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Lo que mi padre hizo durante los días siguientes fue recorrer el este de Montana y el oeste de Dakota del Norte (lugares en los que nunca había estado) buscando un banco que atracar. Su plan no era atracarlo en ese viaje, sino elegir una ciudad y un banco —según unos criterios que había elaborado en su cabeza—, volver a Great Falls, reanudar brevemente su vida familiar y atracar el banco un par de días después. Este plan parecía menos precipitado, mejor pensado y más susceptible de rectificación e incluso abandono que cualquier otro; más inteligente, en lo que concernía al atraco de bancos. Hacerlo de otro modo llevaba al autor al fracaso y a la cárcel.

Es difícil de imaginar, por supuesto: adelantas a un coche en una solitaria carretera rural; te sientas junto a un hombre en un restaurante barato e intercambias con él puntos de vista; esperas detrás de un hombre en la recepción de un motel, un tipo simpático de sonrisa encantadora y ojos brillantes color de avellana, encantado de ponerte al corriente de la historia de su vida y deseoso de gustarte… Es difícil imaginar que ese hombre recorre las poblaciones vecinas con una pistola cargada, tratando de decidir qué banco va a atracar dentro de unos días.

Yo pienso que aunque es cierto que mi padre temía a los indios —y a la fatalidad que Williams-Ratón nos había augurado a todos nosotros si no le pagaba el dinero que pedía—, una vez hubo viajado hacia el este a través de las vastas tierras vacías de Montana que se extendían hacia Dakota del Norte, una vez hubo sopesado bancos y ciudades y pensado en lugares donde esconderse y anotado el número de policías estatales y de miembros de la oficina del sheriff de las localidades por las que pasaba y calculado las distancias entre los bancos y las fronteras (ser sureño significaba que las fronteras estatales tenían una importancia que no tenían en ninguno de los lugares donde habíamos vivido hasta entonces), una vez hubo hecho todas estas cosas, atracar un atraco le había empezado a parecer una idea, si no sensata y razonable, sí al menos aceptable; una idea que, sorprendentemente, suscitaba en él pocas preocupaciones. Emito este juicio basándome en cómo se comportó cuando volvió a casa dos días después: seguro de sí mismo y eufórico, y con un ánimo de nuevo inmejorable, como si al marcharse hubiera tenido un gran problema y al volver éste se hubiera convertido en la cosa más sencilla de resolver. Lo cual era muy propio de él y de su forma de minimizar los problemas. También enjuicio su estado de ánimo despreocupado a partir del hecho de que pensó incluso que fuera yo quien le acompañara en el atraco. No es que llegara al punto de proponerme tal cosa. De ello me enteré más tarde, en la crónica de mi madre, aunque a través de las puertas cerradas oí palabras entre ellos que apuntaban a tal posibilidad (que yo no alcancé a entender cabalmente): que, en su opinión, yo podía ser un cómplice muy convincente. Según él, a mi madre (su otra opción) la reconocerían al instante a causa de su apariencia extranjera y su pequeña estatura, y también porque era antipática con la mayoría de la gente, lo cual, a su juicio, constituiría un absoluto engorro. Él quería que robar un banco fuera una cosa agradable. (Estoy seguro de que el hecho de que quisiera que yo fuera su cómplice fue lo que finalmente decidió a mi madre a secundarle yendo ella misma, y a hacer las cosas menos propias de ella misma que imaginar se pueda).

Por cosas que le había oído en el pasado ya sabía que mi padre pensaba desde hacía tiempo en la posibilidad de atracar un banco, aunque yo jamás las había tomado en serio. La crónica de mi madre deja bien claro que mi padre jamás pensó seriamente en la posibilidad de que lo detuvieran, porque era demasiado inteligente. También pensaba que robar un «banco nacional» era un «delito sin víctimas», porque mientras el autor del robo se asegurase de que el botín fuera inferior a diez mil dólares (él consiguió mucho menos), el gobierno federal, creía, garantizaría que ninguno de los impositores perdiera su dinero. Como ya he dicho, tenía una gran confianza en el gobierno, desde los tiempos del New Deal y la REA, y luego sus años en la Fuerza Aérea, donde se ocupaban de todo lo concerniente a su persona, dado que se le debía mucho por su servicio en ella. Se diría que era un «demócrata» de toda la vida.

