Aunque —al menos al principio— el nuevo plan de nuestro padre para vender carne robada a la compañía de ferrocarril funcionó tal como él había previsto, la historia publicada más tarde por el Tribune desvelaba claramente que se trataba de un plan mucho más complejo que el que había puesto en práctica en la base. Allí, los indios introducían la carne en un camión cruzando la verja principal. Los guardias estaban avisados para dejarles pasar. Conducían el camión justo hasta la puerta trasera del club de oficiales, descargaban la carne y cobraban allí mismo —seguramente les pagaba mi padre— en dólares contantes y sonantes. Mi padre y el encargado del club de oficiales, un capitán llamado Henley, renunciaban a compartir el dinero con los indios —como previamente habían convenido— y se llevaban a casa unos buenos solomillos para alimentar a sus familias. Y todo el mundo contento.
La transacción con la Great Northern Railway, sin embargo, no fue en absoluto igual porque resultó que el negro Spencer Digby no confiaba en los indios —le daban un miedo de mil demonios—, y además era de naturaleza asustadiza también respecto de su trabajo, un empleo bien pagado y respaldado por el sindicato, con un alto estatus de antigüedad en el servicio de coches restaurante. Digby permitía que los indios llevaran el camión cerrado —con el letrero de una empresa de alfombras de Havre en un costado— hasta el muelle de carga del almacén de la Great Northern, y allí se hacía cargo de la mercancía. Pero se negaba a pagarles allí mismo, de nuevo por razones relacionadas con su miedo y su desconfianza, y porque necesitaba comprobar la calidad de la carne. Ambas cosas resultaban insultantes para los indios en cuestión, que no querían hacer negocios con un negro. Tuvo que llegarse a un acuerdo, por tanto. Mi padre iría al almacén y recibiría dinero de Digby, pero no hasta que hubiera pasado un día y Digby hubiera conseguido el dinero para pagar la carne y se hubiera asegurado de que ésta era de calidad lo bastante buena como para servirla en los coches restaurante. Digby quería que ambas transacciones —aceptar la carne y pagarla— se hicieran por separado, como si el dinero no fuera realmente para la carne (en caso de que lo descubrieran pagando) y como si mi padre fuera el proveedor real y los indios no hicieran más que trabajar para él como peones. En el meollo de este tipo de planes siempre hay algo que no cuadra, y la explicación es que hay seres humanos implicados en ellos.
La modificación del plan original de la base puso a mi padre en una situación delicada. Le gustaba el papel de intermediario porque le hacía sentirse competente —y parecerlo—, y no lo consideraba precario (hasta que fue demasiado tarde). Con el nuevo plan los indios ya no tenían en su poder el ganado robado y sacrificado durante un día o dos, un ganado conseguido con gran riesgo y entregado más o menos a plena luz del día, después de haber corrido el riesgo previo de atravesar toda la ciudad en un camión lleno de una carne que no les pertenecía, todo ello en un tiempo en que la policía de Great Falls habría detenido de muy buen grado a un indio por cualquier razón, y asimismo mantenían bajo estrecha vigilancia a los negros, que a la sazón estaban causando problemas en el Sur. A cambio de tales riesgos, los indios no podían tomar posesión de inmediato de un dinero al que se sentían con total derecho: cien dólares por media canal (la carne de vacuno era barata entonces). Y, aún más arriesgado a su juicio, tenían que esperar en la ciudad, a la vista de todo el mundo, hasta recibir el dinero de manos de mi padre, de quien tan sólo se fiaban en parte. Antes, se habían fiado de la Fuerza Aérea porque uno de ellos había sido aviador, y los indios tienden a confiar en que el gobierno cuidará de ellos ya que siempre ha sido así. En ese sentido no eran tan diferentes de mi padre.
El peligro del nuevo plan —un acuerdo concebido por mi padre en la creencia de que satisfaría a las partes implicadas— residía en el hecho de hacer de intermediario entre dos facciones criminales, que no se gustaban mutuamente ni confiaban la una en la otra pero en las que él había decidido que podía confiar, por mucho que tampoco le gustaran. Y, lo que era aún peor, cada vez que tenía lugar una entrega, él se convertía de inmediato en deudor de un dinero a unos indios a los que por nada del mundo querrías deber dinero —ni que ellos te lo debieran a ti—, dadas sus bien conocidas y respetadas tendencias violentas. Dos de ellos —según contaría más tarde el Tribune— eran asesinos, y un tercero secuestrador. Los tres se habían pasado más de media vida en la cárcel de Deer Lodge. Mirando atrás, el plan resulta tan ridículo que no debería haber funcionado ni una sola vez. Pero funcionó, y no era un plan mucho más ridículo que atracar un banco.
