Al pasar velozmente por el River Road en el Buick de su tío, Jeff se dio por vencido.
—¡Muy bien! —dijo—. Como toda pregunta es rechazada con algún comentario enigmático más (¡tú eres peor que el Padre Brown!), entonces es evidente que las preguntas son inútiles.
—No me obligues a parafrasear al doctor Johnson —rogó su tío—, y decir que yo debo proporcionar la información pero no el entendimiento para intepretarla. Tú eres un hombre inteligente, Jeff; la evidencia estaba delante de tus ojos. ¡Seguramente…!
—Muy bien: información. ¿Adónde vamos?
—A casa de la señora Keith. Aunque no soy muy íntimo de esa señora, y la conozco principalmente por referencias, al menos me la presentaron.
—¿Por qué a casa de Kate?
—Ya verás. Una tarde lluviosa de domingo debería encontrarla en su casa y estará en su casa; Harry Minnoch se ha asegurado de eso.
»¡Más información, sobrino! Entre las llamadas telefónicas que yo mismo he hecho esta mañana hay una a Westchester County, del estado de Nueva York. Quería informarme acerca de Malcolm Townsend y, si era posible, sobre Charles Saylor también.
—¿Townsend? ¿Piensas tú…?
—No, Jeff. No es de esperar que un extraño como Townsend tenga mucho interés en la familia Hobart, aparte de su natural interés en la casa que tienen. Pero buscaba información y la he encontrado.
—¿En qué sentido?
—El libro de Townsend, así como un trabajo previo de la misma naturaleza, fue publicado por la pequeña pero responsable firma de Fumess & Hart, de la Cuarta Avenida. Y Jerry Fumess, a quien he encontrado en casa alimentando su borrachera dominical, es un viejo amigo mío.
—¿Y?
—Townsend, a quien Jerry elogia mucho, pronuncia conferencias bajo los auspicios de Major Pond, Inc., una de las mayores empresas de Madison Avenue. Comenzó a dar conferencias a principios del otoño pasado, y con cierta desgana, porque le impide pasar cierto tiempo en el exterior investigando casas pintorescas. Townsend tiene una renta independiente, con la cual puede llamarse afortunado. Sus libros tienen amplias y favorables críticas, pero no se venden.
—¿Y qué pasa con Saylor?
—Mi informante —contestó el tío Gilbert—, no ha oído jamás el nombre de Saylor, pero me ha prometido investigar el asunto y, si encuentra algo, contármelo por teléfono a mi cargo.
Y con esto, Gilbert Bethune enmudeció por tan largo rato, con su atención aparentemente fija en el camino que tenía por delante, que actuó como papel de lija sobre la curiosidad de Jeff.
—¿Estás meditando sobre algo más, Señor Oráculo?
—Bueno, sí. Si buscamos sospechosos en un caso de homicidio, vuelta a vuelta quedamos empantanados. En cuanto a los hechos elegidos por el teniente Minnoch, consideremos nuestra colección realmente notable de coartadas.
—¿Coartadas?
—Tú con Ira Rutledge, para empezar. Tú mismo no eres un probable sospechoso; tampoco lo sería Ira. En todo caso estuvisteis los dos juntos desde la diez y media hasta después de la medianoche. Townsend y la señora Keith tienen una coartada aún más inexpugnable.
—Cuando Penny me habló por teléfono al despacho de Ira —recordó Jeff—, dijo que Kate había tentado a Townsend para que salieran de la Mansión poco después de la cena.
—Correcto. Ella le trajo hasta un club nocturno.
—¿Fue a El Zapatito de Cenicienta?
—No, al Zapatito de Cenicienta no. Este lugar, llamado poéticamente Le Moulin de Montmartre, brinda comida y licores así como una pista de baile. Muchos presentes atestiguan que él estuvo allí con la señora Keith desde la diez de la noche hasta después de la una de la mañana. En cuanto a Penny, con quien he hablado hoy…
—¿Has llamado a Penny?
—Penny me ha llamado a mí. Había visto el diario de la mañana y estaba muy perturbada.
—Tío Gilbert, no me habías dicho…
—¿Te advertí o no que dejaras tranquila a la chica por el momento? No tenía valor, dijo, para hablar por teléfono a la Mansión Delys o acercarse a alguien de allí. Por eso me eligió a mí. Las noticias sobre Serena ¿eran realmente ciertas? No podían ser verdad, ¿no? La he tranquilizado todo lo que he podido, sin mucho resultado. Después de llamarte al despacho de Ira anoche, jugó al bridge a tres manos con sus padres, hasta casi las doce.
