7

Lo que sucedió fue que para la primera semana de agosto mi padre, el hombre de la Great Northern —Digby— y los indios cree cómplices de mi padre ya habían llevado a cabo tres transacciones de carne robada que les habían salido a la perfección. Se robaban las reses, se sacrificaban y se entregaban al destinatario. El dinero cambiaba de manos. Los indios se iban. Y todo el mundo contento. Mi padre pensaba que su nuevo plan funcionaba bien, y que en su papel de intermediario no corría ningún peligro que lo inquietara demasiado. Era un hombre que creía a pies juntillas que si las cosas iban bien y sin problemas en aquel momento no tenían por qué dejar de ir bien y sin problemas eternamente. De forma muy parecida a la de los indios, que dependían del gobierno, él había dependido de la Fuerza Aérea, que lo había protegido de la vida a la que la mayoría de la gente ha de enfrentarse. Y, dado que había oficiado diestramente en la guerra (como experto en el lanzador Norden, bombardeando y matando a personas que jamás había visto, y sin morir él en la empresa), se sentía con derecho a que cuidaran de su persona, lo que fomentó en él la tendencia a no mirar las cosas —cualesquiera que fueran— con demasiado detenimiento. Lo que, en su plan de la carne robada, le llevó a no acordarse de que su intermediación en aquel negocio no había salido en absoluto bien en el caso de la base aérea. Su plan, de hecho, le había hecho perder los galones de capitán, y de un modo u otro lo había hecho desembarcar en la vida civil mucho antes de que estuviera preparado para ello, si es que algún día habría llegado a estarlo después de tanto tiempo en la vida militar.

Es posible también que nuestra madre, siendo como era estudiosa y distante, le hiciera sentir que lo estaba observando y valorando si algún nuevo fracaso suyo acabaría siendo causa suficiente para dejarlo. Así que, pese al éxito aparente de su marido, a su natural optimista y a su nuevo comienzo en el mundo civil, fueron acumulándose en ella las incertidumbres íntimas, y ello erosionó la confianza de su marido en la «aptitud» que creía tener para lo que estaba haciendo en ese momento. Lo único que él quería era que la vida siguiera su curso regular y tranquilo hasta que empezara el colegio y ella tuviera que incorporarse a sus clases, dejándolo a él libre para aprender el negocio de las granjas y los ranchos y para seguir con sus manejos con Digby y los indios, dado que todo era en beneficio nuestro.

La vida seguía siendo absolutamente normal para mí en aquel tiempo. Recuerdo que, a principios de agosto, mi padre insistió en que fuéramos todos a la matiné del sábado del Liberty a ver Los robinsones de los Mares del Sur. A mi padre y a mí nos encantó la idea. Pero nuestra madre insistió en que Berner y yo leyéramos el libro, que seguía teniendo de la época del instituto y que era mucho menos optimista y romántico que la película. Había empezado a dar clases en las Hermanas de Providence desde principios de agosto, y volvía a casa con más y más libros y hablando de lo que las monjas decían del senador Kennedy. La gente del Sur, afirmaban, nunca dejaría que ganara; alguien le pegaría un tiro antes del día de las elecciones. (Mi padre nos aseguró que eso no era cierto, que el Sur, tristemente, era una tierra incomprendida, pero que lo que sí era cierto era que el Papa de Roma ahora tendría gran influencia en la vida norteamericana, y que el padre de Kennedy era un potentado del whisky). Volvimos a hablar del Space Needle, y mi padre dijo que quería verlo, y que nos llevaría a todos cuando estuviera terminado. En aquel tiempo mi hermana trajo a su amigo a casa un par de veces, aunque nunca lo dejó entrar. Su amigo me gustaba. Se llamaba Rudy Patterson, y era mormón (miré en el diccionario, y Rudy me dijo que significaba «polígamo», entre otras cosas). Y ya iba al instituto, lo cual lo hacía enormemente interesante a mis ojos. Era pelirrojo, huesudo y alto, y tenía los pies grandes y una pelusilla clara a modo de bigote de la que se sentía muy orgulloso. Una vez me crucé con él en la calle y jugamos a encestar en un tablero que el ayuntamiento había instalado allí para que los chicos jugaran al baloncesto. Me contó su plan de dejar el instituto para irse a California y meterse en una banda o enrolarse en los marines. Le había preguntado a Berner si quería irse con él, o si se reuniría con él más tarde, y ella le había dicho que no, por lo que Rudy dijo que Berner era dura como la piedra, lo cual era cierto. Mientras nosotros jugábamos, bajo el denso y perfumado bonete de olmos y arces negundo, llenos de sonoras cigarras, Berner se sentaba en los escalones de nuestro porche delantero —exactamente como solía hacer mi madre—, encogiendo los ojos por el sol, abrazándose las rodillas y viendo nuestras escaramuzas. Gritaba: «No le digas lo que he dicho. No quiero que sepa mis secretos». Yo no sabía a quién de los dos se dirigía: si a Rudy o a mí. Yo desconocía los secretos de Berner, aunque en un tiempo pensé que lo sabía todo de ella porque éramos mellizos. Pero para entonces debía de tener secretos nuevos, porque ya no hablaba conmigo de cosas privadas y me trataba como si fuera mucho más pequeño que ella y como si su vida hubiera tomado un rumbo muy diferente del mío.

