—¡Tu profecía estuvo acertada muy bien!, exclamó Saylor la tarde siguiente—. Sin embargo, ¿cómo resultó? Ese bromista de los tiros, entiendo, estaba en un automóvil de no se sabe qué marca. Todo el lugar estaba lleno de policías, y le siguieron. Pero le perdieron de vista entre el tránsito de la carretera principal, y ni siquiera le tomaron el número de matrícula. ¿Es buena la síntesis?
—Es una síntesis exacta —concedió Jeff—, sin ser estrictamente justa. El ataque les cogió desprevenidos; todos estaban desprevenidos. Aunque esperaban alguna acción contra Dave, no esperaron que le trataran como a pato de tiro al blanco. Ahora que te hemos contado nuestra parte…
Cuatro personas —el mismo Saylor, Jeff, Dave y Penny— estaban sentadas alrededor de los restos de un almuerzo en el restaurante de Henri, Toulouse Street cerca de Bourbon Street, hacia las tres de la tarde, el martes 26 de abril. En el tranquilo salón central de Henri, con su empapelado rojo oscuro y sus plácidos camareros, Jeff sintió que su mente volvía a trabajar sobre los acontecimientos de la noche anterior.
Habían extraído tres balas de la columna de la barandilla de la escalera. Sólo Gilbert Bethune parecía impasible entre la confusión o el caos consiguiente. En el momento en que el alborotó era más grande Saylor, que evidentemente había regresado a la ciudad, telefoneó con urgencia.
¿Querrían Dave y Jeff, rogaba, almorzar con él al día siguiente en el restaurante de Henri? Sabía que Dave estaba de luto; pero dado que Saylor podría tener algo muy importante que comunicar, ¿aceptarían los dos? Cuando Dave transmitió este mensaje a Jeff, este al principio había respondido que no podría porque había invitado a Penny a almorzar ese mismo día.
Aunque él no había pronunciado todavía la invitación, una mirada de Penny demostró su asentimiento. Entonces Saylor había encarecido que fueran todos, insistiendo en la importancia de lo que él tenía que comunicar.
Y así se había dispuesto. El problema del luto de Dave se había resuelto esa misma noche, cuando el tío Gilbert se llevó a rastras a los mismos tres huéspedes para cenar en La Louisianne, prolongando la comida hasta una hora bastante tardía.
—Mañana hagan lo que quieran —había dicho al partir—, pero asegúrense de estar todos en la Mansión Delys a las cuatro de la tarde. Estoy invitando a una pequeña reunión de personas interesadas. Y estamos preparando una sorpresa.
—¿Qué clase de sorpresa, tío Gilbert?
—En la pared de ciertos famosos salones científicos de Londres, en honor de las realizaciones de Sir William Crookes, solía haber, y quizá todavía haya un lema que dice: «Ubi Crookes, ibi lux» [Donde está Crookes, está la luz]. Cuando Sir William abrazó el espiritismo con tanto empeño, alguien que presumía de humorista sugirió que se cambiara el lema por: «Ubi Crookes, ibi spooks». [Donde está Crookes, están los fantasmas]. Yo también tengo esperanzas de arrojar un poco de luz.
—Una cosa más ¡cuando nos encontremos con Saylor mañana! —había advertido Dave—, ¡ni una sola palabra sobre que el oro está recuperado! Se lo he dicho a Penny, pero no debe trascender hasta que haya decidido qué hacer. ¿De acuerdo, Jeff?
—De acuerdo. ¿También ocultamos el hecho de que alguien te disparó desde el camino?
—Quizá no podamos ocultarlo. Hasta ahora han mantenido bastante bien a raya los diarios; no se ha publicado nada sobre ese bromista que me golpeó en el coco el domingo por la tarde. Los tiros disparados en público pueden pertenecer a una categoría distinta.
