15

Jeff detuvo el Stutz Bearcat junto a la acera y cerró el contacto.

—Esta es la tercera vez en cuatro días, Penny —le dijo a la joven que tenía a su lado—, que un coche en el que viajo se estaciona aquí en University Place. La primera vez, el viernes por la noche, estábamos juntos en tu Hudson. El sábado por la noche estaba solo, conducía este mismo coche, y venía al despacho de Ira Rutledge. Ayer, domingo, el tío Gilbert y yo hicimos varias visitas sin pasar por aquí. Esta tarde…

—Por el camino —admitió Penny—, me has contado lo de ayer por la tarde. Pero ¿qué pasó ayer por la noche? Sé que no debería ser tan terriblemente curiosa, pero no lo puedo evitar. Un desconocido atacó al pobre Dave y escapó. ¿Qué pasó después?

—Muy poco, como he tratado de contarte. El teniente Minnoch, iluminado por cierta gran idea que no quiso explicar, dijo que lo haría hoy cuando pudiera estar absolutamente seguro. Y el Espíritu de la Justicia no es el único. El tío Gilbert, con dos series distintas de grandes ideas —él dice que van en diferentes direcciones— no quiere explicarlas hasta que esté tan seguro como de la muerte. Viéndote hoy, Penny…

—¡Y-yó quisiera que no dijeses seguro como de la muerte!

—Lo siento; no tenía intención de…

—¡Por supuesto que no tenías intención! —le tranquilizó Penny—. ¡Y-yo fui en coche a la Mansión ayer por la tarde!, y debe haber sido poco antes del ataque a Dave. Pero no pude entrar. Puede parecer cobardía temblar así, cuando quería tanto a Serena y aprecio tanto también a Dave; ¡pero no pude!

—No tenías ningún motivo para entrar. Y has conseguido hacerlo hoy.

—Sí, porque estaba decidida a no ser tan gata asustada. Entonces, en cuanto he salido del automóvil, has insistido en que debía dejarlo allí y venir a la ciudad contigo. No necesitas ser tan dominante, ¿sabes?; haré cualquier cosa que me pidas en el momento en que la pidas. Pero, ahora que estamos aquí, ¿qué hacemos?

—Eso puede explicarse, Penny, terminando con lo que pasó anoche. El doctor Quayle se fue. El teniente Minnoch se fue, murmurando para sus adentros. Cato nos persuadió al tío Gilbert y a mí para que comiéramos algo. Cuando terminamos de comer…

Bajo el claro cielo azul de la tarde del lunes 25 de abril, Jeff recordó con precisión a Gilbert Bethune en el refectorio, la noche anterior.

—El doctor Quayle, Jeff —había hecho notar el tío Gilbert—, rinde un alto tributo al valor y a la presencia de ánimo de Dave Hobart, diciendo que Dave es muy parecido a su padre. Es un veredicto justo. Mi difunto amigo Harald tenía una presencia de ánimo y un coraje indiscutibles. Toda su vida, por lo que yo sé, temió solamente a una cosa.

—¿Eh?

—Tenía miedo a las alturas —dijo el tío Gilbert—. Harald podría haber subido en aeroplano, porque le pueden atar a uno con correas al asiento. Pero nunca habría dado un paso por el borde de un precipicio, aunque fuera un precipicio muy bajo.

—¿Tiene importancia eso?

—Si usas tus ojos y tu memoria, Jeff, creo que lo encontrarás muy importante. Mañana, dejando a un lado los asuntos que no estén relacionados con el caso Hobart, tengo intención de seguir mis dos líneas de investigación. ¿Cuál es tu propio programa?

—Visitar el número 701b de la Royal Street, según la invitación de la nota anónima. ¿Encontraré algo interesante allí?

—Es posible, por lo menos es posible. Pues yo creo recordar ese local —había contestado el tío Gilbert—, y el personaje bastante curioso que lo habita.

—Curioso o no, ¿es un personaje siniestro? ¿Tengo que cuidarme de las borrascas si compro tabaco allí?

—¿Siniestro, Jeff? ¡No, todo lo contrario! Aunque de él se pueda decir cualquier cosa, el viejo… el caballero en cuestión, no llevará una cachiporra en su manga. Es bastante seguro, en términos de integridad física, hacer negocios con él.

Y así detrás del volante del Stutz, en University Place, esa cálida tarde del lunes, Jeff miraba a Penny Lynn.