Lo que sí sé de primera mano sobre cosas malas —cosas malas de verdad— es que a finales de la primera semana de agosto mi padre llegó a casa una noche y, aunque no le vi, supe que algo fuera de lo normal estaba sucediendo dentro de ella. Te sensibilizas ante cosas como el sonido de la puerta del porche al cerrarse con demasiada fuerza, o el taconazo de una pesada bota sobre el entarimado, o el crujido de la puerta de un dormitorio que se abre y deja entreoír una voz que empieza a hablar, y el sonido de esa puerta que se cierra rápidamente y deja en el aire unos ruidos sólo ahogadamente audibles.

A mediados del verano, nuestra casa era calurosa, seca y polvorienta, lo cual afectaba a la alergia de Berner. (En invierno siempre hacía frío y había muchas corrientes). Mi madre dejaba encendido el ventilador de buhardilla, y le gustaba sentarse en el baño de agua fresca al atardecer, antes de hacer la cena, cuando la luz pastel entraba a través de la diminuta ventana cuadrada del cuarto de baño. Quemaba una vela de sándalo, que dejaba sobre la tapa del inodoro, y se quedaba dentro de la bañera hasta que el agua se enfriaba por completo. Mi padre había estado fuera, se suponía que aprendiendo a vender terrenos. Pero cuando llegó a casa fue directamente al cuarto de baño, donde estaba nuestra madre, y se puso a hablar en un tono vivo y contundente. Y la puerta se cerró mientras hablaba. Pero le oí decir: «Me he topado con un problema con ese…». No alcancé a oír el resto. Yo estaba en mi cuarto leyendo sobre las abejas y escuchando la radio. Sentía la necesidad de perfeccionar mi estrategia para conseguir ir a la feria estatal. No habíamos ido nunca en los cuatro años que llevábamos allí. Mi madre no veía ningún aliciente en ello, porque no le gustaban las atracciones ni los olores, y a Berner no le interesaba lo más mínimo.

Mi padre siguió hablando un largo rato con mi madre en el cuarto de baño. Fuera estaba oscureciendo, y mi hermana salió de su cuarto y encendió las luces de la sala, corrió las cortinas y apagó el ventilador de buhardilla. La casa, pues, quedó en silencio.

Al poco la puerta del cuarto de baño se abrió y mi padre dijo:

—Me preocuparé por eso más tarde. Ahora no.

Y mi madre dijo:

—Por supuesto. No me extraña.

Mi padre vino hasta la puerta de mi cuarto, que estaba abierta. Llevaba sus botas vaqueras negras Acme y una camisa blanca con bolsillos de aberturas con flechas y botones de nácar y cinturón de piel de serpiente. Le gustaba vestir bien después de haber llevado uniforme la mayor parte de su vida. El aprendizaje de la venta de ranchos le había persuadido de que tenía que parecer un ranchero por mucho que no supiera nada del asunto. Me preguntó qué hacía. Le dije que estaba aprendiendo apicultura y que tenía pensado ir a la feria estatal, como ya he dicho. Habría una tienda 4-H, donde chicos de mi edad harían demostraciones sobre las bondades de la cría de abejas y la recolección de miel.

—A mí eso me suena a una empresa de gran envergadura —dijo—. Tendrás que tener mucho cuidado, no vayan a matarte a picaduras. Las abejas se confabulan contra ti; al menos eso he oído.

Fue hasta la puerta del cuarto de mi hermana y se interesó por lo que estaba haciendo, y habló de su pez. Mi madre salió del cuarto de baño con aire serio. Llevaba un albornoz verde y una toalla alrededor de la cabeza. Fue a la cocina como estaba, y empezó a sacar cosas del frigorífico. Mi padre entró en la cocina detrás de ella, y dijo:

—Lo arreglaré.

