Penny, la única mujer entre las siete personas reunidas en la biblioteca de la Mansión Delys tres noches después, se dirigió a su maestro de ceremonias.
—¡Por favor, señor Bethune! —rogó.
En una silla tallada, a la cabecera de la larga mesa, estaba sentado Gilbert Bethune. Sentados a un lado de la mesa, mirando hacia el este, se hallaban Ira Rutledge, el teniente Minnoch y Gregory Winwood, de la Arkwright Company. Al otro lado de la mesa, mirando al oeste y siguiendo el mismo orden estaban Dave Hobart, Jeff Caldwell y Penny Lynn. Iluminados suavemente por el resplandor de la lámpara amarilla, parecían una reunión de directorio presidida por el tío Gilbert.
—Por favor, señor Bethune —repitió Penny—. Cuéntenos todo lo de ese horrible mecanismo. Eso del cable que bajaba hábilmente escondido en el hueco entre las paredes, que cualquier persona que cambiara las baterías nunca lo hubiera sospechado. ¿Lo descubrió usted sólo?
El tío Gilbert, cigarro en mano, contempló la lámpara y habló desde atrás de una nube de humo.
—¿Que si lo he descubierto yo solo, querida mía? —dijo con suavidad—. Tú me otorgas demasiado mérito.
—Pero…
—Sin tener la menor pretensión de habilidad o de conocimiento científico, solamente pensé que podían haber conectado, de alguna manera, un dispositivo eléctrico de algún tipo a un soporte de hierro, con toda probabilidad a la ménsula más próxima a la ventana abierta. Si me hubiera faltado la colaboración del señor Winwood graduado en la Tecnológica de Georgia, por mucho entusiasmo que tuviera en estos asuntos nunca habría sabido la forma en que nuestro dispositivo funcionaba o podía funcionar. El señor Winwood encontró la trampa y me la explicó. Me he ejercitado tanto en explicarla, como si yo presentara el caso ante un jurado, que estoy hecho casi un perfecto loro. Tratemos de resumir.
El tío Gilbert quedó en silencio por un momento, y respiró profundamente.
—Todos han visto esa flor de lis de hierro —prosiguió—, que tiene un eje cuadrado que sale de la pared. Este eje encaja fácilmente en un «manguito» aislador de porcelana (¿estoy usando el término correcto, señor?), a través de la pared. La parte frontal del «manguito» está oculta por una pestaña de la flor de lis; ésta no se puede diferenciar de cualquier otra flor de lis de la hilera. Cuando se toma la ménsula y se tira levemente de ella, su eje se mueve hacia afuera solamente tres milímetros, pero eso es suficiente. El otro extremo del eje se extiende a través de la pared hasta el espacio de aire que encontramos entre cada pared exterior y los cuartos que hay detrás de ella en ambos pisos.
»Este extremo interno del eje tiene una pieza de goma que hará cerrar el circuito mediante un pequeño interruptor eléctrico cuando se tira del eje. El interruptor conecta un cable que conduce desde las baterías del timbre de la casa hasta el arrollado primario de una bobina Ruhmkorff también escondida en el espacio de aire. ¿Estoy hablando con propiedad, señor Winwood?
El hombrecito de rostro afilado respondió de inmediato. Tenía una voz tan aguda como su rostro, pero se hallaba lejos de carecer de humor.
—Si yo quisiera ser pedante —respondió—, debería insistir en que se refiera a la batería y no a las baterías. Las tres pilas secas de este mecanismo en realidad son células de una sola batería. Pero se ha hecho uso popular llamarlas baterías, así que se lo permito. Por consiguiente, estamos seguros al decir…
—¿Estamos, o están ustedes? —estalló Dave.
Dave, que parecía más paranoico que de costumbre, se había sentado con los codos sobre la mesa y su cabeza entre las manos. Ahora miraba fijamente hacia arriba.
—¡No vayan tan rápido! —protestó—. En lo que a ciencias se refiere soy más que ignorante y no quiero progresar. Y en nombre de Satanás, ¿qué es una «bobina de Ruhmkorff»?
El tío Gilbert hizo un gesto cortés hacia el asesor técnico, que aclaró su voz.
—La bobina de Ruhmkorff, a veces denominada también «bobina de chispas» —dijo Gregory Winwood—, se usa para producir alto voltaje a partir de una fuente de bajo voltaje, como en el caso de una pequeña batería de pilas secas. Cuatro de ellas proporcionan la ignición para el modelo T del señor Ford, que ahora se ha dejado de fabricar.
»Para activar el mecanismo en esta casa, como el jefe de nuestra reunión iba a decir hace un momento, el terminal de alta tensión de la bobina se conecta al eje interno de la flor de lis. Cuando se tira del soporte, aunque sea con poca fuerza, quienquiera que se haya cogido de él recibirá una descarga muy dolorosa. La descarga no es mortal y no deja marca, por ser su impulso tan breve; pero la víctima que está sobre ese estrecho borde inevitablemente debe caer. Finalmente, el inventor de la trampa le ha instalado un resorte que hace volver el eje a su posición normal cuando la presión ha cesado, abriendo el circuito mediante el interruptor, cortando así la corriente. Ahora hemos descrito un circuito completo desde los temas mecánicos a los temas personales, así que vuelvo a dejarles en manos de quien preside esta reunión.
Inclinó su cabeza hacia el tío Gilbert, que frunció el ceño y reanudó la historia.
