Durante la larga pausa que siguió, Jeff pudo oír a lo lejos un leve retumbar en el cielo. Sin duda una breve tormenta de truenos, tan típica de este clima inseguro, se preparaba allí, acercándose a la ciudad. Jeff contemplaba el rincón donde había estado la caja fuerte del comodoro Hobart.
—Hay que reconocer —aventuró—, que el comodoro era un viejo intrigante más hábil de lo que nadie esperaba. En cualquier parte que viviera, podía llevarse su tesoro con él sin que nadie hiciera preguntas. La razón de tener una caja fuerte en el despacho de cualquier hombre parece evidente; no la tenemos que explicar, ni tampoco tiene que hacerlo el propietario. ¿Cuándo caíste en la cuenta del truco, tío Gilbert?
—No hace mucho —el tío Gilbert se mostró apesadumbrado—, y quizá debiera disculparme. Si hubiera aplicado mi poco talento a este problema del oro tan pronto como me enteré de que nuestra familia Hobart controlaba la Metalúrgica Vulcan, en lugar de archivarlo para futuros estudios como hace la falible humanidad…
—«Poco» talento, ¿eh? —exclamó el teniente Minnoch, clavándole los ojos—. ¿«Poco» talento, por San Pedro? Cualquiera que diga que eso es poco talento, señor, ¡tiene alguna gotera en su propio juicio, para empezar!
—Y sin embargo debe quedar en claro: si yo hubiera actuado más pronto, Serena Hobart todavía podría estar viva. Te das cuenta, ¿verdad?
—Francamente, tío Gilbert —contestó Jeff—, no creo que ninguno de nosotros vea nada de eso. Encontrar el oro, como tú decías, es solamente la mitad de nuestro problema, la mitad inocente. Para tener todas las respuestas, para explicar la mitad que puede ser cualquier cosa menos inocente, debemos saber quién mató a Serena y de qué forma llegó el asesino hasta ella. ¿Tú dices que puedes explicar eso también?
—Creo que sí; espero que sí.
—¿Fue hecho, por ejemplo, con otro ingenioso truco como el de la caja de oro?
—Por un truco de muy parecida especie, por lo menos.
—¿Qué derivó su inspiración de la misma fuente?
Gilbert Bethune contempló su cigarro.
—Si preguntas si el comodoro Hobart, difunto hace tanto tiempo, tuvo algo que ver con la muerte de su nieta, aun en el sentido de inspirar a la persona que la mató, mi respuesta es un «No» rotundo. Por otra parte…
—Como hombre práctico, señor —dijo el teniente Minnoch—, tengo que hacerle una pregunta. Quienquiera que sea el asesino, y en cualquier forma que lo haya hecho (si no me lo quiere decir, muy bien; no me lo diga) ¿qué demonios hacemos ahora?
—Como hombre práctico, teniente, le contesto que hacemos planes para atrapar al asesino. Alguien, ante nuestros propios ojos, ha llevado una doble vida. Ya, con otra llamada telefónica más, he recibido cierta información que deseaba. Cierta actividad, como yo sospechaba, se practica en otoño, invierno y comienzos de primavera, pero nunca en verano. Finalmente, si podemos conseguir el consejo de expertos que yo espero, habrán terminado para mañana a esta hora. Entre tanto, teniente, ¿puedo persuadirle de algún modo de mi creencia de que Dave Hobart es completamente inocente?
—No me resulta fácil, señor Bethune; admito que no me resulta fácil. Estaba bien seguro de que ese joven era más culpable que Belcebú. Salí a buscar pruebas en su contra, y pensaba que lo había conseguido. ¡Y sin embargo! Usted acaba de probar su afirmación sobre la caja del viejo comodoro; usted ha acertado antes de esto y acepto también. Si usted dice que Dave no está mezclado en este feo asunto, es suficiente para mí.
—¡Bueno! —sonrió ampliamente el tío Gilbert—. Dave está ahora en la casa, recuerde; arriba en su cuarto, creo. Cuando Jeff le vio ayer por la mañana, si no recuerdo mal, dijo que no había sido enteramente franco con nosotros. Pero Dave prometió ser franco. Si ahora intercambio unas palabras con él, quizá pueda aclarar uno o dos puntos todavía dudosos. Cuando usted lo vea, teniente, ¿será discreto? ¿No le hará saber que tenía tan fuertes sospechas de incesto, asesinato, ni ninguna otra cosa?