Mi madre dijo algo que no pude oír porque lo dijo en un suspiro. Mi padre, entonces, salió al porche delantero, donde hacía más fresco y estaba oscuro. Las farolas de la calle estaban encendidas. Se sentó en la mecedora, que colgaba de unas cadenas finas y rechinantes, y se balanceó al son del canto de las cigarras. Le oí murmurar, y por eso supe que estaba preocupado. (A menudo hablaba consigo mismo —mi madre también—, como si hubiera ciertas conversaciones que no pudieran compartir. Y lo hacían mucho más cuando tenían problemas). En un momento dado, mientras se balanceaba rítmicamente, se echó a reír a carcajadas. Y segundos después salió a la acera y montó en el coche y se fue, supongo que a tratar de arreglar lo que le preocupaba.

Al día siguiente era domingo. Una vez más, no fuimos a ninguna iglesia. Mi padre tenía una Biblia familiar grande, con su nombre escrito en ella, en un cajón del aparador. Oficialmente era miembro de la Iglesia de Jesucristo, y había sido salvado años atrás en Alabama. Mi madre proclamaba ser una «agnóstica ética», a pesar de ser judía. Berner decía que creía en todo y al mismo tiempo en nada, lo cual explicaba por qué mi hermana era como era. Yo no creía en nada que pueda recordar, ni siquiera en lo que significaba creer, más allá de que los pájaros vuelan y los peces nadan, cosas que se pueden comprobar por la experiencia. El domingo, sin embargo, era un día aparte. Durante toda la jornada nadie hablaba demasiado ni muy alto, sobre todo por la mañana. Mi padre veía las noticias de la televisión, y más tarde los partidos de béisbol, en bermudas y camiseta, prendas que no se ponía entre semana. Mi madre leía algún libro, elaboraba los planes de estudio para el otoño y escribía en su diario, que llevaba desde la adolescencia. Normalmente daba un largo paseo sola después del desayuno; subía por Central Avenue y cruzaba el río y llegaba al centro, donde no sucedía nada en absoluto y las calles estaban casi vacías. Luego volvía a casa y preparaba la comida. Yo había elegido el domingo como día de práctica de los movimientos del ajedrez y aprendizaje de las reglas, que, según me habían informado los chicos del club, eran la clave de todo. Si interiorizas totalmente esas reglas complejas, serás capaz de jugar de forma intuitiva y audaz, que era como jugaba Bobby Fischer, incluso cuando sólo tenía diecisiete años, no muchos más de los que yo tenía entonces.

Aquel domingo por la mañana no se habló de nada de lo que, tan sólo la noche anterior, era necesario «arreglar», y de lo que nuestros padres habían estado hablando durante una hora en el cuarto de baño. Yo no tenía ni idea de a qué hora había vuelto a casa de dondequiera que hubiera ido aquella noche. Lo cierto es que el domingo por la mañana allí estaba en la sala, en bermudas, viendo la televisión. El teléfono sonó varias veces. Yo lo cogí dos veces, pero nadie habló al otro lado de la línea, lo cual no era nada fuera de lo normal. Que nadie respondiera al otro lado de la línea era algo que pasaba con frecuencia. Mi madre salió a dar su paseo hasta la ciudad. Mi padre veía Encuentro con la prensa. Le interesaban las elecciones; creía que los comunistas estaban adueñándose de África pero que Kennedy iba a impedirlo. Berner y yo salimos al jardín soleado y caluroso y cambiamos de sitio los postes de la red de bádminton para poder jugar con más amplitud a un lado de la casa. Era una mañana bonita, desocupada. Las malvarrosas florecían contra la pared del garaje. No había nada que hacer en Great Falls.

A las once, los luteranos de Sión, en la diagonal entre la acera de enfrente y el parque, hicieron sonar la campana como de costumbre, y empezaron a recibir a sus feligreses. Los coches y camionetas llegaban y aparcaban junto a la acera de enfrente de nuestra casa, también como de costumbre. Familias con niños se encaminaban hacia el edificio de madera gris y desaparecían en su interior. A mí me gustaba mirarlos desde el balancín del porche delantero. Siempre estaban de buen humor, y hablaban y se reían de cosas que les interesaban y sobre las que, suponía yo, estaban de acuerdo. Una vez, en un día entre semana, fui hasta aquel templo para mirar a través de las puertas y ver lo que hubiera que ver, fuera lo que fuera, en su interior. Pero las puertas estaban cerradas y no había nadie. El edificio de tablas grises tenía el aire de una tienda que hubiera echado el cierre definitivo.