Sí, pertenecían a una categoría distinta. Una mención de los disparos, sin detalles de los hechos pero con todos los ribetes posibles para causar sensación, apareció en los diarios el martes por la mañana. Saylor al encontrarse con sus invitados en el restaurante de Henri, tenía un aire de gran misterio y mal agüero, como un diplomático balcánico en negociaciones secretas.
Pidió un menú espléndido, pero no se refirió al presente hasta que les sirvieron el café. Entonces reclamó alguna explicación sobre los tiros, y Jeff le contó hasta donde le pareció que era discreto.
—¿Y con respecto al arma? —preguntó Saylor de inmediato.
—No ha aparecido ningún arma —respondió Jeff—, pero por las tres balas que sacaron de la columna de la barandilla, se trata de una pistola del calibre 38. Y ahora que te hemos contado nuestra parte —repitió—, ¿por qué no nos cuentas la tuya?
—¿Mi parte?
—¡Vamos! —dijo Dave, jugando con los cubiertos de plata—. El señor Bethune quería verte esta mañana, y no puede haber muchas dudas de que has ido. Bueno, ¿para qué te quería ver?
—¡Ah! Esa es una parte del problema, ¿no?
—Uno de estos días, más tarde o más temprano —observó Jeff en forma general—, alguna pregunta directa va a obtener una respuesta directa. Hasta mi estimado tío ha comenzado a aflojar. ¿Por qué no puede nuestro estimado escritor de revistas aflojar también?
—¿Qué…?
Jeff sostuvo la mirada de Saylor.
—Como tú mismo señalaste en la puerta de la casa ayer a la noche —continuó—, el teniente Minnoch ha estado siguiéndote desde el domingo. En el Jung Hotel comprobó que el sábado por la noche preguntaste por el camino al muelle de la Línea Grand Bayou. Tío Gilbert dijo que probablemente andabas en busca del capitán Josh Galway, y que algo en las pruebas indicaba eso, que tú debías de estar buscándole.
»Bueno, eso es exactamente lo que hiciste. El sábado por la noche, no encontrando al principio al capitán Josh a bordo del Bayou Queen, te sentaste a hablar con el comisario. Entonces apareció el capitán Josh, así que tú y él tuvisteis una conferencia muy a media voz. Después dijisteis que no habíais hablado de nada importante. Pero Minnoch no quiso conformarse con esa explicación, y tampoco mi tío. ¿De qué hablasteis tú y el capitán?
Saylor se levantó, imponente.
—Como el Fiscal de Distrito Bethune ha estado jugando al detective —comentó— ¡podría habérsele ocurrido a él que yo estaba jugando al detective, también!
—Sí que se le ocurrió a él, como ya te expliqué. Ahora no reduzcas tus respuestas a comentarios sibilinos como: «¡Oh!», y «¡Ah!». ¿Sobre qué asunto estuviste preguntándole al capitán Josh Galway?
Todavía de pie, Saylor los contempló con aire de franqueza persuasiva.
—¡Muy bien! —dijo—. ¡Muy bien! Nunca he tenido intención de tomaros el pelo ni de confundiros, o de hacerme el oráculo de Delfos; había decidido decir mi parte cuando llegara el momento. Y quería llegar poco a poco, eso es todo.
»Primero, sin embargo, olvidad esas tonterías que dije a bordo del vapor: escaleras asesinas, cuerpos en un escondrijo secreto, y demás estupideces. No eran más que juegos de mi imaginación, y no significaban nada. No esperaba realmente que hubiera un crimen, aún menos que corriera peligro alguno para Serena Hobart.
»Pero no fui muy inteligente, debo confesarlo. Hubo varias cosillas que yo debía haber observado la semana pasada. Y sin embargo ya habíamos llegado a Nueva Orleáns cuando súbitamente comprendí lo que significaban, lo que tenían que significar. ¿Nunca habéis tenido la impresión de que alguien de nuestro grupo, en el Bayou Queen se comportaba de manera bastante extraña?
Penny Lynn habló por primera vez en mucho rato.