—No pensarás que Penny necesite una coartada.
—En absoluto; simplemente he hecho el comentario sobre una colección impresionante de coartadas. Si llegamos a incluir a Saylor también, la lista será casi completa.
Nuevamente se quedó el tío en silencio. Excepto para repetir la esencia de lo que Dave le había dicho, Jeff mismo dijo muy poco mientras su tío se detenía en una casa del lado norte de la avenida St. Charles, justo antes de cortar la avenida Jackson, en el distrito de Garden.
La casa de ladrillos, revocada de blanco, pulcramente cuidada detrás de su seto, tenía cuatro delgadas columnas blancas en la planta baja y cuatro más para la galería con barandilla de hierro en el piso alto. Se produjo otra pausa en el tiempo lluvioso; Jeff, que no tenía impermeable, ni siquiera necesitó apresurarse.
Una criada les hizo pasar al amplio vestíbulo central y de allí, después de coger el sombrero y el impermeable de Gilbert Bethune, hasta un salón que había a la derecha.
Entre la opulencia Luis XV del recibimiento, en medio de una profusión de flores en sus floreros, Kate Keith se levantó para saludarles. Si bien deprimida y algo insegura, tenía el aire inconfundible de pulido y satisfecho bienestar. Malcolm Townsend, igualmente deprimido, pero quizá menos satisfecho, también se levantó para saludar.
—¿Sí, señor Bethune? —comenzó Kate.
Presentó a Townsend al tío Gilbert, y ya iba a presentárselo a Jeff cuando ambos murmuraron que ya se conocían.
—Ha venido, supongo —se apresuró Kate—, para preguntamos (lo llaman poner en la parrilla, ¿no?), sobre el horroroso asunto de anoche. Bien…
—Acepte mi seguridad, señora Keith —le informó el tío Gilbert—, de que nadie será quemado, ni siquiera chamuscado. Pero usted estará enterada de la muerte de Serena, ¿verdad?
—¡Oh, sí que me he enterado! Venía en los periódicos. Y el teniente No-sé quién, ¡ese terrible hombre del barco, ya ha estado aquí!
—¿Usted, señor —el tío Gilbert se había vuelto hacia Townsend—, se ha enterado también?
Cortés, intranquilo, Townsend se apoyó sobre un pie y después sobre el otro.
—Sí, me he enterado, en efecto —respondió—, aún antes de ver el diario o encontrarme con el teniente Minnoch. ¿Se lo explico?
—Si lo desea.
Kate casi interrumpió la conversación transformándose en una buena ama de casa. Después de instalar a Townsend sobre el sofá junto a ella, insistió en que los demás se sentaran y ofreció un refresco, que ellos rehusaron.
—Verá usted —continuó Townsend, pellizcando su labio inferior—, junto con esta señora, a quien ahora me tomo la libertad de llamar Kate…
—Verdaderamente, Malcolm —murmuró Kate—, ya era hora de que te decidieras, ¿eh?
—Kate y yo, entonces, salimos con el fin de ver algunos aspectos de la ciudad. No estoy muy seguro de si hago bien en decírselo a un representante de la ley…
—Hace bastante bien, señor —dijo Gilbert Bethune—, en decírselo a este representante de la ley en particular. Ustedes fueron a un club nocturno, Le Moulin de Montmartre, donde comprobaron que las bebidas eran de mejor calidad de lo que habían supuesto. La policía está satisfecha con respecto a sus movimientos y paraderos, en ningún momento importantes desde que ambos llegaron allí. Pero ¿qué me pueden decir sobre los acontecimientos anteriores de la noche; los acontecimientos, digamos, inmediatamente anteriores y posteriores a la cena en la Mansión Delys?
Kate cerró los puños.
—¡Bueno, señor Inquisidor! —explotó—. No quiero escatimar ni negar colaboración. Pero ¡nunca he oído tanta inutilidad en mi vida! ¿Escuchó usted alguna vez una cosa tan inútil? —preguntó a Jeff, y luego se volvió hacia el inquisidor—. ¿Qué diablos puede importar lo que Malcolm o yo o cualquier otra persona estuvo haciendo más temprano esa noche?
—No obstante, señora, la pregunta tiene interés.
—Cuando yo llegué allí —respondió Kate—, Penny Lynn estaba con ellos. Acababan de cenar, y hablaban de tomar fotografías de interiores.
