14

Quien abrió la puerta fue el teniente Minnoch. Otra vez el piso bajo de la Mansión Delys resplandecía de luces, desde el vestíbulo principal hasta las habitaciones de ambos lados. Pegado al teniente, Cato esperaba con paciencia para tomar el sombrero y el abrigo del tío Gilbert.

El mismo Harry Minnoch, con una mancha roja de ira cruzándole la frente, pero con el aire de quien está emboscado al acecho detrás de un arma que utilizará en el momento preciso, llamó a los dos recién llegados.

—Por aquí —dijo—. Yo no estaba aquí cuando ocurrió. Todo el día —se dirigió acaloradamente al Fiscal de Distrito—, todo el día, señor, he estado de caza por la ciudad para comprobar algunas cosas, y creo que las he comprobado. No, no estaba aquí cuando ocurrió. Pero O’Bannion estaba; él le contará.

Y Minnoch les condujo por el recibidor pequeño, la biblioteca y dos cuartos más, hasta el despacho del fondo que estaba iluminado.

Junto a la mesa con la lámpara estaba de pie un hombre joven, de anchos hombros y vestido con pulcritud, cuyo pelo oscuro contrastaba con el color fresco del rostro y los azules ojos célticos. El teniente Minnoch hizo un gesto de estímulo.

—Muy bien, O’Bannion; ¡adelante!

—Bueno, teniente…

—No me hable a mí, joven; yo sé lo que va a decir. Háblele al señor Bethune y a este otro señor, que es su sobrino. Eso, señor, si está bien que su sobrino escuche esto.

—Sí, puede estar presente —asintió el tío Gilbert—. ¿Qué es lo que tenemos que oír?

Terence O’Bannion obedeció las órdenes.

—Bien, señores, ha ocurrido de la siguiente manera. Anoche el teniente me destacó aquí para que hiciera guardia ante la puerta del señor Hobart. Una vez terminado mi horario, y después de haber ido a casa a dormir un poco, debía volver aquí y vigilar. Sin órdenes específicas; simplemente «estar alerta». Al terminar mi guardia esta mañana, el señor Hobart me pidió que le llevara un mensaje a un amigo suyo que está en el Hotel St. Charles…

—¡No debiste hacer eso, Terry! —le amonestó Minnoch—. Un agente no es mandadero para llevar mensajes; por lo menos, no sin tener permiso de su oficial superior. ¡En fin! No ha pasado gran cosa, entiendo, así que lo olvidaremos por esta vez. Adelante; continúa.

—Cuando volví —continuó O’Bannion sin perder de vista a su superior—, era bastante avanzada la tarde. El teniente había dicho que no me apresurara, así que me tomé mi tiempo. Pero esperaba encontrarle a él cuando volviera. Él no estaba aquí; tampoco había otro oficial en el lugar.

—No puedo estar en todas partes a la vez, ¿no? —preguntó el teniente Minnoch—. Anduve corriendo por ahí lo bastante como para agotar a dos hombres más jóvenes; pero no me quejo; ¡he hecho el trabajo!

—Una pregunta, en este momento —dijo el tío Gilbert colocando la maleta sobre la mesa—. Al volver usted, oficial O’Bannion, ¿quién estaba aquí? Aparte de los sirvientes y el mismo Dave Hobart, digamos, ¿quién estaba aquí?

—Solamente el abogado de la familia, señor; el señor Rutledge. Él me dijo lo que ya el mayordomo me había contado. El señor Hobart se había vestido y había bajado un rato a este piso. Pero todavía se sentía mal, después de lo de anoche. Así que dijo que volvería a subir a su cuarto a descansar, tal vez a dormir un poco.

—Sí, ¿y entonces?

—No sabiendo exactamente lo que debía hacer, señor, me sentí preocupado. El teniente no había dicho nada de hacer guardia durante el día, pero pensé que no sería mala idea.

—Sus sospechas —le dijo el tío Gilbert—, parecen haber estado justificadas. ¿Qué hizo?