Un día de mediados de julio mi padre se levantó por la mañana y nos dijo a todos que estaba planeando ir en coche a Box Elder, Montana, por la carretera norte en dirección a Havre, para inspeccionar un trozo inmejorable de tierra de rancho que su nueva empresa trataba de vender con un gran beneficio. Quería que mi hermana y yo fuéramos con él, ya que, decía, habíamos sido vástagos de la Fuerza Aérea durante toda nuestra vida y no sabíamos nada del medio en que vivíamos y nos pasábamos la vida dentro de casa. En cualquier caso, nuestra madre podría quedarse sola en casa y disponer a su antojo de una mañana tranquila.
Enfilamos la carretera 87 en el Chevrolet Bel Air rojo y blanco, rumbo al norte, entre campos de trigo que maduraban al sol ardiente, en dirección a Havre, que estaba ciento cincuenta kilómetros más allá. Las Highwood Mountains, al este de Great Falls, se hallaban a nuestra derecha a una distancia indefinida, azules y brumosas y de aire mucho más misterioso del que mostraban con la ciudad como punto de referencia. Al cabo de una hora, pasamos por Fort Benton, desde donde se veía el río Missouri al pie de la carretera; el mismo río reluciente que veíamos por las ventanas del colegio. Era más pequeño y más tranquilo, y fluía hacia el este a lo largo de una base de barrancos de creta y granito, rumbo (lo sabía ya) a su encuentro con el Yellowstone, el White, el Vermillion, el Platte y finalmente el Mississippi, en la frontera con Illinois. La carretera descendía bordeando el lecho de un arroyo, y luego ascendía hasta una especie de meseta con más tierra de labrantío, y a lo lejos se divisaban unas montañas diferentes de una tonalidad azul, más alargadas y más bajas que las Highwood, pero tan brumosas y arboladas, y con el mismo aire extraño. Eran las Bear’s Paws, anunció mi padre en tono profesoral. Se hallaban en la Reserva India de Rocky Boy, lo cual significaba que los indios vivían en ella pero no la poseían en absoluto porque no la necesitaban, ya que el gobierno se hacía cargo de su explotación; ellos, además, carecían de la competencia necesaria para poseer tierras. Mi padre había hecho negocios con ellos antes, nos dijo, y podíamos entrar en su reserva sin tener que pedir permiso.
Seguimos subiendo por la carretera estrecha, atravesando los campos de trigo, hasta que pasamos por una pequeña ciudad polvorienta con un elevador de grano, y poco después llegamos a otra, que era Box Elder, el nombre de los arces umbrosos de nuestra calle. Su pequeña y corta calle principal estaba al otro lado de unas vías de tren, y en ella había un banco y una oficina de correos, una tienda de comestibles, dos cafés y una gasolinera, y era sorprendente estar allí en medio de la nada. Dejamos la carretera y torcimos hacia el este por un estrecho camino de tierra y grava que conducía directamente hacia las montañas donde estaba el rancho que la nueva empresa de mi padre quería vender. Ante nosotros no había más que estribaciones de montañas y océanos de trigo. Ni casas ni árboles ni gente. El trigo se alzaba a ambos lados del camino, amarillo y denso, y se balanceaba a la brisa caliente y seca que nos iba metiendo polvo a través de las ventanillas del coche (acabé con los labios tapizados por una capa). Nuestro padre dijo que el río Missouri quedaba ahora a nuestra espalda. No lo veíamos porque estaba más abajo, oculto por los desfiladeros. Sabíamos que Lewis y Clark habían subido hasta aquí en 1805 y habían cazado búfalos precisamente donde estábamos ahora. Sin embargo, ésta era la parte de Montana —explicó nuestro padre, conduciendo con el codo izquierdo fuera de la ventanilla— que se parecía al Sahara visto a través de la mira de un bombardero, y no era un lugar donde le gustaría vivir a un nativo de Alabama. Le tomó el pelo a Berner preguntándole si se sentía nativa de Alabama, ya que él lo era. Berner dijo que no, y frunció el ceño hacia mí y arrugó los labios poniendo boca de pez. Le dije a mi padre que tampoco yo me sentía de Alabama, lo cual pareció divertirle. Dijo que éramos todos norteamericanos, y que eso era lo que importaba. Después vimos un coyote muy grande en el camino, con un conejo en la boca. Se detuvo unos instantes, y se quedó mirando cómo se acercaba nuestro coche, y al final se internó en el trigo alto y desapareció de nuestra vista. Vimos lo que mi padre dijo que era un águila real, suspendida en un cielo inmaculadamente azul, instigada por unos cuervos que querían ahuyentarla. Vimos tres urracas dando picotazos a una serpiente que corría por el suelo del camino. Nuestro padre dio un viraje y pasó por encima de ella, y se oyeron dos ruidos sordos seguidos bajo los neumáticos y las urracas alzaron el vuelo.