—Penny Lynn —dijo el tío Gilbert—, ya me lo ha mencionado. ¿Hubo quizás alguna otra cosa, señor Townsend?
Townsend exhaló un suspiro de alivio.
—La toma de fotografías de interiores —contestó—, había comenzado antes de la cena. La señorita Hobart trajo una gran Kodak plegable, y su hermano un reflector con una nueva clase especial de lámpara para «flash» que se enciende con gran brillo durante varios segundos por vez si se conecta con cualquier enchufe corriente.
»La señorita Hobart resultó ser muy exigente a la hora de elegir fondos y poner ante él objetivo los temas a fotografiar. Dave tomó las fotografías, lo que casi invariablemente encontraba ella que hacía mal. Dave insistió luego en tomar tantas fotografías de la señorita Lynn (en la puerta, en el clavicordio) que tanto la señorita Lynn como la señorita Hobart protestaron enérgicamente.
—¿Algo más?
—No puedo recordar nada más. Hacia el final de la cena se habló de reanudar las fotografías. Pero no se hizo. Llegó Kate, como habrán oído; ella y yo salimos inmediatamente para el Moulin de Montmartre. ¡Cuando pienso que, mientras tomábamos coñac en nuestra mesa o yo llevaba torpemente a Kate por la pista de baile, Serena Hobart…!
Las palabras subieron de tono y se disiparon. El tío Gilbert asintió con la cabeza.
—¡Sí, desde luego! Ustedes salieron del club nocturno… ¿cuándo?
—No me fijé especialmente; era más de la una. Algún tiempo después Kate me dejó con su coche en el hotel. Y ahora —dijo Townsend—, llegamos a la parte de mi relato que puede tener cierto interés.
—¿Sí?
—Cuando Kate me dejó en el hotel, me dijo que me invitaba, muy amablemente, a almorzar aquí hoy. Me dormí imperdonablemente hasta casi las nueve, y cuando bajé decidí no desayunar. Había pedido el correo en el mostrador; me dirigía a buscar un taxi cuando…
—Malcolm —interrumpió Kate—, ¡no debes tomar taxis para todas partes! Hay dos automóviles en el garaje aquí; utiliza cualquiera de ellos cuando lo necesites. Después de todo…
—Gracias, Kate, pero… En fin, señor —continuó Townsend dirigiéndose al tío Gilbert—, iba en busca de un taxi, cuando encontré a un joven educado, de buenos modales, que dijo había llegado en ese momento y me oyó pedir la correspondencia. Después de presentarse como el detective Terence O’Bannion de la policía, me contó la trágica muerte de la señorita Hobart. No explicó mucho. Si por un momento las noticias parecieron tan increíbles como para sugerir que era alguna burla o broma grotesca, el joven O’Bannion resolvió pronto mis dudas entregándome un mensaje de Dave Hobart. Dave, que se había desmayado anoche, ahora pedía que no desertara de su lado en un momento como este; que me quedara en Nueva Orleáns hasta que pudiera levantarse.
»Mi primer impulso fue telefonear a Dave o ir a la Mansión a verle. Pero el señor O’Bannion me aconsejó que no lo hiciera, diciendo que Dave estaría mucho mejor si le dejaban solo durante el resto del día.
—Así que Malcolm ha cogido un taxi —completó Kate rápidamente—, y se ha venido aquí. Había bastantes noticias en el diario, con referencia a una o dos horas determinadas de la noche, pero no mucho; la mayor parte eran cosas que no querían o no podían decir. Luego ese otro detective, ese hombre horrible de enorme bigote y todo pelado, se ha presentado antes del almuerzo. Él es quien ha empezado a hablar de asesinato; ¿asesinato, por caridad? ¡Es una locura, eso es lo que es; y no me diga más!
Townsend extendió ambas manos.
—Agradezco tu ofrecimiento del automóvil, Kate, aun cuando no puedo aprovecharlo. Y es muy grato pensar que Dave cree que puedo serle útil en algo. Pero no me puedo quedar en esta ciudad mucho tiempo más; eso es imposible.
—¿Por qué es imposible, Malcolm?
—La semana que viene, por lo pronto, tengo ya pasaje para salir de Nueva York en el Île de France…
—Nos han informado, señor Townsend —interrumpió el tío Gilbert—, que pasa gran parte del tiempo fuera del país.