Minnoch, exhalando un hondo suspiro, se golpeó las mangas de la chaqueta, como desechando todo cuidado.
—No soy ningún tonto, señor, pero puedo hacerme el burro como los mejores. A veces pienso que podría haber ido al teatro y tener éxito; ¡créame! En cuanto a Dave Hobart, si no es culpable, entonces está bien. Una vez que traigan esa carga de oro de vuelta, y supongo que usted se asegurará de que lo devuelvan…
—¡Oh, sí!; ya me he asegurado de eso.
—Entonces, casi seguro que se encontrará en buen estado y tendrá que agradecérselo a usted. ¡Ha hecho una fortuna, en definitiva!
Una vez más el tío Gilbert se volvió y se dirigió hacia la biblioteca con los otros dos detrás. Nuevamente habló por encima del hombro mientras atravesaba las salas intermedias.
—La cuestión, por supuesto, es si Dave admitirá —o puede admitir— que está en posesión del tesoro de su abuelo. Ese oro fue sacado ilegalmente de territorio británico sin declararlo a las autoridades legítimas. En una fecha tan lejana las autoridades británicas, o las de cualquier país, tendrían un trabajo difícil de probar que el oro fundido en los Ambrogian Reefs fue convertido en la caja fuerte de oro que estaba en el despacho del comodoro Hobart. Produciría muchas jaquecas legales que afortunadamente no conciernen ni a la policía ni a mi propia jurisdicción.
»Un asesino muy depravado, conociendo la debilidad del corazón del propio Dave, pensó que un golpe con una cachiporra le mataría. No necesitamos preocuparnos por la falta de huellas dactilares en el arma; ese alguien tomó la simple precaución de usar guantes. Nuestra propia tarea, si estamos de acuerdo en la inocencia de Dave, es aseguramos de que el mismo asesino no haga un nuevo intento. El motivo de estos crímenes…
Al llegar a la biblioteca, el tío Gilbert se detuvo sólo el tiempo suficiente para apagar su cigarro en el cenicero que estaba sobre la mesa. Entonces se dirigió a la puerta del salón más pequeño, todavía cerrada como Cato la había dejado al salir, Gilbert Bethune acababa de abrirla cuando Jeff dijo:
—¡Sí, el motivo! Alguien mató a Serena y trató de matar a Dave. Pero ¿cuál es el motivo posible? Los únicos que nos beneficiaríamos matando a Dave y a Serena somos o yo mismo, definitivamente no culpable, o un pacífico clérigo de Boston ya muy rico por su cuenta. El motivo no puede ser el lucro, ¿verdad?
—Eso parecería muy improbable, convengamos. Y sin embargó, si examinamos las pruebas con cuidado, podemos ver vestigios de cierto motivo distinto del lucro financiero.
—Tío Gilbert, hay una pregunta justa que tú has eludido completamente. En tu opinión, ¿fue asesinada Serena por el amante secreto que tanto Dave como Penny piensan que ella tenía?
—En mi opinión, sí.
—Entonces ¿tú sugieres que hubo cierto motivo personal o emocional? ¿Que Serena se cansó del amante, o que el amante se cansó de Serena, y en cualquiera de los casos él decidió librarse de ella? Si es así, ¿por qué tratar de matar a Dave?
—¡Tchit! —el tío Gilbert hizo chasquear la lengua—. No digo que se trate de ningún motivo personal ni emocional de esos que tú dices. Cierta persona que todos conocemos codicia evidentemente algo que podría obtenerse solamente después de dos muertes. Como verás, Jeff…
Una corta llamada del timbre de la puerta exterior fue seguido de otra más prolongada que pareció hacer sonar una alarma por toda la casa. Gilbert Bethune, con su mano en el picaporte de la puerta abierta del saloncito, Salió de los pensamientos que mantenían ocupada su mente.
—Ese timbre, ya lo noté antes —dijo—, tiene un sonido muy penetrante. Me pregunto, ¿cómo funciona?