En cuanto a la posibilidad de que lo detuvieran —una vez vistos el este de Montana y el oeste de las dos Dakotas (tierras vacías, yermas, hurañas, pobres)—, no cabía en su cabeza que alguien pudiera fijarse en él, sobre todo si mi madre no lo acompañaba y llamaba la atención por su aspecto. Él sería un hombre simpático, anodino, vestido anodinamente, al volante de un coche igualmente anodino, con un hijo. (Planeaba también robar unas placas de matrícula de Dakota del Norte, de forma que su Chevrolet tampoco llamaría la atención). Sabía que su aspecto era el de alguien que jamás atracaría un banco. Así que podría atracarlo sin recurrir a una máscara o un disfraz. Lo haría muy rápidamente, y volvería a recorrer aquel paisaje envolvente, de tierra endurecida, y estaría de vuelta en Great Falls antes de la noche. Nadie se daría cuenta de nada.

Lo cual tiene cierto sentido, para un determinado tipo de persona. El sheriff de Cascade County —condado al que pertenece la ciudad de Great Falls— declararía al Tribune más tarde, después de la detención de mis padres, que mucha gente piensa que Montana es un estado en el que es fácil cometer un atraco sin que el autor sea detenido, razón por la cual se cometen tantos en ese estado (algo que mi padre no sabía). La gente piensa, dijo el sheriff, que una vez cometido el atraco al autor lo engulle el espacio vacío, y nadie repara en él porque hay muy poca gente que pueda reparar en nada. Lo cierto, dijo, era que el atracador de un banco siempre se hacía notar en Montana. Después de todo, normalmente es el único que ha cometido ese delito, y que, por tanto, está solo frente al mundo. Mientras que, normalmente, todos los demás saben muy bien que no han cometido delito alguno. Además, en el caso de mi padre, todo el mundo notaría una cara amistosa, ya que en la región se veían muy pocas aun en sus mejores días.

Mi madre seguramente se dio perfecta cuenta de lo que estaba pasando. Cuando mi padre se fue en el coche el lunes con el mono azul y la pistola cargada, y tan aterrorizado de que alguien fuera a asesinarnos que se creía obligado a atracar un banco para conseguir el dinero que necesitaba, nuestra madre empezó a actuar de inmediato como si nuestra vida se viera abocada a un gran cambio. Enseguida dictaminó que los tres que habíamos quedado en la casa —ella, mi hermana y yo— nos pusiéramos a limpiarla, algo que jamás la había preocupado gran cosa, dado que todas nuestras casas eran alquiladas y olían siempre a cañerías y filtraciones y nunca estaban limpias cuando llegábamos. Se ató un pañuelo rojo a la cabeza para cubrirse el pelo, se puso unos pantalones viejos de algodón, con los bajos remangados, encontró unos guantes negros de goma para protegerse las uñas y empezó a restregar el suelo de la cocina y los azulejos del cuarto de baño; luego limpió a fondo los armarios y las ventanas, sacó la vajilla del aparador y limpió las estanterías con Bab-O. A Berner y a mí nos mandó limpiar los suelos, las puertas, la madera, las esquinas de los armarios y las molduras de las ventanas de nuestros cuartos con jabón blanco y trapos, y los cristales de las ventanas con vinagre —que me dejó las manos secas y con un olor agrio—. Nos dijo que escogiéramos la ropa que no queríamos para darla a Saint Vincent de Paul, y que la amontonáramos en el porche trasero cerrado, junto a mi bicicleta, para llevarla cuando acabáramos. A mí me mandó al desván, por si acaso habíamos olvidado allí arriba cosas que había que tirar. El desván estaba oscuro, y sobrecalentado, y olía a bolas de naftalina y a podrido, y estaba lleno de polvo y de hollín, y yo sabía que había serpientes de cascabel, arañas venenosas y nidos de avispones en las vigas, así que bajé rápidamente y con las manos vacías.

Cuando le preguntamos por qué estábamos haciendo aquella limpieza a fondo, nuestra madre dijo que cuando nuestro padre volviera a casa de su viaje de negocios tal vez tuviéramos que marcharnos de Great Falls, y por lo tanto devolverle la casa a Bargamian, el dueño, que vivía en Butte. Tenía nuestra fianza, y mi madre quería que nos la devolviese. (Mi padre decía que Bargamian era «de la tribu» de mi madre, pero mi madre dijo que era armenio, una raza de víctimas).