—En verano, sí; siempre en verano. Hasta el mismo clima inglés es generalmente tolerable en ese tiempo. Y los que tienen casas históricas, ya sea en las islas británicas o en otras partes, se encuentran con el ánimo propicio para entrar en contacto con ellas. ¡Pero mis viajes por el exterior, señor, son paparruchas, insignificantes paparruchas! La verdadera razón de que no pueda y no deba permanecer en Nueva Orleáns mucho más tiempo…
—¿Sí, señor?
—Ya —volvió a hablar el otro, con la turbación llegando casi hasta sus apuestas facciones—, he resultado el peor y más inoportuno de los intrusos. Habiendo tratado de ayudar a Dave, ¿realmente le he ayudado? Ustedes saben que no, y que tampoco puedo hacerlo.
Townsend se levantó del sofá. Dirigiéndose a las dos ventanas que miraban a la avenida St. Charles, se quedó de pie entre las dos, con su espalda hacia la pared, imagen de la más turbada indecisión.
—Lo que parecía importante ayer, señores, ya no tiene importancia hoy. Ayer, la vida entera de Dave Hobart parecía concentrada en una sola cosa: la búsqueda del oro escondido de su abuelo. Suspiraba por qué le brindaran una sugerencia, cualquier sugerencia en cualquier sentido.
—¿Y usted no ha conseguido brindarle ninguna?
—Le he hecho una sugerencia, señor Bethune. Como Dave estaba seguro de que nada había sido ni podía ser ocultado entre las paredes, le pregunté con respecto al espacio entre los pisos.
—¿Qué dijo Dave a eso?
—Lo eliminó de inmediato. Los suelos, me aseguró, han sido levantados una vez para instalar cables. Los suelos tampoco tienen ningún secreto.
—Usted estaba presente, creo —el tío Gilbert se aclaró la voz—, en el descubrimiento de que el famoso libro del comodoro Hobart había sido sustraído del despacho. Después, como usted sabrá, Dave hizo anotaciones de lo que recordaba de ese libro.
—Todos sabemos que hizo anotaciones. No se las ha enseñado a nadie, por lo menos en mi presencia.
—Aquí —prosiguió el tío Gilbert, sacando el sobre de su bolsillo—, hay una cita directa, otra parte del desafío que hizo el comodoro. «Desconfía de la superficie, las superficies pueden ser engañosas, especialmente las de ese taller. Ver Mateo VII, 7». ¿Cómo debemos interpretar eso?
Townsend miró a la lejanía.
—«Pide y te será dado; busca y encontrarás; llama y se te abrirá». ¡Qué extraños retazos de memorias se adhieren al fondo del cerebro de cada hombre! La referencia, estoy de acuerdo, alude claramente a ese antiguo desafío. Pero ¿cuál es la superficie de la que debemos desconfiar? No tenemos ahí ningún indicio. ¿La superficie de ladrillo, de piedra o de madera?
—Supongamos que no fuera ninguna de las tres cosas.
—¿Ninguna de ellas?
—Hago una conjetura, nada más; todavía no se puede probar. Si la superficie resultara ser de madera, en definitiva…
—Madera, ladrillo, piedra, hasta cartón o encaje de Bruselas, no altera una situación que ahora se ha vuelto intolerable; la señorita Hobart ha muerto; Dave, de momento está destrozado.
Cualquier búsqueda de un tesoro escondido se vuelve tan absurda como morbosa. ¿Qué pasó con el tesoro de Jean Lafitte, o con el del capitán Flint? Si fuera a quedarme aquí mucho tiempo más, manifestaría un estado mental cercano al vampirismo.
—¡Verdaderamente, Malcolm…! —protestó Kate.
—No salgo para Europa hasta el sábado que viene. Si tú insistes, si Dave insiste, me quedaré hasta el martes por la noche o el miércoles por la mañana. Me enorgullecía solamente de una cosa en la vida y he fracasado en ella. Que me sirva de aviso para el futuro.
—Quizá no haya fracasado —sugirió el tío Gilbert, volviendo a meterse el sobre en el bolsillo y levantándose—, aunque puede ser que hasta ahora no haya llegado a comprender de qué debe estar más orgulloso. Señor, señora, gracias a los dos. Como no tengo más preguntas con las que molestarles por el momento…
Unos minutos más tarde, al subir él y Jeff al automóvil, Jeff expresó cierta desesperación.
—No has sacado mucho en limpio, ¿verdad?