—Retrocedamos un poco —sugirió el tío Gilbert—. Como sospeché la existencia de un dispositivo eléctrico de alguna clase, aún antes de llamar al señor Winwood teníamos que formularnos la pregunta de dónde podía haber sido instalado ese dispositivo, cuándo fue instalado y quién lo instaló.
»El momento más probable, pensé, habría sido poco después del advenimiento de la corriente eléctrica para el público en 1907. Una vez que los trabajadores oficiales hubieron terminado la instalación de los cables, el trabajador no oficial tenía el campo libre; las cámaras de aire estaban disponibles desde 1882. La persona que lo instaló era alguien de mente tortuosamente ingeniosa, hábil para el trabajo manual y con el necesario conocimiento técnico.
Dave oprimió sus ojos con las manos.
—Conocimiento técnico necesario, ¿eh? «Lo cruzaré aunque me incendie». Ustedes hablan de mi padre, ¿verdad?
—Parece inevitable, Dave. Sabía que Harald Hobart había estudiado ingeniería. El saber que fue ingeniería electrotécnica confirmó el rumbo de mis pensamientos. Ahora arriesgo una conjetura para la cual no existe ninguna prueba. Él preparó la trampa pero no la conectó en ese momento, reservándola para un día futuro en que pudiera necesitarla.
»Sobre otros puntos sí tenemos pruebas. En 1910 estuvo involucrado en rivalidades por el control de Danforth & Co., con Thad Peters, pariente político favorito de los Vauban. La trampa era necesaria, o pensó que lo era. ¿En qué forma se acercaría a su presa? “Si yo pudiera encontrar el oro escondido del comodoro Hobart” —diría—, “no necesitaría nunca molestarme yo, ni molestarte a ti ni a cualquier otra persona de la tierra. Han estado buscando equivocadamente ese tesoro. Han estado buscando el acceso dentro de la casa; el verdadero acceso es desde fuera. Si yo tuviera el coraje de caminar por ese borde exterior del dormitorio principal para huéspedes, podría poner mi mano sobre una fortuna. Pero yo no lo puedo hacer; no soporto la altura, como todos saben”. En cambio, sugirió, si le prestara ayuda un atleta célebre…
—No debo tratar mal a los asesinos, ¿verdad? —dijo Dave—. ¡Dado que mi propio padre parece haber sido un asesino…!
—Quiero pensar que no tuvo esa intención —dijo Gilbert Bethune—. Hay una altura considerable desde ese borde, pero no debería haber matado a un hombre joven en excelente estado físico. No creo que tu padre creyera que le mataría. Lastimaría un poco a Peters y lo asustaría mucho. Peters, con el coraje físico de caminar por esa cornisa, muy bien podría carecer del coraje moral de resistir más a Harald Hobart; cedería; daría a Harald lo que éste quería. No es una historia agradable, aunque es mucho más humana.
»Por una casualidad imprevista entonces, la víctima se rompió el cuello. ¿Qué ocurrió después?
»Aunque hubo un grito solamente desde el exterior de la casa, Peters parece que debió de morir en el interior. El instigador de esta trama trabajó completamente solo; ni siquiera compartía el dormitorio con su esposa. El viernes pasado por la noche, Dave, creo que tú mismo demostraste con una voltereta fingida que si alguien rodara por la escalera casi no haría ruido. ¿Es cierto?
—¡Absolutamente cierto! Pero…
—El cuerpo de Peters fue entrado a rastras en la casa. Los pesados objetos de plata fueron una falsa evidencia de lo que parecía haber pasado. Después el que maquinó eso con remordimientos de conciencia cubrió las huellas. Prohibió a su hijo mencionar siquiera lo que aparentemente había ocurrido. En los últimos años ni siquiera iba a querer permitir que examinaran la propiedad.
Aquí intervino Ira Rutledge.
—¿Uno de los que pidieron examinar la propiedad —preguntó—, fue ese tipo sigiloso de cara bonita que sí usó la trampa de Harald con fines homicidas?
—Oh, sí. Con fines homicidas desde el principio. Townsend-Dinsmore tenía mucho encanto, como muchos asesinos lo han tenido. Tenía un considerable poder sobre las mujeres, o por lo menos sobre ciertas mujeres. Con todo esto ocultaba la dureza empedernida de su calaña.
—Y sin embargo, Gilbert, todavía parece increíble que el hombre que uno conoció como Malcolm Townsend fuera en realidad el reverendo Horace Dinsmore. ¡Hay que ver! ¡Un clérigo de Boston!
El tío Gilbert señaló con el cigarro.
—Increíble pero cierto —replicó—. El reverendo Clarence Richeson, que asesinó a su amante y luego se castró a sí mismo en la prisión, también era un clérigo de Boston.
—Además de ser un pastor ya ordenado —continuó Ira obstinadamente—, Townsend-Dinsmore o Dinsmore-Townsend era profesor en el muy respetable Mansfield College.
—Y el doctor Parkman fue profesor en Harvard. Pero también lo ahorcaron.
—Pero no van a ejecutar a este asesino —exclamó Penny—, por ese horrible hecho de antenoche. Townsend era Dinsmore, como tenemos nuestras buenas razones para saber ahora. Yo no debería entremeterme; sé que debería estarme callada y portarme bien. —Se dirigió al tío Gilbert—. Pero ¿cómo supo usted que él era Dinsmore, o que debía haber sido el que mató a Serena? Gilbert Bethune meditó.