—Fui arriba, señor, y llamé muy suavemente a la puerta del señor Hobart. Cómo no me contestó, abrí la puerta. Estaba tendido sobre la cama: completamente vestido, bien dormido y respirando pacíficamente.

»Salí y cerré la puerta. Cogí una silla grande del vestíbulo de arriba; la llevé cerca de la puerta del cuarto del joven, y me senté a esperar. No podrían haber pasado más de diez o quince minutos…

Como claramente se acercaba al punto culminante de su relato, el oficial O’Bannion trataba de hablar tratando de no reflejar nerviosismo en su rostro irlandés, pero sin evidenciar tampoco una completa estupidez de patán.

—No podrían haber pasado más de diez o quince minutos —dijo—, cuando sonó el timbre de la puerta de entrada. Pensé que sería el teniente Minnoch, probablemente, y que mejor sería que me presentara. El mayordomo había abierto la puerta cuando yo bajé. Pero no era el teniente. Era una señorita, muy bonita y también muy nerviosa, llamada señorita Lynn.

»Preguntó por el señor Hobart pero no quiso entrar. Cuando le dije que el señor Hobart estaba dormido, dijo que no quería ni podía quedarse. Habló en forma como si quisiera decir que no podía soportar quedarse. ¡Ah, sí! —O’Bannion se volvió hacia Jeff—. Si usted es el señor Caldwell, la señorita también preguntó por usted. Le dije que aquí no había nadie con ese nombre en ese momento, así que volvió corriendo al automóvil y se alejó.

»No hay mucho más, señores.

»Pensé echar un vistazo por el piso de abajo antes de volver arriba; no sé por qué. El salón principal está a la derecha de la puerta delantera según se entra a esta casa. El señor Rutledge estaba allí. Por algún motivo, esa habitación parece fascinarle; siempre está ahí cuando se encuentra en la casa. Pero dijo que él tenía que irse.

»Después de mirar por las habitaciones de este lado del piso principal, pensé que era hora de volver a mi puesto arriba. Es algo raro, señor Bethune, no quiero decir que yo tenga… tenga…

»¿Qué es lo que no quiere decir que tiene, oficial O’Bannion? —le incitó el tío Gilbert—. ¿Premoniciones? ¿Adivinación? ¿Clarividencia?

El joven irlandés emitió lo que no era del todo una risa.

—Si me perdona, señor, no hago mucho caso de la clarividencia, ni al hecho de haber nacido de coronilla, u otras cosas que he oído en mi familia. Todo lo que puedo decirle es esto. Al volver a subir, empecé a caminar algo más rápido. No corrí, comprenda. Simplemente alargué algo más el paso. Y eso sí, no sé por Dios si lo hice o pensé que lo hice, justo antes de oír una especie de grito ahogado en dirección al dormitorio del señor Hobart, seguido de un ruido como de algo que se caía.

»Entonces sí que corrí. Se hace mucho ruido en esos escalones y no hay alfombra en el vestíbulo de arriba, pero no oí ningún otro ruido, ni vi a nadie, moverse.

»La puerta del cuarto del señor Hobart estaba completamente abierta. Junto a la cama ya había observado una mesa y una bandeja con alimentos a medio comer. La mesa con todo lo que había sobre ella, había sido volcada: platos rotos, manchas de café frío, un revoltijo. El mismo señor Hobart estaba encogido en el suelo junto a la cama, con un chichón de la gran… ¡perdone, señor!

—Nos damos cuenta que es un… chichón —dijo el tío Gilbert—. No pida disculpas, ¡expliqúese!

—… con un chichón, señor, en el lado izquierdo de la frente, poco más abajo del nacimiento del cabello. Sobre la alfombra, a su lado, había una almohada de la cama; al otro lado había una cachiporra, una cachiporra de ladrón, de cuero y pesada, de las que se les encuentran cuando uno los cachea.

