Interrumpiéndose, el teniente Minnoch miró fijamente al Fiscal de Distrito.
—¿Algún comentario, señor?
—No antes de haber oído lo que usted llama una prueba verdadera —dijo el tío Gilbert, echándose atrás en su silla—. El campo es suyo, amigo mío. ¿Por qué no se sienta y se pone cómodo?
—Si no le molesta, señor Bethune, me quedaré de pie. Y haré lo que usted siempre hace; abordaré la cuestión punto por punto. —El teniente inclinó la cabeza hacia Jeff—. El pasado jueves por la noche, en ese viaje por el río, su sobrino me preguntó insistentemente por qué me tomaba tanto interés por su grupo, especialmente por Dave Hobart y su hermana. ¿Sospechaba yo que alguno, me preguntó su sobrino, estuviera implicado en un crimen?
—¿Y usted qué contestó?
—Yo contesté, señor, que no había dicho que sospechara que nadie hubiera hecho nada; por lo menos, hice la salvedad, de nada que llevara a nadie al tribunal. En ese momento, señor Bethune, era la pura verdad.
—¿Pero sospechaba algo?
—Sí señor, sospechaba. Ya habíamos puesto nuestra atención en esta casa, y en la familia Hobart, por esa carta anónima sobre el cuello roto de Thaddeus Peters en 1910. Por accidente, vea usted, Fred Bull y yo fuimos a parar al mismo barco que los dos Hobart. De ese modo me fijé en cualquiera con ese apellido, y en sus amigos también.
—¿No sugiere…?
—No, señor. Me puede faltar sutileza, pero no soy un imbécil. Nunca he sugerido, ni se me ha ocurrido pensar, que Dave Hobart o su hermana pudieran haber tenido nada que ver con una muerte que ocurrió hace diecisiete años, cuando ambos eran niños.
»Pero hubo algo muy extraño, y sospechoso también, en esa situación del vapor. Tomemos a Dave Hobart, tomemos lo que dijo, y pondré a su sobrino por testigo. ¿Le parece justo, señor Caldwell?
—Bastante justo, supongo —admitió Jeff.
El teniente Minnoch se dirigió nuevamente al tío Gilbert.
—Dave se introdujo secretamente en ese barco en Cincinnati, y persuadió al capitán Josh Galway para que guardara silencio sobre eso. Pero pronto cambió de idea con respecto a esconderse, o fingió cambiar de idea, después de haber sostenido una pequeña conversación con su sobrino el lunes por la noche. Él fingió que no sabía que su hermana estaba a bordo, como fingió ella que no sabía que él estaba allí. Pero recordemos lo que él le dijo al señor Caldwell (lo que él confesó, podría decir usted) esa misma noche en el río.
»Invitó a su sobrino a que bajara a su camarote de la cubierta Texas, donde abrió una botella de whisky. El señor Caldwell le preguntó qué pasaba, por qué estaba nervioso como un gato y actuaba como un criminal a quien busca la policía. Dave admitió que había una mujer en su vida; confesó hasta ahí y nada más. También dijo que, cuando hacía lo que no debía, su conciencia culpable no le permitía ningún reposo. Y usted pudo ver…
—Sí, teniente —explotó Jeff—, ahora todos podemos verlo: ¡Usted era la silueta siniestra que acechaba afuera y escuchaba!
Minnoch se atragantó.
—Yo soy muchas cosas, quizá —manifestó, levantando el puño para dar énfasis a sus palabras—, pero mi peor enemigo no me podría llamar siniestro. Solamente le recordaré, joven, lo que ocurrió en medio de todo esto. Vino caminando la señorita Serena Hobart. ¿Recuerda?
—Sí, recuerdo.
—Inmediatamente Dave, a la defensiva, gritó que él no había dicho una palabra de lo que no debía decir. Y ella le dijo, con una clase de extraña mirada entre ellos, que había un asunto que nunca debía ser tocado o siquiera sugerido. Bueno, ¿qué significaba eso? ¿Quién era la mujer en su vida? La ley tiene un nombre feo para esa clase de asuntos, y es también una cosa fea.
—Quiere decir incesto… —comenzó el tío Gilbert.
—Sí, quiero decir incesto —rugió el teniente Minnoch—. Pongámosle el verdadero nombre a lo que todo policía experimentado ha visto por sí mismo. Porque habitualmente lo encontramos entre los pobres desconocidos de las chabolas no hay razón para que no pueda ocurrir entre los ricos conocidos de las noticias sociales. —Se volvió hacia Jeff—„ Cuando usted volvió a su camarote ese lunes por la noche, que era ya martes por la madrugada, dejó a los dos juntos. ¿Quién puede decir lo que hicieron el resto de esas horas sombrías? Rayos del infierno, señor —y el teniente se dirigió al tío Gilbert—, ¿tampoco quiere usted admitir la posibilidad?.
—Oh, admito la posibilidad. La verdad es que fue lo primero que se me ocurrió.
—¿De veras, señor Bethune? ¿Por qué?
—Porque soy un gran lector de novelas policíacas; por ninguna otra razón. Habiendo admitido la posibilidad, cosa que naturalmente se le ocurriría a cualquier aficionado a Sherlock Holmes, el Padre Brown, y Hércules Poirot, voy a decir que no creo una palabra de eso.
—Tampoco yo —convino Jeff inmediatamente—. El teniente Minnoch podría apoyar su caso señalando que Dave se refirió una vez a Serena con el nombre de Iris March, la notoriamente desenvuelta heroína de The Green Hat, aunque el teniente no estaba allí y no pudo haber oído a Dave decir eso. Igualmente, hay sólidas razones, aunque no razones de novela policíaca en absoluto, por las que esa teoría es muy improbable.
—¿Podemos oír esas razones? —preguntó el tío Gilbert.
—Si Dave hubiera mantenido una relación incestuosa con Serena, no creo que hubiera estado tan ansioso de que yo me quedara aquí en la Mansión. Luego está la rápida escapada de ella cuando salió de aquí el viernes por la noche después de la misteriosa llamada telefónica, sin duda para reunirse con ese amante desconocido en la ciudad. Dave se quedó en la Mansión, ¿verdad?
—¿Realmente se quedó aquí, señor Caldwell? —preguntó el teniente Minnoch—. Él le dijo a usted un montón de cosas, y le hipnotizó para que lo creyera; es un joven muy persuasivo. Ya le había echado tierra a los ojos sugiriendo un amante desconocido, para que usted no creyera que el hombre era él. Todavía quedaban varios coches en el garaje el viernes a la noche. Después de conseguir a algún cómplice inocente para que hiciera la llamada telefónica previamente arreglada, pudo haber seguido a la señorita Serena adonde hubiera ido. ¿Pudo verles el pelo a cualquiera de los dos hasta que les volvió a encontrar el sábado por la mañana? ¿Podría usted jurar que Dave no salió de la casa el viernes por la noche?
—Salió de la casa el viernes por la noche. Pero sólo a comprar cigarrillos en la esquina de Rupert, camino arriba.
—Eso es lo que él le dijo, ¿no?
El cigarro del tío Gilbert había formado una larga punta de ceniza en el borde del cenicero. Gilbert Bethune sacudió la ceniza, aspiró dos veces profundamente el humo, y luego aplastó el cigarro.
—Usted ha prometido, teniente —dijo ceremoniosamente—, presentar pruebas en apoyo de su tesis. Hasta ahora, esté o no en lo cierto, hemos oído teorías y nada más. ¿Existe alguna prueba?
—Seguro que existen pruebas, señor, ¡y las presentaré en un minuto! Antes de hacerlo, sin embargo —y se irguió en toda su corpulencia—, me gustaría hacerle una pregunta a su sobrino. Dígame, joven, ¿está de acuerdo con la idea… la certeza, diría yo… de que Dave Hobart se ha conducido mal con su propia hermana?
—No, no estoy de acuerdo con eso.
—Pero él le dijo que había una mujer en su vida, ¿verdad? Usted no niega que él dijo eso, ¿verdad? ¡Muy bien! Si la mujer no era Serena Hobart, ¿quién podía ser?
—A eso no es fácil contestar, sospecho. Está Kate Keith, por supuesto; eso no es ningún secreto. Pero Dave nunca la tomó muy en serio; ella no es de las que arremolinan la corriente. Lo que Dave quiso decir, creo yo, es que hay una chica que a él le gustaría que fuese la mujer de su vida, pero él está inquieto porque ella se niega a aceptarlo como al hombre de la suya.
—¿Ah, sí? ¿Y quién sería esa chica?
—Penny Lynn.
—La señorita Lynn, ¿eh? ¿La hermosa señorita que es una damita?
—Sí, teniente. Dave hizo más de una observación que indica que tiene a Penny en la cabeza, y que se tiraría al río por ella, si ella le diera el menor estímulo. Pero ella no quiere alentarle. Evidentemente, Penny está interesada en… en otro. Y Dave lo sabe. El viernes por la tarde dijo que nadie más tenía oportunidad con ella mientras este otro anduviera por aquí.
—¿Usted habla de usted mismo, por casualidad?
—Le contesto a sus preguntas, señor Minnoch; interprete las respuestas como quiera. Si me pregunta mi opinión sobre Dave, ya se la he dicho. La mujer de su vida no quería ser la mujer de su vida, y eso le atormentaba.
—¡Oh! —tronó el teniente Minnoch, tan arrebatado que se puso de puntillas, al tiempo que levantaba el puño—. Dave Hobart estaba atormentado, muy bien, pero era por un motivo distinto. Estos Hobart siempre fueron extraños; tampoco es un secreto eso. No le pidan a un hombre sencillo como Harry Minnoch que simpatice con ese pecado mortal a la luz de cualquier religión. Pero por lo menos un hombre sencillo como Harry Minnoch puede ver a través de ellos como un cristal.
—¿Y entonces? —le incitó el tío Gilbert, observando al oficial de policía con los ojos entornados.
—Está claro como el agua, ¿no? Dave Hobart estaba atormentado por lo que había estado haciendo en un tiempo con su hermana. Pero ese joven tornadizo y de hábil palabra no podía soportar el infierno por el que pasaba su conciencia culpable. Así que mató a su cómplice con la esperanza de librarse de ese peso, igual que lo hicieron otros hombres antes que él en casos que puedo citar y que están registrados.
»La mató tan sigilosamente, pueden decir tan hábilmente también, que si hubiera dejado allí las cosas nunca podríamos haber probado nada contra él. Podríamos haber sospechado y sospechamos; pero no habríamos podido probarlo. Pero ¿iba a dejarlo todo como estaba? ¡Oh, no! Estos vivales nunca pueden dejar las cosas como están. Tuvo que añadir algunos toquecitos de más; tuvo que hacer que pareciera demasiado real; se excedió, y ya lo tenemos.
Completamente lanzado, arrebatado, el teniente Minnoch se había permitido un torrente de palabras al dirigirse al tío Gilbert.
—Harry —preguntó el Fiscal de Distrito—, ¿estoy detectando una nota de triunfo?
—Puede que sí, señor. No me gusta decirlo, pero ya le he dicho: detesto recordarle que le he engañado. Yo sabía que él no corría peligro; sabía que era el asesino. Pero cuando usted me pidió que le pusieran vigilancia el sábado por la noche, yo obedecí al jefe y dejé a O’Bannion ante su puerta.
—Ya tiene la teoría, ¿verdad?, de que lo del anochecer del domingo fue un falso ataque.
—Es más que una teoría, señor. Él fingió todo ese ataque; dijo un montón de mentiras que no habrían engañado a un niño de pecho, no digamos a usted. Empecé a probarlo ante usted y el señor Caldwell ayer por la tarde, así que terminaré de probarlo ahora.
—¿Esto incluye, sin duda, su intento de demostrar que nadie de fuera podría haber entrado a la casa por la puerta lateral, atacar a Dave, y salir por el mismo camino?
—Eso es una parte, sí; pero es solamente una parte.
—¿Y bien?
Ahora, seguro de sí mismo, Harry Minnoch se pudo permitir un poco de indulgencia.
—Nadie entró o salió, señor Bethune. Afuera, como le mostré, no había más que barro o agua por todas partes. Ningún alma viviente, por mi vida, podría haber subido por esa escalera, cruzar un pasaje sin alfombra, golpear a su víctima en el dormitorio y salir de nuevo, sin dejar rastros de barro y agua en el piso, y sin que O’Bannion oyera ningún sonido, a tan corta distancia.
»Y luego, ¿qué dice el señorito Dave a esto? Todo lo que puede decir es que el supuesto hombre de la cachiporra no usaba zapatos. En Japón, puede ser, se quitan los zapatos al entrar en la casa, aunque el tiempo de afuera sea primo hermano del diluvio de Noé. Pero en este país no lo hacemos, señor, y yo digo que el cuento del señorito Dave es una mentira descarada. Si usted todavía no quiere coincidir en todo conmigo, apelaré a la prueba de la cachiporra.
—¿La prueba de la cachiporra?
—Aquí tengo —dijo el oficial triunfante, extrayendo su cuaderno—, las comprobaciones de nuestro especialista en huellas, que analizó la cachiporra encontrada en el piso junto a Dave Hobart.
—¿Y?
—No había huellas en esa cachiporra, señor, ninguna huella. Solamente unas raspaduras como de que fue manejada con guantes, o limpiadas después, propiamente, o no manejada para nada. —El teniente Minnoch hizo floreos con su cuaderno—. Usted estuvo majestuosamente sarcástico cuando dije que la cachiporra nos podía decir mucho al no decirnos nada; usted lo llamó una paradoja de no sé cuánto. ¡Pero de todos modos eso era una verdad como el evangelio!
Gilbert Bethune se irguió en su asiento.
—Un momento, Harry. ¿Pretende que Dave, usando guantes, se golpeó él mismo para dar realismo? Si es así, ¿qué pasó después con los guantes? Cayó desmayado del golpe, usted lo sabe. Si usó él la cachiporra…
—No usó la cachiporra, señor; ¡nadie usó la cachiporra! Eso fue solo una parte del engaño para despistarnos. La tenía preparada en el bolsillo de su pijama o de su bata, con cuidado de no tocarla salvo con un pliegue de la tela.
—¿Y entonces?
—En el momento justo —anunció Minnoch con toda energía—, dejó escapar una especie de grito, tiró la mesa con los platos, dejó caer la cachiporra al suelo, y se zambulló directamente en el piso para golpearse la cabeza y causarle la lesión. No podemos escapar a las pruebas, señor. ¡Así es como él lo hizo, y digo que lo tenemos!
A través del silencio de la casa, a pesar de la puerta cerrada entre la biblioteca y el saloncito menor, pudieron oír el repiqueteo lejano del teléfono. No mucho después, un golpe en la puerta de la biblioteca anunció la aparición de Cato, quien dijo que llamaban al señor Bethune al teléfono.
El tío Gilbert, que claramente esperaba esto, echó a andar apresuradamente. No estuvo ausente mucho tiempo. Después de un intervalo de quizá dos o tres minutos, durante el cual Jeff y el teniente Minnoch se miraron fijamente entre ellos sin hablar, el Fiscal de Distrito volvió con paso más elástico. Ordenando a Cato que encendiera las luces del despacho y se fuera, volvió a ocupar su sitio detrás de la mesa de la biblioteca.
—Usted parece contento, señor Bethune —dijo el teniente Minnoch con voz acusadora.
—Estoy contento —respondió el tío Gilbert—. Empieza a aclararse un poco la niebla.
—Si usted me lo permite, señor, ¡está toda aclarada! He presentado la causa contra Dave Hobart, ¿verdad? ¿Tiene algún comentario sobre eso?
—Sí que tengo comentarios —le aseguró el tío Gilbert con entusiasmo—. Usted es más que un celoso oficial de policía, Harry. Es también un poeta nada desdeñable.
—¿Poeta? —exclamó el otro, como si lo hubieran llamado charlatán o hipogrifo.
—Eso es lo que digo. Este cuento romántico que ha tejido para nosotros…
—Romántico, por los cuernos de…
—Verdaderamente romántico. El romance, según una definición, es una narración en prosa o a veces en verso con escenas e incidentes, y un idilio amoroso muy ajeno a la vida cotidiana. Así lo ha hecho, amigo mío; su reconstrucción satisface todas las necesidades. Además, si no me hubieran asegurado tantas veces lo contrario, yo sospecharía que es un secreto lector de novelas policíacas.
—Señor…
—En los cuentos de crímenes, casi invariablemente, todo personaje atacado sin ser muerto será el culpable, que ha imaginado esta lesión como parte de su propio plan. Usted gana puntos en eso también, con un vuelo imaginativo que…
El teniente Minnoch se cuadró.
—Mire señor, ¡se lo ruego! Diga lo que quiera decir; diga lo que usted tenga que decir; pero no me suelte un discurso. Dado que usted cree que yo me he equivocado, ¿dónde me equivoqué? ¿Hay alguna pregunta a la que no pueda contestar yo?
—Sí, hay. Si Dave Hobart mató a su hermana, ¿de qué forma la mató?
—Bueno…
—Usted mismo tiene dudas, creo. Esta fantasía romántica, con un extraño idilio amoroso así como un motivo de culpa de aire jacobino, carece de apoyo central. Si la puerta estaba cerrada por dentro y las ventanas son virtualmente inaccesibles, ¿de qué forma entró y salió el asesino del dormitorio? Hasta que pueda responder a esa pregunta, teniente, no puede llevar a la justicia a Dave Hobart; no le puede acusar; no tiene motivo en absoluto.
—Bien, señor, ¿puede usted explicar de qué forma lo hizo el asesino?
—Creo que puedo. Creo que puedo dar el nombre del asesino, que actuó solo y no tuvo cómplices culpables ni inocentes. Mi idea original sobre la identidad del asesino, que al principio me causaba desconfianza pues era más rara que la tuya, parecía estar respaldada por la razón más firme. Mañana, con suerte, podré tener la prueba irrefutable. —Tío Gilbert levantó los hombros—. Mientras tanto…
Gilbert Bethune se sacó otro cigarro del bolsillo de la chaqueta, mordió la punta, y lo encendió.
—Ahora ya es tiempo —dijo— de descifrar la mitad del acertijo: lo que podría llamarse la mitad inocente, aunque choca bastante si no se sabe lo que sigue. La reciente llamada telefónica, que me ha puesto tan contento, no procedía de mi despacho, procedía de cierta firma o compañía de Algiers, al otro lado del río; necesitaba la colaboración de un experto de cierta clase, así como mañana necesitaré la colaboración de un experto de otra clase; y me la han proporcionado.
»Al abordar la explicación de la mitad inocente, teniente, tomaré a mi sobrino por testigo, como lo ha tomado usted. Durante el viaje por el río, Jeff, tú observaste que Dave y Serena Hobart estaban muy mal de los nervios. Tenían un peso encima; ambos estaban inquietos. ¿Cuál era la causa?
—¡No me lo preguntes, tío Gilbert! Hice tantos esfuerzos para contestar eso que ya estoy casi convencido de que no tiene respuesta.
—Y sin embargo, existe una respuesta. No necesitamos contemplar las estrellas en busca de un idilio incestuoso entre hermano y hermana. ¿Qué era lo que les preocupaba a los dos?
—Bueno, ¿qué era lo que les preocupaba?
—Les preocupaba el hecho de que iban a perder la Mansión Delys —respondió el tío Gilbert—, aunque no deseaban perderla. Serena te dijo muchas veces y con mucha vehemencia que se quería librar de esta casa. Penny Lynn dudaba de esto, y después Dave reconoció que Serena amaba esta casa tanto como seguía queriéndola él.
»Pero parecía casi seguro que iban a perder la Mansión. El informe que a regañadientes te presentó Ira Rutledge en su despacho pone bien en claro que Harald Hobart había en realidad dilapidado la mayor parte de la fortuna familiar. Si les han quedado algunos bienes, el único bien real importante era la Mansión misma. Y para salir a flote, iban a vendérsela al señor Merriman, de St. Louis. A menos…
—Usted sabe, señor —intervino el teniente Minnoch—, tengo que admitir que eso tiene sentido. Pero no lo entiendo; no veo a dónde conduce esto. Tendrían que hacer frente a las pérdidas y vender, a menos… ¿a menos qué?
—A menos —exclamó de pronto Jeff, al darse cuenta— que lograran encontrar el oro escondido del comodoro Hobart. Un peso en oro que valía trescientos mil dólares les aliviaría de futuras angustias y les permitiría también quedarse con la Mansión.
—Pero no han encontrado el oro —dijo el teniente Minnoch—. ¿No es así?
—No han encontrado el oro —concedió el tío Gilbert—. En estas trágicas circunstancias, mis buenos amigos, resulta difícil que sea un placer decirles que yo lo he encontrado.
Dos voces gritaron: «¿Dónde?». Gilbert Bethune, conteniéndose, formó tranquilamente un anillo de humo y lo contempló mientras se disolvía.
—Veamos —continuó—, qué podemos deducir de ciertos enigmáticos indicios dejados por un anciano señor de mente ingeniosa que por sí mismo hubiera sido devoto de las novelas policíacas, de haber sido entonces tan sofisticadas como han llegado a ser hoy.
»Encontró ese oro en el verano de 1860, veintidós años antes de importar esta casa. ¿Dónde podría haberlo guardado, durante ese intervalo, y después, de modo que no despertara ninguna sospecha?
»Con respecto al oro, recuerden su propio comentario. “Está aquí, le dijo a su hijo. No está enterrado; en cierta forma ni siquiera está escondido. Está a simple vista, si sabes buscarlo”. Y otra vez, cuidadosamente escrito. “Desconfía de la superficie; las superficies pueden ser muy engañosas, especialmente las de ese taller. Ver Mateo VII, 7”. Bien, ¿qué taller en particular? La cita bíblica es del Sermón de la Montaña. Quién sino un… Bueno, no importa. Ayer preguntándose qué superficie debía ser objeto de desconfianza, alguien quiso saber si la superficie sería de ladrillo, piedra o madera. Cuando yo contesté que podría no ser de ninguno de esos materiales, mi propio sobrino pareció dudar de mi salud mental. Pero yo no sólo hablaba con cordura sino muy en serio. ¿Qué superficie y de qué taller?
Minnoch le miró fijamente.
—¿Todo esto tiene algún fin, señor?
—Lo tiene. Vengan conmigo los dos y les mostraré.
—¿A dónde, señor Bethune?
—Al despacho, por favor.
Jeff giró en redondo. La puerta que daba al salón de billar, a la sala de armas y al despacho estaba abierta de par en par. Aunque los dos primeros salones estaban a oscuras, un ancho sendero amarillo corría a lo largo de esa perspectiva, partiendo de las luces que Cato había encendido en el estudio hacía varios minutos.
El tío Gilbert iba delante, con los otros dos pegados a sus talones. Gilbert Bethune caminaba lentamente, hablando por encima del hombro mientras atravesaba el salón de billar y la sala de armas.
—Hace un tiempo, como Jeff puede atestiguar, le hice algunas preguntas a Ira Rutledge a las que (por una vez) esa luminaria jurídica contestó rápidamente. Como ya he dicho, no me preocupan los bienes financieros presentes de la familia Hobart.
—¿Usted nos dice, señor —le respondió Minnoch—, que sus finanzas actuales no importan?
—Para mi finalidad en particular, no importan en absoluto. Pero sí cuáles fueron sus bienes en el pasado: el largo pasado, cuando el comodoro Hobart era todavía joven. ¿Tenían intereses en la industria de este estado o esta localidad?
—¿Y fue eso una ayuda?
—En verdad que fue una ayuda. Entre otras fuentes de ingresos, Ira respondió, habían mantenido intereses que casi controlaban la metalúrgica Vulcan en Shreveport, en otro tiempo la más importante del Sur, después de la de Tredegar en Richmond.
Cruzando la entrada del despacho, con Jeff y Minnoch siguiéndolo de cerca, el tío Gilbert se echó a un lado e hizo un ademán de esgrimista con su cigarro.
—¡Díganme ahora! —exclamó—. ¿Tiene esta sala el mismo aspecto que ayer, o hay algo diferente hoy?
Tres lámparas, la lámpara central de la mesa y las dos de pie, arrojaban una suave iluminación sobre este despacho del siglo diecinueve con sillas de cuero y grabados deportivos. Jeff no tuvo que mirar muy lejos. Cuando sus ojos buscaron el rincón de la izquierda, lo único que pudo hacer fue mirar fijo.
—Bueno, señor —explotó Minnoch—, ¿no nos va a mostrar dónde está el tesoro?
—Les voy a mostrar a ustedes dónde estaba el tesoro —contestó tío Gilbert—. Pero ninguno de ustedes me ha contestado a la pregunta. ¿Hay alguna cosa diferente en esta sala?
Jeff se tuvo que contener para no saltar o bailar.
—¡La caja! —gritó—. Esa caja de hierro del rincón de la izquierda. ¡Ya no está ahí, la han quitado!
—La han quitado, Jeff, porque se la han llevado esta tarde los de la Fitzroy Scrap Metal Company de Algiers. Como no tenían ninguno de sus propios camiones disponible, la han sacado con bastante esfuerzo y la han transportado en un furgón de muebles prestado. En ausencia de la caja, ¿quieres describírnosla, por favor? En particular la parte delantera, y todas las letras o letreros que recuerdes haber visto allí.
—Es vieja, muy vieja, ¡negruzca y deslustrada! En la parte delantera, sobre la puerta con el dial de la combinación, tenía el nombre de Fitzhugh Hobart en un dorado deslucido. Debajo, sin ningún motivo aparente para mí, tenía el número romano V por 5, también dorado.
—Lo que parecía el número romano cinco —dijo el tío Gilbert—, era en realidad la letra V de Vulcan, que es la marca de fábrica de la firma que fundió esa caja a fines del año 1860.
»La superficie engañosa, señores, no era de ladrillo ni de piedra ni de madera; era de hierro. No hace mucho he recibido el informe telefónico del capataz de la Fitzroy que ha realizado ciertas pruebas. Bajo una fina capa de hierro, aparte de un verdadero dial de combinación y una base simple de metal, toda la caja está hecha de oro, fue fundida en oro y luego recubierta.
Gilbert Bethune señaló con el cigarro.
—Como ven, mis buenos amigos, han mirado por todas partes en lugar de hacerlo en la dirección correcta. Ustedes buscaban un libro mayor desaparecido de dentro de la caja, y ni siquiera una vez se han detenido a pensar en la caja misma. Era casi demasiado evidente para que lo vieran. Esa caja no contenía el secreto del oro escondido por el comodoro; es el oro perdido del comodoro, y lo ha estado durante casi setenta años.