—Volvamos al viaje que hicisteis en el Bayou Queen, y a cierto comportamiento bastante curioso por parte de Kate Keith. A la señora Keith le gusta la compañía masculina; la buscará donde pueda. Para todas las personas de uno u otro sexo, es siempre amistosa, siempre obsequiosa, como lo fue a bordo del barco. Pero una cosa no quería hacer: no quería invitar a nadie a su camarote. La primera noche, me han dicho, Dave la invitó a su cuarto para una breve visita con él y Jeff. Se excusó atribuladamente y casi echó a correr; fue como si se le hubiera ocurrido algo de pronto.
»Varios días más tarde, el joven Saylor le preguntó si no os quería invitar a todos a su camarote a tomar algo. Aunque ella proporcionó el licor (había ido a tierra y había comprado una botella), llevó esa botella a una sala del barco, un lugar público, para tomarla allí.
»Cuando recordé la atención que le dedicó al capitán Josh Galway, como persuadiéndole de algo y manteniéndole persuadido, no pude evitar preguntarme si podría haber otro pasajero que se hubiera mantenido como polizón durante todo el viaje. En ese caso, teníamos una mejor explicación que la de Jeff para el grito desesperado del capitán Josh: “¿Cuántos hay? Oh Dios del cielo, ¿cuántos hay?”.
—¿Townsend en el cuarto de Kate? —preguntó Jeff—. ¿Pero cómo pudiste sospechar de Townsend? ¿Y de qué forma pudo afectar todo esto a Serena?
—Reflexiona; lo verás en un momento. Townsend no apareció abiertamente en escena hasta el sábado por la mañana. Llegó aquí en un taxi, diciendo que había llegado a Nueva Orleáns en tren. Serena y Townsend, cada uno por su lado te dieron a entender que nunca se había conocido antes. Descubristeis la pérdida del libro del comodoro Hobart; Townsend abrió instantáneamente su cartera para mostrar que no lo había cogido él.
—¿Y eso fue sospechoso, tío Gilbert?
—¡Oh, eso no!
—Bien, ¿qué era lo sospechoso entonces?
—Vosotros cuatro estabais allí: tú, Serena, Townsend y Dave, después almorzasteis. Fue un almuerzo en que cada uno se sirvió a sí mismo y sobre el aparador solamente había café. Entonces, poco después, tomasteis el té. Serena, que presidía la mesa, te preguntó si tú tomabas el té con limón o con leche. Después de servirte, sin una palabra más de ninguna clase, preparó tazas para los otros dos. Por supuesto, ella debía saber cómo servir a su propio hermano. Pero la misma pregunta que te hizo a ti debía haberla hecho a un extraño —el tío Gilbert disparó las palabras—, si en realidad él hubiera sido completamente un extraño.
—¡Muy bien por usted, señor! —graznó el teniente Minnoch—. ¡Usted está en el camino; siga andando!
—Sin embargo, no necesito andar demasiado rápido. —Los ojos del tío Gilbert buscaron los de Penny—. Esa misma noche, Jeff, esta joven te llamó por teléfono al despacho de Rutledge & Rutledge. La señora Keith había aparecido después de cenar; y, como si ella hubiera conocido a Townsend desde antes, se lo llevó a un club nocturno.
»Como ves, otro eslabón. Si la señora Keith había estado escondiendo a un polizón en el barco, quizás ese hombre podría haber sido Townsend.
—¿Era eso lo que sospechaba Saylor, tío Gilbert? —interrumpió Jeff—. ¿Y por qué Saylor se esforzó por interrogar al capitán Josh?
—Saylor sospechaba la presencia de un polizón, sí. Nunca sospechó nada de Townsend, y tampoco Dave. ¿Pero qué es lo que sospeché yo, vuestro aspirante a sabueso, que andaba a tropezones?
»El domingo por la mañana, Dave —nuevamente cambió de dirección la mirada del tío Gilbert—, sostuviste una charla con Jeff. Después de la cena del sábado por la noche, parecía que cierta mujer te había hablado de Townsend y le había considerado muy atractivo. Penny Lynn había salido, después de encontrar a Townsend agradable pero no demasiado impresionante. La mujer solamente podría haber sido Serena, que por la evidencia del té conocía a Townsend bastante bien, por lo menos.
»Suponiendo que ella le hubiera conocido más que bastante bien, dónde habían podido hablarse antes. Había aquí una posibilidad: solamente una posibilidad, pero existía. Harald Hobart y su hija habían tenido la costumbre de visitar la familia de un cirujano, el doctor Ramsay, en Bethesda, Maryland. Bethesda está tan cerca de Washington que puede ser una especie de suburbio. Y Townsend vivía en Washington, donde Dave fue a verle.
—¡Apenas vi a ese maldito cuando fui allá! —se enojó Dave—. Entraba y salía; estaba en todas partes. La mayoría de las veces hablamos por teléfono; ni siquiera estaba bien seguro de poder reconocerle cuando apareciera aquí el sábado.
—En Washington, Dave, tú no tenías nada que hacer. Este Don Juan asesino había estado manteniendo relaciones con dos mujeres, Serena y Kate Keith, sin que ninguna de ellas conociera la pasión de la otra. En Washington se dedicó a Serena, que también había ido allí. ¡Qué lástima que no la encontraras!