La voz de Dave Hobart le contestó desde el vestíbulo más alejado. Se podían oír pasos que bajaban por la escalera principal. Dave, completamente vestido, todavía algo pálido pero con mucho de su antigua fanfarronería, se volvió para encararse con ellos al entrar en tropel tío Gilbert, Jeff y el teniente Minnoch por el vestíbulo, donde todas las luces estaban ahora encendidas.
—El timbre de la puerta, como siempre —contestó Dave—, funciona mediante tres pilas secas corrientes que Cato reemplaza cuando se hace necesario. —Hizo un gesto a ese fiel servidor, que se dirigía hacia la puerta delantera—. ¡Un momento, noble romano! Yo atenderé al visitante.
Cató retrocedió. Dave fue hasta la puerta y la abrió de par en par de manera bastante dramática.
Un relámpago resplandeció contra el oscuro paisaje; el trueno rodó a lo lejos, bajo, por el cielo. En el camino de entrada brillaban los faros delanteros de un taxi. Pero afuera no estaba nadie más alarmante que el señor Charles Saylor, corpulento, desaliñando y con su pelo amarillo, en otro traje de golf.
—Chuck Saylor, ¿eh? —lo saludó Dave—. Así que eres tú por fin, ¿verdad?
—¡Mira, Dave! —comenzó el otro, inseguro, pero decidido—. Me he mantenido lejos, lo sabes; no me he acercado por aquí hasta ahora, ¿verdad? Este horrible asunto de Serena, me tiene tan turbado… tanto como debe tenerte a ti. ¿Te molesta que entre y te diga cuánto lo siento?
Dave vaciló. Tranquilo y cortés nuevamente, el tío Gilbert se acercó hasta ponérsele al lado.
—Si no te molestá, Dave —dijo—, en este momento la ley reclama tu primera atención. Tu huésped, aquí…
—Chuck —barbotó Dave—, este es el señor Bethune, tío de Jeff Caldwell. También es Fiscal de Distrito, así que ten cuidado. El señor Saylor, señor Bethune.
—Aquí está el mismísimo Jeff —gritó Saylor—, y a menos que estos ojos me engañen, el teniente de policía que ya me siguió la pista. No quería verme a mí, ¿verdad?
—En realidad, señor Saylor, sí queremos —le aseguró el tío Gilbert—. Pensamos que usted puede ayudamos bastante. En esta ocasión, sin embargo, nuestro asunto atañe solamente a Dave. ¿Podría arreglar las cosas para visitarme en mi despacho mañana por la mañana? ¿Digamos a las diez en punto? Me encontrará en la Municipalidad, que está…
—Oh, ya sé dónde está. ¡Sí, estaré allí!
Los modales de Saylor se volvieron de pronto malhumorados y quisquillosos, como si le fuera a dar un berrinche. Y dio media vuelta y se dirigió al taxi que esperaba.
—¡Espera, Johnny! —le gritó al conductor—. Aquí nadie parece que me quiere tener cerca, así que puedes llevarme de vuelta a la ciudad.
Cuando se hubo marchado, y cerraron la puerta, Dave se volvió hacia el tío Gilbert.
—En verdad, señor, ¿realmente tiene algo que hablar conmigo? Lo ha dicho como si se tratara de una conferencia importante.
—Es una conferencia importante, Dave, en más de un sentido. Tengo buenas noticias para ti. Y tú, espero, tendrás noticias esclarecedoras para mí. Vamos.
Tomando a Dave del brazo, condujo al aprensivo joven al saloncito, con Jeff y Minnoch todavía tras ellos. Cuando llegaron a la biblioteca, el tío Gilbert habló mordazmente a los dos últimos.
—Traten de ocuparse ustedes aquí durante los próximos quince o veinte minutos —aconsejó—. Es mejor, creo yo, que hable con Dave a solas en el despacho.
—¿Como el director de la escuela —sugirió Dave—, con un alumno de sexto grado que se ha portado mal?
—Ya eres un poco mayor para sexto grado, Dave, y quisiera que te hubieras portado a la altura de tu edad. Pero tus pecados son perdonables; trataré de no ser demasiado severo. Sígueme, por favor.
Cruzaron la sala de billar y la de armas, hasta el despacho, donde Gilbert Bethune cerró la puerta.
