19

Al comienzo fue solamente el ruido: un ruido creciente como el retumbar de un tren gigantesco que corriera hacia ellos desde la bahía. Después les cogió la primera sacudida. El piso parecía retemblar, estremecido; la araña oscilaba junto con él. Ese mismo sacudimiento arrojó a Dave contra la mesa-escritorio, que no se había movido.

—¿Terremoto? —espetó Dave.

—Por supuesto —afirmó Saylor, riéndose por lo bajo—. ¿Por qué crees que os he traído aquí?

—¿Y este es un entretenimiento, por el amor de Dios?

—Seguro. ¿Qué otra cosa es? ¡Mira, Dave! No se te ha movido un solo pelo, según dice Jeff, cuando alguien te disparó tres tiros a la cabeza. ¡No te inquietes por una ficción de segundo orden que no le puede causar daño a nadie!

—Es posible, ¡pero este maldito piso parece que sufre un ataque! ¿Todavía será más divertido, verdad, cuando los ladrillos del techo se nos vengan encima y nos abollen la cabeza?

—Nada de eso —Saylor vacilaba un poco al volver hacia la ventana—, nada de eso sucedió entonces ni sucederá ahora. Las casas de esta parte de la ciudad fueron construidas con mucha solidez. Unos pocos cristales de ventana rotos; algunos platos partidos en el armario de la vajilla; eso es todo. Habían tenido terremotos antes, aunque nunca uno fuerte: el bueno del viejo Meldrum tomó sus precauciones; los muebles pesados están atornillados al piso. Si miras allí…

Una nueva sacudida había arrojado a Penny a los brazos de Jeff, donde ella se mantuvo. Con el brazo alrededor de su cintura bamboleante, cuando Saylor se detenía, la guió por el piso temblequeante hasta la otra ventana.

Los techos cercanos y los lejanos parecían ahora retorcerse antes de que algunos de ellos quedaran estrujados. El retumbar del tren fantasma había sido reemplazado por un crujido y un rugido de maderas o mampostería que se derrumbaba. A través de los efectos de nubes de polvo Jeff alcanzó a ver lo que parecía ser el amarillo relumbrar del fuego.

—Tienen esta casa tan a prueba de ruidos —se exaltaba Saylor—, que desde fuera nada se oye. Como función animada es bárbara, ¿eh? Allí va casi toda la Municipalidad de seis millones de dólares, dejando la cúpula encima de las vigas de cemento. ¡Pero todo está bien, Dave! Esas llamas solamente son luces; no hay fuego verdadero. Y la mayoría de la gente de la avenida Van Ness estaba dormida; ni siquiera sabían lo que pasaba.

—Si dormían cuando esto pasó —bramó el vástago de los Hobart—, debían de estar como cubas o simplemente muertos. Como te guste, P. T. Barnum; solamente tengo una pregunta que hacer. ¿Cuánto dura esta maldita función?

—Bueno…

Hubo un rugido distante, como un derrumbamiento de cosas rotas, con llamas que se enroscaban. El piso dejó de temblar. Dave, que se había sentado sobre el borde de la mesa-escritorio y se había aferrado a los bordes, se puso de pie.

—¡Muy bien! —dijo—. Si cierto maestro de ceremonias con cabeza de alfiler ha terminado ya de entretenemos hasta más no poder, ¿qué os parece si nos vamos con la música a otra parte?

—Yo no quiero ser una aguafiestas —aventuró Penny, mirando a Jeff y hablando en voz baja—, pero esa parece ser una muy buena idea. Se ha terminado, ¿verdad?

—Por lo que recuerdo haber leído, Penny, la primera onda duró alrededor de cincuenta y cinco segundos.

—¿La primera onda? —aulló Dave.