—Como tú dices, aquí estamos. Ahora no hay motivo para que no te cuente lo de la nota anónima del barco, por eso te lo he dicho. El sábado por la noche pasé en auto por el 701b: naturalmente, estaba cerrado. Puesto que no te gusta ir en coche al Vieux Carré, dejaré éste aquí. Si te apetece acompañarme a la dirección esa…

Más atractiva que nunca en su vestido blanco de verano, Penny salió del automóvil y se puso a su lado, en la acera.

—¡Por supuesto que me gustará ir, Jeff! ¿Es una tienda de tabacos, dices?

—El propietario la llama un diván de cigarros, que es un término que yo solamente asocio con… —Jeff vaciló—: ¡Si pudiera entender un poquito de lo que está pasando, y probar que no soy tan cerrado como debo parecer…!

—Tú no puedes parecer cerrado, digas lo que digas. —Entonces Penny puso cara de desesperación—. Sin embargo nada de todo esto parece tener mucho sentido, ¿verdad?

Jeff no contestó hasta que cruzaron Canal Street y giraron hacia el sur por el borde de Old Square.

—Y tiene menos sentido —exclamó— cada vez que mi benemérito tío formula algún dictamen que él declara destinado a iluminarme. Anoche, al salir el tío Gilbert de la Mansión, casi formuló su sentencia final.

—¿Cuál fue?

—«Hay varias fechas, Jeff, son de gran importancia en este asunto. Una de las más importantes puede ser el año 1919, considerándolo en relación con el presente».

»Yo le dije: “¿Qué tiene que ver 1919 con esto? En 1919 me marché al extranjero a escribir, pero tú no te refieres a que tenga importancia para mí, ¿verdad?”. Con lo que el tío Gilbert, en su tono de oráculo dijo: “Fue una decisión importante para ti, y puede haber sido todavía más importante para alguien con planes no tan inocentes; me refiero a su resultado final de hoy”.

—¿Eso es todo lo que dijo?

—No completamente. Encendió una linterna y entonces hizo pasar la luz por la fachada de la casa. «¡Ojos y memoria, Jeff! ¡Acuérdate de usar tus ojos y tu memoria!». Entonces se dirigió a grandes zancadas hasta su coche como si todo hubiera quedado muy claro.

Tropeles de personas que iban de compras caminaban o se demoraban por la Royal Street, por donde un carruaje repleto de turistas avanzaban lentamente. Nadie parecía tener prisa salvo Jeff y Penny hacía lo posible por mantenerse al ritmo de sus grandes pasos.

Pasaron por joyerías, peleterías, escaparates de tiendas polvorientas qué exhibían antigüedades. En el lado sur de la avenida se alzaba una tapia de tablas pintadas de verde, que había sido el solar donde se alzaba el demolido St. Louis Hotel, en la actualidad ocupado por un aparcamiento de automóviles.

Andando así por la acera norte, Jeff fue mirando cómo los números crecían del quinientos al seiscientos. Luego el revoque amarillo y los hierros forjados del edificio La Branche descollaban mirando al sur…

Cuando cruzaron la intersección de St. Peters Street, se encontraron ante el establecimiento que ocupaba la esquina de Royal y St. Peter y que era una talabartería. Ni Jeff ni Penny le echaron una mirada. Más allá, con los chirriantes tonos de su manta y de su kilt, el alto Highlander de madera se erguía junto a un escaparate cuyo letrero dorado ahora podía leerse completamente: Bohemian Cigar Divan, de T. Godall.

Sin fijarse en pipas, cigarros y tabacos, Jeff contempló el letrero.

—El sábado por la noche —dijo—, no vi el nombre del propietario. ¡Pero esa no es excusa, Penny! Eso de «Bohemian Cigar Divan» debería habérmelo dicho.

Penny, que hasta ese momento era toda ansioso interés, ahora parecía desorientada.

—Hablando de gente cerrada, Jeff, me parece que ahora lo soy yo. ¿Qué es lo que ese letrero debía decirte?

—Bohemia, que fue un reino independiente y luego parte del imperio austrohúngaro, desde 1919 ha sido una provincia de la república de Checoslovaquia, que…

—Todavía no entiendo —balbuceó Penny—, ¡pero aquí aparece otra vez el año 1919! Si es eso lo que tu tío quiso decir…

—Cualquier cosa que haya querido decir tío Gilbert, Penny, no podía referirse a eso. La Bohemia del letrero no trata de ninguna Bohemia real que haya existido o vaya a existir. ¡Piensa, Penny! ¡Tú también lees novelas!

