Cuanto más posponga calificar a mi padre de criminal nato, más precisa será esta historia. Lo llegó a ser, no hay duda. Pero no estoy seguro de en qué punto de la cadena de acontecimientos él o alguien o el mundo lo supieron. La intención de ser un criminal debe contar en estos casos. Y puede alegarse que él nunca tuvo una intención definida de convertirse en criminal hasta que atracó el Agricultural National Bank de Creekmore, en Dakota del Norte. Posiblemente tampoco tuvo intención inmediatamente después de hacerlo, y no la tuvo hasta que fue del todo consciente de lo que podía sucederle a continuación. Para él, Bev Parsons, en el estado anímico en el que ahora se veía sumido, había algo tan necesario y tan normal en lo que planeaba hacer que ni siquiera se le ocurrió que existieran motivos para cuestionarlo; lo cual no nos dice nada bueno de él, lo sé. Y como no se consideraba a sí mismo el tipo de persona que roba un banco a mano armada, el hecho de cometer un atraco no tenía por qué modificar de inmediato su opinión sobre sí mismo, y muy posiblemente no la modificó hasta el momento mismo en que unos inspectores vinieron a nuestra casa, fueron de un lado a otro de la sala hablando de «un viaje a Dakota del Norte» y finalmente, casi con naturalidad, les dijeron a nuestros padres que iban a ponerles las esposas para llevarlos a la cárcel. Así es quizá como muchos delincuentes novatos piensan de sus actos y de sí mismos.
Pero ¿cómo actúan dos personas que están a punto de montarse en el coche y enfilar la carretera para atracar un banco? Si alguien hubiera pasado por delante de nuestra casa el miércoles por la noche habría visto nuestras luces encendidas, y a través de la ventana a nuestra madre preparando la cena en la cocina, y habría visto encendidas las luces de los vecinos, mientras mi padre salía fresco de la ducha y se sentaba en el porche delantero y se ataba los cordones de los zapatos al fresco, rumoroso crepúsculo, bajo la luna alta y clara, y los coches circulaban más allá del parque, y él, con el pelo mojado, oliendo a Old Spice y a polvos talco, nos contaba a Berner y a mí las cosas que había visto en su «viaje de negocios»: la pradera, como un vasto mar interior («como el Golfo de México»), las luces del Norte, la ausencia de montañas, aunque con abundancia de animales salvajes, nosotros dos sentados escuchándole con arrobo, dichosos; ¿alguien habría podido imaginar que era un hombre que se preparaba para cometer un atraco a mano armada? No, nadie. Aunque he de admitir que me intriga el modo en que una conducta ordinaria convive tan estrechamente con su opuesta.
Las señales, los avisos de la calamidad que creemos conocer son en su mayoría erróneos. La visión de un niño a este respecto es probablemente tan acertada como la de un adulto. Años atrás, conocí a un hombre que se ahorcó, un corredor de bolsa con muchas, muchas aflicciones y problemas mentales y un sentimiento de desesperación que a nada bueno podía llevarle. Pero la semana que precedió a este momento terrible, que él había planeado hasta en sus más mínimos detalles —su mujer debía encontrarle cuando volviera de unas vacaciones en Florida con sus amigas—, la gente que lo conocía dijo que parecía haberse quitado el peso del mundo de encima de los hombros, y estar de mejor ánimo que nunca. Reía, contaba chistes, tomaba el pelo a la gente, hacía planes que, según la memoria reciente de quienes le conocían, no había hecho nunca. Y quienes le conocían creían que había doblado una esquina, que se había visto fuera de la vida, que había encontrado un camino de regreso a su antiguo ser: la persona que ellos recordaban y que estaban entusiasmados de haber recuperado. Y luego aquello: aparecer colgado de la araña del vestíbulo de la casa que había construido sólo dos años atrás y que decía amar. Es un misterio cómo somos. Un misterio.
Cuando mi padre volvió a casa el miércoles por la noche a eso de las ocho estaba de un humor excelente. Se diría que acababa de hacer el mejor negocio del mundo, o descubierto una mina de oro o un pozo de petróleo, o ganado alguna lotería. Seguía con el mono de la Fuerza Aérea y las zapatillas de tenis manchadas de pintura, y no se había afeitado. Traía consigo la bolsa azul en la que había llevado escondida la pistola. (Yo había mirado en el cajón de sus calcetines cuando limpiaba la casa, para cerciorarme de que había visto lo que había visto. Y la pistola no estaba dentro. Se la había llevado).
