martes anterior hasta la ciudad de Wibaux, en el estado de Montana, al otro lado de la frontera y al sur de Creekmore. En su calidad de agente de bienes raíces, había hecho indagaciones en el Wibaux Bank, y en una oficina de seguros y en un bar, acerca de ranchos de la zona que estuvieran en venta, y cuyos propietarios ya se hubieran ido, y acerca de la forma de ponerse en contacto con ellos en nombre de un cliente de Great Falls. Su creencia al respecto era que todo aquel territorio se hallaba salpicado de este tipo de terrenos vacíos. Nadie les prestaba la menor atención. Nadie sería visible en ellos, de una línea del horizonte a otra.

Provisto de la información de los comerciantes de la ciudad y de un mapa de la zona, había visitado varios ranchos antes de dar con uno que estaba claramente abandonado: se veían en él vehículos y equipo, pero ni un alma. Entró hasta el patio del rancho, se apeó y llamó a la puerta. Atisbó a través de las ventanas para cerciorarse de que no había nadie en la casa. Fue a arrancar uno de los camiones haciendo un puente, pero vio que la llave estaba puesta y lo arrancó sin dificultad. Quiso comprobar si se podía abrir uno de los cobertizos, y si se podía entrar en la casa sin romper nada, y pudo hacer ambas cosas.

Su plan era que nuestra madre y él viajarían hasta aquel rancho aislado el jueves por la noche. Dormirían en el coche o en un cobertizo, o incluso en la casa, sin encender las luces. Esconderían el Chevrolet Bel Air en otro de los cobertizos. Pondría en uno de los camiones las placas de matrícula de Dakota del Norte que había robado en Creekmore y que llevaba en la bolsa de la Fuerza Aérea junto con la pistola y una gorra (su único disfraz). A la mañana siguiente recorrerían en este vehículo agrícola —un camión Ford— la corta distancia que les separaba de Creekmore; en el trayecto cruzarían la frontera de Dakota del Norte. Mi madre aparcaría en la calle, cerca de la puerta principal del Agricultural National Bank justo a la hora de apertura. Mi padre se bajaría del camión, entraría en el banco, lo atracaría, saldría y volvería montar en el camión. Mi madre, al volante, arrancaría al instante y cruzaría la frontera en dirección al rancho de Wibaux donde habían escondido el Chevrolet. Se cambiarían de ropa, tirarían la pistola, la gorra, la bolsa azul y las placas de matrícula de Dakota del Norte —todo menos el dinero— en el estanque del rancho o en algún arroyo o en algún pozo, y saldrían rumbo a Great Falls como una pareja que ha hecho una excursión y vuelve a casa. Berner y yo les estaríamos esperando en ella.

Mi padre le explicó detalladamente el plan a mi madre durante su viaje hacia el este del jueves, mientras atravesaban Lewistown en dirección a Dakota del Norte. Y mi madre lo rechazó al instante. No sabía nada de atracos a bancos, pero volvía a ser una oyente atenta, y resuelta, y creía que el plan de mi padre era demasiado complicado, y que había muchas posibilidades de que saliera mal. Por alguna razón, se había comprometido a atracar un banco, la única explicación verdaderamente verosímil de este hecho es la más sencilla de todas: la gente atraca bancos. Si ello se le antojaba a uno ilógico es porque juzga los acontecimientos desde el punto de vista de alguien que no atraca ni nunca atracará bancos, porque sabe que es una locura.

¿Qué pasaría, preguntó mi madre, si los propietarios del rancho volvían a casa y les encontraban durmiendo en el coche o en la casa? (Mi padre tenía una respuesta preparada: tenían sueño y habían dejado la carretera para descansar un rato. Nadie los demandaría por eso. Y aún no habían atracado el banco. Podían, pues, irse a casa). Pero ¿y si el viejo camión se averiaba a medio camino de la huida de Creekmore? (Mi padre no pudo responder a esto). ¿Y si alguien estaba esperándoles en el rancho cuando volvieran a recoger el Chevrolet? (Mi padre daba por sentado que si el rancho estaba vacío cuando lo encontró, seguiría vacío hasta que ya no les hiciera ninguna falta; era su hábito de pensamiento).

Su plan, dijo mi madre, tenía muchos puntos flacos. Había un montón de lugares donde podía fallar. Lo más sencillo era lo mejor. Mencionó la complejidad del plan que había acabado por dejarle tirado entre los indios y Digby. No tenía la cautela necesaria, no era prudente, había visto demasiadas películas de gángsters en Podunk, Alabama. Ella no había visto ninguna, no tenía ni idea de nada que tuviera que ver con el coche de Bonnie y Clyde ni de lo que me había contado a mí de su fascinación por los robos a mano armada. Pero ahora estaba implicada hasta las cejas.