—¡Oh, pero…! —comenzó con voz de protesta.
De frente a Jeff en la mesa, Penny llevaba la misma vestimenta —jersey de color naranja, falda de «tweed» castaño claro— que había usado después de su extraña reunión el martes de la semana anterior. También había otra similitud. En los giros de su mirada, en cada matiz de su expresión, Jeff podía sentir que volvía aquel modo ansiosamente receptivo que actuaba sobre él como una bebida fuerte. A través de la claraboya del techo, un errabundo rayo de sol, se reflejó en su cabello castaño dorado.
—¿Objetas algo, Penny? —preguntó—. Si es así, tienes pleno derecho a oponerte. De una persona tras otra hemos oído poco más que vagas charlas sobre alguien que se comportaba de forma culpable…
El índice de Saylor se alzó, amonestándole.
—Yo no he dicho «de forma culpable», ¡tenedlo presente! —corrigió Saylor—. Yo no he dicho «de forma culpable» ni mucho menos; yo he dicho «de forma extraña», y en eso insisto. Las cosas que vi, y que vosotros visteis también pero no observasteis al parecer, nada tienen que ver con que nadie sea culpable. Tampoco son cosas vagas; encajan entre sí. Yo no me tengo por un viejo sabueso, pero encajan entre sí y con eso empieza la explicación. Hasta pueden explicar por qué el capitán Josh, al llegar ese barco al muelle, pasó a grandes zancadas junto a Serena gimiendo: «¿Cuántos hay, oh Dios del cielo, cuántos hay?».
—Señor Saylor —preguntó Jeff—, ¿cómo sabe que el capitán Josh dijo eso? Usted no estaba allí cuando Serena le oyó decir eso.
—Alguien me lo dijo después, supongo. De todos modos…
—De todos modos —interrumpió Dave, golpeando sobre la mesa con el mango de un tenedor—, ¿qué importa y por qué discutimos? Alguien está detrás de todo esto; alguien es culpable; ese es el que buscamos. Nos has hecho venir aquí porque dijiste que tenías que decirnos algo muy importante, pero hasta ahora no hemos oído nada. ¿Para qué sirve la charla imaginativa, si es más prueba de inocencia que de culpabilidad?
Saylor se balanceó hacia atrás y hacia adelante sobre sus tacones.
—Ah —dijo en tono de sabiduría—, pero la conducta relativamente ingenua por parte de una persona puede conducir a alguien más, que es realmente culpable. Ahora yo debo corregirte a ti, Dave. Yo dije que podría tener algo muy importante que comunicar. En ese momento no podía ser más preciso; todavía no había puesto a prueba mis ideas con el Fiscal de Distrito Bethune. Pero las he comprobado y estoy seguro. En realidad, invitados y amigos, fue una sugerencia inocente, inocentemente lanzada, lo que me mostró la dirección hacia donde teníamos que mirar. ¿Queréis que os hable de eso?
—Bueno, al fin —casi aulló Dave—, puedes decirnos algo.
Quedaba poca gente almorzando todavía en el restaurante de Henri; tenían casi todo el enorme salón para ellos. Con tremenda lentitud, Saylor encendió un cigarrillo, sopló el humo, y miró con fijeza a cierta distancia.
—Si recuerdo con exactitud —dijo, dirigiéndose a todos—, fue hace hoy una semana, en la Sala Viejo Sur del Bayou Queen, cuando Dave nos contó que había hecho un viaje especial al norte para ver a Malcolm Townsend, el investigador de casas antiguas, y que éste le había prometido estar en Nueva Orleáns para ese fin de semana.
—Y aquí está —asintió Dave—. Le hemos visto.
—Ya lo sé; yo también. —Saylor acarició suavemente su, cigarrillo—. Hacia finales de enero, como es costumbre oí a Townsend dar una conferencia en Filadelfia. Cuando terminó, me presenté y nos dimos la mano. Así que le conozco de vista.
—¿Y…?