—Luego hubo una pausa de diez segundos, después de la cual…

—Puede ser que nosotros no contéis —intervino Dave—, pero yo estoy contando como si tuviera un cronómetro funcionando. Y se me ocurre que esos diez segundos están por…

Nuevamente se tambaleó el piso y vino otra sacudida, con un estrépito tan restallante como el anterior. El mismo Saylor casi pierde el equilibrio.

—Aunque pueda parecer mal momento para mencionar esto, Dave, os hacéis una idea de lo que ocurrió en ese vapor, ahora, ¿verdad?

—¿Qué es lo que dices?

—Bueno —gritó Saylor—, ¿con quién se acostaba ella? ¿Con quién realmente se acostaba ella?

—¿De qué demonios estás hablando? ¿Y quién es «ella» en cuestión?

—¿Tampoco sabes eso?

En la actitud de Saylor parecía haber algo tan siniestro, hasta se diría maníaco, qué Jeff pensó que era mejor intervenir.

—¿Qué hay que hacer para salir de este lugar? —preguntó—. ¿Por la misma escalera por la que hemos subido?

—No, está prohibido salir por esa escalera; es una regla de la casa. Hay otras dos salidas; os las enseñaré.

Separando a Jeff y a Penny, tomó el brazo izquierdo de Jeff y el derecho de Penny.

—Si queréis salir —continuó—, quizá sea mejor. La segunda onda del terremoto solamente dura diez segundos, como la pausa entre ambas. ¡Ya está! Ya ha terminado todo, ¿veis?

Cruzando el piso ya firme los guió hasta una tercera puerta, muy ancha, en la misma pared en que estaban las ventanas, pero a unos dos metros y medio o tres a la derecha. Soltando el brazo de Jeff, abrió la puerta que daba a una casi total oscuridad. Jeff vaciló.

—¿Adónde conduce esto? ¿Y en qué se ha convertido tu perfecta ilusión? Esto se supone que es la pared de la casa, ¿verdad?

Todo es ilusión, todo es una caja de trucos; pero no hay en ella nada que pueda lastimar a un niño, ¡por mi vida! Dentro, uno a la izquierda y otro a la derecha, veréis dos pequeños asientos tapizados que miran hacia adelante. Subid; que cada uno tome un asiento; seréis llevados afuera con cierta ceremonia, y yo guiaré a Dave por un camino diferente. Como la señora no quiere ser aguafiestas…

—Muy bien; creo que entiendo —convino Penny—. Yo cojo el de la izquierda; Jeff, tú coge el de la derecha. Si este es el final de la función, señor Meldrum o señor Barnum, los dos le damos las gracias.

Penny entró y se sentó. Jeff siguió su ejemplo. La puerta se cerró tras ellos en la total oscuridad. Él había extendido su mano izquierda, que Penny tomó fuertemente con su derecha, cuando sin sacudidas ni ruidos, ambos asientos se plegaron debajo de ellos. Juntos, con los pies por delante, se deslizaron hacia abajo por una amplia rampa de madera lisa y pulida bajo oscuros resplandores rojos demasiados débiles como para llamarlos luces, y tocaron el suelo con sus pies al final del tobogán.

Aunque quedaron de pie, no se separaron; la naturaleza mandaba. Con Penny de nuevo en sus brazos, de intento, y no por un terremoto simulado, la apretó estrechamente como si quisiera exprimirla, besando su boca con una concentración que ella compartió por entero. Después de un caótico intervalo, hablaron en murmullos.

—Penny, ¿esto marca el comienzo de algo?

—¡Así lo espero! ¡Oh, sí que lo espero! ¿Puedo… puedo preguntarte algo, Jeff, y luego pedirte algo?

—Sí, querida.

—¿Cuándo vuelves a París?

—Tan pronto como tengamos algunas respuestas lógicas en este endemoniado caso criminal.

—Cuando vuelvas, ¿me llevarás contigo?

—Si quieres decir lo que yo creo…

—Yo quiero decir todo lo que puedas creer que quiero decir, ¡y aún más! La pobre Serena decía…

—¿Importa eso ahora?