—Por el contrario, me he enterado de algo muy valioso. Ese hombre no tiene idea de dónde encontrar el oro del comodoro; ¡no tiene la menor idea!
—¿Creías que podía tenerla?
—Era una posibilidad a considerar. Tenía que hacer una prueba, y la he hecho. Tan pronto me he dado cuenta de que en su voz sonaba la verdad, he visto en qué dirección tenemos que mirar.
—¿Para encontrar el tesoro perdido?
—Para encontrar la respuesta a una pregunta que ha sido muy descuidada.
—Bien, ¿adónde vamos ahora?
—A mi club, creo. No hemos almorzado todavía; es demasiado tarde ya para preocuparnos de eso. Pero el club nos puede proporcionar un sándwich hasta en día de domingo.
El club del tío Gilbert, el Blackstone, para hombres de leyes, había sido apodado por tanto tiempo Los Querellantes, que la mayoría de los que no pertenecían a él creían que había sido bautizado así. Situado en el centro de la ciudad, se erigía en tres pisos con balcones salientes en la esquina de Gravier Street y la St. Charles Avenue.
Otra racha de lluvia había llegado y se había ido antes de que Gilbert Bethune dejara su coche en el estacionamiento que estaba al norte. Siguiéndole por el club, entre las sombras del vestíbulo hacia la escalera del fondo, Jeff pensó que veía una silueta vagamente familiar que entraba por la puerta, a su espalda.
La sala de arriba era un recinto grande y cómodo con sillones y sofás de cuero bien mullidos, con sus balcones salientes que dominaban Gravier Street. El tío Gilbert señaló una silla a su huésped. Aún no se habían sentado, cuando entró esa silueta familiar: era el hombre tosco, algo excedido de peso, rubicundo de rostro y expansivo por naturaleza, a quien Penny había señalado el viernes por la noche como Billy Vauban.
—¡Ah, señor Fiscal de Distrito! —dijo.
El tío Gilbert presentó a Jeff, quien de inmediato se dio cuenta de las agradables cualidades del recién llegado;
—¡Encantado! —declaró Billy Vauban, estrechando sus manos cordialmente—. Si se pregunta usted qué es lo que hace un hombre de negocios vulgar y corriente en un club de abogados, le diré que soy abogado. Terminé la carrera hace años, aunque mi familia me haya empujado hacia un trabajo que en un tiempo tuvo un tío mío… ¿Qué es lo que se dice de bueno o de malo, señor Fiscal de Distrito?
—Iba a pedir sándwiches y algo de beber, si es que lo pueden servir aquí. ¿Nos acompañas, Billy?
—Lo siento, pero no puedo. Tengo que ir a buscar a mi esposa a casa de Wentworth, allá por el River Road, pasando… ¡Oye! Qué desagradable asunto el de Serena Hobart, ¿eh? ¿Es cierto que se cayó por la ventana de su dormitorio?
—Eso, por lo menos, es lo que las pruebas parecen indicar. —El tío Gilbert se sentó perezosamente, buscando un cigarro—. Tú nunca les has guardado rencor a los Hobart, ¿verdad?
—No; ¿por qué se lo habría de guardar? No es culpa de la familia que mi tío Thad resbalara y se matara allí. No puedo decir que haya intimidado jamás con ninguno de ellos, es cierto. Pero muchas veces he jugado al «pool» con Harald y he tomado varias copas con él, también. Otra cosa rara, Gilbert. Alguien ha estado propagando activamente el rumor de que yo quiero comprar la Mansión Delys.
—¿Entonces es sólo un rumor?
—Es peor que un rumor; es un maldito infundio —dijo el hombre de rostro encendido con gran emoción—. Tenemos nuestra propia casa de campo, y esa casa de la Esplanade, en la ciudad. ¿Qué haríamos con un museo inglés importado, todo engalanado como si esperaran que de un momento a otro llegara la Reina o Sir Francis Drake? Habría que mirar con bastante inspiración a la bola de cristal, para saberlo.
—Un comprador en perspectiva de nombre Merriman…
—No sé quién está haciendo correr esa noticia; ni me importa. Bien, ahora tengo que ir a buscar a Pauline, y eso me recuerda algo. Durante dos noches seguidas, primero el viernes y luego el sábado, he tenido un hervidero en casa que casi se convierte en drama. La primera vez fue en un club nocturno público; admito que hice el ridículo. Anoche fuimos a una cena de gala en casa de Wentworth. El problema se inició mucho más tranquilamente; no se complicó realmente hasta que íbamos camino de casa, y yo estaba frío y sobrio. Pero…
—Cuando ibais camino de casa, ¿a qué hora? ¿Lo recuerdas por casualidad?