»No había nadie más que la víctima en el cuarto. Tiene el corazón débil, igual que la hermana. Es de pensar que golpearle en frío con una cachiporra podía haber terminado con él, para no decir nada de qué más le hubiera pasado. Estaba vivo, bien, aunque no me gustaba el ruido de su respiración. Ya para ese momento el viejo mayordomo, Catón o Séneca o no sé qué nombre romano, había entrado corriendo y estaba junto a mí. Juntos lo levantamos y lo pusimos sobre la cama. Mientras bajaba para llamar por teléfono se me ocurrió… pero usted no quiere saber lo que estaba pensando, ¿verdad?

—Por el contrario —corrigió el tío Gilbert—, me interesaría escuchar lo que pensaba. ¿Qué era?

—Bien, señor —respondió O’Bannion, aclarando la voz—: alguien golpeó al señor Hobart y escapó del cuarto. El criminal o posible criminal no podría haber corrido por ese pasaje lateral hacia la parte principal del vestíbulo de arriba; de lo contrario, le habría visto yo. Solamente hay una cosa que podría haber hecho.

—¿Qué?

—En el pasaje, no lejos de la puerta del dormitorio, hay una escalera que da a los fondos. El asesino se deslizó por esa escalera, y salió de la casa por una puerta lateral que nunca se cierra con llave hasta la noche.

—O si no… —comenzó el teniente Minnoch con gran aparatosidad, pero se detuvo—. Para enseñarte un poco sobre el trabajo de la policía, muchacho, me quedaré callado por un minuto. Ahora que el señor Bethune ha oído tus profundos pensamientos, sigue contando lo que hiciste.

—Fui abajo a telefonear al doctor Quayle. El anciano señor Rutledge ya se había ido, como dijo que haría. Estaba al teléfono con el señor Quayle cuando llegaron el teniente y el sargento. El teniente se ocupó de todo. Y eso, señor Bethune, es todo lo que puedo decirle que yo sepa.

—Gracias; ha sido muy claro —el tío Gilbert se cuadró de hombros—. En cambio, teniente —agregó con seriedad—, una vocecita me susurra que usted tiene mucho que comunicar.

—¡Sí, señor; Cierto como el evangelio que tengo mucho que contar! En un momento, si no le molesta, le pediré que venga arriba…

—¿Para qué? ¿Para interrogar a Dave Hobart?

—No podemos hacer eso ahora; al menos por esta noche. El doctor está todavía con él. Yo pensé que llamarían a la ambulancia y llevarían a ese joven al hospital. Pero el doctor Quayle ha dicho que no hace falta; dice que se las puede arreglar él solo. Hay algo arriba qué me gustaría que viera, eso es todo. Entre tanto —dijo el teniente Minnoch, tomando un cuaderno—, podríamos aclarar algunas cosillas que deben ser de ayuda.

—¿Cuáles?

—Las coartadas de anoche, que son la clave de todo este asunto. No debemos descuidar un asesinato de anoche a causa de lo que parece un casi asesinato en esta tarde.

—No tengo intención de descuidarlo.

—¡Muy bien, señor! Hoy bien temprano, como usted recordará, le dije que la señorita Keith y el señor Townsend estaban absolutamente eliminados. Demasiados testigos jurarán que no salieron en ningún momento de ese club nocturno entre las diez en punto y la una de la mañana. Ella no lo dejó en su hotel hasta cerca de las tres. Si bien yo no diría una palabra contra la moral de la señora, apostaría dólares contra rosquillas a que se lo llevó con ella a su casa entre la hora que salieron del club nocturno y la hora en que ella le llevó de vuelta al St. Charles. Pero todo el sucio trabajo ya había sido hecho mucho antes de ese tiempo. Además, he hablado con los dos hoy…

—También yo.

—Y estoy satisfecho, señor Bethune, si usted lo está. De todos modos, yo diría que no hay ninguna mujer implicada en este asesinato, en primer lugar.

—¿No ha tenido nada que ver ninguna mujer en ninguna forma?

—Ninguna mujer ha tenido nada que ver en él en forma culpable. Después, están el señor Rutledge y aquí el señor Caldwell.

—¿Está usted convencido de su inocencia también?