Un plan mejor —y sencillísimo— era cambiar las placas de matrícula del Chevrolet por las de Dakota del Norte, ir en él hasta Creekmore muy temprano, a la hora que él había propuesto, aparcar detrás del banco, no enfrente, a la vista de todos; entrar en el establecimiento, atracarlo, salir por la puerta delantera, rodear el edificio, subir al coche y echarse en la parte trasera, o incluso meterse en el maletero. Acto seguido ella arrancaría y se iría como había venido. Nada a la carrera. Todo muy natural. Este plan se aprovechaba del hábito de los humanos de no fijarse en nada que no tuviera que ver con ellos personalmente. Ello incluía a toda la gente que estuviera en la calle a la nueve de la mañana de aquel viernes en Creekmore, Dakota del Norte, una ciudad donde no acontecían nunca sino cosas normales y corrientes.

La crónica de mi madre no dice nada sobre posibles argumentos que mi padre pudo esgrimir para oponerse al plan más sencillo de mi madre. Fue un largo viaje, más de seiscientos kilómetros. Pararon para comer, echaron gasolina en Winnett, y pasaron todas aquellas horas juntos en el coche; las suficientes para que cada cual pudiera expresar sus ideas con detalle. En su crónica, mi madre sólo dice que al final logró «convencer» a su marido de que la mejor idea era quedarse en la ciudad de Glendive, Montana, donde se les vería cenando como a una pareja normal y corriente. A la mañana siguiente se levantarían, recorrerían los cien kilómetros que les separaban de Creekmore, cometerían el atraco y volverían directamente a casa a reunirse con mi hermana y conmigo. Escribe también que aconsejó a mi padre que se pusiera una máscara. Pero mi padre se negó, porque nadie le conocía en aquella ciudad, y porque su cara era ya un máscara. Una máscara bien parecida.

Mirando hacia atrás resulta una ironía cruel que el que acabara prevaleciendo fuera el plan de mi madre. Pese a todos sus puntos flacos, el plan de mi padre podría haber funcionado mejor. Mi padre había pasado mucho tiempo (puede que varios años) urdiendo y ultimando su plan, mientras que con el plan de mi madre —por mucha confianza que ella tuviera en él— no iban a detenerlos ipso facto pero sí un tiempo después. El Chevrolet Bel Air lo recordaban de cuando mi padre había cenado en el restaurante barato de Creekmore el jueves anterior. Lo reconocieron dos veces, también, cuando llegaron con él a Creekmore el viernes por la mañana, aparcaron detrás del banco y se fueron después del atraco. También tomaron nota mental de él el empleado de recepción del Yellowstone Motel de Glendive y el sheriff de Dawson County, que vio las placas de Great Falls y la pegatina de la BX[8] en el parabrisas. Hay que tener en cuenta asimismo el singular acento sureño de mi padre, y sus modales pulidos, y el mono de la Fuerza Aérea, y la pistola del 45 utilizada por la milicia. El vigilante armado del banco llegó incluso a reparar en los diminutos agujeros deshilachados en la tela de los hombros del mono. Había sido sargento de segunda clase en la Fuerza Aérea, y adivinó certeramente que en aquellos retazos descoloridos y agujereados había habido unos galones de capitán. Mis padres ignoraban cómo eran aquellas poblaciones pequeñas de la pradera, en las que todo el mundo se da cuenta de todo. Aunque, si no hubieran identificado el Chevrolet personas que nadie habría pensado que pudieran fijarse en estas cosas —que pudieran sacar conclusiones de detalles de los que ni siquiera eran conscientes y que sin embargo su mente había registrado—, nadie habría relacionado directamente ninguna de estas cosas con nuestros padres, que ya estaban en su casa de Great Falls, con nosotros. Según se sabría después, mi padre no parecía haber dejado rastro en la memoria de nadie en Creekmore, hasta que llegó el momento de testificar en su contra, en que todo el mundo lo recordaba perfectamente.

Siempre me he preguntado de qué hablaron nuestros padres en el coche, mientras atravesaban Montana con la pistola en la bolsa, rumbo a su destino fatal, y con el de mi hermana y el mío un poco más atrás, a remolque. Siempre he dado por sentado que esas conversaciones fueron diferentes de lo que cualquiera puede imaginar, como muchas cosas resultarían ser, a la postre. En mi (llámese así, si se quiere) fantasía nuestros padres no discuten, no están rabiosos, ni asustados, ni se odian. Él no intentó convencerla para que participara en el atraco. (No tuvo que hacerlo). Ella no le reiteró las razones por las que ese atraco no era necesario. (Eso ya estaba aclarado). Él pensaba que el dinero les iba a arreglar la vida: nos traería el desahogo económico, nos mantendría juntos, nos permitiría asentarnos en Great Falls como una familia normal. (Esto llegó a decirlo). O bien había acabado por reconocer el fracaso que era, el fiasco terrible en que lo había convertido todo, y ardía en deseos de hacer algo impresionante (mucho mejor que vender ranchos o coches, o robar reses), algo que o nos encauzaba por la senda del bienestar o hacía añicos esa senda y ya nada volvía a ser como antes. Siendo como era —voluble, imprudente—, cualquiera de los resultados podría haber sido real. Pero está claro que quería algo más que los dos mil dólares que le exigían los indios, ya que podría haber salido de ese apuro sin robar un banco. Y ese más —fuera lo que fuere— era para él el sentido verdadero de atracar un banco.

