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Durante un tiempo, los tratos de mi padre con los indios y con la Great Northern debieron de seguir su curso sin contratiempos. Aunque mi madre escribió en su crónica que por aquella época empezó a experimentar «tedio físico», y por primera vez en muchos años empezó a hablar con sus padres por teléfono cuando mi padre estaba fuera aprendiendo a vender ranchos y supervisando la entrega de la carne robada. Nuestros abuelos nunca habían participado en nuestra vida familiar. Mi hermana y yo no los conocíamos, lo cual sabíamos que era extraño, ya que nos dábamos cuenta de que nuestros compañeros del colegio veían a sus abuelos continuamente, e iban de viaje con ellos, y recibían postales y regalos y dinero en sus cumpleaños. Nuestros abuelos de Tacoma se habían opuesto a que su hija —inteligente y con un título académico decente— se casara con un exaviador de Alabama, sonriente y con mucha labia, que había hecho saltar todas las alarmas en el mundo insular de emigrantes de Tacoma. Ofendieron a mi padre haciendo pública su desaprobación. Y lo insultaron infravalorándolo, de forma que él nunca nos animó a visitarlos —o a ellos a visitarnos a nosotros—, aunque no creo que llegara a prohibirlo expresamente, y no es que ellos hubieran venido a vernos a ninguno de los lugares en los que vivimos: ni a Texas ni a Mississippi. Ni a Dayton, Ohio. Nuestros abuelos tenían la idea de que nuestra madre debería haber entrado en el mundo de «las profesiones», y haber vivido en una ciudad sofisticada y haberse casado con un censor jurado de cuentas o un cirujano. Algo que, según le dijo a Berner, no habría hecho nunca, pues, siendo una persona tan rara como sabía que era, siempre había deseado una vida más aventurera. Pero sus padres eran pesimistas, medrosos e inflexibles, pese a vivir en Norteamérica desde 1919. Y creyeron que les estaba permitido dar la espalda a su hija y a su familia, y dejar que desapareciéramos en el interior del país. «Estaría bien que conocierais a vuestros abuelos antes de que mueran», nos dijo en varias ocasiones.

Conservaba una fotografía en blanco y negro enmarcada, tomada en las cataratas del Niágara: tres personas diminutas con gafas, muy parecidas, con impermeables de hule, con aire de desdicha y desconcierto, posando en la pasarela de una embarcación (The maid of the mists[4], sé hoy que se llamaba, porque también yo he embarcado en ella) que hacía trayectos hasta las rugientes aguas de las cataratas. Era el viaje de regreso —después de haber cruzado el continente— del vigésimo aniversario de bodas de sus padres, en 1938. Nuestra madre tenía doce años. Nuestros abuelos se llamaban Woitek y Renata. Y Vince y Renny eran sus nombres norteamericanos. Kamper no era tampoco su apellido, sino Kampycznski. El nombre de mi madre, Neeva Kampycznski, le venía mucho mejor que Neeva Kamper, o que Parsons, el apellido de mi padre (éste no casaba con ella en absoluto). «Ahí tenéis unas cataratas de verdad, chicos», les decía, mirando fijamente la fotografía agrietada que había ido a buscar a su armario para enseñárnosla. «Algún día las veréis vosotros también. Son unas cataratas que hacen que las de aquí[5] parezcan una broma. Éstas no son “grandes cataratas”, a menos, claro, que sean lo único que has visto en tu vida, como estos paletos que viven aquí».

Pienso que nuestra madre les expresaba a sus padres su insatisfacción, y que posiblemente hablaba de dejar a nuestro padre y de llevarnos a Berner y a mí con ella a Tacoma. Antes de eso, yo no sabía que Seattle y Tacoma estaban tan cerca. Tenía noticia de la Space Needle[6] por nuestro periódico semanal del colegio, y sabía que se estaba construyendo en aquel momento. Y quería verla. La Feria Mundial se nos antojaba brillante y deslumbradora desde Great Falls, Montana. Yo no tenía idea de si nuestros abuelos se mostraban comprensivos con las quejas de mi madre, ni de si nos habrían acogido a los tres de buen grado en su casa. Mi madre se había ido de ella hacía quince años, y sin su bendición. Y ellos eran viejos: rígidos, conservadores, gente intelectual que había salvado la vida en malos tiempos y que quería que su vida actual fuera perfectamente predecible. Puede que se mostraran meramente receptivos. Aunque, como he dicho, tampoco yo pensaba que marcharse de casa fuera nada fácil para ella, por mucho que en Great Falls, donde vivía, se sintiera desplazada. En este sentido era tal vez más conservadora y menos anticonvencional de lo que yo siempre había creído que era. Más parecida a sus padres de lo que ya se daba cuenta.

