Cosas que hiciste. Cosas que nunca hiciste. Cosas que soñaste. Al cabo de un largo tiempo se juntan todas.
Cuando Berner y yo nos fuimos a la cama aquel miércoles en que mi padre volvió a casa, oí a nuestros padres en la cocina, hablando, riendo, fregando los platos. Oí el ruido del agua corriendo. El ruido de los platos, de la vajilla de plata. De un aparador que se abre y luego se cierra. De sus voces ahogadas.
—A nadie se le ocurriría pensar… —dijo mi padre.
No pude oír más.
—¿Quieres que sea como una excursión familiar? —dijo mi madre.
El agua volvió a correr. Luego cesó. Mi madre había hablado con el más sarcástico de sus tonos.
—A nadie se le ocurriría pensar… —repitió mi padre. Y luego mi nombre—: Dell.
—No vas a hacerlo. No —dijo mi madre.
—De acuerdo —dijo él.
Estaban guardando los platos secos.
—Bueno, ¿estás contenta?
Demasiado alto para que no lo oyera.
—¿Qué tiene que ver estar contenta con todo esto?
—Todo. Absolutamente.
Y éste era mi sueño: entro corriendo en pijama en la cocina iluminada, donde están los dos de pie, mirándome. Mi padre, alto, con sus ojos pequeños y rutilantes. Mi madre, muy menuda, con sus pantalones pirata y su bonita blusa verde con botones verdes. Un rostro de grave preocupación.
—Me voy —digo.
Con los puños apretados. Con la cara húmeda. Con el corazón latiéndome con fuerza. Mis padres empiezan a retroceder en mi visión, como cuando estás enfermo y la fiebre empequeñece el mundo y la distancia se agranda. Mis padres se hacen más y más pequeños, hasta que me quedo solo en la cocina bajo una luz cruda, y ellos están en el punto de fuga, justo a punto de desaparecer.