—Tengo una vaga idea de que debe querer decir algo, pero sin embargo no me dice nada… ¿Tratas ahora simplemente de hacerte el oráculo como tu tío?

—No, querida; pronto lo verás. Entremos.

Sonó una campanilla sobre la puerta cuando él la abrió.

—«Pequeño, pero cómodo y bien decorado» —citó Jeff, estudiando el local cuando entró detrás de ella—. Sí, Penny; es un diván en el sentido especial del Diccionario Oxford, o sea de salón para fumar o venta de cigarros. Allí está el sofá que debiera ser (¡y es!), de «felpa pardusca»… Originalmente este salón debió ser decorado no muchos años después de trasplantar el viejo comodoro Hobart la Mansión Delys desde Inglaterra, y se ha conservado en esa época desde entonces. ¡El descaro de cierta gente!

Aunque solamente había estado hablando en voz muy baja, no dijo más. Al fondo de la tienda se apartó una cortina de paño pesado que había sobre una puerta. Entró al salón una joven menudita, bien formada, de cabello castaño, de unos dieciocho o diecinueve años, que se situó detrás del mostrador. Sencilla pero correctamente vestida, pertenecía a la época actual, lo mismo que el diván de cigarros pertenecía a la elegancia comercial victoriana. A pesar del brillante sol de afuera, el negocio permanecía a oscuras.

—¿Señorita, señor? ¿En qué puedo servirles?

Le sonrió a Jeff, y este le devolvió la sonrisa.

Usted no es británica, ¿verdad? —preguntó él.

—No; soy nacida aquí. Yo… ¡Oh! Usted querrá ver a mi abuelo, ¿verdad? Un momento, por favor.

Sonriendo nuevamente, levantó la cortina y la dejó caer detrás de ella. Después, levemente, pudieron oír hablar a alguien más. Entonces se acercaron unos pasos más fuertes.

Entró lentamente un viejo señor grueso, de aspecto agradable, con barba recortada, bigote y cabello de color gris acero. Tenía modales suaves y ojos de entendido. Su manera de hablar, en cada entonación o giro de las frases, era la del británico culto. Colocándose detrás del mostrador, se dirigió a Jeff con gran cortesía.

—Si usted hubiera deseado simplemente hacer alguna compra, señor, mi nieta podría haberle atendido. Pero, como Anne parecía creer que mi presencia podría ser necesaria aquí…

—En realidad necesito cigarrillos, si es que vende cigarrillos.

Jeff le dijo su marca y le fue entregada.

—Sin embargo —continuó Jeff, con una cortesía que igualaba al del singular cigarrero—, su letrero ha despertado de tal modo mi curiosidad que me gustaría conversar con el propietario. Entiendo, señor, que su nombre no es realmente Theophilus Godall, ya que este local no está realmente en Rupert Street, en el Soho de Londres, para recibir a clientes tales como los señores Challoner y Somerset…

—Su conjetura es exacta —dijo el anciano señor, con aspecto feliz—, me llamo Everard, John Everard, como se llamaba antes mi padre. Ese título del escaparate —y su gesto lo señaló—, fue adoptado por mi difunto padre como una especie de marca comercial cuando inauguró el negocio en 1885. Quizás usted desconfía de las extravagancias, señor: desconfianza que toda su generación parece compartir. Pero a mi me pareció una inocente clase de impostura, no falta de dignidad, que he tenido el placer de continuar y apreciar. ¿Puedo felicitarle por haber descubierto la referencia?

—Una referencia literaria, ¿verdad? —exclamó Penny—. ¡Es tonto el sentir que estoy tan cerca de comprender, que un pequeño indicio probablemente me aclararía todo! ¿La referencia, seguramente, es a cierto libro?

—Te daré el indicio más amplio posible —respondió Jeff—, diciéndole que la referencia es a dos libros de cuentos del mismo autor, ambos publicados a principios de la década del 80, y que ambos tienen el mismo protagonista. Este protagonista…

—¿Qué le parece si lo llamamos —sugirió el señor Everard—, más que protagonista, una especie de deus ex machina que pone todo en el orden correcto?