—¡Me gustaría ver al policía que no estuviera convencido! Es algo tan claro que no necesita siquiera ser discutido ni mencionado. Finalmente, si usted recuerda, usted me pidió que le siguiera la pista a ese tipo llamado Saylor.

—¿Y lo ha hecho?

—Sí, señor. Hay que eliminarle también.

El teniente Minnoch abrió su cuaderno y pasó varias hojas.

—Fue por usted, señor, por lo que tuve mi primera pista de Townsend y la señora Keith. Esta mañana temprano, usted dijo que la señorita Penny Lynn le había hablado; la señora Keith dijo que probablemente irían al Moulin de Montmartre. De ese modo pude buscar a la gente del club nocturno, aunque detestaran ver a un policía un domingo por la mañana, aún antes de cazar a Townsend y a la señora Keith.

—Sí, ya nos ha explicado eso. ¿Qué pasa con Saylor?

—Ha sido más difícil seguirle la pista a Saylor; nadie le conocía para nada. Pero descubrí que estaba registrado en el Jung Hotel. Parece que aquí es completamente un extraño. Después de cenar en el hotel, anoche, le preguntó al empleado del mostrador el camino más corto para ir al Muelle de la Línea Grand Bayou.

El tío Gilbert hizo chasquear los dedos.

—Saylor, tal como Jeff le había descrito, es inquisitivo e inteligente. Quería encontrar al capitán Joshua Galway, ¿verdad?

—Por las barbas de Mahoma, señor, eso es justamente lo que quería. ¿Cómo sabe que buscaba al capitán Josh?

—Una parte de la evidencia lo indicaba. ¿Ha visto al capitán?

—No, directamente no.

Después de consultar nuevamente la libreta, el teniente Minnoch la volvió a colocar en su bolsillo.

—Saylor cogió un taxi para el muelle. El capitán Josh había salido hacia alguna parte de la ciudad, de modo que Saylor habló con el comisario de a bordo. No parecía muy capaz, dice el comisario, pero yo no lo creo.

»¿Que por qué no lo creo? Le diré. Esta gente de los vapores son tipos muy amistosos; van a hablarle a uno hasta por los codos si se le da oportunidad. El comisario sacó una botella; tomaron unos cuantos tragos y hablaron de naderías hasta las once y media, en que el capitán Josh llegó de vuelta al barco.

—Serena Hobart —dijo el tío Gilbert—, fue encontrada muerta a las once y veinte. ¿Se puede justificar el paradero de Saylor hasta las once y media?

—¡Hasta mucho después de eso, señor! Verá usted, tan pronto como regresó el capitán, va Saylor y se lo lleva aparte para una misteriosa confabulación en privado hasta después de medianoche. Hablé hoy con el capitán Josh y luego fui a Jung Hotel y vi a Saylor. Ambos sostienen que no hablaron de nada importante, pero este periodista de Filadelfia me parecía muy astuto cuando decía eso.

Gilbert Bethune comenzó a pasear de un lado a otro entre la mesa y la puerta.

—Teniente —exclamó—, ¡esto es simplemente una locura! Otros dos que probablemente eliminará son un sobrino del difunto Thad Peters y la esposa de dicho sobrino. Supongamos, con fines dialécticos, que sus coartadas son firmes. Eliminando a Saylor también, y añadiendo al capitán Galway para completar, parece que eliminamos a cada una de las personas, hasta remotamente relacionadas con este asunto. No, no me olvido del señor Earl Merriman. Según nos cuenta Jeff, ese buen hombre de negocios de St. Louis debe haber visitado el despacho de Ira Rutledge a una hora muy cercana a las once y treinta. Y eso parece…

—Ah, pero ¿elimina eso a todos? Piense sólo un minuto, señor. ¿Elimina eso a todos?

El teniente Minnoch, que había hablado de que Saylor parecía astuto, tenía ahora tal aspecto de astucia que parecía que iba a estallar.

—Lo que digo, teniente, es que «parece» que eliminamos a todos: esa es la modificación salvadora. Sin embargo, ¡haga su propio resumen! Por supuesto, es concebible que alguien totalmente extraño matara a Serena anoche y atacara a Dave esta tarde. ¡Al mismo tiempo…!