»¡Bien! —prosiguió tío Gilbert—. Si en algún tiempo pasado Townsend pudo haber conocido a Serena, también pudo haber conocido al padre de Serena en otra clase de relación. Harald Hobart, cuando estaba en una juerga tranquila, abría completamente su guardia y confiaba en un extraño lo que no hubiera ni susurrado a su pariente más próximo. Townsend, el amigable tipo en quien confiaba todo el mundo, pudo haberse enterado de lo del dispositivo eléctrico dentro de la pared.
»No debo adelantarme demasiado a las pruebas. En la famosa tarde del sábado previa al asesinato de esa noche, sin embargo, recordemos que Townsend rondó a solas por toda la casa mientras que los demás estaban ocupados en distintas cosas. Encontró la trampa detrás de un panel de la pared en el rincón sudeste del dormitorio de Serena, y puso en actividad su mecanismo para que funcionara nuevamente.
»En este momento quisiera orientar la atención de ustedes a la tarde del domingo, cuando yo interrogué a Townsend en la casa de la señora Keith. Yo pensé que este aficionado a la arquitectura no había localizado el oro escondido del comodoro Hobart. Repetí la advertencia del comodoro sobre la desconfianza, hacia las superficies, que terminaba con la referencia al Evangelio según San Mateo, capítulo séptimo, versículo séptimo. Sin vacilación Townsend citó ese versículo en forma completa, observando qué extraños trozos de recuerdos se adhieren en el fondo de la mente.
»Y así es. Y sin embargo una idea extraña se había apoderado de mi pensamiento. Todo lector devoto de la Biblia podría haber recordado ese pasaje como una parte del Sermón de la Montaña. Al mismo tiempo, ¿quién sino un clérigo podría haber localizado instantáneamente el versículo y haberlo citado palabra por palabra?
—¿Un clérigo?
El tío Gilbert los estudió a todos.
—Solamente hubo mención de un clérigo, el doctor Dinsmore de Boston, coheredero de la propiedad Hobart si Dave y Serena se morían. ¿Absurdo, sin duda? Aun así, antes de desechar la idea por absolutamente fantástica, debía preguntarme yo si este remoto clérigo-profesor, él mismo acaudalado por su cuenta, podría por alguna extraña casualidad ser el aficionado a la arquitectura llamado Malcolm Townsend.
»Townsend comenzó a dar conferencias sólo el otoño pasado, pero se había hecho cargo de ese curso bajo el auspicio de un gran instituto de la avenida Madison, en un período en que los deberes académicos le hubieran impedido al reverendo Horace Dinsmore andar vagabundeando por todo el país como conferenciante.
»Entonces, sería totalmente imposible; era algo que debía eliminarse. A menos…
»El señor Rutledge, que investigó al reverendo Dinsmore, me había comunicado varios datos sobre él. El reverendo había alcanzado el grado de profesor titular en el Mansfield College en 1919. Contando desde 1919, fecha importante, el año de 1926 a 1927 hubiera sido el séptimo y por lo tanto… por lo tanto, Jeff, ¿habría sido qué?
—¡Su año sabático! —casi gritó Jeff—. ¡Habría estado libre para hacer lo que quería desde mediados de junio de 1926 hasta alrededor de mediados de septiembre de 1927! ¿Es así, tío?
—Aunque prácticamente era posible, todavía parecía muy improbable. Y sin embargo Townsend, al contestar mis preguntas en casa de la señora Keith, fue menos que cándido.
»Dijo a su editor de Nueva York que había iniciado las conferencias con vacilaciones porque le impedían pasar mucho tiempo fuera del país. Ahora bien, una autoridad sobre cualquier tema determinado puede, y con frecuencia lo hace, hablar gratuitamente en una sociedad de estudiosos, en una cena ocasional aquí y allá, en cualquier momento. Pero los servicios profesionales de ese mismo hombre son requeridos, por una gran organización como Major Pond, Inc. (como pensé en el momento y luego confirmé con una llamada telefónica a Nueva York), solamente en el otoño y el invierno hasta el fin de marzo; nunca en otra estación. Mientras que Townsend, ya sea por error o pensando que no importaba, me juró que viajaba al exterior solamente en verano: durante el mismo tiempo en que no tenía programa de conferencias.
»Sí, fue menos que cándido; estuvo diciendo mentiras a alguien. Aunque no parecía haber ninguna relación con el reverendo Horace Dinsmore, y ésa perspectiva seguía siendo improbable, había que investigarla.
»Ya teníamos una buena línea de investigación. Aquí en la Mansión, la noche del sábado, antes de que la señora Keith llegara para llevarse a Townsend, los cuatro se habían ocupado de tomar fotografías de interiores con lámparas de “flash”.
»Encontré la cámara que habían usado, un descubrimiento interesante. Estas fotografías debían contener, como en realidad así fue, algunas tomas claras de Malcolm Townsend, que no rechazó las propuestas de que posara. Hice revelar las fotografías. Entonces, con amplio permiso del teniente Minnoch…
—Yo no he puesto ninguna piedra en su camino, ¿verdad? —preguntó contento el nombrado.
—Con el permiso del teniente Minnoch, y empleando a nuestro Ted Patterson de la Patterson Aircraft, envié al oficial Terence O’Bannion por vuelo fletado desde Nueva Orleáns hasta Boston. Llegó allí a última hora del lunes con algunas fotografías del rostro. Ese mismo lunes, por la mañana temprano, y antes de despachar a O’Bannion, había tomado ya una precaución necesaria. —Nuevamente Gilbert Bethune se dirigió a su sobrino—. ¿Te das cuenta de cuál fue la precaución?
