Muchas horas después, en ese domingo lúgubre con rachas de lluvia que arreciaban y se disipaban, Jeff se encontró nuevamente inmerso en una red que parecía no abrirse nunca para permitirle escapar.
Cuando ni el teniente Minnoch ni nadie más pudo responder a la pregunta que el tío Gilbert dejó caer en la escalera, el teniente se sumergió en una conferencia de susurros con el sargento Bull y un oficial vestido con ropas de civil, que había sido llamado desde uno de los automóviles de la policía que estaban fuera.
Llamando a Jeff con un ademán, Gilbert Bethune condujo a su sobrino primero a la biblioteca, luego por ella hasta el despacho. Le señaló a Jeff uno de los mullientos asientos y ocupó otro, donde se dio a la tarea de recortar y encender el cigarro que hasta ese momento no había podido fumar.
—Y ahora, con tu permiso.
—Tío Gilbert —insistió Jeff—, de nada sirve que me preguntes en qué se parece la muerte de Serena a la del difunto Thad Peters. Aparte de que ambos murieron de una caída, no existe un punto de similitud entre ellas. Ocurrieron en lugares distintos y en diferentes circunstancias. Finalmente…
—Sin embargo, después de reflexionar se puede presentar más de una similitud. Pero ahora no me preocupan las teorías; mi preocupación reside solamente en la información.
—¿Qué clase de información?
—Cuento —dijo el Fiscal de Distrito—, con tu memoria fenomenal. Para los acontecimientos del pasado, tú has recibido la bendición de lo que algunos llamarían la memoria total.
—¿Sí?
—Tú viajaste río abajo, tengo entendido, con Serena, con Dave, con Penny Lynn, con la señora Kate Keith, y con un inocente aunque inquisitivo personaje periodístico de nombre Saylor. Ten la bondad de decirme todo lo que viste u oíste entre el lunes por la mañana y el sábado por la noche.
—¿Todo?
—Por lo menos, todo cuanto se relacione con cualquiera de esas cinco personas. Quizá lo relacionado con otros también; eso surgirá a su debido tiempo. Si no estás demasiado cansado…
Jeff hizo lo que pudo, tratándose de esa soñolienta hora de la mañana. Pasó ligeramente por los detalles de las entrevistas privadas entre Penny y él, sin mencionar en ellas las situaciones embarazosas. En otros aspectos, describió e hizo citas con tanta extensión que pensó que podría estar hablando demasiado. Pero Gilbert Bethune, lejos de parecer aburrido, más de una vez profirió una exclamación de contento.
—Ya ves, tío Gilbert, que realmente ocurrió bien poco.
—Y sin embargo puede haber ocurrido más de lo que parece evidente superficialmente. La preocupación del capitán Joshua Galway merece ser investigada. También… pero no importa. ¡Continúa!
Jeff obedeció. Era una narración muy prolongada; el tío Gilbert había fumado un discreto número de cigarros, Jeff más de medio paquete dé cigarrillos, y las agujas del reloj se deslizaban hacia las cuatro de la mañana cuando el narrador se echó hacia atrás en su asiento.
—La conmoción de la muerte de Serena —resumió—, ha seguido casi inmediatamente a otra conmoción que, aunque de distinto modo, me ha producido casi tan mala impresión como esta. Me refiero a las noticias de Ira Rutledge: si los dos Hobart sobrevivientes murieran antes del 31 de octubre, su propiedad sería repartida entre yo mismo y un clérigo de Nueva Inglaterra que ya tiene más dinero del que necesita. ¡Maldito sea todo esto…!
—¿Puedo recordarte —habló el tío Gilbert entre una nube del humo de su cigarro—, que existe solamente un Hobart sobreviviente? Debemos tener mucho cuidado de que no le suceda nada a Dave, y yo he dado órdenes en ese sentido. Un policía vestido de civil ha sido apostado fuera de la puerta de Dave, con instrucciones de no causar molestias ni llamar la atención sobre sí mismo. Así te podremos ahorrar el embarazo de una herencia que no quieres.
Aplastando el cigarro en un cenicero, se puso de pie.
—No tengo idea —agregó—, de quién quiso hacer daño a Serena y puede querer hacer daño a Dave. Estoy de acuerdo con Ira en que es improbable que seáis tú o el estimado clérigo de Boston. Pero ahora tengo algunos hechos y puedo inferir ciertas deducciones.
—Bien, ¿y qué más?
Los ojos de Gilbert Bethune fueron errando hacia la caja fuerte de la esquina noroeste de la habitación.
—Después del descubrimiento de que el libro del comodoro Hobart había sido sacado de allí, creo que tú dijiste que Dave mismo hizo algunas anotaciones sobre lo que podía recordar del libro. ¿Dónde están esas anotaciones ahora?
—En ese escritorio del rincón opuesto, si es que todavía están ahí.
El tío Gilbert fue hasta el escritorio y descorrió la tapa.
—Las anotaciones están aquí —informó, levantando dos pequeñas hojas de anotador con la letra impaciente de Dave—. Aunque creo que difícilmente necesite esto, será mejor que me las lleve. La policía se habrá ido hace rato, excepto el oficial O’Bannion; pero si han seguido mis instrucciones habrán dejado un coche para mí. Ahora trata de dormir un poco, Jeff. Mañana, no muy temprano, tengo intención de sacarte de la cama y arrastrarte hasta la ciudad como un verdugo[15]. Mientras tanto, gracias; me has ayudado mucho. A bientôt.
Así que, después de dormitar agitado —a veces profundamente, otras con sacudones o sobresaltos de vigilia—, Jeff se levantó y se vistió, en el ruido intermitente de la lluvia del domingo, poco después de las doce.
Cato le encontró vagando sin objeto escalera abajo e insistió en servirle huevos revueltos en el refectorio. A pesar de que no tenía apetito, comió lo que pudo. Cato se eclipsó pero volvió a aparecer cuando Jeff terminaba su segunda taza de café.
—Él señó Dave 'tuvo 'perando pa' velo, señó Jeff. ¡Dijo que ha de velo, a pesá de todo! ¿Va a subí, señó Jeff?
—Sí, ¡por supuesto que lo haré! ¿Cómo está ahora, Cato?
—Bastante malo toavía, ya que me lo pregunta. Tomó su 'esayuno; comió menos que usted. Dotó 'etuvo y se fue. El oficial de policía también se fue. Él señó Dave no quiere 'ecir cómo se siente; ¿piensa que Cato no sabe?
La lluvia había parado por el momento. Echando un vistazo por una de las ventanas abiertas, Jeff pudo ver el Buick de su tío que se acercaba y estacionaba fuera; Gilbert Bethune en persona, con impermeable y sombrero blando y llevando una cartera, desplegó toda su estatura fuera del coche. Jeff se asomó a la ventana y se tocó la frente cuando el tío Gilbert levantó la cartera en ademán de saludar.
—Cato, por favor dile a mi tío que he subido a ver al paciente. Volveré a bajar dentro de un momento.
Mientras Cato fue a abrir la puerta, Jeff echó a correr escaleras arriba. Al fondo del vestíbulo del primer piso, un pasaje transversal, igual al pasaje transversal del frente, recorría todo el ancho de la casa. Al final de este pasaje, hacia el oeste y sobre la derecha, estaba la puerta cerrada del dormitorio de Dave. Detrás, a mano izquierda, una escalera interior conducía hacia un pasaje similar, y a una puerta lateral del piso de abajo.
Respondiendo al golpe de Jeff en la puerta, una voz algo pastosa le invitó a entrar.
Aquí detrás, las ventanas, más pequeñas y menos trabajadas que las de la fachada principal, tenían todas cortinas. Aunque estas cortinas estaban abiertas, dejaban pasar solamente la luz de un día oscuro sobre un mobiliario cómodo, cuadros de barcos de vela, una desordenada y bien provista biblioteca, y la copa de plata ganada por Dave en los debates de la escuela preparatoria.
Dave, en pijama, sentado en otra cama con dosel, con una bandeja de desayuno apenas tocado, pero con un cenicero repleto sobre la mesita de noche que tenía a su lado, hizo una señal para evitar toda pregunta.
—Todavía estoy completamente lleno de esa maldita droga —dijo—. Estoy absolutamente bien, muchacho, menos cuando empiezo a pensar sobre lo que pasó. Mira, Jeff. Siento lo de anoche; ¡siento haber actuado como una vieja!
—Tranquilo, Dave. No actuaste como una vieja.
—Y yo no puedo comprender por qué están tan preocupados por mí. ¡Es por Serena por quien deberían preocuparse, no por mí!
—¡Tranquilo, he dicho!
—Tú no te escaparás de mí, ¿verdad? ¿Te vas a quedar por unos días?
—Aquí estoy, Dave.
—Hablando de quedarse en la ciudad —continuó Dave, evidentemente sin tener conciencia de su falta de lógica—, ¿sabes que hasta tienen a un policía de guardia fuera toda la noche?
—Sí.
—Ha venido a echar un vistazo aquí dentro al terminar la guardia. Le he pedido que haga algo para mí, y espero que lo haya hecho. Otra cosa, Jeff. —Dave buscó sus cigarrillos, encontró uno y lo encendió—. