Lo que sé del atraco real al banco lo sé sobre todo por la crónica de mi madre, y por el Great Falls Tribune, que, como ya he dicho, adoptó la opinión de que aquel hecho delictivo fue un cuento cómico y con moraleja que el periódico consideró un deber sacar a la luz pública. Aunque yo también he recreado el atraco en mi cabeza, fascinado por el hecho de que fueran nuestros propios padres quienes lo perpetraron, de forma tan ridícula e inexplicable que invalidaban las causas de los hechos aducidas por los periódicos.
Es de suponer que muchos de nosotros pensamos en atracar un banco del mismo modo en que por la noche, en la cama, planeamos minuciosamente asesinar a un enemigo de hace mucho tiempo: haciendo casar partes complicadas del plan, afinando los detalles, volviendo sobre nuestros pasos para conciliar cálculos primeros con ulteriores posibilidades de que nos descubran. Al final nos encontramos frente a un problema insalvable de índole lógica que nuestra inteligencia no puede resolver totalmente. Tras lo cual concluimos que aunque resulta muy satisfactorio pensar que podemos asesinar a ese enemigo en una emboscada (porque es necesario hacerlo), sólo una persona trastornada o suicida llevaría adelante su plan. Y ello porque el mundo está en contra de tales actos. Y, en cualquier caso, somos aficionados en el negocio de concebir y planear y asesinar, y carecemos de la concentración mental necesaria para vencer la oposición del mundo a este respecto. Y en este punto nos olvidamos del asunto y conciliamos el sueño.
Para salir airosos, nuestros padres tendrían que haberse dado cuenta de que reconocerían el coche de inmediato. De que identificarían el mono azul de mi padre como perteneciente a la Fuerza Aérea; por mucho que le hubiera arrancado todos los galones militares, se verían fácilmente las marcas de sus galones de capitán. La atractiva apariencia física de mi padre y sus amables modos y acento sureños los recordaría todo el mundo en un banco de Dakota del Norte. El hecho de haber mencionado su deseo de atracar un banco a varios colegas de la base en Great Falls se traería a colación también en su momento (aunque él lo hubiera dicho en broma). Nuestros padres tendrían que haberse dado cuenta también de que, en contra de lo que la intuición le dictaba a nuestro padre, las personas que atracan bancos no se mezclan con la población, sino que se apartan y se marginan, porque —aunque no se den cuenta de ello— se han convertido en algo o alguien diferente de todo el mundo, y de quienes ellas mismas eran antes. Por todas estas razones, descubrir quién ha atracado un banco pronto resulta una tarea más bien fácil.
A nuestros padres, sin embargo, después de salir de casa el jueves por la mañana completamente inocentes, con apenas una deuda poco cuantiosa con un pequeño grupo de indios incompetentes, algo de lo que podían haber salido airosos de multitud de formas, no se les ocurrió en absoluto pensar en ello. Aunque sí se les ocurriría sin duda cuando huían en el coche en dirección a Great Falls al día siguiente, ya como delincuentes; cuando ya se habría alzado hacia el plano cielo estival, esfumándose, cualquier pensamiento de irse de rositas después de lo que acababan de hacer.