Jeff asintió con la cabeza.
—Creó que sí, tío. Intentar la identificación de Dinsmore como Malcolm Townsend no habría tenido objeto si el reverendo Horace no hubiese salido nunca de Boston. Así que telefoneaste al Mansfield College y con cualquier pretexto pediste hablar con el doctor Dinsmore. Probablemente te contestaron que el doctor Dinsmore estaba ausente con licencia sabática pero que te podías comunicar por correo por medio de un amigo, el señor Malcolm Townsend de Washington. ¿He seguido bien el razonamiento?
—¡Exactamente; bien hecho! Me pareció seguro enviar a O’Bannion con las fotografías que cumplieron con su objeto. Horace Dinsmore no usaba bigote y sí gafas, que no necesitaba. Townsend, aunque exhibía un fino bigote y no tenía gafas, indiscutiblemente era la misma persona.
—¿Y esa fe de Townsend en la eficacia del disfraz? ¿Por eso no le importó que le fotografiaran?
—En ese momento —contestó el tío Gilbert—, yo todavía no me había enterado de su interés por el disfraz; Saylor me lo dijo después. Nuestro hombre había usado muy poco disfraz; se puso delante de la cámara con confianza porque jamás imaginó que nadie asociaría a Malcolm Townsend con un clérigo-profesor de Nueva Inglaterra. Ese aire desenvuelto que tenía, supongo, ocultaba un henchido y arrogante engreimiento. Real y fatuamente creía que se podía disfrazar sin ser reconocido cuando quisiera. Habría intentado hacerlo con mayor complicación en el futuro. Pero no tuvo oportunidad de intentar nada; le habíamos acorralado. El martes, cuando O’Bannion regresó con testimonios escritos y otras disposiciones que se habían efectuado, estábamos listos para saltar sobre él.
El cigarro del tío Gilbert se había consumido hasta convertirse en una colilla. La echó dentro del cenicero que estaba junto a su codo.
—Y ahora, señoras y señores, será mejor que recapitulemos.
»En la inesperada culminación de todo este asunto ocurrida el miércoles por la noche, unas veinticuatro horas después del arresto de nuestra presa, la policía conoció todos los detalles de su plan. Sigamos cada uno de los pasos que dio, marcando los indicios por el camino.
»Por un tiempo no había sido feliz como profesor Dinsmore en el Mansfield. Aunque sus intereses de estudioso eran bastante reales, se sentía como si le faltara el aire para respirar. Bajo la mirada escrutadora de los círculos académicos, este mujeriego no podía tener mujeres; este amante de la buena vida debía comer y beber igual que sus colegas.
»Hacia 1921 creó su alter ego Malcolm Townsend, que vivía en Washington como le daba la gana. Por supuesto, Townsend tenía rentas, derivadas de la misma fuente que las de Dinsmore. Pero solamente podía ser Townsend durante las vacaciones de verano y en los raros intervalos del año escolar. Y el sentido de constricción se hizo mayor a medida que pasaba el tiempo; Townsend, un actor manqué, que gozaba dando conferencias, recibía ofertas de giras de conferencias que no podía aceptar.
»¿Por qué no terminar con esta situación intolerable? ¿Por qué no desembarazarse de Dinsmore y convertirse en Townsend de una vez por todas? Para realizar esto no necesitaba “morir”, ni siquiera desaparecer. Al acercarse su licencia del año sabático, aceptó comenzar las conferencias en el otoño. Pero al salir de Mansfield en junio de 1926 no quiso presentar su renuncia. Como esperaban su regreso en septiembre de este año, realmente volvería aunque por breve lapso. Luego, con gran pena, presentaría su renuncia. Después de despedirse afectuosamente de sus antiguos colegas, se “retiraría” a meditar en asuntos superiores, sin dejar su nueva dirección.
»Ese era su plan, y siguió siéndolo hasta el final, aunque sufrió un ligero cambio. Esta primavera, por una carta que enviara el socio principal de Rutledge & Rutledge, se enteró de que si los dos hijos de Harald Hobart murieran antes del 31 de octubre, se convertiría, junto con mi sobrino, en el coheredero de la propiedad de los Hobart.».
Ira Rutledge exhaló un profundo suspiro.
—Sí, así se lo informé —declaró el abogado—. Le dije a Jeff que esa sería mi actitud y lo hice, aunque no le di detalles. Y la respuesta sin compromiso, firmada Horace Dinsmore, tenía el sello de correos de Boston y estaba escrita en papel del Mansfield College. ¿Tenía algún confidant, entonces?
—No, no tenía ningún confidant en momento alguno. Para contestar tu carta era necesaria solamente una corta visita a la Ciudad Centro[19] para conseguir ese indispensable sello de correos. Si en algún momento debía confesar que estaba en licencia sabática, podía sostener que se mantenía en estrecho contacto con el colegio.
»Hace un momento, recordarán ustedes, hablé de una ligera alteración de su plan. Estaba embarcado en su idilio con la complaciente Serena. Un tiempo atrás, por el padre de ella, se había enterado del secreto de la Mansión Delys. De manera que resolvió fríamente que ni Dave ni Serena debían sobrevivir.
