La mayor parte de lo que sé que sucedió a continuación —desde mediados del verano de 1960 en adelante— lo sé sobre todo de varias fuentes poco fiables: lo que leí en el Great Falls Tribune, que contaba historias sobre nuestros padres como si hubiera algo fantástico e hilarante en lo que hicieron. Otras cosas las sé por la crónica que mi madre escribió mientras estaba en la cárcel del condado de Golden Valley, en Dakota del Norte, a la espera del juicio, y más tarde en la penitenciaría estatal de Dakota del Norte, en Bismarck. Sé algunas cosas que la gente me contó entonces. Y por supuesto sé algunos detalles porque estábamos en casa con ellos y los fuimos observando —como suelen hacer los niños— y viendo que cambiaban de lo ordinario, apacible y bueno a lo malo y peor y, finalmente, a todo lo peor que puede imaginarse (aunque todavía no había habido ningún muerto).
Durante casi todo el tiempo que mi padre estuvo en la base de Great Falls —cuatro años—, había estado implicado (aunque nosotros no lo sabíamos) en un plan para proporcionar carne robada al club de oficiales, por lo que recibía dinero y bistecs frescos que comíamos en casa dos veces a la semana. El plan llevaba tiempo funcionando con normalidad en la base, y pasaba de un oficial de suministros al siguiente cuando al primero le asignaban un nuevo destino y debía abandonar la base. El plan consistía en un trapicheo concertado con ciertos miembros de la tribu india de los cree, que vivían en una reserva al sur de Havre, Montana, y eran expertos en el robo de vacas Hereford de los rebaños de los rancheros locales. Sacrificaban las reses robadas en secreto y transportaban las medias canales hasta la base, todo en la misma noche. La carne la almacenaba el encargado del club de oficiales en las cámaras frigoríficas del club, y la servía a los comandantes, los coroneles y el jefe de la base y sus esposas, que no sabían nada de su procedencia y a los que les traía sin cuidado siempre que no detuvieran a nadie. Sólo les importaba que la carne fuera buena, y lo era.
Esto, claro está, era algo pequeño, de poca monta, y por eso llevaba años funcionando y todo el mundo esperaba que siguiera así indefinidamente. Pero un día surgió un malentendido en la base, y partes del plan de la carne —que figuraban en ciertas prácticas de facturación en la oficina de suministros— salieron a la luz de forma harto embarazosa, y varios miembros del personal de la Fuerza Aérea recibieron fuertes sanciones, y mi padre perdió el grado de capitán (del que se sentía tan orgulloso) y volvió a ser teniente primero. Quizá fue una de las partes que hizo que el plan delictivo saliera a la luz, pero si así fue nunca se registró en ninguna parte. El episodio en cuestión —del que jamás se habló en nuestra casa, y del que Berner y yo no sabíamos nada— contribuyó casi con toda seguridad a su decisión de dejar la Fuerza Aérea. Es posible que lo forzaran al retiro, aunque recibió un certificado de licenciamiento honorable que enmarcó y colgó en la sala, encima del piano, al lado de la fotografía de Franklin Delano Roosevelt. El certificado siguió allí después de la detención de mis padres, cuando mi hermana y yo nos quedamos solos en casa, sin que nadie viniera a ocuparse de nosotros. En aquellos días hubo varios momentos en los que, de pie ante la pared, lo examinaba detenidamente: «Licenciado con honor de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos… homenaje a un Servicio Honrado y Fiel…». Y pensaba que lo que decía aquel documento no era cierto. Pensé en llevármelo conmigo cuando me sacaran de la casa, pero al final lo dejé allí colgado en la casa abandonada para que alguien lo encontrara, se burlara de él y lo tirara a la basura.
Lo que mi padre hizo —según escribió mi madre en su crónica (se titulaba «Crónica de un acto criminal cometido por una persona débil», y puede que mi madre quisiera verla publicada algún día)—, lo que mi padre hizo, mientras trataba infructuosamente de vender Oldsmobiles, y luego Dodges, y luego de vender o cambiar coches y motos de segunda mano a los aviadores de la base, fue ir en busca de los indios del sur de Havre para montar una variante del trapicheo de la carne. Pensó que los indios estaban desaprovechando un mercado muy rentable para su línea de negocio. Y que si él pudiera encontrar a alguien o algún sitio al que suministrar las medias canales de vacuno, todo podría volver a empezar e incluso con mejores resultados, ya que la Fuerza Aérea no se vería implicada, y no tendría que compartir con nadie las ganancias. Una vez más, fue todo tan de cuarta categoría, una complicidad tan mal pensada, que habría resultado incluso cómica si no nos hubiera cambiado tanto la vida: nuestro padre y nuestra diminuta y severa madre judía, en su modesta casa alquilada de Great Falls, y aquellos desdichados indios y las reses robadas y sacrificadas a media noche en un semirremolque viejo. El sentido común habría dictado que nada de aquello hubiera acontecido, pero nadie utilizó el sentido común en todo ese proceso.