Yo estaba entonces sumamente interesado en empezar la secundaria en el Great Falls High School, y me habría gustado poder hacerlo mucho antes de septiembre, porque así habría pasado mucho más tiempo fuera de casa. Me había enterado de que el club de ajedrez se reunía una vez a la semana a lo largo del verano, en un aula polvorienta y sin aire de la torre sur del colegio. Crucé en bicicleta el puente viejo y arqueado, y dejé el río atrás en dirección a la Second Avenue South, para «observar» a los chicos mayores que jugaban partidas unos contra otros y hablaban sobre ajedrez crípticamente, y sobre sus estrategias personales y sacrificios de calidad, y dejaban caer nombres de jugadores famosos que yo aún no conocía: Gligorish, Ray Lopez, e incluso Bobby Fisher, que era ya un maestro a quien admiraban los miembros del club. (Se sabía que era judío, lo cual me hizo sentir un orgullo callado e injustificado). No tenía la menor idea de cómo se jugaba al ajedrez. Pero me gustaba el orden perfecto del tablero y la apariencia anticuada de las piezas y su suave tacto en mi mano. Sabía que para jugar a aquel juego se necesitaba ser lógico, y capaz de planear los movimientos con mucha antelación, y tener buena memoria, al menos eso era lo que decían los otros chicos del club. A éstos no parecía importarles mi presencia, y eran arrogantes pero amistosos, y me informaban de libros que tenía que leer y sobre una revista mensual, Chess Master, a la que podía suscribirme si quería tomarme la cosa en serio. Eran cinco miembros. Ninguna chica. Eran hijos de abogados y médicos del hospital, y hablaban pretenciosamente de todo tipo de cosas sobre las que yo nada sabía pero que me interesaban enormemente. El incidente de los aviones espía, Francis Gary Powers, los «Aires de cambio», la Revolución Cubana, el hecho de que Kennedy fuera católico, Patrice Lumumba, si el condenado por asesinato y ejecutado Caryl Chessman había jugado al ajedrez en lugar de tomar su última cena, y si era correcto o no que los jugadores de béisbol llevaran sus nombres en las camisetas… Conversaciones que me hacían darme cuenta de que no sabía gran cosa de lo que estaba pasando en el mundo, y que necesitaba saber.

Mi madre me animaba a que jugara al ajedrez. Me contó que su padre solía jugar en un parque de Tacoma contra otros inmigrantes, a veces varias partidas a la vez. Pensaba que el ajedrez afinaría mi agudeza y me haría sentirme más cómodo en relación con la complejidad del mundo, de forma que la confusión no me infundiera ningún miedo, puesto que la confusión era algo que estaba en todas partes. Con lo que ahorraba de mi dólar a la semana de paga para comprar cómics me compré un juego de ajedrez Staunton, con piezas de plástico, en la tienda de artículos de entretenimiento de Central Avenue, y un tablero de vinilo enrollable que tenía siempre desplegado encima de mi cómoda, y compré también un libro ilustrado que los miembros del club recomendaban para aprender las reglas del ajedrez. Este libro lo guardaba con mi libro de misterios de la ciencia de Rick Brant y los libros de forzudos de Charles Atlas que se habían dejado en la casa los anteriores inquilinos y que yo había leído de principio a fin. Del libro del ajedrez me gustaba sobre todo que los ajedrecistas eran todos muy distintos físicamente, y un tanto misteriosos, y tenían responsabilidades complejas que les exigían mover sólo de formas predeterminadas para llevar a cabo misiones estratégicas específicas, que en el libro se describían como representativas de lo reales que eran las guerras que se dirimían en los tiempos en que el ajedrez se inventó en la India.