Harry Minnoch y Jeff Caldwell, que no tenían absolutamente nada que decirse, ni siquiera trataron de entablar conversación. El teniente, meditabundo, se sentó en el borde de la mesa de la biblioteca y musitaba consigo mismo. Jeff recorrió los estantes, tomando un volumen raro o dos al azar. Pero The Art of Heraldry no retuvo su interés; tampoco Sermons from a Sussex Parish; los volvió a poner en su lugar.
Pocas palabras comprensibles se podían oír en el murmullo de voces detrás de la puerta del despacho. Una vez, al proferir Dave una exclamación, Jeff descifró sílabas audibles. Pero como estas sílabas consistían solamente en una palabrota dicha con toda el alma; es poco lo que pudo inferir de eso. La conferencia parecía prolongarse mucho tiempo. Había transcurrido mucho más de quince o veinte minutos, decidió Jeff, cuando el tío Gilbert volvió solo con aspecto satisfecho.
—¿Y bien? —le preguntó Jeff—. Tus deducciones eran correctas, ¿verdad?
—Casi eran más exactas de lo que cabía esperar.
—¿Y qué pasa con Dave?
—Dave quiere que le dejemos solo un rato, para poder pensar. En resumidas cuentas, tiene muchas cosas en que pensar.
—¿Le has dicho que has encontrado el oro?
—Sí, por supuesto. Ese es el punto que él quiere tener más en consideración. Si todavía no puede tomar una decisión al respecto, es difícil culparle. En cuanto a nosotros —tío Gilbert consultó el reloj—, son más de las siete y es tiempo que hagamos un paréntesis para comer. Antes que demos por finalizadas nuestras actuaciones, sin embargo, me gustaría mostrarles algo que no les enseñé cuando el sábado por la noche ya se había convertido en el domingo por la mañana. ¿Están listos?
Haciéndoles pasar delante, les llevó hasta el vestíbulo principal, subieron por la escalera, y por el vestíbulo del piso alto hasta el cuarto de Serena, en la parte delantera de la casa.
Aquí encendió varias lámparas. El cuarto había sido completamente ordenado: los muebles acomodados otra vez, las ropas guardadas. No quedaba sobre ninguna superficie rastro alguno de polvo para revelar huellas dactilares. Salvo la puerta dañada, tenía el aspecto de lo que debía haber parecido en cualquier momento, antes de estallar la violencia.
El tío Gilbert examinó los resultados.
—En este cuarto, en la primera noche que lo examinamos, les planteé muchos interrogantes. Entre otras cosas, les pregunté qué estaba haciendo Serena aquí y por qué puso cerrojo a la puerta. Finalmente, al salir, les pregunté en qué forma se parecía la muerte de Serena a la de Thad Peters hace casi diecisiete años. Interpreten correctamente la prueba que les voy a mostrar, y tendrán una respuesta colectiva a todos esos interrogantes de una sola vez.
Como si caminara sobre un alambre de nervios, el Fiscal de Distrito fue hasta el profundo armario empotrado en la pared sudoeste junto al baño. Abrió la puerta del armario.
Una vez más, al penetrar la luz en el armario, Jeff pudo ver el despliegue de vestidos, faldas y chaquetas colgando de las perchas a cada lado. Más a mano, a la izquierda, alcanzó a ver la bata de seda acolchada azul oscuro que, cuando el tío Gilbert se la había mostrado, estaba manchada de polvo en la manga derecha y en la espalda. Lo más próximo hacia la derecha, podía ver el batín de seda negra bordado en oro, manchado en forma muy parecida. Del piso, a la izquierda, se alzaba una columna de cajones cerrados. A la izquierda se alineaba una fila de zapatos y zapatillas.
—¡Pero…! —comenzó Jeff, pero se contuvo.
—Hubo desacuerdo entre los testigos, recuerden —señaló el tío Gilbert—, sobre qué era lo que Serena llevaba sobre su pijama. Dave Hobart e Isaac, el chófer, dijeron que era una bata, de azul tan oscuro que casi parecía negro. Cato, por otra parte, dijo que era batín. Yo les hice observar a ustedes que podía haber sido cualquiera de las dos prendas. «O si no…» agregué, paralizando la sugerencia que se me había ocurrido. Lo que quise decir era que, por razones evidentes, probablemente no era ninguna de las dos.