En el momento mismo en que la campana luterana empezó a sonar un viejo coche frenó delante de nuestra casa y se detuvo. Pensé que el conductor —un hombre— era un feligrés más que se apearía del coche e iría andando hasta la iglesia. Pero siguió allí sentado, al volante del viejo Plymouth toscamente pintado de rojo, fumando un cigarrillo como si esperara algo o a que alguien empezara a prestarle atención. El coche era de los años cuarenta, y estaba embarrado y lleno de abolladuras, y me resultaba vagamente familiar, aunque no habría sabido decir por qué. Tenía una ventanilla trasera rota y los neumáticos desiguales y a una de las ruedas traseras le faltaba el tapacubos. Había tenido más de un accidente, y allí enfrente de nuestra casa, aparcado detrás del Bel Air de mi padre, limpio y reluciente, parecía completamente fuera de lugar.

Cuando llevaba un buen rato sentado, fumando —Berner y yo lo observábamos desde el jardín lateral, junto a la red de bádminton, con la raqueta en la mano—, giró la cabeza para mirar hacia nuestra casa y se bajó del coche de improviso; la portezuela del conductor emitió un chasquido al abrirse, y luego un golpazo final.

Casi en el mismo instante mi padre salió por la puerta principal, aún en bermudas, y bajó por el camino de hormigón como si hubiera estado vigilando para ver si el hombre se apeaba del coche. Ahora que lo había hecho, había que hacer algo de inmediato.

Los dos oímos que mi padre decía: «Bien, quieto. Eh, eh, eh…» mientras el hombre subía despacio por el camino de hormigón. «No tiene por qué presentarse aquí ahora. Ésta es mi casa», continuó. «Las cosas se van a arreglar». Al decir esto, mi padre se rió, aunque no parecía haber nada gracioso en todo aquello.

El hombre siguió en el camino de hormigón, con la barbilla bajada con ostensible gravedad, mirando fijamente a nuestro padre. No retrocedió cuando nuestro padre llegó hasta él diciendo: «Eh, eh, eh…». No le tendió la mano para estrechársela. No sonrió como si algo tuviera gracia. Vestía como si viniera de un sitio frío, porque llevaba unos gruesos pantalones de lana granate, unos zapatos marrones llenos de rozaduras y sin calcetines y una chaqueta de punto de un rojo vivo sobre una sucia sudadera gris. Extraño atuendo para el mes de agosto.

En cuanto pisó la acera, instantes antes, se hizo evidente que algo le pasaba en las piernas. Tenía que moverse con dificultad valiéndose de los hombros, y con las rodillas hacia dentro. No era un hombre grande —no era tan alto como nuestro padre—, pero era robusto, como si los huesos le pesaran y le resultaran incómodos para moverse. Tenía una tupida mata de pelo negro y aceitoso, recogido atrás en una larga coleta, y gafas de gruesa montura negra. Su tez tenía una tonalidad anaranjada, y muy marcada con ronchas de acné, y llevaba una tirita en el cuello. Gastaba una perilla rala, y aparentaba unos cincuenta años, aunque posiblemente era más joven. Era una presencia severa en nuestro jardín delantero, pues daba la impresión de que no le hacía muy feliz estar allí. Berner y yo estábamos muy lejos, junto a la red de bádminton, pero me llegó el olor de aquel hombre, un olor a carne y a medicina al mismo tiempo. Cuando se fue, pude olerlo en nuestro padre.

Cuando el hombre no quiso darle la mano ni retroceder, nuestro padre le puso la mano en el hombro y se acercó más a él para hacer que diera la vuelta, y se pusieron a hablar mientras echaban a andar hacia su Plymouth en lugar de hacia nuestra casa. Pero en un momento dado el hombre se apartó un paso hacia un lado y pisó la hierba, liberado de la presa de mi padre. Miró hacia otro lado; no hacia Berner o hacia mí sino en dirección contraria a donde estaba mi padre, como si no quisiera mirarle ni quisiera mirarnos a nosotros. Y entonces habló, Berner y yo pudimos oírle: «Las cosas pueden ponerse muy mal para todo el mundo, Cap», dijo. «Cap» es como llamaban a mi padre en la Fuerza Aérea. El hombre giró los ojos hacia un lado y los fijó en mi padre. Dijo algo más, en voz muy baja, como si supiera que Berner y yo estábamos escuchando y no quisiera que le oyéramos. Después de decirlo, se cruzó de brazos, se echó hacia atrás, adelantó un pie y lo puso enfrente del otro de una forma que yo nunca le había visto hacer a nadie antes. Era como si quisiera ver cómo sus propias palabras fluían y se alejaban de su boca.