Cuando llevábamos recorridos varios kilómetros sobre aquel camino sin asfaltar, levantando oleadas de polvo a nuestra espalda, el trigo cesó de pronto, y lo sustituyó una pradera seca, vallada, de pastos, donde unas cuantas vacas muy flacas estaban de pie e inmóviles en los bordes del camino al paso del coche. Nuestro padre redujo la velocidad y tocó el claxon, lo cual hizo que las vacas lanzaran coces, bufaran y soltaran grandes boñigas mientras iban apartándose de las cunetas. «Bueno, perdonadnos», dijo Berner, mirándolas desde el asiento trasero.
Al cabo de un rato, pasamos por delante de una casa baja de madera sin pintar, aislada, que se alzaba a cierta distancia del camino, en un terreno baldío. Más allá se divisaba otra casa, y una tercera que apenas podía entreverse en la fulgurante e indistinta lejanía. Eran casas desvencijadas, con aire de que algo aciago les había sucedido. La primera no tenía puerta principal ni cristales en las ventanas, y la parte trasera se había hundido. En el patio delantero había carrocerías de coches desguazadas, un somier de metal y un frigorífico blanco y en pie. Había gallinas que movían la cabeza de arriba abajo, picoteando el suelo seco. Varios perros, sentados en los escalones de la entrada, contemplaban el camino. Un caballo blanco con brida estaba atado a un madero, a un lado de la casa. Los saltamontes brincaban al aire caliente desplazado por el coche. Alguien había aparcado un semirremolque pintado de negro en medio del campo que había detrás de la casa, y junto a él había un camión cerrado más pequeño con la leyenda ALFOMBRAS HAVRE pintada en uno de los lados. Dos chicos esqueléticos —uno sin camisa— salieron al hueco vacío de la puerta principal y nos vieron pasar. Berner los saludó con la mano, y uno de los chicos le respondió al saludo.
—Esos chicos son indios —dijo mi padre—. Y viven ahí. No son tan afortunados como vosotros. Aquí no hay luz eléctrica.
—¿Por qué viven aquí? —preguntó Berner.
Miraba por la ventanilla trasera, a través del polvo, la casa destartalada y a los dos chicos. Nada en ellos indicaba que fueran indios. Yo sabía que no todos los indios vivían en tipis y dormían en el suelo y llevaban plumas. Que yo supiera, no había indios en la Lewis School. Pero sabía que había indios que se emborrachan, y que la gente se los encontraba tirados en callejones en el invierno, congelados en el asfalto. Y que había indios en la oficina del sheriff que sólo se ocupaban de los delitos cometidos por otros indios. Pero imaginaba que si ibas a donde vivían normalmente, tendrían otro aspecto diferente. Aquellos dos chicos no parecían muy distintos de mí, a pesar de que su casa estuviera derrumbándose. Me pregunté dónde estarían sus padres.
—Creo que podrías hacerte la misma pregunta acerca de los Parsons, ¿no te parece? —dijo mi padre, como si se tratara de una broma—. ¿Qué hacemos nosotros en Montana? Tendríamos que estar en Hollywood. Yo podría hacer de doble de Roy Rogers.
Y se puso a cantar. A menudo cantaba. Al hablar tenía una voz suave que me gustaba oír, pero no tenía una bonita voz cuando cantaba. Berner solía taparse los oídos. Esta vez cantó «Mi hogar, mi hogar en la sierra, donde juegan las cabras y los paquidermos». Era una de sus bromas. Yo me puse a pensar que aquellos chicos indios no jugaban al ajedrez ni celebraban debates, ni probablemente iban al colegio, y que nunca llegarían a nada.
—Admiro a los indios —dijo mi padre, cuando dejó de cantar.
Seguimos en silencio.