El anfitrión adoptó una actitud aún más presagiosa.
—El domingo por la noche, solo con mi alma y realmente sin saber qué hacer, decidí comer en el hotel St. Charles. En el comedor estaba Townsend, solo, comiendo y con un libro ante él.
»Yo había prometido no importunarte a ti ni a tu familia, Dave; puedes ser testigo de que he cumplido. Pero a pesar de todas las circunstancias trágicas (¡lo siento!), no había razones para que yo me sintiera obligado a no usar mi talento para sonsacar a alguien que pudiera tener alguna información. Así que me acerqué a él; le saludé; le recordé que nos conocíamos de antes. Y él muy cortésmente me invitó a sentarme.
—¿Y qué información obtuviste? —preguntó rápidamente Dave.
—Sobre la Mansión Delys o la familia Hobart, muy poca. El no ha encontrado ningún secreto, entiendo…
Resistiendo la tentación de intervenir con un: «No, no es él quien lo encontró», Jeff se maldijo y se quedó callado.
—En cuanto a lo que vosotros y yo llamaríamos significativo —prosiguió Saylor—, Townsend se mantuvo con la boca muy cerrada. Está protegiendo los intereses de los Hobart, Dave; él te aprecia; solamente se ha quedado aquí porque tú se lo pediste. Pero, sobre cualquier edificio que no sea la Mansión Delys, habla hasta por los codos. Tampoco las casas antiguas son su único hobby. Le entusiasma una afición secundaria, y quiere escribir un libro también, sólo que su editor le desalienta en cuanto a eso.
—¿Y cuál es esta otra afición? —preguntó Dave.
—Los disfraces.
—¿Los disfraces?
—Ciertas personas, jura Townsend, se pueden volver completamente irreconocibles utilizando todos esos perifollos de pelucas o maquillajes o barbas postizas. Cuando era joven dice que se interesó en el difunto Sir Herbert Tree, el actor, famoso incluso fuera del teatro por su habilidad en cambiar totalmente su apariencia y su personalidad.
»Yo mismo no lo podría hacer, me dijo Townsend. Probablemente usted no podría hacerlo tampoco. Pero he conocido a más de una persona que con los efectos más simples, más la habilidad de actuar, podría engañar a cualquiera salvo a un amigo íntimo. A veces con modificar simplemente su peinado, y con ponerse o sacarse las gafas, pueden realizar un cambio sorprendente. ¡Y entonces es cuando tuve mi gran idea!
—¿Sugieres, como tío Gilbert —preguntó Jeff—, que alguien en este asunto ha estado llevando una doble vida?
Saylor le miró fijamente.
—¿Y qué si yo sugiriera, Jeff, que el culpable es alguien a quien no hemos conocido todavía? ¿Cómo lo llamarías a eso?
—Francamente, lo llamaría un cuento policíaco terriblemente pobre.
—¿Quién está hablando de cuentos policiacos?
—Todos, y en especial mi tío.
Dave, enojado, no pudo estarse callado.
—Que la vida real copie o no los cuentos policiacos, Chuck, ¡este interminable monólogo tuyo no nos ha dicho maldita la cosa! ¿Todavía no te has demorado lo suficiente para la revelación? Si tienes algo importante que comunicar, ¿por qué no nos lo comunicas, simplemente?
—Eso es lo que quiero hacer, Dave, en cuanto hayamos participado del entretenimiento.
—¿Entretenimiento, por el amor de Dios?
Saylor aplastó su cigarrillo e hizo señas al camarero para que trajera la cuenta.
—Todo buen anfitrión, como sabéis, prepara un pequeño entretenimiento a los postres de una comida. Yo pensé que esto os pondría en el estado de ánimo adecuado (como una especie de «ablandamiento») para el inevitable final y culminación.
Dave se puso de pie de un salto.
—¿Por Jesucristo, hombre, crees que tenemos que ser «ablandados» para poder estar en disposición de escucharte a ti?