—Siempre me importará, porque es verdad. Si alguna vez tú… tú te acercabas a mí así, decía Serena, eso no iba a ser justo. Porque, decía ella, yo ni siquiera fingiría resistirme. Esa es una verdad como el Evangelio, Jeff, y si yo no hubiera sido tan cobarde se lo habría confirmado entonces. Pero tú no has respondido a la pregunta. ¿Querrás llevarme?

—Como te quiero, bendita sea tu alma, la respuesta es un sí tan rotundo que podría tirar abajo la casa. Hablando de tirar la casa abajo, en nuestro terremoto particular…

Ahora él podía discernir, en la oscura pared que tenía delante, una línea vertical de luz muy delgada. También podía oír voces cercanas: Dave quejándose agudamente. Saylor sereno y triunfante. Separándose de mala gana, Penny y Jeff se adelantaron. Jeff empujó la parte derecha de la puerta de dos hojas, que tenían una barra interior transversal en cada una. La luz solar de la tarde los inundó cuando se unieron con Dave y su acompañante en un pasillo que se prolongaba hacia el sur hasta la calle Royal. Jeff les preguntó.

—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó—. Vosotros no habéis bajado por la rampa.

—Hemos bajado por otra trampa que habitualmente no se utiliza —dijo Saylor con un ligero tono de grandeza—. ¿Habéis observado la otra puerta cerrada, allá arriba, la que tenía el reloj a un lado y el calendario al otro?

—¿La que nos señalaste de forma tan dramática? Sí.

Pues hemos bajado por esa, Jeff, y hemos venido a parar al muro aquí —y el pulgar de Saylor señalaba a Dave—, todavía se está burlando y mofando de una muy alta inteligencia. ¡Muy bien! Pero no digáis que os estoy entreteniendo con promesas ni eludiendo el tema. Si nos podemos sentar en alguna parte a tomar un café, sugeriré a vuestras confundidas mentes lo que deben ser varias verdades sobre el misterio de la Mansión Delys. ¿Os parece bien?

Penny, observó Jeff con agrado, no había emitido ninguna queja. No había dicho que su cabello estaba en desorden ni que necesitaba rehacer su maquillaje, lo que no era cierto. Pero parecía que algo la inquietaba.

—Lo de la taza de café es imposible, me parece —le dijo a Saylor.

Luego de pronto:

—Jeff, ¿qué hora es?

—Las cuatro menos veinte, ¿tiene importancia?

—¡Sí que la tiene! Jeff, Dave, ¿os habéis olvidado de lo que le hemos prometido al señor Bethune?

Entonces Jeff lo recordó.

—Invita a un grupo de personas interesantes a la Mansión Delys —prosiguió Penny—. Hace algo más que una insinuación, sin decirlo expresamente, de que íbamos a oír toda la verdad. Y nos hace prometer que volveríamos a la Mansión a las cuatro en punto. Considerando el tránsito que hay a estas horas, no nos será posible llegar a las cuatro…

Toda la verdad, ¿eh? —exclamó Dave, dando rienda suelta a su mal humor—. ¡Quizá no podamos llegar en punto, hijita, pero podemos hacer lo que se llama una proeza! Los dos autos están cerca, gracias a Dios. Es mejor que hagas un buen tiempo, Penny; estoy dispuesto a conducir como Barney Oldfield en cuanto arranquemos. —Se dirigió a Saylor—. Lo siento, pero tendrás que perdonarnos, muchacho. Tendrás que reconocer que la verdad completa es mucho mejor que sólo una parte.

Saylor, que evidentemente no había sido invitado pero que, evidentemente también, esperaba que Dave lo hiciera, les siguió hasta el aparcamiento de Royal Street. Cuando los otros subieron al Stutz y al Hudson para emprender el regreso, se quedó furioso y murmurando consigo mismo, con una expresión de indescifrable rencor en su rostro.