Nuestro padre empezó a asentir con la cabeza y se metió las manos en los bolsillos de los bermudas. No decía nada, sólo asentía. El hombre entonces se puso a hablar con gran intensidad, y mucho más rápido. Sus palabras me llegaban amortiguadas, pero alcanzaba a oír la palabra «tú» pronunciada con rotundidad, y la palabra «riesgo» y la palabra «hermano». Nuestro padre bajó los ojos y se miró las sandalias de goma y los pies desnudos, y sacudió la cabeza, y dijo: «No, no, no…», como si estuviera de acuerdo con lo que estaba oyendo, a pesar de que sus palabras parecieran decir lo contrario. Y luego dijo: «Eso no es razonable, lo siento», y «Comprendo. Bien, de acuerdo». En este punto la tirantez pareció abandonar su cuerpo, como si se sintiera aliviado, o decepcionado. Y el hombre —más tarde sabríamos que se llamaba Marvin Williams, aunque le llamaban «Ratón» y era un indio cree— se dio la vuelta sin pronunciar ninguna palabra concluyente y se dirigió hacia su Plymouth con aquellos andares dolientes, como asistidos por los hombros, de rodillas hacia dentro. Abrió con brusquedad la portezuela, arrancó el motor ruidosamente y se alejó sin volver la mirada hacia nuestro padre, que seguía de pie en el camino de hormigón, en bermudas y sandalias, observando su partida. Volvía a tañer la campana del templo luterano, una última llamada para el culto. Un hombre con un traje gris ligero estaba cerrando las puertas frontales. Miró hacia nuestra casa y agitó una mano en señal de saludo, pero nuestro padre no le vio.

Aquella mañana, más tarde, nuestra madre volvió de su paseo y preparó tortitas con nata agria, nuestro plato preferido. Durante la comida nuestro padre no habló mucho. Nos contó un chiste sobre un camello que tenía tres jorobas y hacía «muuu». Dijo que Berner y yo deberíamos aprender a contar chistes, porque así a la gente le gustaría estar con nosotros. Luego, él y nuestra madre se metieron en su dormitorio y cerraron la puerta y se quedaron dentro mucho tiempo, mucho más de lo que habían estado en el cuarto de baño la noche anterior. Antes de que nuestra madre volviera del paseo, nuestro padre se había quitado las sandalias y había jugado con nosotros al bádminton: los dos contra él. Brincaba sin parar de un lado a otro, con el labio superior perlado de sudor y quedándose sin resuello al tratar de golpear con entusiasmo la pelota emplumada y riendo y pasándoselo en grande. Era como si las cosas no pudieran ir mejor, y la visita de aquel hombre no hubiera tenido ninguna importancia. Berner le preguntó el nombre del hombre, y fue cuando nos enteramos de que se llamaba Marvin Williams, y de que era un indio cree. Era un «hombre de negocios», dijo nuestro padre. «Honrado pero exigente». En un momento del juego, se quedó de pie sobre la cálida hierba del jardín, con las manos en las caderas, sonriendo, congestionado y sudoroso. Inspiró profundamente y dijo que pensaba que las cosas nos irían mejor muy pronto. No teníamos que quedarnos necesariamente en Great Falls; podíamos mudarnos a una ciudad (cuyo nombre no mencionó) con mejores perspectivas de futuro, lo cual me chocó e inquietó de inmediato, pues faltaban apenas unas semanas para que empezara el instituto y tenía planes para el ajedrez y la cría de abejas y para aprender muchísimas otras cosas. Estaba muy contento con el rumbo que tomaba mi vida, lo que, visto retrospectivamente, era una tontería, porque no tenía la menor idea del rumbo que tomaba mi vida. Fue probablemente, llegué a pensar, en las horas que siguieron a la visita del indio William-Ratón, en la que en nuestro jardín amenazó a mi padre con matarle, y quizá con matarnos a todos nosotros si no le pagaba (que es lo que supe luego que le había dicho en voz baja y amenazante), cuando nuestro padre empezó a pensar en la necesidad de hacer algo extraordinario para salvarnos; lo que acabaría materializándose en la idea de robar un banco, y de qué banco robar, y cuándo, y cómo enrolar a nuestra madre para minimizar la posibilidad de que alguien pudiera descubrirles, y de librarse por tanto de dar con sus huesos en la cárcel. Pero las cosas no salieron como las había planeado.