—Todavía pregunto, señor, si aun en apariencia los ha eliminado a todos… ¿Quieren venir usted y el señor Caldwell conmigo, por favor? Puede venir usted también, O’Bannion.

Llevando su bigote como una bandera de guerra, lleno de resoplidos internos que indicaban satisfacción, el teniente les condujo al vestíbulo principal y siguió escalera arriba.

Muchas lámparas eléctricas brillaban en la pared de allí, arrojando una suave luz en el vestíbulo y en el corredor transversal que cruzaba todo el ancho de la casa. Marchando hacia la puerta cerrada del dormitorio de Dave, junto a la que había una gran silla de roble tallado, con aire un poco presumido Minnoch modificó su rumbo y se volvió para enfrentarlos en el comienzo de la escalera del fondo.

—Es posible que yo no sea muy sutil; señor Bethune. Pero, repito.

—¿Todavía sigue usted con eso de la sutileza, hombre? He dicho que este es caso para que lo maneje usted, y lo es. Ya se lo he dicho, ¿verdad?

En la voz del teniente sonó un tono de queja.

—Usted dice que este es mi caso, lo sé. Lo ha dicho más de una vez desde anoche. Pero cuando usted comienza; señor, nadie tiene la menor oportunidad de manejar las cosas, salvó usted mismo. Y cuando haya terminado, señor Bethune, quizás por esta vez usted dirá que soy sutil hasta el extremo, más de lo que me conviene. Sostengo que es solamente sentido común, lo que necesita un policía.

»De modo que no largaré demasiado ahora; me guardaré algo hasta que me encuentre bien seguro. Solamente reclamaré su atención para una o dos cosas en que puede valer la pena pensar. Cuando vine aquí hoy, no esperaba ningún problema y no traje al hombre que toma las huellas. Pero, en cuanto vi esa cachiporra que encontraron en el piso del dormitorio, me apoderé de ella.

—¿Usted…?

—¡Oh, no quiero decir que me apoderé, así como suena! La guardé en una caja, con el mayor cuidado posible, para que nadie más pudiera cogerla o tocarla, y le dije a Fred Bull que la llevara y estudiara sus huellas.

—¿Qué esperaba encontrar, o qué esperaba que la cachiporra nos dijera?

—La cachiporra, señor, nos puede decir mucho con no decir completamente nada.

—La sutileza que tiene en su mente, teniente —dijo el tío Gilbert, cortés—, no necesita elevarse o descender a la paradoja de Chesterton. Eso me corresponde a mí; reclamo los derechos de prioridad.

—Usted siempre puede reclamar derechos de prioridad, ¿verdad, señor? Caramba, ¿se me permite a decir lo que quiero, aunque sea solamente algo de sentido común?

—Sí, por supuesto; lo siento.

—Usted es el Fiscal de Distrito, señor; usted no necesita disculparse. Ahora bien, aquí O’Bannion —prosiguió el teniente Minnoch—, ha estado sosteniendo todo el tiempo que el posible asesino se introdujo por una puerta lateral sin llave cerca del pie de esta escalera, subió secretamente hasta este piso, golpeó al joven Hobart, y se escapó de nuevo de la misma manera.

—¿Duda usted de eso?

—Simplemente le quiero mostrar algo, eso es todo. Ha estado lloviendo todo el día, a ratos; afuera el terreno está empapado. ¿Quiere seguirme, señor?

Sacando su encendedor de bolsillo y encendiendo su gran llama, el teniente bajó lentamente por la escalera. Gilbert Bethune descendió después de él, y luego Jeff, mientras O’Bannion se quedaba en lo alto.

La escalera, aunque larga y empinada, con la luz del día habría estado bien iluminada por un pequeño panel de ventanas sobre la puerta lateral, al final del corredor transversal de abajo.

Minnoch abrió esta puerta y mantuvo en alto la llama del encendedor. Afuera, bajo un arco de piedra una especie de sombrerete que protegía la entrada en tiempo lluvioso, los escalones de piedra conducían hasta el brazo oeste del camino de salida, más allá de la Mansión Delys.