Pasamos la segunda casa, que también estaba a punto de derrumbarse. Había un coche negro sin puertas, volcado, sin neumáticos ni cristal en ninguna de las ventanillas. En el techo de la casa se veían grandes agujeros entre las tablillas. A ambos lados de la puerta había lilos altos y malvarrosas, igual que en nuestra casa, y alguien había hecho una pocilga circular con radiadores de coche. Podíamos ver los morros y las orejas de los cerdos por encima de los bordes. Detrás de la casa había una hilera de colmenas pintadas de blanco de las que alguien de la casa debía de ocuparse. Eso atrajo mi atención. Había leído el libro de las abejas y pensaba convencer a mi padre para que me ayudara a construir una colmena en la parte trasera de la casa. Sabía de una dirección de Georgia en la que podía pedir las abejas para que me las enviaran por correo. Había oído en la radio que pronto se celebraría la feria de Montana en los recintos feriales que estaban a poca distancia de nuestra casa, y quería visitar la exposición de las abejas, donde podría ver los equipos de apicultura, y donde se harían demostraciones sobre qué protección ponerse y cómo ahumar las colmenas y recolectar la miel. Para mí criar abejas era muy parecido a jugar al ajedrez. Las dos cosas eran complicadas y tenían reglas y exigían tener ciertas destrezas y fijarse metas, y en cada una de ellas había pautas ocultas de éxito que sólo podían entenderse con paciencia y confianza en uno mismo. «Las abejas desvelan el misterio de todas las cosas humanas», se leía en el libro La apicultura, que había sacado en préstamo de la biblioteca. Todo este tipo de cosas que me habría gustado saber las habría aprendido sin dificultad en los boy scouts si mi madre me hubiera dejado inscribirme. Pero no me dejó.
Una mujer corpulenta, de tez pálida, con pantalones cortos y la parte de arriba de un bikini salió a la puerta principal y se protegió los ojos del sol con la mano mientras pasábamos en el coche.
—También tenemos indios en Alabama —dijo mi padre en un tono que quería darnos a entender a Berner y a mí que todo lo que estábamos viendo era completamente normal, por si pensábamos que no lo era—. Tenemos a los chickasaw y a los choctaw y a vuestros búlgaros de los pantanos. Todos están relacionados con estos indios que veis aquí. A ninguno de estos indios se les ha tratado con justicia, por supuesto. Pero ellos han mantenido su propia dignidad y respeto de sí mismos.
Esto era difícil de ver en las casas por las que pasamos, aunque me impresionó que los indios supieran de abejas, y caí en la cuenta de que había muchas cosas que no sabía de ellos.
—¿Dónde está el rancho que quieres vender? —pregunté.
Mi padre alargó la mano hasta mi asiento y me dio unos golpecitos en la rodilla.
—Lo hemos dejado atrás hace mucho, hijo. No me ha gustado demasiado. Eres observador y te acuerdas de las cosas. Lo que quería es que vierais unos cuantos indios reales mientras estábamos por aquí. Tenéis que reconocer a un indio nada más verlo. Vivís en Montana. Son parte del paisaje.
Entonces quise sacar el tema de la feria estatal, porque lo veía de buen humor, pero él estaba distraído con los indios y pensé que sería mejor dejar pasar aquella oportunidad y hablar del asunto más tarde.
—Nadie responde cuando preguntas por qué viven aquí —dijo Berner. Estaba sudando, y dibujaba unas formas en la fina película de polvo que le cubría el brazo pecoso—. No tienen por qué. Podrían vivir en Great Falls. Éste es un país libre. No es Rusia ni Francia.
En aquel momento era como si nuestro padre hubiera dejado de hacernos caso. Bajamos por el camino con surcos de ruedas como un kilómetro y medio, hasta que llegamos lo bastante cerca de las montañas Bear’s Paws para que yo pudiera divisar la línea arbolada y los retazos dispersos de costras de nieve a las que el sol no había logrado llegar en todo el verano. Donde estábamos hacía calor, pero si seguíamos adelante haría frío. En un punto del camino, mientras avanzábamos por un paisaje seco y yermo que se extendía hacia delante, inalterable, nos adentramos por una abertura entre postes de cercado, sin cerca, dimos la vuelta y emprendimos el camino de regreso; dejamos atrás las casas desvencijadas a nuestra izquierda, y a los indios, y volvimos a Box Elder y a la carretera 87 en dirección a Great Falls. Era como si no hubiéramos conseguido nada yendo hasta aquel paraje perdido, como si a mi padre no le interesara —o le preocupara— nada, como si no necesitara en absoluto ver nada, nada relacionado con la venta o compra de un rancho. Yo no tenía ni idea de por qué habíamos ido allí. Y mi hermana y yo no hablamos de ello cuando volvimos a casa.