Mi madre no jugaba al ajedrez. Prefería el pinacle, que según ella era un juego judío. Aunque no tenía nadie con quien jugar. A mi padre no le gustaba el ajedrez porque, decía, Lenin había sido ajedrecista. Él prefería las damas, y sostenía que era un juego mucho más natural y que requería destrezas sutiles, capaces de engañar al adversario. Mi madre, al oír esto, adoptaba un aire desdeñoso y decía que eran sólo sutiles si eras de Alabama y no sabías pensar como es debido. Cuando me compré el juego, lo desplegué delante de ella y le enseñé cómo se movían las piezas. Ella intentó algunos movimientos de piezas, pero enseguida perdió el interés y acabó diciéndome que su padre, al haberse mostrado demasiado exigente con ella en su momento, le había impedido disfrutar de aquel juego de por vida. Leí en el libro que todos los jugadores de ajedrez jugaban contra sí mismos para ejercitarse, y se pasaban horas y horas estudiando cómo derrotarse, de forma que cuando se enfrentaban a un adversario en un torneo la partida se convertía en algo que tú jugabas en tu cabeza, lo cual me atraía bastante, aunque no podía imaginarme cómo poder hacerlo, y hacía movimientos precipitados e incorrectos por los que los miembros del club me habrían pitado enérgicamente. Intenté varias veces convencer a Berner para que se sentara enfrente de mí al otro lado del tablero, sobre mi cama, y me dejara hacer algunos movimientos que iba leyendo directamente de Los fundamentos del ajedrez, y para los que yo la iba aleccionando sobre cómo responder. Hizo lo que le pedía un par de veces, pero enseguida se aburrió también y abandonó la partida apenas empezada. Cuando estaba irritada conmigo, me miraba fijamente, sin hablar, y luego respiraba por la nariz con fuerza para que la oyera. «Si algún día llegas a ser bueno en ese juego, ¿qué va a cambiar para ti?». Me dijo esto al marcharse. Yo, claro está, pensé que no se trataba de eso. No todo tenía que tener una consecuencia práctica. Algunas cosas las haces sólo porque te gusta hacerlas; por aquel entonces mi hermana no tenía esa idea de la vida.

Berner era, por supuesto, mi única amiga de verdad. Nunca tuvimos que soportar las rivalidades y amargos desacuerdos y beligerancias que los hermanos y hermanas suelen padecer. Y eso se debía a que éramos mellizos, y a que a menudo parecíamos saber lo que estaba pensando el otro, o lo que le preocupaba, y era fácil estar de acuerdo con él. Sabíamos también que la vida con nuestros padres era muy diferente de la de otros niños; nuestros compañeros del colegio, a quienes imaginábamos niños normales, con amigos, y con padres que se comportaban normalmente el uno con el otro. (Esto, como es lógico, no era cierto). También estábamos de acuerdo en que aquella vida era «pasajera», y que la espera era la parte peor. En un momento dado todo cambiaría, y todo se nos hacía más fácil si éramos pacientes y nos manteníamos juntos y tratábamos de sacar el mayor partido de las cosas.

Como he dicho, Berner había dado últimamente en mostrar un carácter más severo y no hablaba mucho con nadie y a menudo era sarcástica incluso conmigo. Yo veía los rasgos graves de mi madre en aquella cara plana, pecosa: su nariz grande y redonda, sus ojos de mirada vacía y con cejas espesas, sus grandes poros en una piel llena de granos y su pelo oscuro, áspero y tupido que le comenzaba justo encima de la frente. No sonreía más que mi madre, y una vez oí que mi madre le decía: «¿No querrás convertirte en una chica larguirucha con un aire de descontento en la cara?». Pero dudo que a Berner le importara en qué podía convertirse. Parecía vivir enteramente en el presente, y los pensamientos sobre lo que podría sucederle en el futuro no desplazaban en ella el sentimiento de que no le gustaba cómo eran las cosas entonces. Era físicamente más fuerte que yo, y a veces me cogía la muñeca con sus manos grandes y me frotaba la piel con una mano en un sentido y con la otra en el contrario para hacerme «la quemadura china», mientras me decía que, como ella era mayor, yo tenía que hacer lo que me dijera, que era lo que yo hacía la mayoría de las veces, de todas formas. Yo era muy diferente de ella. Yo me quedaba meditabundo y fantaseaba sobre lo que sucedería en el futuro: sobre el instituto, sobre mis victorias en el ajedrez, sobre la universidad. Puede que no pareciera cierto entonces, pero probablemente Berner era más realista en su escepticismo que yo en mis opiniones. Dado el giro que daría su vida más adelante, tal vez habría sido mejor para ella haberse quedado en Great Falls y haberse casado con algún granjero de buen corazón y haber tenido un montón de niños a quienes habría podido enseñarles cosas, y ello la habría hecho feliz y habría borrado aquella expresión agria de su cara joven, que no era otra cosa que una defensa contra la inocencia. Ella y mi madre mantenían una intimidad silenciosa que no tenía nada que ver conmigo. Yo aceptaba y apreciaba la intimidad por el bien de Berner. Sentía que la necesitaba más que yo, pues en aquella época yo me consideraba mejor adaptado que ella al medio en que vivíamos. Se suponía que yo estaba más unido a mi padre, que era lo que se esperaba de los chicos, incluso en mi familia. Pero no era posible estar muy unido a él. Pasaba mucho tiempo fuera de casa; primero en la base, y luego, cuando dejó la Fuerza Aérea, en el mundo exterior, vendiendo y no vendiendo coches, aprendiendo a vender granjas y ranchos, y finalmente haciendo de intermediario en la venta de carne robada que los indios que la habían robado transportaban en camiones hasta los almacenes de la Great Northern, un plan que fue su perdición. Y que acabó siendo la perdición de todos nosotros. La verdad es que nunca estuvimos muy unidos, aunque yo le quería como si lo hubiéramos estado.