—¡Calma, Dave! ¡Cal-ma! ¡Nunca conocí a un tipo tan rápido para perder los estribos y saltar al techo! —Saylor contó el dinero sobre la mesa—. Quiero llevaros a un lugar tan cerca de aquí que casi podría tirar una piedra y darle desde la puerta del Henri; entonces entenderéis lo que quiero decir. ¿Listos?
—Estamos todos listos.
—Muy bien. Tú ven conmigo, Dave, con este viejo sabueso de guía; Jeff, tú síguenos con Penny. Por aquí, entonces, y ¡alegría para todos!
Desde el foyer del hotel, que estaba bastante oscuro, salieron a la estrecha calle Toulouse entre Bourbon y Royal, pero más cerca de la primera. El dorado resplandor del sol, así como la temperatura, que andaba por los veinticinco grados, derramaban el rubor de la tarde sobre las casas del Old Square en tonos pastel ahora más soñoliento que nunca.
Dave y Saylor iban delante. Jeff, siguiéndolos a corta distancia, con el brazo izquierdo de Penny rozándole el brazo derecho, observó que los que iban delante no caminaron mucho. Pocos pasos los llevaron a la calle Bourbon, donde doblaron a la derecha por la acera sur. Siguiendo el mismo camino, instintivamente Jeff echó un vistazo hacia atrás por encima del hombro.
Penny, Dave y él habían venido de la Mansión Delys en dos automóviles. Penny, en el Hudson de su familia, llevó a Jeff; Dave condujo el Stutz. A pesar de que a Penny no le gustaba conducir por el Vieux Carré, había sido cómodo dejar ambos coches en el aparcamiento que ahora ocupaba el lugar del demolido hotel St. Louis, allí cerca.
Pero Jeff, al conducir a Penny hacia la derecha por la calle Bourbon, no se preocupaba de los automóviles. Miraba a Penny; sus ojos se encontraron; instantáneamente ambos miraron a otra parte. Pero sus brazos todavía rozaban. Había crecido tanto entre ellos el sentido de la comunicación, hasta de la intimidad, que les causaba una cierta turbación.
A él le hubiera gustado llevarla a algún jardín romántico, en la tibieza y el secreto, donde él pudiera hablarle de sus pensamientos. Penny, él lo sabía, pensaba lo mismo. En cambio, la estaba llevando… ¿a dónde?
Saylor y Dave habían recorrido sólo una corta distancia cuando Saylor se detuvo, irguiéndose como un director de circo.
—¡Atención! —exclamó.
—¿Atención a qué? —preguntó Dave, deteniéndose también.
—¡Aquí estamos! —dijo el otro—. A su derecha, señoras y señores, el lado sur de la no tan majestuosa calle Bourbon, ¡contemplen la verdadera majestuosidad!
—¿Qué majestuosidad? ¿Y es este el entretenimiento?
—Lo es, como pronto podréis comprobar.
—Bueno, ¿qué es? —preguntó Dave—. ¡Suponiendo que haya algo majestuoso en una tienda de dulces!…
—No es la tienda de dulces, ¡maldita sea! Es más allá; a continuación. Esa noble fachada, más alta que las demás casas de los alrededores, con el letrero eléctrico que no está encendido durante el día;; Miradlo, ¿no podéis? No os quedéis ahí de pie atontados; ¡miradlo!
Todos lo miraron.
La fachada cuadrada, sin duda de ladrillo revocado de blanco, se alzaba algo más de dos pisos. No había escaparates. En lugar de ellos, sobre las amplias puertas dobles de color verde, con el anuncio «ENTRADA» en letras de oro, la fachada estaba pintada de manera realista para representar el horizonte de una ciudad sobre varias colinas, con hermosos edificios dominados por una estructura imponente con una cúpula dorada.
Saylor señaló al letrero luminoso apagado, que decía: SAN FRANCISCO.