Ese viaje hasta la Mansión Delys no fue la carrera desenfrenada que profetizó Dave. Él conducía a gran velocidad, pero con razonable cuidado; Penny le seguía a corta distancia. Por un tácito consenso mutuo, Penny y Jeff se abstuvieron de conversar sobre su propio estado emocional. Permanecían graves, hasta sombríos, tal vez con premoniciones.

—Casi parece imposible —dijo Penny— que el final de este miserable asunto esté a la vista, y también el fin de la angustia. ¿Cómo terminará, Jeff?

—Quisiera saberlo.

—¿No vislumbras nada?

—El tío Gilbert dice que hay pruebas por todas partes. Pero, excepto algo que no ayuda a decirnos quién es el culpable, no veo ningún indicio. Además, aunque tío Gilbert puede explicarlo todo, no será el fin de la angustia para alguien. ¿Tienes alguna idea, Penny?

Penny reflexionó.

—En realidad —contestó—, yo tenía una especie de idea disparatada, sin pies ni cabeza, sobre quién podría ser el culpable. Pero es tan tonta que ni siquiera a ti te la contaré. No es nada racional: solamente es lo que se podría esperar al final de una novela policíaca. Y, como esto no es una novela policíaca…

—Si resultara ser una novela policíaca, por otra parte —señaló Jeff—, creo que puedo pronosticar cuál es el plan que el hábil autor podría tener en su pensamiento.

—¿Qué?

—Tío Gilbert, parece, no ha invitado a Saylor a esta reunión de la tarde. Dave tampoco le ha invitado.

—No creo que Dave le aprecie demasiado, Jeff. Pero Saylor no puede ser culpable de nada, ¿verdad?

—No; tiene una coartada indestructible para la hora en que murió Serena. Ese es el punto al que quiero llegar: todos tienen una coartada, menos Dave, cuya inocencia total sostiene tío Gilbert. De acuerdo con la técnica del oficio (todavía estoy hablando en términos de ficción) inmediatamente dejamos de sospechar de toda persona a la que un detective sabelotodo parece haber declarado inocente. Pero una astuta distinción se ha deslizado sin que lo notáramos; el detective no ha dicho en realidad lo que nosotros pensamos; y Dave Hobart termina siendo el asesino al final.

—Tú no crees eso realmente, ¿verdad? —gritó Penny.

—No, por supuesto que no lo creo; es un truco de escritor y nada más. Pero, novela policíaca o vida real, ¿cuál es la alternativa? Digamos que el asesino es cualquier persona que a uno se le antoje. Digamos que es algún personaje aparentemente sin relación como Billy Vauban o su esposa. A menos que sea alguna persona que todavía no ha aparecido en escena, ¿cómo podemos eludir el hecho de que todos tienen una coartada?

Poco más dijeron en el curso del viaje.

Largas sombras se congregaban —¿otro crepúsculo funesto?—, cuando Penny guió el Hudson por el camino de entrada, tal atestado de automóviles estacionados junto a la casa, que tuvo que buscar un lugar bien lejos. Al llegar a la puerta, ella y Jeff encontraron al nervioso Cato que la abría en ese momento para dar paso a Dave.

La reunión preparada por Gilbert Bethune, como muchas de las que se hacen con un fin determinado, o sin un fin determinado, aún no había abordado el asunto. Los policías, algunos con uniforme pero la mayoría vestidos de civil, rondaban por el vestíbulo de la planta baja, pululaban por el saloncito menor, y hasta se esparcían allá por la biblioteca. Ante la sugestiva reverencia de Cato, los tres recién llegados avanzaron hasta ese lugar.

Allí, en una atmósfera opresiva y expectante a la vez, el tío Gilbert estaba de pie, tras el lado más largo de la mesa grande de la biblioteca. A su derecha estaban el teniente Minnoch y el oficial O’Bannion. A la izquierda había un hombre pequeño, alerta, de rasgos sagaces, a quien Jeff nunca había visto antes. También a la espera estaban Ira Rutledge, Kate Keith, Malcolm Townsend y, para sorpresa de Jeff, el anciano John Everard, el cigarrero filósofo.