Después de llegar, durante un rato, estuvo deambulando por toda la casa, hablando: con nuestra madre, en la cocina, con Berner y conmigo, a veces consigo mismo. Estaba ágil, relajado, y miró en todas las habitaciones de la casa, como reparando en lo limpias que estaban. Su voz, segura de sí misma, me sonó más sureña que nunca; era su forma de hablar cuando estaba distendido, o cuando contaba un chiste o se tomaba una copa. Tenía en mente los efectos cambiantes de la vida moderna: había un satélite en el cielo que predecía el tiempo y parecía una estrella en la noche. Pensaba que resultaría de gran ayuda para la navegación aeronáutica. En Brasil el gobierno había construido una ciudad totalmente nueva en medio de la jungla, y había trasladado a ella a millares de personas. Ello revolvería, a su juicio, los problemas raciales. Ahora podíamos comprarnos un riñón cuando los viejos se hubieran deteriorado; lo que era bueno, no había la menor duda. Había oído estas noticias en el coche, en una radio canadiense. Sintonizó con nitidez la emisora porque estaba muy cerca de la frontera con Canadá.
Después de ducharse, como he dicho, se sentó con Berner y conmigo en el porche delantero, a la luz del crepúsculo, y nos contó cómo eran las praderas: un océano. Miramos hacia el cielo en busca del satélite que daba vueltas a la tierra, y nos dijo que le parecía haberlo visto, aunque nosotros no. Habló de los años de su niñez en el estado de Alabama, y de todas las cosas graciosas que la gente decía y de lo pintoresco que era comparado con Montana, donde la gente carecía de un sentido del humor alegre y pensaba que era una virtud ser adusto y poco amistoso. Volvió a preguntarnos —lo hacía a menudo— si nos sentíamos de Alabama. Y volvimos a decirle que no. Me preguntó a mí de dónde me sentía. Y yo le dije que de Great Falls. Berner, al principio, dijo que de ninguna parte, pero luego dijo que de Marte, y nos echamos a reír los tres. Él nos contó que había soñado con ser piloto y que sólo había logrado ser artillero en un bombardero, y que se había llevado un gran desencanto, pero que las decepciones le educaban a uno y a veces los resultados negativos resultaban mejores que los que se habían deseado. Habló de los terribles errores que los que arrojaban las bombas habían cometido durante el aprendizaje, y de la enorme responsabilidad que ello suponía. Una o dos veces nuestra madre salió al porche desde la cocina. Nuestro padre había traído dos botellas de cerveza Schlitz, y se tomaron una cada uno, algo que no hacían normalmente. Se pusieron alegres y juguetones, como había estado ella mientras él estaba fuera. Nuestra madre llevaba unos pantalones pirata blancos y una blusa verde muy bonita, prendas que no sabíamos que tuviera. Parecía una jovencita, y sonreía más de lo normal; sostenía la botella de cerveza por el cuello y bebía a pequeños sorbos. Se comportaba cariñosamente con nuestro padre, y se reía y sacudía la cabeza ante las tonterías que él decía. Un par de veces le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo que estaba muy gracioso. (Como ya he dicho, mi madre sabía escuchar). Aunque a mí no me pareció en absoluto diferente: era un hombre que estaba de buen humor casi siempre.
Cuando aún estábamos en el porche y las cigarras habían empezado a cantar en los árboles, Berner le contó que había estado pasando gente rara en coche por delante de casa, y que había habido llamadas telefónicas en las que nadie decía nada. Los que habían pasado por delante de casa, creía, eran indios. Mi padre se limitó a decir: «Oh, no pasa nada. No te preocupes por ellos. No entienden cómo somos los blancos. Pero no son mala gente».
Le pregunté por el negocio que tenía en mente. Me dijo que todo marchaba a la perfección, pero que necesitaba volver a irse pronto para rematar las cosas, y que esa vez quizá yo fuera con él. Podríamos ir todos juntos. Le pregunté si lo que había dicho el domingo era cierto, que era posible que nos mudáramos a otra ciudad. Yo seguía inquieto por lo del instituto, el club de ajedrez, etcétera. Las cosas que me interesaban especialmente. Sonrió y dijo que no, que no íbamos a mudarnos. Que ya era hora de que nuestra familia se asentara y Berner y yo hiciéramos amigos y viviéramos como ciudadanos respetables. Que tenía muchas ganas de que le saliera bien su trabajo de vender ranchos. Que me enseñaría las triquiñuelas del oficio en cuanto él las aprendiera; aunque yo no entendí cómo podía casar aquello con el negocio que tenía en ciernes. Pensé en preguntarle por qué llevaba una pistola a un viaje de negocios. Pero no lo hice, porque no creía que fuera a decirme la verdad. Pensando en ello ahora, creo que nada de lo que nos estaba diciendo me parecía cierto en absoluto. Lo que sabía era que se suponía que tenía que creerle. Los niños pueden fingir tan bien como los adultos.
Cuando cenamos eran más de las diez y media. Yo tenía sueño, y ya no tenía hambre. El teléfono sonó dos veces más mientras estábamos a la mesa. Una vez mi padre contestó y se rió de buena gana y dijo que fuera quien fuera él le llamaría más tarde. La vez siguiente se quedó allí de pie, escuchando, como si alguien le estuviera hablando muy seriamente. Cuando volvió dijo: «Nada. No era nada. Lo mismo de antes».