—Se ha dicho —proclamó— que en los Estados Unidos de Norteamérica existen solamente tres ciudades «históricas» que atraen a la imaginación: Nueva York, Nueva Orleáns y San Francisco. Mediante una natural transición pasamos de la segunda a la tercera. Si la señora quiere precedernos empujando para abrir la puerta doble de la derecha…
Penny miró a Jeff.
—¿Hago lo que me dice?
—Sí; ¿por qué no? Por primera vez, en nuestras correrías por Old Square —le recordó—, entramos en un edificio del lado sur de la calle. El Zapatito de Cenicienta, el Bohemian Cigar Divan; todos estaban en el lado norte, sea de Bourbon o de Royal. No podemos estar lejos del señor Everard en este momento.
Penny pasó al interior.
Jeff, Dave y Saylor siguieron en fila india hasta el foyer, amplio, aunque no muy profundo, de suave iluminación. En la cabina de cristales, contra la pared de la izquierda, estaba sentada una decorativa cajera vestida con cierto indefinible estilo antiguo.
La pared del fondo había sido pintada y decorada para representar la planta baja, junto con una parte del piso superior, de una casa de piedra arenisca rojiza imponente, como una residencia de gente muy próspera. Aunque la puerta de esa casa era practicable, un segundo vistazo mostraba que las ventanas a cada lado eran imitaciones de pintura y carpintería. La suave luz podía interpretarse como el resplandor de los faroles de la calle. Junto a la puerta de la casa había un hombre con uniforme de opereta, que recogía las entradas. A lo lejos, Jeff creyó oír el resonar de un carro sobre el empedrado.
Saylor hizo gestos hacia la taquilla.
—¡Que nadie se acerque a la taquilla! —ordenó—. Ya está todo arreglado y pagado. Por lo general, cuando un grupo circula por esta exhibición, va acompañado de un cicerone que la describe. En esta ocasión, mis buenos amigos, yo hago de cicerone.
—Ojalá resulte buena esta función, sea lo que fuere —gruñó Dave, echando una mirada sin cumplidos a su anfitrión—. No parecerías más feliz si fueras Kublai Khan mostrando Xanadú a los visitantes de Elks, así que ojalá que esta función sea buena.
—No habrá motivo de queja —le aseguró Saylor—. Os he prometido un entretenimiento, ¿no?
»Mi nombre —prosiguió con voz retumbante—, es Meldrum, Barnabas T. Meldrum. Soy un afortunado corredor de bolsa que vive en la avenida Van Ness. Ante ustedes está mi casa, y ustedes tres son mis huéspedes. Hemos pasado una noche divertida en la licenciosa San Francisco; ya viene la aurora: les traigo aquí para tomar la copa final antes de separarnos.
Haciendo una señal con la cabeza al uniformado portero, que le contestó de la misma manera, Saylor se inclinó al pasar junto a él e hizo girar el picaporte de la puerta delantera.
—Al vestíbulo de abajo, por favor, donde ha quedado encendida una luz para nuestro regreso.
Entonces Saylor cerró la puerta detrás de ellos.
Se hallaban en una muy pasable reconstrucción del vestíbulo así descrito, con un piso que representaba baldosas cuadradas de mármol blanco y negro, y una maciza escalera del fondo. Todo el lugar estaba tan en sombras, por el escaso resplandor de una lámpara lejana, que Jeff solamente pudo distinguir la silueta de los muebles, que parecían pasados de moda sin ser antiguos: le recordaron los muebles de la casa en que había nacido.
—Una cordial bienvenida, mis buenos amigos —continuó esa voz de escenario—, ¡a la casa de Barnabas T. Meldrum! Si quieren pasar, y suben esos escalones…
—¡Un momento, Barnabas T. Meldrum! —interrumpió Jeff, con algo más que el despertar de una idea—. Usted ha dicho: la «licenciosa» San Francisco, ¿verdad? Si nos hemos divertido esta noche, ¿qué fecha es?