—Jeff —murmuró Penny—, ¿en qué estás pensando?

—Pienso —le respondió Jeff también en un murmullo— más en quiénes no están aquí que en los que están.

—¡Silencio en la sala, por favor! —dijo el tío Gilbert, golpeando la mesa con los nudillos—. Ahora que estamos todos reunidos —y señaló al hombrecito de rasgos agudos—, puedo presentarles al señor Gregory Winwood, de la Arkwright Company, que ha tenido la amabilidad de proporcionar cierto consejo técnico que necesitábamos mucho. Luego pido a quienes ahora están en esta sala, pero a nadie más, que tengan la amabilidad de seguirme al piso superior hasta el cuarto que ocupaba la difunta Serena Hobart, que anteriormente fue el dormitorio de huéspedes principal de la Mansión Delys.

A esto siguió un desfile bastante grande, con la policía presente haciéndose atrás para dejar sitio. Si bien se oían murmullos entre los que pasaban, nadie habló hasta que la procesión entró al cuarto de Serena. Aun entonces, Dave, sin levantar la voz, soltó las palabras como si hablara consigo mismo.

—¿Para qué diablos —dijo Dave— es todo esto?

—Te lo diré —se ofreció el tío Gilbert.

Aunque parecía estar contestando a Dave, su mirada recorrió todo el grupo.

—Todavía queda suficiente luz de día —dijo—. Pero, para prevenir que alguna sombra pueda causar confusión, podríamos hacer encender una o dos lámparas, ¡oficial O’Bannion!

O’Bannion, con una expresión de anticiparse que Jeff no pudo interpretar, encendió una lámpara de mesa y una de pie. Otra vez el panel de la ventana del extremo izquierdo estaba abierto de par en par, proyectándose hacia dentro de la habitación como una pequeña puerta.

—Hemos tenido cierta dificultad en encontrar una teoría en la que todos los hechos encajaran —continuó el tío Gilbert—, porque, desgraciadamente, la verdad era demasiado evidente para poder verla.

—¿Tiene eso sentido? —espetó Dave.

—¡Creo que sí! —observó el señor Everard, frotándose las manos.

—Cierta confusión parece haber sido causada —dijo el tío Gilbert—, cuando este mentor de ustedes preguntó en qué forma la muerte de Serena Hobart, en abril de 1927, se parecía a la muerte de Thaddeus Peters en noviembre de 1910. Bien, había varias cosas parecidas.

—¿De veras, señor? —exclamó el anciano Everard.

—Ambas víctimas habían ocupado el mismo dormitorio. Thad Peters, un huésped principal durante su visita, fue instalado en la habitación que, como muchos de ustedes saben, Serena tomó para sí en fecha posterior. ¿Pero recuerda alguien qué es lo que la víctima del sexo masculino tenía puesto en el momento en que aparentemente cayó por la escalera y se rompió el cuello?

—Lo recuerdo —dijo Jeff instantáneamente, al volverse hacia él su tío—. Dave me lo dijo en el barco. Thad Peters, que era un famoso atleta, llevaba un jersey, pantalones de franela y zapatos de tenis.

—¿Recuerdas también si hubo alguna discrepancia en las declaraciones? ¿Un poco antes del gran estrépito de los objetos de plata, que pareció marcar el momento de su caída por la escalera dentro de la casa, una criada testificó que había oído un grito que provenía de afuera?

—¡Sí!

—Veamos otros paralelismos en el caso de Serena.

Gilbert Bethune fue hasta el cristal de la ventana abierta, sacó la cabeza por él, y miró hacia la izquierda antes de volver a la habitación.