Penny estaba inquieta desde hacía un rato.
—Pero ¿por qué? —exclamó—. ¿Por qué motivo? Si ya tenía más dinero del que necesitaba, ¿por qué perjudicar a nadie? ¿Qué es lo que quería ese hombre?
—Quería esta casa. Y creía que eran necesarias dos muertes para que él la pudiera conseguir.
»Su afición a las pintorescas casas antiguas —prosiguió el tío Gilbert después de una pausa—, había llegado a ser una pasión, entre las pocas pasiones auténticas, de su vida. Nunca ocultó eso ni necesitó ocultarlo. En otros aspectos, este asesino presenta un curioso cuadro psicológico.
»He dicho que la fe de este hombre en el poder del disfraz era fatua. Igualmente tenía otras fatuas ideas también. Podemos dejar establecido que Dinsmore-Townsend, a pesar de tanta habilidad superficial, era esencialmente un hombre estúpido.
»Porque no era necesaria ninguna muerte. Si hubiera investigado, habría descubierto muy pronto que Dave y Serena, lejos de heredar una gran propiedad, tenían relativamente pocos bienes, aparte de la misma Mansión. Pero no es probable que se lo dijeran, ni lo haría un abogado muy discreto. Si se hubiera enterado, además, de que iban a vender, él mismo tenía el dinero necesario para comprar. Esta consideración no se le ocurrió. A los criminales natos, supongo, nunca se les ocurre considerar estas cosas.
»Oigan el resto de su plan, el ignis fatuus esencial. Habiendo dispuesto de Serena y Dave, “Malcolm Townsend” habría partido de Nueva Orleáns. No era probable que nadie de los que le conocían en Boston como Horace Dinsmore lo encontrara aquí. Después de un intervalo decente, usando algún otro complicado e impenetrable disfraz, “el reverendo Dinsmore” hubiera aparecido para reclamar sus derechos como coheredero.
—¡Un minuto, señor! —intervino Dave—. De, haberse librado de Serena y de mí, ¿habría eliminado también a Jeff para hacer completa la cuenta?
—Oh, no. Con todos sus arrogantes delirios, acredítenle al hombre por lo menos cierta contención. Dos muertes sospechosas ya habrían sido bastante malas. Tres muertes sospechosas, con Horace Dinsmore como único beneficiario, habrían constituido un disparate. Le habría ofrecido a Jeff comprarle su parte de la Mansión, dado que se lo podía permitir. Si te hubiera hecho esa oferta, Jeff, ¿la habrías aceptado?
—¡Sí, inmediatamente! —contestó Jeff—. Si alguna vez anhelo una antigua casa inglesa, tío Gilbert, la compraré en Inglaterra.
—Entonces, este asesino habría reanudado su feliz vida como Malcolm Townsend de Washington. Cuando visitara Nueva Orleáns, por supuesto, debía hacer el papel de Horace Dinsmore en todo momento. Pero ¿qué era eso para él, para un hombre que disfrutaba del disfraz? Sería propietario de esta casa, que era el deseo de su corazón; se podría permitir venir aquí y deleitarse.
»Este era su plan, preparado en Washington esta primavera. Dave y Serena casi le sirvieron en bandeja el principio, al aparecer ambos en su puerta al mismo tiempo. Sin embargo, con su habitual destreza les mantuvo apartados. Dónde o cómo conoció a Kate Keith, no lo hemos establecido; y, en el presente estado mental de esa señora, no pienso ir a preguntárselo. Pero bajó el río en brazos de la señora Keith. No podía saber, por supuesto, que la policía andaba ya removiendo el caso de Thad Peters, por una carta anónima firmada Amor Justiciae.
—¿Quién escribió esa carta, señor Bethune? —preguntó Penny.
—Creo que te lo puedo decir —dijo Jeff—, si tío Gilbert me lo permite. Fue escrita por el viejo John Everard. Debí haber sospechado qué era lo que tenía que buscar en cuanto vi la cosa, aunque no sospeché nada hasta que tú y yo nos encontramos con ese caballeresco e inocente entremetido en su diván de cigarros. Parte del texto decía «Antes de arrojar mi carta al cesto de los papeles», y así seguía. Cualquier norteamericano hubiera escrito papelera, como todos lo hacemos[20]. Sólo una persona educada en Inglaterra habría escrito cesto de los papeles, que es la forma que invariablemente usan allí. Y vi una gran máquina de escribir de las corrientes en la trastienda de su establecimiento. Pero ¿quién escribió la otra carta anónima, tío Gilbert? La nota escrita en una portátil, que me envió a la tienda de Everard en primer término. Si la escribió Townsend mismo, ¿cuál era su juego?
El tío Gilbert asintió.
—Trataba de embarullar sus rastros, como hacía con frecuencia, para confundir a quien los siguiera. Respecto a eso, Jeff, recuerda nuestra entrevista con Townsend y la señora Keith él domingo pasado. Toda búsqueda de oro escondido, dijo virtuosamente, sería insignificante y vampiresca. «¿Qué pasó con el tesoro de Jean Lafitte?, agregó. ¿O con el del capitán Flint?». Ese fue un error.
»Nuestra ciudad tiene varias leyendas sobre Jean Lafitte pero no conoce a ningún capitán Flint. El capitán Flint figura de ficción, era el pirata asesino que enterró su botín en la novela de Stevenson La Isla del Tesoro.