—Eso, señor, pronto lo sabrá. Suban la escalera, por favor, o me tacharán de falta de hospitalidad.
La escalera, si bien algo gastada por el uso, al menos parecía sólida. Dave subió primero, luego Jeff con Penny a su izquierda, y Saylor cerrando la marcha.
—Si hiciera mucho esfuerzo —aventuró Jeff—, creo que podría adivinar la fecha. Probablemente no importa, pero… podrías quedarte junto a mí, Penny.
—¿Necesitas pedírmelo? —murmuró ella, tomándose de su brazo—. ¡Aquí estoy!
—Se construye bien en esta ciudad —declaró el seudo Barnabas T. Meldrum—, y especialmente aquí en la avenida Van Ness. Construyen para hoy y para el futuro también. —De pronto abandonó sus actitudes teatrales—. Esto podría ser realmente una casa particular, ¿verdad? —preguntó en tono normal—. La ilusión es perfecta.
La ilusión no podía llamarse perfecta, pues no encontraron ni un hall ni un descanso en la parte superior de la escalera. En cambio, entraron directamente por un arco de una habitación rectangular donde casi se había obtenido la ilusión de realidad.
Por dos amplias ventanas del lado opuesto, que tenían toda la apariencia de ser auténticas, se filtraba una luz rosa azulada, qué evidentemente representaba la aurora. Ese tímido resplandor iluminaba el pesado mobiliario, el empapelado de las paredes con un diseño de repollos multicolores, y una araña de larga cadena.
—Esta sala —proclamó Barnabas T. Meldrum—, se utiliza como despacho, aparte de las oficinas generales. Observen el telégrafo para las cotizaciones de la bolsa en ese rincón, la pesada mesa-escritorio, la ausencia de adornos y cosas inútiles. En cuanto a nuestra vista desde las ventanas…
Se dirigió a la ventana de la izquierda, cuyas cortinas no habían sido cerradas, y se detuvo a mirar hacia fuera.
—Yo no he estado jamás en San Francisco —dijo Saylor, abandonando nuevamente su papel de Meldrum—, así que no puedo garantizar la exactitud de la topografía. Pero la gente que construyó este dispositivo ha cuidado muchísimo los efectos de la perspectiva, los efectos de luz y sonido, los modelos que funcionan como ilusiones ópticas. ¡Mirad allí!
Los otros le rodearon.
—Se supone que estamos en un lugar bastante alto, mirando los techos. Allá abajo (más o menos al este) está la bahía de San Francisco, con la parte baja de Market Street y la espiral del edificio Ferry. Más cerca, aunque todavía a bastante distancia, está la cúpula dorada de la Municipalidad. Podéis ver qué el humo brotá de algunas chimeneas; podéis oír los vagones qué pasan. Y, en la zona llamada el Sur de la Ranura…
En esto, se volvió, dirigiéndose a Jeff.
—Tú querías saber la fecha, ¿no? ¡Muy bien! Mira la pared de enfrente.
Jeff siguió con la vista lo que su dedo señalaba. La pared de enfrente, además de la puerta por la que habían entrado, tenía otra puerta cerrada. A un lado de esta puerta había un reloj de pared que a primera vista parecía un reloj de verdad. Al otro lado colgaba un gran calendario con hojas desprendibles y la hoja que estaba a la vista mostraba la fecha de martes, 17 de abril de 1906.
—¿Comprendes? —Saylor miró de soslayo.
—Creo que sí —dijo Jeff—. Es todavía demasiado temprano para que nadie haya cambiado la fecha del calendario. En realidad es miércoles 18 de abril.
—En cuanto a la hora, como ves por el reloj, son las 5 y 12 de la madrugada. ¿Y? ¿Qué pasó doce minutos después de las cinco de la mañana en esa fecha? ¿También lo comprendes?
—Sí, indudablemente —le dijo Jeff—. Parece que estamos justo en la hora del terremoto de San Francisco.
Y entonces empezó todo.