Nuevamente había cesado la lluvia, dejando solamente la oscuridad, el follaje mojado y un viento racheado. El teniente Minnoch sostuvo el encendedor hacia afuera.

—Todavía hay un charco de agua —comentó—, al pie de esos escalones de fuera. ¡Ahora vuelvan por los escalones, señores! Y échenles una ojeada mientras pasamos.

»Si todavía tengo luz verde, señor Bethune —agregó, después que hubieron llegado a la parte superior de la escalera—, haré una especie de resumen. Anduve por los escalones, subí y bajé por ellos. Recorrí todo el piso de la entrada lateral de allí abajo, y el piso de este pasillo de aquí arriba. Y el piso del dormitorio también. ¡Y no hay un solo vestigio de barro, agua o suciedad en ninguna parte de los escalones ni del piso!

—¿Y eso?

—En un día como hoy, señor —proclamó el teniente con energía—, ningún hombre vivo puede haber entrado y salido sin dejar alguna clase de huella o de rastro que muestre que haya estado allí. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Entonces, ¿está usted afirmando —respondió el tío Gilbert con voz extraña—, que quienquiera que sea el que ha atacado a Dave Hobart, debe proceder de dentro de la casa?

—Parece que es de esa manera, ¿verdad? ¡Y eso no es todo lo que se prueba! Con su permiso, señor, tengo un pequeño plan en mi cabeza. Sólo para mostrar que siempre tomo precauciones, mantendremos al joven señor bien vigilado desde ahora en adelante.

Viendo que el ojo del teniente se dirigía hacia O’Bannion, Gilbert Bethune aclaró su voz para llamar la atención.

—Yo también —dijo el Fiscal de Distrito—, estoy comenzando a forjar un plan en mi mente. Para ejecutar todas las fases de este plan, necesitaré ayuda profesional de varias clases y en varios sentidos. ¡Por ejemplo! Usted quiere poner al oficial O’Bannion como guardia permanente, ¿verdad? Si es así, ¿hay alguien que usted pueda usar para esa tarea en su lugar?

—Sí, señor, ¡por supuesto que hay! ¿Por qué lo pregunta?

—Porque si puede arreglarlo por medio del capitán Kelly sin tener que pasar por el superior del capitán Kelly y llegar al Comisionado de Policía, quiero pedir prestado a O’Bannion para una pequeña diligencia que hay que hacer. Dígame, joven; ¿ha hecho alguna vez un vuelo?

¿Vuelo, señor? —dijo O’Bannion mirándole fijamente.

El tío Gilbert, le pareció a Jeff, reprimió un impulso de bailar.

—Se ha hablado tanto de un vuelo transatlántico —contestó—, que naturalmente esa idea saltó en mi cabeza. Pero lo que quiero decir no es tan ambicioso ni tan trascendente. La pregunta correcta es: ¿ha volado alguna vez en aeroplano?

—Una vez o dos, señor, con esos aviones ambulantes que acostumbraban llevarle a uno en paseos muy cortos a cinco dólares la vuelta.

—Ya han empezado —dijo el tío Gilbert—, a transportar el correo. Dentro de veinte años y aún menos, se ha pronosticado habrá vuelos regulares de pasajeros de ciudad a ciudad. Mientras tanto, en forma mucho más modesta y restringida, nuestro Ted Patterson de Nueva Orleáns proporcionará un tipo similar de servicio. ¿A usted no le molestará mucho, teniente, si le pido que me preste a su subordinado?

—Si usted lo desea, señor Bethune, ¡tómelo prestado y listo! Pero…

Después de una pausa tormentosa, cómo si se estuviera conteniendo para no arrojar un rayo, el teniente Minnoch se dispuso a continuar.

—Yo le he preguntado, señor, qué otra cosa prueba esta evidencia. Y estoy un poquito sorprendido, es posible, de que alguien tan agudo como usted no haya caído en eso de inmediato. Quiero decir, el ruido.