Cuando se dio cuenta de que no iba a ganar el dinero suficiente para mantener a su familia mientras aprendía el negocio de venta de granjas y ranchos —su pensión de doscientos ochenta dólares de la Fuerza Aérea y el salario de mi madre como profesora no bastaban para subvenir a todas nuestras necesidades—, mi padre se aprestó a encontrar algún nuevo cliente para el negocio de la carne robada, alguien para quien él haría de intermediario. Sabía que en Great Falls no había muchos sitios donde vender carne robada. El Columbus Hospital. El Rainbow Hotel, donde no conocía a nadie. Uno o dos asadores de carne de los alrededores, vigilados por la policía por juego ilegal. Donde al final fue a poner el ojo fue en el Ferrocarril Great Northern, cuya línea de pasajeros Western Star pasaba por Great Falls rumbo a Seattle, y volvía dos días después con destino a Chicago. Un servicio con una necesidad constante de carne de primera clase para sus coches restaurante, tanto para la ida como para la vuelta. Nuestro padre pensó que el proveedor de tal carne de primera bien podía ser él, en asociación con los indios de los alrededores de Havre. Había oído que un piloto vendía patos y gansos salvajes y venados (todos ilegales) a un negro que trabajaba para el ferrocarril y era maître en el servicio del coche restaurante. Nuestro padre fue a ver a este negro (a su casa de Black Eagle), y le propuso proporcionarle carne de vacuno que él (nuestro padre) conseguía de unos indios con quienes, dijo, estaba asociado.
Este negro —de nombre Spencer Digby— se mostró de acuerdo con la propuesta. Había estado implicado en otros planes de este tipo a lo largo de los años, y no tenía miedo. El ferrocarril, al parecer, no era demasiado diferente de la Fuerza Aérea. Recuerdo que mi padre llegó a casa una tarde de un humor excelente, y que su alegría iba en aumento. Le contó a mi madre que había formado «una sociedad mercantil independiente» con «gente del ferrocarril», y que así complementaría los ingresos de la familia mientras aprendía los entresijos de la venta de granjas y ranchos. No es que fuera a cambiarnos de vida y de fortuna para siempre, pero nos haría las cosas más seguras de lo que lo habían sido desde que dejó la base.
No recuerdo lo que dijo nuestra madre. Lo que escribió en su crónica fue que durante cierto tiempo pensó en dejar a mi padre y en llevarnos a mi hermana y a mí al estado de Washington. Cuando mi padre le explicó su plan de vender carne robada a la Great Northern (algo de lo que no parecía avergonzarse), mi madre escribió en su crónica que se había opuesto a ello, que de inmediato había empezado a sentir una «terrible tensión» y que había decidido —dado que todo parecía ir de mal en peor— que tenía que irse de casa con nosotros sin tardanza. Pero no lo hizo.
Ignoro, por supuesto, lo que pensó en realidad. Sin duda era cierto que nuestra madre —una mujer joven y educada, con sentido de los valores, de treinta y cuatro años— no pensaba que tuviera nada en común con delincuentes de tres al cuarto. Es posible que desconociera el trapicheo previo de la base, ya que nuestro padre se iba todas las mañanas a la base como quien va a otro trabajo cualquiera, sólo que se ponía un uniforme azul. Puede que no le contara nada de lo que estaba pasando a nuestra madre, porque lo más probable es que ella se hubiera opuesto a que siguiera haciéndolo, y puede que nuestro padre supiera que ella se sentía cada día más desencantada de seguir siendo una esposa de la Fuerza Aérea.
Tal vez ella pensaba que se hallaba ya muy cerca del final de aquella vida, y que vendrían cosas mejores cuando Berner y yo fuéramos lo bastante mayores para que el divorcio fuera por fin una opción. Podría haberle dejado en el momento mismo en que él le contó el plan de la Great Northern. Pero una vez más no lo hizo. Por lo tanto, todo lo que podría haber sucedido si ella no hubiera conocido a Bev en una fiesta de Navidad; los poemas que podía haber escrito y publicado, las posibilidades de haber llegado a enseñar en un pequeño college, y de haberse casado con un joven catedrático, los hijos diferentes de Berner y de mí que podría haber tenido…, nada de todo lo que podría haberle sucedido en una vida «rectificada» le había sucedido. En lugar de ello, vivía en Great Falls, una ciudad de la que nunca había oído hablar antes (tan fácil de confundir con Sioux Falls, Sioux City, Cedar Falls), en un mundo acaparado por nosotros, sintiéndose aislada, no queriendo integrarse y pensando en el futuro de un modo frustrado, difícil. Y durante todo este tiempo nuestro padre existía en otro mundo, en el de su naturaleza de fabulación fácil, en su optimismo ante el futuro, el de su encanto. Ambos mundos parecían el mismo porque los dos lo compartían, y porque en ellos estábamos nosotros. Pero no eran el mismo universo. Es posible también que ella lo amara, dado que él la amaba a ella de forma incuestionable. Y, dado su talante no optimista, dado que tal vez lo amaba y de que nos tenían a nosotros, es muy probable que no pudiera enfrentarse a la conmoción de dejar su hogar y quedarse sola para siempre con nosotros. No es una historia de la que no hayamos oído hablar en este mundo.