—¿Razones evidentes? —repitió sin expresión el teniente Minnoch.
—Sí, muy evidentes. Vea ahora lo que realmente llevaba.
Gilbert Bethune, encogiendo los hombros, entró al armario, se inclinó y abrió de un tirón la bandeja inferior de la columna de la derecha. De este cajón extrajo, y lo sostuvo para que lo vieran sus acompañantes, una chaqueta de mujer de lana negra, arrugada y con muchas manchas de polvo. Del bolsillo izquierdo de esa chaqueta, donde habían sido metidos apresuradamente, retiró un par de guantes de algodón de color castaño, también manchados de polvo.
—¿Y bien? —preguntó el tío Gilbert.
La tormenta que amenazaba se había acercado bastante. Aunque las hojas de las ventanas ya estaban cerradas, podían oír el viento que se convertía en un rugido y el tronar que seguía al resplandor del relámpago.
El teniente Minnoch, como si estuviera en parte fuera de juicio, solamente podía señalar el jersey que el tío Gilbert sostenía todavía en alto.
—Eso es lo que ella llevaba, ¿verdad?
—Sí, Harry. Dave Hobart admite ahora que sí. Porque comenzó a tener una visión de lo que ella perseguía el sábado por la noche. Y, aunque no pudo suponer los detalles, le asustó tanto que para ocultarlo todo escondió el jersey en ese cajón y mintió sobre lo que ella había usado.
Volviendo a colocar los guantes en el bolsillo del jersey, el tío Gilbert lo volvió a colocar en el cajón, y salió del armario para unirse a ellos.
—¡Vea, señor! —dijo desesperado Minnoch—. ¿Usted quiere decir que ella llevaba guantes y jersey? Y, cuando Dave le quitó el jersey, ¿le quitó también los guantes y los puso en el bolsillo?
—No, nada de eso —contestó el tío Gilbert con gran claridad—. Serena misma se había quitado los guantes antes de eso. Por favor, no me pregunten cómo sé eso; la razón debe ser evidente.
Mostrando ahora su rostro mefistofélico más complacido que perverso, Gilbert Bethune se irguió.
—¡Bien! —agregó—. Ya han visto la chaqueta de punto y los guantes; han observado su estado. ¿Alguno de ustedes, como Dave, empieza a tener alguna noción de lo que Serena debió de estar haciendo? Si no me pueden contestar, ¿tienen preguntas que hacer? ¿Harry?
—Creo que yo paso, señor.
—¿Jeff?
—Yo tengo dos preguntas, tío Gilbert —le dijo Jeff—. Una de ellas es tan pertinente que tú probablemente me burlarás con más indicios enigmáticos. La otra pregunta, que trata del único aspecto de este asunto que creo entender, parece a primera vista tan fuera de lugar y sin sentido que dudo en hacerla.
—¡Por todos los santos y pecadores —tronó el tío Gilbert—, no te desanimes ni te dejes apartar de tu camino por ninguna aparente incongruencia! A ver esas dos preguntas, si quieres. Y comienza con la que aparentemente no tiene importancia, que es un enfoque de los que más me gustan.
—Sí; nadie puede negar eso. Pero, como he estado fuera de esta ciudad durante ocho años, me veo obligado a preguntar. ¿Es el viejo John Everard, el cigarrero filósofo de Royal Street 701b, un personaje muy conocido en Nueva Orleáns?
Tío Gilbert hizo un gesto airoso.
—Sí, Jeff. Para quienes están orgullosos de sus conocimientos literarios, por lo menos, se ha convertido en un personaje conocido de verdad. John Everard es el que todo lo pregunta, es el que se entremete en los problemas raros, siempre activo con su lengua o con su pluma. Si hubiera recordado eso desde el principio, en lugar de que me distrajeran asuntos ajenos, me habría ahorrado muchas preguntas innecesarias. ¡Ahora bien! ¿Cuál es tu pregunta muy pertinente?
—Siempre sugieres —la contestó Jeff— que hay pruebas de todo por todas partes. Dices de manera tajante que el amante secreto de Serena también es su asesino. ¡Lo que me ha estado volviendo loco es la identidad de este amante secreto! —Ahora era Jeff quien blandía el puño—. Si existen pruebas de la identidad del amante secreto, ¿quién proporcionó esas pruebas?