»Dinsmore-Townsend, que estaba enterado de tantas cosas, también lo estaba del personaje local tan conocido, preguntón y curioso, del “diván” de cigarros inspirado por Stevenson en el Vieux Carré. No sería perjudicial, serviría admirablemente para confundir, si despertaba la curiosidad de alguien —de cualquiera; apenas importaba de quién— acerca del inquisitivo anciano que presidía ese establecimiento. Pero nuestro asesino tenía a Stevenson en lo más profundo de su mente, y cometió ese inconsciente desliz.
»Sigámosle. Llegado a la ciudad con todos vosotros el viernes por la tarde, llevó a cabo el siguiente paso. Habiendo terminado de usar a la señora Keith por el momento, se volvió hacia Serena. Esa noche le habló por teléfono y la citó en la ciudad. Cuando se encontraron, lo sabemos, fue la misma Serena quien sugirió El Zapatito de Cenicienta. El propietario-gerente de ese establecimiento, Marcel Nordier (su verdadero nombre es Mario Petucci), ha confesado luego que tiene varios cuartos en el piso alto para comodidad de los enamorados.
»Así que, Jeff, cuando tú y Penny visitasteis El Zapatito de Cenicienta sin encontrar a Serena en ninguno de los salones del piso bajo, no buscasteis más porque jamás se os ocurrió que un bar clandestino pudiera tener en su interior una casa de citas.
—¡He pensado tanto —dijo Penny con un escalofrío—, que estoy medio tonta de miedo! Y-yo casi me desmayé cuando esa maceta cayó y se partió. ¿Entonces usted quiere decir que ese Fulano lo hizo deliberadamente, apuntando a Jeff?
Gilbert Bethune sacudió la cabeza.
—Dejó caer la maceta deliberadamente, desde el alféizar de la ventana de una habitación de arriba, aunque sin intención de matar o de hacer daño. Matar innecesariamente habría ido contra sus propios intereses, cosa que nunca hizo. Pero Dinsmore-Townsend había comenzado a cogerle el gusto al poder, bebida que se sube a la cabeza. Se complacía en pensar que podría haber matado si lo hubiera querido, y no pudo resistir ese ademán.
»Esa misma noche le había dado instrucciones a Serena sobre lo que ella debía hacer la noche siguiente, del sábado. Le dijo que él, autoridad en casas antiguas, había descubierto el escondrijo del oro del comodoro Hobart, Si se atrevía a recorrer la comisa entre su habitación y la siguiente, ella misma haría el descubrimiento. “Por supuesto, no necesitas ese oro, le dijo, ¡pero qué triunfo si tú lo encontraras!”.
»Sabemos, como no lo sabía el asesino de Serena, cuánto deseaba ella encontrar ese oro y salvar su hogar, por lo que seguiría las instrucciones al pie de la letra, como en verdad hizo.
»Sin embargo, no debo anticiparme. En la mañana del sábado hizo su entrada oficial aquí. Si ustedes preguntan quién sustrajo el libro del comodoro Hobart de la caja fuerte que estaba en el despacho, diré que fue la misma Serena, por indicación de su consejero. Otra vez confundió el rastro, embarullándolo para aturdir a cualquier investigador. Él se apresuró demasiado, quizás, en mostrar su cartera, y hubo otros errores que ya indiqué.
»Aun así, su plan parecía ir sobre ruedas. Habiendo utilizado antes a Kate Keith, podía ahora utilizarla de nuevo. La señora Keith, instruida por el mismo mentor, se apresuró a entrar después de la cena para buscarlo y facilitarle la coartada. Él ya había preparado su trampa mortal y esa noche la trampa funcionó.
»Aunque pudo matar a Serena sin siquiera acercársele, no ocurría lo mismo con Dave. Pero eso no le disuadió. El hermano de Serena también tenía una afección cardíaca; un golpe con una cachiporra resultaría letal. El domingo por la tarde, afrontando riesgos de locura, se quitó los zapatos debajo del alero que cubría la puerta lateral y subió por la escalera para terminar el lunes por la noche con las tres balas disparadas desde el camino. La suerte le había abandonado.
—Pero, tío —protestó Jeff—, ¿de dónde sacó tanta movilidad? No había alquilado automóvil: y la policía, entiendo, podía seguir el rastro a cualquier taxi que pudiera utilizar. ¿Cómo podía estar en todas partes?
—¿Cómo podía estar en todas partes? —repitió suavemente el tío Gilbert—. ¿Tú preguntas eso, Jeff, aunque estabas presente cuando la señora Keith le ofreció uno de los dos coches de su garaje? Él lo declinó, pero lo hizo con tanta gracia que no podía dejar de despertar sospechas.
»Sí, su suerte le había abandonado; el martes estaba acorralado. Las fotografías identificaron a Malcolm Townsend como Horace Dinsmore. El capitán Joshua Galway y varios empleados del barco le identificaron ante nosotros, lo que no hicieron ante Saylor, como el polizón del viaje por el río. Mario Petucci, alias Marcel Nordier, pudo señalar al amoroso caballero que había compartido un cuarto privado con Serena Hobart. Así que convocamos a nuestra pequeña reunión aquí.