Para nuestra madre, por supuesto, era diferente. No era una persona dada a correr riesgos, y su sentido común era grande. La habían educado para conocer las cosas, para apreciar las finas distinciones entre ellas, y podía ver un futuro diferente aún posible a sus treinta y cuatro años. Y, como se había avenido a hacerlo —ir con él, concebir su sencillo plan, quedarse sentada en el coche, esperar, escapar al volante una vez cometido el atraco e incluso estar de buen humor la noche anterior—, hemos de aceptar que lo hizo, si no de buen grado, al menos con pleno conocimiento, y con la idea de que una vez cometido el robo las cosas podrían irle mucho mejor.

Su cerebro —lo mejor de él— le habría hecho ver que era un error; que podrían haberse ido de la casa dejando todas sus posesiones allí donde estaban, haber salido en mitad de la noche y haberse alejado en la oscuridad. Nada había de especial en Great Falls ahora que él ya no estaba en la Fuerza Aérea. Los dos odiaban la acumulación de pertenencias, y tenían muy pocas cosas aparte de sus dos hijos y el Chevrolet. Su cerebro no debió de ir todo lo lejos que debería haber ido. Si lo hubiera hecho, la incertidumbre no le habría permitido continuar.

Mi conjetura —cincuenta años después— es que con aquel sentimiento nuevo de libertad y liberación, inopinadamente hallado mientras Bev vagaba por las tierras baldías de Dakota tratando de elegir un banco que atracar, Neeva llegó a la conclusión por completo equivocada de que atracar un banco era un riesgo que podría facilitar la obtención de las cosas que deseaba. Fue un error de cálculo no demasiado diferente del que la había llevado a casarse con Bev Parsons, renunciando a la vida que podría haberle esperado para embarcarse en otra que podría haber sido más aventurera e inesperada, pero que no lo era. Con la mitad del dinero del atraco no tendría que volver a su vida equivocada, que se había convertido en un continuo reproche. El atraco sin duda le había parecido mejor que montar en el coche y desaparecer en la noche, y despertar en un desconocido y polvoriento Cheyenne (Wyoming), o en Omaha (Nebraska), donde le esperaría más de lo mismo: todo aquello de lo que estaba ya harta. En su crónica relata cómo en su viaje a Creekmore le dijo a mi padre que, en cuanto hubieran atracado el banco —sin saber aún a cuánto ascendía el botín, pero suponiendo que la suma fuera suficiente—, ella cogería la mitad del dinero y a los niños y se iría de casa para siempre. Escribió que él se había echado a reír y había dicho: «Bueno, espera a ver cómo te sientes».

Para mí, es esa aproximación progresiva al punto de no retorno lo que resulta fascinante: a lo largo de todo el trayecto charlan, se hacen confidencias, se dirigen apelativos cariñosos, pues su vida seguía oficialmente intacta. No eran delincuentes. Cuán asombrosamente lejos llega la normalidad; cómo puede uno seguir teniéndola a la vista como si estuviera en una balsa que va alejándose en el mar mientras la tierra se hace más y más pequeña. O en un globo succionado hacia el cielo por una columna de aire de la pradera, mientras la tierra se va haciéndose más vasta y más llana y menos nítida bajo la barquilla. Te das cuenta, o no te das cuenta. Pero ya estás muy lejos, y todo se ha perdido. A causa de las elecciones desastrosas de nuestros padres, creo que soy a un tiempo —y en igual medida— desconfiado con la vida normal y ávido de ella. Me resulta difícil conciliar en la cabeza la idea de una vida normal y la del final al que ambos llegaron. Pero vale la pena intentarlo, ya que, repito, de otro modo muy poco de esta historia sería inteligible.

El último atisbo de ellos —antes de que se convirtieran en algo diferente— me dice que en el Chevrolet, rumbo al este, el uno al lado del otro, libres de sus hijos por vez primera, solos y juntos, los dos debieron de sentir una última punzada de la vieja afinidad que habían reencontrado la noche pasada, y quizá lo rememoraron todo. Como unos padres normales. La sensación de que uno ha culminado en el otro algo único y amable y tan básico que jamás lo habían abordado o experimentado plenamente, salvo una vez, al principio. Por supuesto, si mi madre no se hubiera quedado embarazada y mi padre no hubiera hecho lo correcto en esos casos, todo podría haber quedado atrás como un buen momento fugaz, ante el que se maravillarían más tarde al haber sido algo muy parecido al amor, algo que habían sentido los dos pero que se había extinguido sin consecuencias.