—Gracias; esa definición es mejor —convino Jeff—. Ese deus ex machina, el príncipe Floricel de Bohemia, fue ideado como una sátira, una especie de libelo contra el entonces príncipe de Gales, después rey Eduardo VII. Al comienzo, el príncipe Floricel, disfrazado, vaga por las calles de Londres con su ayudante, el coronel Geraldine. Lo encontramos en un «oyster bar» de Leicester Square. Traba conocimiento con un muchacho que vende tartas de crema y se entera de que existe una institución llamada el Club de los Suicidas. El autor de estos cuentos…

Los ojos de Penny brillaron.

—¡Robert Louis Stevenson! —exclamó—, ¡y el primer libro era New Arabian Nights! Al final, el príncipe Floricel, por razones que nunca se explicaron, tiene que abdicar y salir de Bohemia. Vuelve a Londres, ¿verdad?

—Vuelve a Londres —completó Jeff—, y se establece en el comercio como Theophilus Godall del Bohemian Cigar Divan, siendo «Godall» una abreviatura de «Godallmighty»[16]. Allí el ex príncipe actúa como forjador de destinos en otra colección de cuentos, The Dynamiter, que Stevenson escribió en colaboración con su esposa. —Jeff interrumpió el resumen—. Señor Everard, le presento a la señorita Lynn —agregó—. No quedan dudas de que es usted británico, ¿verdad, señor?

—Ahora soy ciudadano norteamericano —replicó el digno señor—. Pero nací y fui criado en Inglaterra, donde tuve el placer de graduarme en Cambridge antes de reunirme con mi padre aquí en 1891. Pensándolo bien, señor —y miró muy fijamente a Jeff—, no es para sorprenderse que usted haya identificado tan instantáneamente el trabajo de un autor que ya no es del gusto de quienes prefieren el sabor de los depósitos de basura. Varias veces, aunque no recientemente, he visto su fotografía en los diarios. Usted mismo, señor Caldwell, goza de cierta reputación como novelista dentro de la gran tradición. Porque usted es el señor Caldwell, ¿verdad?

—Sí, lo soy.

—¿Y todas sus novelas históricas contienen algún elemento misterioso que se aclara al final?

—Sí, así es.

—Hablando de misterio —continuó el cigarrero—, tenemos cerca de esta ciudad una casa, la Mansión Delys, a la que se relaciona más de un elemento misterioso. Por los informes algo confusos de los diarios de ayer, entiendo que ha habido allí otra muerte sospechosa.

—En los cuarenta y cinco años entre 1882 y 1927, señor Everard, han ocurrido más de dos muertes en la Mansión Delys. Eso ocurriría en cualquier casa que usted quisiera nombrar.

—Ah —se opuso el otro—, ¿pero cuántas muertes sospechosas? En este lamentable asunto de hace veinte años, por ejemplo, ¿por qué se oiría un grito fuera de la casa pocos momentos antes de que la muerte ocurriera dentro? ¿Conoce bien la casa, señor?

—Muy bien; vivo allí. Pero me parece que no puedo hablar…

—Por supuesto que usted no puede; ni tampoco yo quisiera. Al mismo tiempo…

A lo lejos, en algún lugar del fondo del establecimiento, comenzó a sonar un teléfono. El repiqueteo se cortó; unos pasos ligeros se apresuraron por lo que parecía ser un pasillo detrás de la puerta. La joven llamada Anne apartó la cortina.

—Si usted es el señor Caldwell, el señor Jeffrey Caldwell —dijo ella— le llaman por teléfono. ¿Está bien, abuelo?

—Por supuesto que sí, querida mía, no debo quejarme si con esto se interrumpe una conversación tan prometedora. Siga a la niña, señor; ella le indicará.

Jeff la siguió por el pasaje hasta una sala en desorden con una pared llena de libros y dos ventanas que miraban a un jardín lleno de malezas. Levantó el teléfono, que estaba sobre una mesa cubierta de libros en desorden bajo un estante para cartas lleno de correspondencia, junto a la máquina de escribir cubierta que esperaba el momento de ocuparse de contestarlas.

—Me habías dicho que estarías ahí —le recordó la inconfundible voz de Gilbert Bethune—. Lo único que podía esperar es que el viejo Everard (o Floricel, o el príncipe de Gales, o como quiera llamarse él) te entretuviese ahí conversando. ¿Se ha lamentado de la disminución en la costumbre de fumar cigarros, por lo que ya los clientes no se sientan en el sofá a consumir un regalía selecto?

—¿A consumir un qué?

«Regalía», Jeff, es el término especial para un gran cigarro de buena calidad.

—No ha hecho mención de los cigarros. Quiere hablar de las muertes en la Mansión Delys.

—Sí, también haría eso. Estoy en la Mansión Delys; necesito un testigo que me sirva de apoyo y sustento. Es mejor que vuelvas de inmediato.

—Tío Gilbert, ¿alguna otra maldita cosa ha…?

—No, no ha habido más fatalidades o casi fatalidades. Es Harry Minnoch. Cuando él piensa que está en lo cierto, nadie le puede detener; es tan obstinado como todos sus antecesores escoceses juntos.

—¿No puedes controlar a Minnoch?

—Le puedo controlar oficialmente. Pero hemos tenido que echar a más periodistas de aquí. Mis planes están perdidos si él deja caer una palabra descuidada antes de que yo esté preparado. Si Penny Lynn todavía está contigo, Cato dice que ha salido contigo, tráela aquí, pero no la dejes entrar en la casa.

Lo que vas a ver no es nada agradable.

Jeff colgó el receptor y volvió a la tienda, pero tuvo cierta dificultad para salir. Con toda su dulzura y cortesía, el anciano señor Everard preparaba gambitos en la conversación tan tenaces como los tentáculos de un pulpo.

—Casi me había olvidado —concluyó—, que el Fiscal de Distrito Bethune es tío suyo. ¡Ah, bien! Si no le puedo retener para charlar un rato, entonces dejémoslo estar. Enviaré a Anne a la botica por unos polvos para el dolor de cabeza, y seguiré meditando según mi costumbre. ¡Cordiales buenos días a los dos! ¡Como dicen en el Sur, vuelvan pronto!

En la calle, del brazo con Penny, Jeff se sorprendió de ver un taxi vacío, que les llevó de vuelta a University Place.

—Me has llevado a rastras a casa del señor Everard —comentó Penny por el camino—, y ahora me llevas a rastras de nuevo. Está bien; no me molesta que me lleves así. Pero tienes la mirada fija, terriblemente extraña, ¡como si hubieras descubierto un montón de cosas!

—Es posible. En el barco, Penny, tuve una conversación con Saylor acerca de la diferencia entre la pronunciación de los ingleses y la de los norteamericanos para la misma palabra. ¿Has notado alguna vez la diferencia entre los nombres que dan los ingleses y norteamericanos a la misma cosa? Nuestro anfitrión stevensoniano ha llamado «depósitos» de basura a lo que tú y yo hubiéramos llamado cubos de basura. Ha llamado botica a lo que tú y yo llamaríamos farmacia.

—¿Quieres decir que el anciano Everard ha dicho algo extraño o sospechoso?

—No, Penny. No ha pronunciado una sola palabra extraña o sospechosa; esa es la cuestión. Creo que sé lo que habría dicho si hubiera tenido ocasión para decirlo.

—¿Vas a explicarme eso?

—No ahora, desde luego. Como tú no has visto un indicio muy llamativo que me mostraron ayer, no adelantarías gran cosa con que te lo explicara.

—¿Dónde vamos después en el Stutz?

—Te llevo de vuelta a la Mansión. Pero, según instrucciones estrictas del tío Gilbert, no debes entrar. No me ha dicho lo que pasa allí, pero sí ha dicho que no es agradable.

Penny no hizo más comentarios, y habló poco en el viaje de vuelta a la Mansión Delys. Aunque parecía abstraída en algún mundo remoto muy suyo, más de una vez sus ojos gris-azulados se dirigían a él y le turbaban el juicio.

La media tarde avanzada se había vuelto casi anochecer cuando detuvieron el automóvil en el camino de entrada para que ella pudiera bajar. Penny descendió, cerró la puerta del automóvil y se dirigió a él.

—¡Un ruego, por favor! Si las cosas no son tan malas como parecen temer, ¿me llamarás por teléfono?

—Serás la primera en oírlo.

—Gracias, Jeff. Sólo estaba pensando…

Lo que ella pudiera estar pensando, que para él era la más agradable de todas las ideas, brilló breve, receptivamente, en sus ojos. Luego ella buscó su coche y se fue.

Después de dejar el Stutz en el garaje, Jeff dio la vuelta por delante otra vez.

—Todavía no es crepúsculo —se dijo—, pero el crepúsculo está tan cerca que se puede sentir. Casi cada crepúsculo nos da, al parecer, alguna nueva clase de sobresalto. Así que el teniente Minnoch está agitado, ¿eh? ¿Habrá contagiado su agitación a todos los demás también?