—Perdóname por entremeterme nuevamente —sugirió Jeff—, pero ¿no faltan varios personajes en esta reunión? Simplemente para completar el cuadro, ¿no debió incluirse al mismo Saylor? ¿A Kate Keith? ¿Billy Vauban? ¿Aun al mismo Earl G. Merriman de St. Louis? El propio Saylor me tiene tan confundido con una representación del terremoto que yo casi pregunto por Earl G. Meldrum de San Francisco.
—Mi querido Jeff, ¿dónde está tu sentido de las conveniencias? Como teníamos intención de demostrar la forma en que había muerto Thad Peters, así como había muerto Serena, la reunión no podría haber incluido al sobrino de Thad Peters. Ya la señora Keith había sufrido mucho; no la habría citado aquí el martes como no la he citado aquí esta noche. Poco nos importaba el comerciante de St. Louis que parece salido de una novela de Sinclair Lewis[21]. A John Everard sí le invité, porque estaba seguro de que podíamos persuadirle para que se estuviera callado. El irrefrenable Saylor nunca se hubiera quedado callado, así que prescindí de él también.
»Y sin embargo en cierto modo he juzgado mal. Cuando Townsend fue arrestado, yo creí que iba a rebelarse; esperaba una batalla legal que pudiera llevamos por todas las instancias hasta la Corte Suprema de Justicia.
»Debí abrigar más sospechas el miércoles por la noche, cuando nos ofreció contárnoslo todo, cosa que hizo. Estar presente mientras él, sentado, en la prisión, justificaba cada acción —que él no había querido hacer, por supuesto, pero que las circunstancias le forzaron— es una experiencia que no me gustaría repetir. Cuando terminó el recital, con su último gesto se tragó la cápsula que Kate Keith, fiel hasta él final, había llevado secretamente a su poder. En pocos segundos quedó inconsciente y murió en dos minutos.
—¿Cuál era el veneno, tío Gilbert? ¿Cianuro de potasio?
—Aún más mortal que el cianuro, que es la única sal derivada de lo que él usó. La cápsula contenía ácido hidrociánico, el veneno de acción más rápida del mundo. Sin duda, le había provisto por algún farmacéutico servicial, con quien la señora Keith ha tenido una amistad muy intensa. Pero no necesitamos perseguir a la señora Keith; no necesitamos perseguir al farmacéutico; no necesitamos perseguir a nadie. Como no habrá juicio, con su correspondiente publicidad, es posible que yo pueda acallar las cosas de modo que el nombre de los Hobart sufra el menor escándalo posible. En cuanto a las pruebas, por lo menos, ahora lo hemos explicado todo.
Ira Rutledge habló con dignidad.
—Puedo sugerir que no todo —corrigió—. ¿Qué pasa con mi sospechoso comportamiento?
—¿Tu comportamiento? ¿Sospechoso? Ya había observado yo que tenías algo en la cabeza…
—Tú has observado algo más, seguramente. Como Serena murió por lo que podría llamarse control remoto, mi famosa coartada no valía para nada. Y ¿no hubo circunstancias sospechosas? Cuando Dave y Jeff llegaron del vapor la tarde del viernes, junto con Serena y la joven que ahora me mira con tanta extrañeza, me encontré con ellos en el vestíbulo. Yo dije que había estado mirando algunos papeles del despacho, pero yo salía del salón principal, que está en dirección contraria al despacho.
»Otros han notado mi tendencia a frecuentar ese recibidor. En realidad, como luego informé a Jeff, contiene algunos instrumentos musicales antiguos muy finos, incluso un clavicordio del siglo XVI. Pero algunos de ustedes pueden haber pensado que yo dije una mentira innecesaria. —Miró directamente a Penny—. Tú pensaste eso, ¿verdad?
—Sinceramente, señor Rutledge… —protestó Penny—. Si alguna idea de sospechar de usted cruzó por mi mente, la rechazó como ridícula. Y en cuanto a que usted estuviera en el salón, nunca se me ocurrió.
—Bueno, se me ocurrió a mí —confesó el abogado—, así que hablaré claro. Por demasiado tiempo he parecido un viejo decrépito y reseco, familiarizado con pocas cosas, salvo con la ley. Pero yo sé qué nombre dar a las cosas. Aunque lejos de ser tan aficionado a las novelas policíacas como Gilbert o Jeff, he leído mi buena dosis. Y ningún personaje se encuentra con más frecuencia que el solemne abogado de familia, que es en realidad un viejo ambicioso, que termina sus actividades de desfalco con el asesinato de su cliente. Alivia mi conciencia estar libre de sospechas. Al mismo tiempo…
—¿Qué, señor Rutledge?
—¿Qué pasa contigo, jovencita? ¿Tienes tú algo que decir o algo que revelar? Si es así, te exhorto a que lo digas inmediatamente.
—Que la moción sea por esta parte secundada —convino Gilbert Bethune.
Penny enfrentó la mirada del tío Gilbert de igual a igual.
—Muy bien —dijo ella—. Si esto se ha convertido en el juego de la verdad, responderé franqueza con franqueza y se la diré. Por demasiado tiempo yo he parecido una hija obediente, o hasta la paciente Griselda, cosa que no soy. La semana próxima Jeff parte para Europa. Y, ya está decidido, yo me voy con él. Viajamos en un barco de la Línea Francesa desde Nueva York a El Havre, y luego en tren hasta París. —Su suave voz se elevó de tono—. En conclusión, señor Fiscal de Distrito: si usted necesita formular una sola pregunta sobre lo que estoy pensando, ¡usted no es tan buen detective como ha probado que lo es!