—¿El ruido?

—Bueno, la falta de ruido. ¡Vaya! Cualquier cosa que haya ocurrido en ese dormitorio, parece que alguien tenía que entrar y luego salir. O’Bannion, como ha dicho él, oyó una especie de grito. Oyó la mesa y los platos al caer estrepitosamente. Pero eso es todo lo que oyó, y no vio nada. Él mismo armó bastante alboroto corriendo por la gran escalera, y no hay alfombra en este pasillo. ¿Cómo es que el atacante, ya sea de fuera de la casa o de dentro o de donde quiera que haya venido, no hizo ningún ruido?

Gilbert Bethune le miró con algo que se parecía a la consternación.

—Teniente, mucho temo…

El tío Gilbert no terminó la frase. Literalmente, se puso la mano sobre la boca al abrirse la pesada puerta del cuarto de Dave y cerrarse después tras el canoso doctor Quayle, quien se reunió con ellos cerca de la escalera del fondo y les habló en voz baja.

—Es suficiente por ahora —dijo—. Espero que por esta noche no me necesitarán aquí de nuevo. Si toda la situación no fuera tan grave, podría tener justos motivos de queja. ¿Alguna pregunta?

—Una o dos —le dijo el tío Gilbert en el mismo tono—, pero principalmente: ¿cómo está el corazón de Dave?

—La única cosa que se puede pronosticar en esta clase de afecciones es que no se pueden hacer pronósticos. Irá bien, creo. Orgánicamente Dave está en mejor estado que su padre; y su padre, con afección cardíaca o no, vivió hasta la edad bastante madura de sesenta y siete años.

—¿Ha dicho alguna cosa Dave?

—Oh, sí. Ha estado tratando de hablar —hasta que le ha hecho efecto el sedante. Me disgusta darle tantos sedantes, pero no he tenido más remedio.

—Podía… ¿ha dicho algo coherente?

—Sí, hasta cierto punto. —El doctor Quayle balanceó su maletín negro contra su pierna—. El muchacho ha sufrido un gran shock, por supuesto; pero aparte de las causas físicas, su emoción principal parece ser de ira. Antes de golpearle con esa arma, el asesino que ustedes persiguen trató primero de ahogarlo con una almohada.

—¿Ahogarlo? ¡Entonces eso explica…!

—¿La almohada sobre el piso? Sí, es seguro. La cama tenía dos almohadas. La cabeza de Dave estaba sobre una de ellas. Estaba tendido, con los ojos cerrados y descansando, pero no dormido, cuando de pronto la otra almohada cayó sobre su cara con todo el peso de las manos, brazos y hombros de alguien.

»No se quedó, si puedo decirlo así, acostado. Dave es un joven de mucha fuerza. Saltó sobre sus pies, arrancándose la almohada, y le hizo frente al asaltante.

—¿Vio quién era?

—No pudo ver la cara del tipo, aunque debió de estar tan cerca de él como lo estoy yo de ustedes. El asaltante soltó la almohada y levantó el brazo izquierdo… (con algo así como un impermeable flojo, dice Dave) para cubrirse la cara. ¡De todos modos! En un día oscuro, asustado y confuso como estaba, lo que ocurrió no es sorprendente. Vio levantarse el brazo derecho del hombre. Algo golpeó al muchacho; supo que caía contra la mesa, pero es todo lo que recuerda, antes de perder el sentido.

—¿No puede decir nada más?

—No, me temo que no. —El doctor Quayle exhaló un profundo suspiro—. Le he pedido que no se excite, pero ustedes conocen a Dave. Y le he preguntado solamente una cosa. Al final de una tarde soñolienta de domingo, sin ningún ruido en la casa, un atacante desconocido se introduce y coge a su víctima desprevenida. «¿Quieres dar a entender, le he dicho, que no oíste ningún ruido que te advirtiera?».

—¿Le ha contestado Dave?

—Sí, si es que pueden sacar algo en claro de esto. El muchacho dijo: «No pude haber oído nada, doctor. Ni siquiera llevaba zapatos; iba en calcetines».