—Oh, alrededor de la medianoche. Sí, seguramente a esa hora. —Luego Vauban exhaló un suspiro profundo como si quisiera hacer desaparecer el tema con un soplido—. Tú no has llegado a casarte, ¿eh? ¡Puedes dar gracias a tu buena estrella por no haberlo hecho! De todos modos, ya me voy, adiós. Encantado de haberte conocido, Jeff, ¡mantente lejos del matrimonio tú también!
Cuando el abogado sin ejercicio se hubo marchado, tan confiado en sí mismo como siempre, Gilbert Bethune tocó el timbre para llamar al camarero.
—Esta corta entrevista —comentó—, en definitiva, nos ha proporcionado información adicional y una sugerencia más. ¿Qué te parece Billy el Sincero?
—Puedo decirte lo que me parece tanto la información como la sugerencia.
—¿Qué?
—Superficialmente —respondió Jeff—, no hay motivos para relacionar a Vauban o a su esposa con lo que le pudo haber pasado a Serena. Pero, si no salieron de casa de sus amigos hasta la medianoche, lo que se puede establecer fácilmente, nos da otra completa e irreprochable coartada doble.
—Quizá no estamos pensando en la misma sugerencia —dijo el tío Gilbert.
A petición suya, les sirvieron sándwiches de pollo, ensalada de patatas, y una cerveza fría que tenía el sabor de la verdadera Pilsen. Después se arrellanaron en sus butacas, fumando, mientras las sombras del anochecer comenzaban a oscurecer el salón. Gilbert Bethune, como una especie de Sherlock Holmes jurídico, observaba la punta de su cigarro.
—¿Discutimos un poco este asunto? —sugirió—. La mayoría de los hechos, repitámoslo, se hallan bien a la vista. Uno de esos hechos, en sí mismo aparentemente sin importancia, ha sido repetido con mayor frecuencia que cualquier otro. Y sin embargo, nadie parece haber notado qué es lo que puede significar.
—¿Algún indicio con respecto al oro perdido?
—Este hecho, Jeff, no se refiere al oro perdido.
—¿No se refiere a…?
—¡Piensa! —le instó en voz baja tío Gilbert—. El oro del viejo es un hecho importante; ha sido reconocido así, pero para la resolución de este misterio es solamente de una importancia parcial. Si yo revelara el paradero del oro en este momento, como me inclinó a pensar que podría hacer, no estaríamos más cerca de saber quién mató a Serena o de qué manera se acercó a ella el asesino.
—¿Quieres decirme que hay algo tan evidente que no alcanzo a verlo?
—Olvídate de las paradojas; solamente nos pueden conducir a un callejón sin salida. ¡No, Jeff! Hay algo tan corriente, tan cotidiano, que se espera tanto, que en sí mismo no despertaría las sospechas de nadie, ni siquiera curiosidad. Y sin embargo, por inocente que el hecho puede ser, las circunstancias que lo rodean zumban como el aviso de una serpiente de cascabel ante cualquier paso descuidado. Debemos estar sobre aviso y tener cuidado. Debemos…
Fue interrumpido por la entrada del camarero, quien, al retirar los platos, le dijo que le llamaban por teléfono.
—¿Puedo recibir aquí la llamada? —preguntó el tío Gilbert.
Indicó un teléfono en la pared del salón que formaba ángulo recto con la pared donde estaba la gran chimenea de mármol. Cuando el camarero asintió, el tío Gilbert se puso de pie, caminó hasta allí con cierta premura, y dirigió su voz al carbón sensible del aparato.
—¿Sí, Harry? —le oyó decir Jeff—. ¿Qué es? ¿Cuándo? ¿Pero está…?
A pesar de la creciente oscuridad que hacía difícil leer en los rostros, Jeff no pudo dejar de percibir la alarma en la voz de su tío. El presentimiento entró en el salón en forma tan palpable como un visitante de carne y hueso. Después de preguntas y comentarios muy breves, el perturbado Fiscal de Distrito colgó el auricular.
—Ha habido otro atentado —dijo, volviendo a grandes pasos—. No, no ha tenido éxito; Dave todavía está vivo. Pero podría haberlo tenido; el asesino casi ha mostrado la cara. Tenemos que ir a la casa y rápido. ¡Vamos!