No nos dijo adónde iríamos. Y como le habíamos oído decir lo mismo a nuestro padre el domingo por la mañana, me pareció que podía ser cierto, y me dio miedo la posibilidad de no poder empezar el instituto dentro de dos semanas, y me pregunté si algún día podría estudiar en él.

En los días siguientes a la partida de nuestro padre, el teléfono sonó varias veces, y yo lo cogí inmediatamente pensando que era él. Pero de nuevo no contestó nadie. Al final mi madre contestó, y dijo: «¿Qué es lo que quiere? ¿Quién es usted?». No hubo respuesta. Y luego la línea se cortó.

Y al menos en cuatro ocasiones, al mirar por la ventana, vi dos coches que pasaban lentamente por delante de nuestra casa. Una vez fue el Plymouth rojo astroso en el que había venido Ratón el domingo. Pero esta vez no lo conducía Ratón, sino un hombre más joven, y no estoy seguro de que fuera indio. Y otras veces otro coche con mucho peor aspecto; una ranchera de color marrón, con las ballestas hechas polvo y el techo todo abollado. Dentro iban varios hombres y una mujer grande que me pareció que era india. En cada ocasión, el conductor miró hacia nuestra casa pero no se detuvo. No hacía falta ser un genio para entender que aquellos indios tenían algo que ver con el hecho de que tal vez tuviéramos que irnos de casa, y también con nuestro viaje de hacía unos días a Box Elder (para echar un vistazo al modo de vida de los indios), y con el hecho de que yo tuviera miedo, y con por qué nuestro padre estaba por ahí buscando un sitio donde vivir.

La otra cosa digna de mención que aconteció mientras mi padre estuvo fuera fue que Berner salió de su cuarto con los labios pintados de rojo, ante lo cual mi madre dijo jocosamente que era una «mujer fatal» que pronto se iría a Nueva York o a París para dar comienzo a una exitosa carrera de actriz. Berner no se molestó en absoluto. Se había soltado el pelo austero, con raya en medio y peinado hacia atrás que solía llevar, y lo dejó caer hacia los hombros en una mata confusa que a mí no me gustó porque acentuaba la forma plana de su cara, y hacía que las pecas dieran a su semblante un aspecto sucio en lugar de fresco, que era el que siempre había tenido a pesar de los granos. Cuando estábamos limpiando, le pregunté por qué quería que su cara llamara la atención de aquel modo, y ella frunció el ceño, mirándome, y dijo que porque «su novio», Rudy —a quien habíamos visto muy poco—, le había dicho que tenía que parecer una mujer hecha y derecha si quería que él se interesara por ella. Me dijo que estaba pensando en irse a vivir con él, pero que si se me ocurría decírselo a mi madre me mataría. «Vivir aquí me está volviendo loca», dijo, y torció el gesto. Aquello me impresionó, porque jamás se me había ocurrido que la vida con nuestros padres pudiera resultar insoportable, o que escaparse de casa pudiera ser una opción. Ni para ella ni para mí.

También merece la pena mencionar que mientras Berner y yo limpiábamos la casa y nuestro padre recorría en coche como un loco las tierras baldías de Montana y Dakota del Norte tratando de decidir qué banco atracar, nuestra madre entró en un estado de ánimo nuevo, extraño. Restregar y ventilar la casa era algo insólito, ciertamente, pero, según pude oír, también hizo varias llamadas telefónicas a sus padres a Tacoma, no para pedirles que la acogieran en su casa sino para que nos brindaran a Berner y mí un sitio donde vivir. Habló con ellos con la voz más natural y afectuosa, como si hubieran estado viéndose una vez al mes en lugar de ni una sola en diecisiete años. Aceptarían a Berner, según creí entender, pero no a mí. Un chico era demasiado para ellos. Fue una razón más, sin embargo, por la que Berner llegó a creer que tenía que escaparse de casa: la perspectiva de una vida con un par de viejos polacos severos, recelosos y nada comprensivos que no conocía y a los que probablemente no iba a gustarles, pero que, casualmente, resultaba que eran sus abuelos.

A la cadena concreta de acontecimientos y decisiones mediante las cuales nuestra madre se aseguró de mi bienestar e impidió que fuera a caer en manos del estado de Montana, llegaré sin falta más tarde, pues es la parte de la historia más importante para mí. Pero lo más importante de aquellos dos días, durante los que limpiamos a fondo la casa antes de que mi padre volviera el miércoles por la noche con un banco para atracar en mente, sigue siendo sin duda el estado de ánimo de mi madre; incluso ahora, después de tantos años desde que ya no está.

Podría pensarse que una mujer cuyo marido estaba probablemente perdiendo el juicio (o parte de él, al menos), que planeaba atracar un banco, que había llevado a su familia casi a la ruina, que consideraba una idea original implicar a su único hijo varón en el atraco, que estaba poniendo en grave riesgo de cárcel y calamidad y de aniquilación de todo lo que ambos entendían que era la vida —una mujer que, de todas formas, ya se estaba planteando abandonar a ese marido—, podría pensarse, digo, que una mujer en esta situación buscaría desesperadamente una oportunidad para huir, o acudiría a las autoridades para salvarse ella y salvar a sus hijos, o se plantaría y, con determinación inflexible, no permitiría que la cosa fuera más lejos y protegería a su familia con la sola fuerza de su voluntad. (Mi madre, por menuda que fuera y por descontenta que estuviera, parecía poseer una voluntad fuerte, aunque luego resultó que no era cierto). Pero no fue así como se comportó.

Una vez que la casa estuvo más impoluta de lo que llegaría a estarlo nunca, una vez que hubo llamado por teléfono varias veces a sus padres y una vez que hubo remitido la ira que pudiera sentir contra su marido (ahora que estaba fuera y aún no había vuelto), mi madre se quedó de pronto —no con el ánimo por las nubes, porque nunca estaba con el ánimo por las nubes— inopinadamente tranquila. Lo cual tampoco era habitual. Era como si se sintiera liberada, por primera vez en las últimas semanas, o en mucho más tiempo. Como si se acabara de decidir algo importante, como si ese algo ocupara ahora el lugar que le correspondía. Se reía con nosotros, le tomaba el pelo a Berner con lo de su futuro de actriz de cine famosa, y a mí con lo de llegar a ser profesor universitario o campeón de ajedrez o experto en apicultura. Expresaba su opinión sobre diversas cosas del mundo, cosas de las que era consciente (sin yo saberlo) y de las que nunca había hablado con nosotros antes. El senador Kennedy, que no la impresionaba en absoluto. El terremoto de Marruecos, la Revolución Cubana; información que debía de venirle de la radio, como a mí. Veía la televisión con nosotros: Douglas Edwards, Restless Gun, Trackdown, programas que yo también solía ver. Y hacía bromas sobre las telenovelas y otros programas en antena.

Berner y yo no hablamos mucho con ella durante aquellos días. Ambos participábamos con ella en unos modos desmañados y tímidos que no nos forzaban a tomar partido en contra de nuestro padre, sino que respetaban un enfrentamiento tácito existente entre ellos que en parte había llevado a mi padre a salir de «viaje de negocios» sin decir siquiera cuándo iba a volver. (De hecho yo me pregunté varias veces, fantaseando, si se había ido ya a atracar un banco). No parecía haber ningún modo de que yo empezara una conversación sobre tal enfrentamiento —ni siquiera con mi hermana— sin poner todo el asunto encima de la mesa. Así que nos limitamos a limpiar la casa, comer nuestras comidas y ver los dos canales de televisión. Yo leía el libro de ajedrez, concebía estrategias de apertura inviables, hojeaba catálogos de apicultura y me moría de ganas de que empezara el instituto. Berner, como de costumbre, se quedaba en su cuarto escuchando la radio, probaba cosméticos, se hacía y se deshacía peinados, utilizaba el alargador del teléfono para hablar con Rudy en privado y empezó (estoy seguro) a planear la fuga —de la que nunca regresaría, ya que muy pronto no habría ningún sitio adonde regresar—. Si nuestra madre, en aquel breve espacio de tiempo, expresó algún cambio en su modo de ver el mundo, se trató de un cambio que llevaba años obrándose y que sólo se hizo patente repentinamente en aquellos dos días en que nuestro padre estuvo fuera de casa.

Siempre he creído que la apariencia física de mi madre tuvo que desempeñar algún papel en el modo en que cambió y se quedó tranquila cuando esperábamos que nuestro padre volviera a casa y condujera nuestra vida a donde la condujo. Su apariencia física —su tamaño (la estatura de Shirley Temple cuando tenía quince años), su porte (rara vez sonreía, llevaba gafas, tenía un aire foráneo, de judía estudiosa), su talante patente (escéptico, perspicaz, a la defensiva, a menudo distante)— siempre parecía tener que ver con todo lo que pensaba o decía, como si tal apariencia hubiera creado toda su persona. Esto puede ser cierto en cualquiera, pero en ella había hecho que se distinguiera muy particularmente en cualquiera de los lugares en que había vivido nuestra familia, lo que no habría sido cierto en Polonia o Israel o incluso en Nueva York o Chicago, donde había mucha gente de apariencia y comportamiento parecidos. Nada en ella la hacía nunca menos visible o menos en armonía con su persona. Y aunque no podría haberlo afirmado entonces, daba por sentado que todas sus cosas (lo que nos decía, lo que nos aconsejaba, lo que no le gustaba, las cosas por las que abogaba) debían su existencia sólo a la persona que era, y no a lo que los demás pensaran de ella. No a la comunidad. Ni siquiera al sentido común. Mi madre nunca escribió esto en su crónica, pero, siendo como era, y teniendo la apariencia que tenía, todo debió de ser un auténtico calvario para ella: ir en coche a dar clases en Fort Shaw; las mudanzas y las casas; las ciudades ínfimas; los camaradas chistosos e imbéciles de la Fuerza Aérea, con sus planes estúpidos de ascender en el escalafón; no tener amigos. Como ya he dicho, poseía una voluntad férrea, según creyó durante un tiempo. Y esa voluntad no debió de permitirle pensar de otro modo al respecto, dado lo aislada que estaba de todo lo que la rodeaba (salvo de Berner y de mí, a quienes amaba), y en general la vida familiar no merecía más que su desprecio. La sociabilidad, la integración —algo fuera de su alcance—, no merecían su respeto. Y ésa era otra de las razones por las que no quería que encajáramos en el entorno.

El motivo de que se quedara tranquila (quizá sólo se sintió reafirmada) —el motivo de que bromeara con nosotros y le tomase el pelo a Berner sobre su futuro como estrella, y de que se riera al decir que yo llegaría a ser profesor universitario, y de que viera la televisión con nosotros, y de que hablara de The Secret Storm y de As the World Turns, y de lo fieles que eran a la vida real— quizá estaba en que, visto el modo en que la vida la había dejado a un lado, de lo que se percataba ahora era de que en realidad no estaba soportando una carga, sino que poseía un anhelo grande, sin explotar, refrenado durante años, de cambiar. Al perder el juicio nuestro padre, con su plan para robar un banco (que ella conocía perfectamente), quizá sintió no desesperación ni terror ni un mayor extrañamiento (que habría sido lo convencional) sino libertad. De todas las fuerzas que la oprimían. Quizá concluyó que su sentimiento de libertad nacía directamente de las cualidades mismas que la aislaban, y que éstas no eran un tormento sino su fuerza. Habría sido muy propio de ella y de su carácter escéptico. Y quizá le hizo sentirse mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Es extraño que así fuera. Pero ella era extraña.

Lo que no explica por qué no nos subió a Berner y a mí a un tren rumbo a Tacoma (o a Chicago, o a Atlanta, o a Nueva Orleans), y no dejó que nuestro padre volviera a una casa vacía, para que eso le hiciera recobrar el juicio, si es que le quedaba algo. Y tampoco explica por qué, cuando mi padre llegó a casa al día siguiente, con el banco elegido y un fogoso y apremiante deseo de perpetrar ya el atraco, no decidió marcharse en ese mismo momento, o tratar de convencerle de que desistiera, o ir a la policía, o decir hasta aquí hemos llegado, y en lugar de ello se convirtió en su cómplice y arruinó su vida cuando él arruinó la suya. Pero cuando uno se detiene a pensar en por qué dos personas medianamente inteligentes deciden atracar un banco, y en por qué habían seguido juntos cuando el amor había empezado a languidecer y a esfumarse, siempre hay razones de ese tipo, razones que a la luz de un tiempo más tarde no tienen ningún sentido y habría que inventarlo.