—Ahora llamo la atención de ustedes sobre cierto adorno de la parte exterior. Entre cada panel de ventanas de ambos pisos hay una fila de ménsulas ornamentales de hierro, en forma de flor de lis[17]. Y aquí arriba, unos noventa centímetros por debajo del nivel del piso, un borde de piedra muy estrecho corre a lo largo de todo el frente de la casa.

De pronto, habló Ira Rutledge:

—¡Todos hemos visto esos adornos! —exclamó—. ¡Aunque lo intentáramos, difícilmente habríamos evitado el verlos! Pero en nombre del cielo, ¿qué es lo que nos quiere decir?

—Mi viejo amigo, el domingo por la noche me paré en la terraza con una linterna y dirigí los rayos por esas ménsulas de hierro, invitando a Jeff a que usara sus ojos y la memoria. Pero como estaba en la puerta de la entrada mirando hacia afuera, es posible que no observara nada. Y lamento tener que molestarles a todos con otra pregunta. Serena Hobart, que también fue una gimnasta experta: ¿qué es lo que ella tenía puesto la noche en que murió?

Entonces fue Dave quien habló, aunque sin atreverse a aceptar algo que estaba en su pensamiento.

—Ya veo adónde va usted —dijo—. No puedo ver del todo a dónde conduce o puede conducir, pero veo la dirección. Alguna noción de eso tuve el sábado por la noche; me puse pálido de miedo. Esa es la causa por la que mentí y al principio le desorienté, aunque reconocí haberlo hecho después. ¿Serena? Tenía mocasines indios en los pies y llevaba un jersey sobre el pijama.

Gilbert Bethune se acercó al armario. Abriendo la puerta, de un cajón de la derecha sacó el jersey de mujer, de lana negra, arrugado y con muchas manchas de polvo, que él había mostrado la noche anterior.

—¿Este jersey, Dave?

—¡Ese es! No podía aceptar lo qué ella posiblemente había estado haciendo. Así que le quité el jersey y lo oculté allí; juré que llevaba la bata de azul oscuro. Cato y Ike, el chófer, estaban casi tan nerviosos como yo. Ike me respaldó; yo soy el patrón de la casa ahora, y me habría respaldado en todo lo que hubiera dicho. Pero Cato no se convencía. Sabía que era una prenda corta, como ese batín que cuelga del otro lado; el jersey y el batín son negros. Cuando Cato dijo que era un batín, eso era lo que él creía. Tanto la bata como el batín podían haber recogido algo de polvo al caer al suelo, pero no tenían tanto polvo como lo que llevaba verdaderamente.

El tío Gilbert sostuvo en alto el jersey.

—Este par de guantes que hay en el bolsillo… Cuando trajeron el cuerpo arriba, ¿estaban los guantes puestos o estaban en el bolsillo?

—Ya estaban metidos en el bolsillo, ¡lo crean o no!

—Por supuesto que ya estaban, Dave. Tenían que estar. En este punto, sumándose al vibrar de la tensión de todo el grupo, Kate Keith casi se vuelve histérica.

—¿Por qué tenían que estar? —chilló Kate—. ¿Qué estaba haciendo con un jersey puesto, para tener tanto polvo encima? ¡No puedo soportar más esto! ¡Malcolm… Malcolm…!

Townsend trató de hacerla callar, pero no tuvo éxito completo. El tío Gilbert, sin prestarle atención, aparentó ignorar su histeria incipiente.

—Nos proponemos ahora hacer una reconstrucción —dijo—. ¿Está aquí el sargento Parker?

Harry Minnoch avanzó pesadamente hacia la puerta e hizo una seña a alguien. Entró al dormitorio un hombre joven, flexible, delgado y fuerte, de estatura mediana y con un jersey oscuro; caminaba con paso ligero. Saludó al tío Gilbert, que había recobrado su aspecto mefistofélico.

—El sargento Parker —dijo a los demás— también tiene algo de gimnasta. ¿Sabe qué es lo que tiene que hacer, Parker?