Evidentemente no. Cato, que le abrió la puerta, parecía terriblemente intrigado más que inquieto o aprensivo, menos en lo que se refería a sí mismo.

Hubo un montón de idas y venidas, señó Jeff. No puedo hablá de má; no debo hablá de má; ¡no señó!

El señor Bethune, explicó más o menos Cato, lo iba a desollar si hablaba demasiado. Después de hacer cierta temerosa e inquieta alusión a un furgón de muebles —por lo menos pareció sonar como un furgón de muebles— agregó que el señor Bethune estaba en la biblioteca.

Otra vez la lámpara con pantalla de seda amarilla se reflejaba en la larga mesa de esa biblioteca. Nuevamente la cartera del tío Gilbert descansaba a su lado. El tío Gilbert mismo, cigarro en mano y con las cejas tan mefistofélicas como siempre, se levantó de la silla que estaba en el extremo más alejado.

—¿Quieres decirme qué es lo que pasa aquí? —le saludó Jeff—. ¿Y por qué Cato habla de un furgón de muebles?

—¿Ha dicho qué es lo que había en el furgón de muebles?

—No; te tiene demasiado miedo para decir nada.

Por un momento el tío Gilbert había parecido menos el amigable y lampiño Mefistófeles que un Gran Inquisidor preparándose para ordenar una tortura. Pero volvió a él cierto grado de amabilidad, y se sentó.

—Eso está bien —dijo—. Sin embargo, no es Cato el que más me preocupa ahora.

—¿Es el teniente Minnoch?

—Sí. Nuestro buen teniente se reunirá con nosotros en cualquier momento. Le he desafiado a que nos diga exactamente qué es lo que piensa…

—Sería útil que tú hicieras lo mismo.

—Mucho de lo que pienso —replicó el Fiscal de Distrito—, será demostrado tan pronto como reciba una llamada telefónica que estoy esperando. La demostración que haga Harry deberá ser completa. Y aquí, si no me equivoco, está nuestro caballero.

Se pudieron oír fuertes pasos que descendían por la escalera principal del vestíbulo. El teniente Minnoch, haciendo esfuerzos para no mostrarse satisfecho consigo mismo, avanzó por el saloncito hasta la biblioteca. Gilbert Bethune se quitó el cigarro de la boca y lo puso en equilibrio en el borde de un cenicero.

—¿Y bien, Harry?

—Antes de que yo diga nada, señor, ¿está usted seguro que desea que su sobrino lo oiga?

—Sí; Jeff puede quedarse.

—¡Pero usted no sabe lo que yo voy a decir!

—Quizás pueda arriesgar una conjetura. Usted ya tiene al asesino, ¿verdad? ¿Lo tiene en la bolsa, listo para ser juzgado?

—¡Sí, ya tengo al asesino! Si hay bastantes pruebas para un arresto ahora mismo… eso no lo sé; posiblemente no; usted es quién debe juzgar eso. Pero yo sé quién es el culpable. He estado bastante seguro desde ayer por la noche, y estoy perfectamente seguro hoy.

Como si tuviera el oído alerta, por si Cato o alguna otra persona pudiera andar por la casa, el tío Gilbert se levantó, cerró la pesada puerta del saloncito, y volvió a su silla.

El teniente Minnoch hablaba ahora como ofendido.

—Si practicamos un arresto, o lo podemos practicar, señor, eso lo decide usted. Si existe justicia en el mundo, sin embargo, debemos hacerlo. Sinceramente, señor, ¿cree usted que es correcto interrogarme como si fuera un testigo hostil?

—Le estoy preguntando, teniente. Trate de entender el significado del interrogatorio antes de dar tan mal uso a la palabra.

—Bueno, ¡usted sabe lo que yo quiero decir!

—Trato de ser claro con respecto a su significado. ¿Qué es lo que le preocupa tanto, teniente Minnoch?

El otro extendió las manos.

—Es el joven Dave Hobart, señor. A usted le es simpático, ya lo sé; pero desde el principio no le he creído ni una palabra. Es él quien ha matado a su hermana; ha mentido a cada paso; ha simulado ese ataque teatral sobre sí mismo; y ahora me temo que se salga con la suya en todo, ¡es culpable como el demonio, señor Bethune! ¡Si usted quiere que le muestre lo que es una verdadera prueba, aunque no sea una verdadera prueba para el jurado, estoy dispuesto!