—La misma Serena.
—¿Serena?
—Oh, indudablemente. Jeff, ¿cómo tomas tú el té?
—¿Qué?
—Cuando te ofrecen té, ¿cómo lo bebes? ¿Con leche y azúcar; o con limón?
—Con un poco de leche y sin azúcar, y nunca con limón. ¿No té lo he dicho, tío Gilbert? ¿Volvemos nuevamente a los indicios enigmáticos?
—No es un indicio, ni enigmático ni de los otros; es la pista que te lo debe indicar. Si dejaras de vilipendiar a tu santo tío y pensaras por un momento en el pasado, seguro que verías la relación.
—Bien, yo no la veo. ¿Quién es este amante desconocido? —aulló Jeff—. ¿Quién es, en nombre de Satanás? Serena, tan segura de sí misma, perdió el corazón y la cabeza, ¿verdad? ¿Los perdió por un hijo de… que se ha escondido detrás de la escena todo el tiempo?
—Un bastardo, diríamos en el sentido vulgar del término, sin duda. Pero no desconocido, Jeff, y ciertamente no oculto detrás de la escena. La persona en cuestión…
Jeff experimentó una especie de trance psíquico.
—Tengo el presentimiento, acertado o no —dijo—, de que todavía no hemos terminado con las cosas desagradables. Hay una emboscada futura; algo maldito se oculta en ella. Es posible que estés esperando para saltar sobre tu presa, tío Gilbert, pero también lo está el enemigo. Cuando muestre su mano…
Todas las ventanas se pusieron blancas con el relámpago; el trueno estalló con dureza y cerca; todavía no se desataba la tormenta. Como la puerta rota todavía tambaleaba, como borracha, oyeron el claro sonar del timbre de la puerta.
Pasos, demasiado ligeros para ser los de Cato, corrían sobre la piedra hacia la puerta de la entrada. Hubo una ráfaga de viento al abrirse la puerta.
—¡Penny! —exclamó la voz de Dave Hobart, instintivamente elevada.
Una voz femenina de tono bajo dijo algo que no se pudo distinguir. La respuesta de Dave tampoco se pudo distinguir hasta que él levantó la voz nuevamente.
—Sí, está aquí. ¡Cato!
—¡Señó!
—Todos están arriba en el cuarto de Serena, probablemente. ¿Quieres pedirle al señor Jeff que baje para ver a una amiga de él?
Jeff no esperó más.
Rápidamente, pasando por el vestíbulo superior, se dirigió al comienzo de la escalera. Cato, en camino hacia arriba, le vio descender y se volvió. La voz de Dave continuaba sonando.
—¿Qué quieres decir con eso de que no puedes pasar? ¡Entra, Penny! ¡Entra y quítate ese impermeable!
Penny, con un impermeable amarillo de capuchón; estaba entrando por el lado izquierdo de la puerta que estaba abierta de par en par. Dave, con la mano izquierda extendida, había girado en esa dirección y estaba de pie, casi de perfil, contra la tormentosa noche de fuera.
Un fogonazo que partía de esa tormentosa noche fue seguido por lo que solamente podía ser el estampido de un arma de fuego. Dos fogonazos más, dos estampidos apagados más, partieron de algún sitió al llegar Jeff al pie de la escalera.
Dave no había retrocedido; ni siquiera trató de cerrar la puerta. El resplandor del relámpago iluminó brevemente la terraza y el camino. El enorme estruendo del trueno, al estallar sobre la Mansión Delys, se propagó en ecos retumbantes por el cielo. Cuando ese cielo se abrió y comenzó la lluvia, el teniente Harry Minnoch alcanzó a Jeff y salió el diluvio, gritándole órdenes a alguien.
Penny Lynn se encogió y se hizo a un lado. Dave Hobart cerró la puerta de la entrada. Jeff Caldwell se quedó de pie mirando con fijeza el orificio hecho por tres balas que, errándole a Dave por centímetros, se habían alojado en la columna en que terminaba la barandilla, a la derecha de Jeff.
—¡Bueno, bueno! —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. Parece que por una vez mi profecía ha resultado acertada.