—Sí, señor.

De un bolsillo del pantalón, el sargento Parker extrajo un par de guantes de algodón color castaño, blandos, parecidos a los que estaban en el bolsillo del jersey de Serena. Se los puso en las manos, se acercó al vano de la ventana de la izquierda y con mucha agilidad se encaramó y pasó por ella.

—Así observamos —continuó el tío Gilbert—, que quien saliera por la ventana con las manos enguantadas solamente dejaría marcas parecidas a las que realmente se encontraron sobre el marco y el cristal.

El sargento Parker había descendido hasta quedar de pie sobre el borde de piedra del exterior, girando de tal modo que ahora miraba hacia la izquierda, y un poco hacia dentro del cuarto.

Todos los demás se apiñaron hacia la fila de ventanas. Penny quedó de pie junto a Jeff, con Dave detrás de ellos. El tío Gilbert levantó la voz:

—Cuando yo diga «ahora», pero no antes, el sargento Parker comenzará a moverse a lo largo del borde entre esta habitación y la próxima. Por supuesto, para hacerlo deberá avanzar pegado a la pared y sostenerse agarrándose de una ménsula de hierro cada vez. Sin embargo, una vez que esté fuera, esos guantes gruesos, en lugar de ayudar a sus movimientos, se los impedirán. Se los quitará, como hace Parker en este momento, y se los meterá en su bolsillo.

»Estamos reconstruyendo lo que Serena Hobart hizo el sábado por la noche, tal como Thad Peters había hecho antes que ella. Cada uno de ellos buscaba algo que cada uno individualmente esperaba localizar, porque les habían persuadido de que estaba allí. Pronto veremos lo que encontraron.

El tío Gilbert colocó sobre una silla el jersey que hasta ese momento tenía en la mano.

—Mientras tanto —dijo—, recordemos algunos hechos. Se nos ha estado lanzando un sugerencia a nuestro pensamiento constantemente y es sobre cierta forma de electricidad.

¡Pero…! —comenzó Dave sin comprender.

—La luz eléctrica y el teléfono, según sabemos, se instalaron en 1907. El timbre de la puerta funcionaba, igual que ahora, con la energía de tres baterías secas corrientes, tal como se anunciaba en el catálogo de Sears, Roebuck[18] ya en 1902. El señor Gregory Winwood, a quien les he presentado en la planta baja y que nos ha prestado tanta colaboración técnica, es el gerente en Nueva Orleáns de la Arkwright Electrical Supply Company. —El tío Gilbert se inclinó hacia adelante—. Es hora de hacer la demostración, Parker. ¡Ahora!

Con las manos descubiertas, con los guantes en el bolsillo, el sargento Parker comenzó a avanzar de costado por dicho borde. Su mano derecha se extendió hacia afuera y hacia arriba en busca de la flor de lis de hierro más próxima de la fila. Al cerrarse los dedos del sargento en torno de ella, el tío Gilbert se enderezó.

—¡Oh, no! —anunció—. El mecanismo ha sido destruido. Cuando Parker se coge de la ménsula, tirando suavemente como haría cualquiera para sostenerse, su eje no se mueve esos escasos tres milímetros que debería. Antes de girar de nuevo por obra del resorte preparado, la trampa que hay instalada dentro del hueco no administrará una descarga inesperada y dolorosa que le arroje fuera de su estrecho sostén.

»Recuerden, finalmente, que el cuerpo de Serena Hobart fue encontrado sobre la terraza un poco hacia la izquierda de la ventana abierta. Y ahora, teniente Minnoch, la acción final es suya.

Los ojos de Minnoch se fijaron en un miembro de ese grupo. En voz alta dijo:

—Horace Dinsmore, alias Malcolm Townsend, queda arrestado por el asesinato de Serena Hobart. Debo prevenirle de que todo lo que diga se registrará por escrito y podrá utilizarse en su contra en el juicio.