Sería posible, supongo, mirar a nuestra pequeña familia y juzgarla retrospectivamente predestinada a la perdición, al borde de hundirse bajo el turbión de las olas, destinada a la descomposición y al fracaso. Pero en realidad no se nos puede pintar así, ni afirmar que ese tiempo fue un tiempo tan malo o tan infeliz, pese a ser un tiempo que nada tenía que ver con un tiempo normal. Veo a mi padre en el pequeño césped de nuestra casa alquilada, de color mostaza desvaído, con contraventanas blancas, y a mi madre diminuta, sentada en las escaleras del porche, abrazada a las rodillas, con unos pantalones cortos de lona, holgados. Mi padre con elegantes pantalones de color tostado, camisa azul celeste, cinturón de piel de serpiente amarillo diamante y botas negras de cowboy que se había comprado después de licenciarse de la Fuerza Aérea. Es un hombre alto y sonriente y natural (aunque con secretos). Mi madre lleva recogido hacia atrás, con un pañuelo, el pelo descuidado y tupido. Está mirando cómo nuestro padre pone desmañadamente en el jardín lateral una red de bádminton. El Chevrolet del 55 está junto al bordillo, a la sombra de un olmo delgado, bajo el suave sol de Montana. Los ojos pequeños de mi madre le miran fijos, enjuiciadores. Mi hermana y yo ayudamos a mi padre a desenrollar la red, pues el juego de bádminton es para nosotros. De pronto mi madre sonríe y levanta la barbilla ante algo que él dice: «Nada es demasiado fácil para mí, Neevy», o «No soy muy bueno en esto», o «Sé tirar bombas, pero no sé poner redes». «Lo sabemos», dice ella. Y los dos se echan a reír. Él tiene mucho sentido del humor, y también ella, aunque, como he dicho, rara vez siente el impulso de dejarse llevar por él. Esto era muy de ellos —y de todos nosotros— en aquella época. Mi padre se iba a trabajar fuera aquel verano, no sé muy bien adónde. Yo empecé a leer el libro de ajedrez y también a criar abejas. Había decidido que ése sería mi otro proyecto en el instituto, porque, pensé, a nadie más se le ocurriría dedicarse a las abejas, una afición que me parecía más propia de escuelas rurales donde tenían una fuerte implantación la FFA y la Four H[7]. Mi madre había empezado a leer novelas europeas (Stendhal y Flaubert), y, dado que había un pequeño colegio católico en Great Falls, empezó a ir a las clases de verano una vez a la semana. Mi hermana, de pronto, y pese a su concepción severa del mundo y su mal carácter, encontró un amigo, que había conocido en la calle cuando volvía a casa del Rexall (lo cual no le gustó nada a mi padre, aunque pronto se olvidó de ello). Mis padres no bebían alcohol ni se peleaban ni —que yo supiera— tenían amantes. Mi madre tal vez sentía un «tedio físico» y pensaba cada día más en marcharse. Pero siempre acababa decidiendo quedarse. Recuerdo que hacia esa época me leyó un poema del gran poeta irlandés Yeats, en el que había un verso que decía: «Nada puede ser solo o entero que no haya sido desgarrado». He enseñado este poema muchas veces en toda una vida de enseñanza, y creo que era eso lo que ella pensaba de las cosas: que eran imperfectas, y a pesar de todo aceptables. Cambiar de vida habría desacreditado la vida y la habría desacreditado a ella misma, y traído demasiada ruina. Ésta era la visión de hija de inmigrantes que había heredado. Y si bien retrospectivamente podría inferirse la peor de las opiniones sobre nuestros padres —que había en ellos, pongamos, una fuerza terrible, irracional, calamitosa—, sería más cierto afirmar que ninguno de nosotros habríamos parecido en absoluto irracionales o calamitosos si se nos hubiera observado desde el espacio exterior —desde un sputnik—, y ciertamente nunca habríamos pensado que éramos así. Es mucho mejor ver nuestra vida y los acontecimientos que dieron al traste con ella como dos partes de una misma cosa que ha de tenerse en mente de forma simultánea para poder entenderla cabalmente: el lado normal y el lado catastrófico. Uno justo al lado del otro. Cualquier otro modo de mirar nuestra vida corre el riesgo de desdeñar la parte esencial, racional, prosaica en la que vivíamos, la parte en la que todo tiene sentido para aquellos que la habitan, y sin la que nada de esto valdría la pena contarse.