Nuestra madre, sentada a la mesa, le preguntó si había notado algo diferente en Berner. Por supuesto que sí, dijo él. Se había cambiado de peinado y le sentaba mejor. Le gustaba. Mi madre dijo que se había puesto pintalabios —lo cual era cierto—, y que si no la vigilábamos iba a fugarse a Hollywood o a Francia. Mi padre dijo que Berner podía ir a las Hermanas de la Providencia con nuestra madre para concertar su ingreso en el convento para ser monja, con votos de castidad incluidos; lo cual hizo reír a nuestra madre, pero no a Berner. Hoy recuerdo esa noche como el mejor y el más natural de los momentos que pasamos en familia aquel verano, o hubiéramos pasado nunca. Por un instante vi cómo la vida podría discurrir de un modo más estable, más fiable. Nuestros padres se sentían felices y cómodos el uno con el otro. Mi padre apreció la forma en que mi madre se comportaba con él. Él le hizo cumplidos sobre su ropa, su aspecto y su humor. Era como si hubieran descubierto algo que había habido entre ellos un día pero que con el tiempo se había ocultado o malinterpretado u olvidado, y volvieran a sentirse hechizados por ello una vez más, y el uno por el otro. Lo cual parece justo y esperable sólo entre cónyuges. Captaron de pronto una vislumbre de la persona de quien se habían enamorado, de la persona que te mantiene vivo. Para algunos, esa visión no debe desdibujarse nunca, como en mi caso. Pero era extraño que nuestros padres captaran esa vislumbre, y su frustración, su ansiedad y su inquietud pasaran de largo como nubes que se dispersan después de la tormenta, y volvieran a encontrar lo mejor de sí mismos, precisamente cuando estaban a punto de llevar al desastre a toda la familia.
Diré lo siguiente sobre nuestro padre. Durante toda aquella velada en la que fuimos una familia que reía, bromeaba, comía —ignorante de lo que se cernía sobre ella—, sus rasgos volvieron a cambiar. Cuando salió de casa dos días atrás, tenía un aspecto carnoso y exhausto. Sus facciones estaban fláccidas, difusas y deslavazadas, como si cada paso que diera fuera reacio y bisoño. Pero cuando volvió aquella noche y se paseó por la casa con paso firme y declaró cuáles eran las cosas que le interesaban —los satélites, la política sudamericana, los trasplantes de órganos, la forma de mejorar nuestra vida—, sus facciones eran nítidas y como cinceladas. A la luz arenosa de encima de la mesa de la cocina, se volvió intenso y de apariencia clara. Nuestro padre tenía ojos pequeños color de avellana: dos discos de un castaño tenue que no llamaban en absoluto la atención. Daban la impresión de ojos débiles, porque al sonreír bizqueaba un poco. Y como tenía la cara huesuda, sus ojos se perdían a menudo en el efecto de conjunto. Sin embargo aquella noche, a la mesa de la cocina, su cara parecía rodear sus ojos, como si éstos estuvieran viendo un mundo que hasta entonces no habían visto. Relucían. Cuando me miró con aquellos ojos, al principio me sentí bueno y positivo. Pero luego me sentí incómodo. Era como si mi padre estuviera volviendo a valorarlo todo, como cuando había recorrido toda la casa dos horas atrás y parecía que veía aquellas estancias por vez primera y se interesaba de un modo nuevo por ellas; lo cual me hizo sentir la casa como algo ajeno a mí, como si mi padre estuviera planeando darle otra finalidad que antes no tenía. Sus ojos me hicieron sentir lo mismo.
Durante estos últimos años he pensado en sus ojos y en cómo se volvieron tan diferentes. Y como tantas cosas estaban a punto de cambiar a causa de él, he pensado que quizá algún potencial largamente reprimido en él se había hecho de pronto visible en su cara. Se estaba convirtiendo en quien y en lo que siempre había tenido que llegar a ser. No había tenido sino que horadar todas las demás capas hasta llegar a la que era él realmente. He visto este fenómeno en las caras de otros hombres, de hombres sin techo, de hombres tirados en la calzada enfrente de bares o en parques públicos o en estaciones de autobús, o en la cola de albergues de caridad para buscar refugio a la llegada del largo invierno. En sus caras —muchos de ellos eran apuestos, pero estaban hechos una ruina— he visto los vestigios de quienes por poco llegan a ser pero fracasaron, de quienes fueron antes de llegar a ser ellos mismos. Es una teoría del destino y el carácter en la que no me gusta o no quiero creer. Pero está en mí como un duro sotobosque. De hecho, no he visto nunca a un hombre hecho tal ruina sin decirme a mí mismo, en silencio: He ahí a mi padre. Mi padre es ese hombre. Lo conocí un tiempo.