Como había estado en vela hasta una hora avanzada, oyéndoles moverse en la noche, el jueves dormí hasta muy tarde. Mi madre entró en mi cuarto a las ocho; sus gafas, su cara suave de miope muy cerca de la mía, su mano pequeña y fría tocándome en el hombro. El aliento le olía a dulce por el dentífrico Ipana y acre por el té. La puerta de mi cuarto estaba abierta y mi padre pasó por delante de ella. Llevaba los tejanos y una camisa blanca sencilla y las botas Acme.
—Tu hermana ya ha desayunado. Te he puesto cereales Cream of Wheat. —Sus ojos enfocaban mi cara, como si estuvieran viendo algo insólito en ella—. Tu padre y yo tenemos que irnos a pasar el día fuera. Volveremos mañana. Será una experiencia buena para vosotros tener que cuidar de todo mientras estamos fuera.
Su cara estaba tranquila. Había decidido algo.
Nuestro padre se paró en el umbral, con el pelo peinado y brillante. Se había afeitado. Entró en el cuarto el olor de sus polvos de talco. Yo lo veía muy alto en el hueco vacío.
—No contestéis al teléfono, ni tu hermana ni tú —dijo—. Y no vayáis a ninguna parte. Estaremos de vuelta mañana por la noche. Os vendrá muy bien esta experiencia.
—¿Adónde vais?
Miré la luz del sol en la sala, a su espalda. Los ojos me escocían de haber dormido muy poco.
—Tengo unos asuntos más que atender. Lo dije ayer —dijo—. Necesito la opinión de tu madre.
Hablaba con suavidad, pero vi que se le marcaba una vena en la frente.
Mi madre le miró, como si no hubiera oído eso antes. Estaba arrodillada junto a mi cama, con los dedos tocándome levemente el pecho.
—Eso es —dijo.
—¿Puedo ir con vosotros? —dije.
—Vendrás con nosotros la próxima vez —dijo él.
Mi sueño volvió a pasarme por la mente. Me voy. A gritos. Con los puños apretados.
—Cuida de tu hermana. —Me sonrió con complicidad—. Aquí está bajo la jurisdicción del coronel Parsons.
Hacía bromas con las cosas siempre que podía.
—¿Vas a dispararle a alguien?
—Oh, Dios mío —dijo mi madre.
La boca grande de mi padre, que había estado sonriendo, se quedó abierta. Entrecerró los ojos, como si alguien hubiera encendido una luz cegadora.
—¿Por qué dices eso?
—Lo sabe —dijo mi madre.
Se puso de pie junto a mi cama y se quedó mirándome fijamente, como si me reprochara algo. Yo no sabía nada.
—¿Qué crees que sabes, Dell?
La sonrisa de mi padre volvió a abrirse en su cara. Parecía entender.
—Te llevaste la pistola la vez pasada.
Avanzó un paso más.
—Oh. La gente lleva pistolas por ahí fuera. Es normal. Es el Salvaje Oeste. Y no siempre le disparas a alguien.
Mi madre seguía mirándome con fijeza. Sus ojos pequeños miraban con mucha intensidad detrás de las gafas, como si me estuviera estudiando para detectar alguna señal. Estaba sudando bajo la blusa, pude olerlo. Hacía ya calor dentro de casa.
—¿Tienes miedo?
—No —dije.
—No tiene miedo —dijo mi padre. Retrocedió un paso en el umbral y miró el reloj de la cocina—. Tenemos que irnos —dijo, y desapareció en el pasillo.
Mi madre seguía con la mirada fija en mí, como si me hubiera convertido en alguien a quien no conocía totalmente.
—Piensa en algún sitio maravilloso adonde te gustaría ir. ¿Lo harás? —dijo—. Y te llevaré. A ti y a Berner.
La pantalla de la puerta principal se cerró de golpe.
—Aquí Dell está bajo la jurisdicción del coronel Parsons —le oí decir. Hablaba con Berner en el porche.
—Moscú —dije.
Había leído en Chess Master que los grandes jugadores eran de Rusia. Mijaíl Tal, famoso por su estilo sacrificador y su mirada fija y terrible. Alexander Alekhine, célebre por su agresividad. Había mirado Moscú en el Merriam-Webster, y luego en el World Book, y por último en el globo terráqueo de encima de la cómoda de mi cuarto. No sabía lo que era la Unión Soviética, o por qué era diferente de Rusia. Lenin, del que mi padre decía que jugaba al ajedrez, había desempeñado un papel en ello. Y Stalin. Personas que él despreciaba. Decía que Stalin había metido a Roosevelt en su tumba del mismo modo que si le hubiera pegado un tiro.
—¡Moscú! —dijo mi madre—. A mi pobre padre le daría un ataque al corazón si te oyera. Yo estaba pensando en Seattle.
El sonido del claxon del Chevrolet nos llegó desde la calle. Berner volvió a entrar en casa, lista para cuidar de mí.
—Está hirviendo el agua de Dell —le oí decir.
Mi madre se inclinó hacia delante y me dio un beso rápido en la frente.
—Podemos seguir hablando de esto cuando vuelva —dijo.
Y se fue.
Cuando vivíamos en Mississippi, en Biloxi —fue en 1955, cuando yo tenía once años—, mi padre trabajaba en la base cercana y se quedaba en casa los fines de semana, como hacía en Great Falls. Le gustaba Mississippi. Estaba cerca de donde había crecido, y le gustaba el Golfo de México. Si hubiera dejado la Fuerza Aérea en aquel mismo momento, en lugar de cuando lo hizo, las cosas les habrían ido mucho mejor a mi madre y a él. Podrían haberse divorciado y haber seguido caminos diferentes. Los niños pueden adaptarse a las situaciones si sus padres les quieren. Y los nuestros nos querían.
Mi padre solía llevarme al cine los domingos por la mañana cuando ponían algo que quería ver o no tenía otra cosa que hacer. Había un cinematógrafo con aire acondicionado que se llamaba Trixy, que estaba en la calle principal que llegaba hasta el golfo. Las películas empezaban a las diez y terminaban a las cuatro de la tarde, con cortometrajes y dibujos animados y películas que se proyectaban sin interrupción, y todo por una sola entrada que costaba cincuenta centavos. Nos quedábamos a todas las proyecciones, comiendo dulces y palomitas de maíz y bebiendo Dr. Pepper, y disfrutando de Tarzán o de Jim de la Selva, y de Johnny McShane y Hopalong Cassidy, además de los Tres Chiflados y de Laurel y Hardy y de los noticiarios y de los viejos documentales bélicos, que a mi padre le gustaban mucho. Salíamos a las cuatro de la sala fresca y volvíamos al calor y el salitre y la falta de aliento de la tarde costera del golfo. Cegados por el sol y mareados y sin habla de haber perdido el día sin sacar gran cosa en limpio.
En una de esas mañanas, estábamos en la oscuridad, codo con codo, y en la pantalla apareció un noticiario de los años treinta sobre los criminales Clyde Barrow y Bonnie Parker, que aterrorizaron (en palabras del locutor) varios estados del suroeste del país, atracando y matando y labrándose un nombre infame hasta que se les dio muerte en una emboscada en una carretera secundaria de Louisiana. Un destacamento policial disparó contra ellos desde los matorrales y pusieron fin a su carrera criminal. Ninguno de los dos tenía más de veintitantos años.
Cuando mi padre y yo salimos del cine a la tarde vaporosa y abrasada por el sol —era junio—, con los ojos doloridos y la cabeza embotada, vimos que alguien (los propietarios de la sala Trixy) había aparcado enfrente del cine un largo camión de caja plana. Sobre ésta se veía un viejo Ford gris de los años treinta, de cuatro puertas, lleno de pequeños agujeros brillantes y con las ventanillas destrozadas, las portezuelas y el capó perforados y los neumáticos desinflados. Junto al coche había un letrero que rezaba: COCHE REAL DONDE MURIERON BONNIE Y CLYDE - SE PAGARÁN 10 000 DÓLARES A QUIEN PRUEBE QUE NO LO ES. Los propietarios habían colocado unos escalones de madera para llegar hasta el coche, y a los espectadores del cine se les invitaba a pagar cincuenta centavos por subir a examinarlo, como si Bonnie y Clyde aún estuvieran en su interior muertos y todo el mundo tuviera que verlos.
Mi padre se quedó de pie sobre el pavimento duro y ardiente, alzando la vista hacia el coche y a la gente que estaba mirándolo —niños y adultos, hombres y mujeres—, boquiabierta, haciendo bromas y ruidos de metralleta y riendo. No tenía ninguna intención de pagar por verlo de cerca. Dijo que el coche era un absoluto fraude, porque de lo contrario no estaría allí. El mundo no funcionaba así. Además, la pintura era reciente, y los agujeros de bala no parecían reales. Él había visto agujeros de proyectiles en multitud de aviones, y eran más grandes, más irregulares. Aunque ello no iba a impedir que la gente tirara el dinero como quisiera.
Pero mientras estábamos allí en la acera, mirando el coche durante unos minutos, dijo:
—¿Te convertirías en un atracador de bancos, Dell? Sería emocionante. Menuda sorpresa para tu madre.
—No —dije yo, mirando reflexivamente el coche y los agujeros relucientes, y a todos aquellos patanes que escrutaban el interior del habitáculo emitiendo pequeños aullidos y sonriendo bobaliconamente.
—¿Estás seguro? —dijo—. Yo lo intentaría. Pero sería más listo que esos dos. Si no usas la cabeza acabas como un queso de gruyere. Tu madre no lo entendería, claro. Así que no le digas nada de esto.
Me atrajo hacia sí. La camisa, al sol, le olía a almidón. Y echamos a andar en la tarde.
Nunca se lo conté a mi madre, y tampoco pensé en ello siquiera hasta mucho después del día en que mi hermana y yo estuvimos allí en el porche delantero mientras veíamos cómo nuestros padres se iban en el coche a atracar un banco. Entonces no relacioné ambas cosas, pero sí más tarde. Era algo que siempre había querido hacer. Hay quien quiere ser presidente de un banco. Y hay quien quiere atracar bancos.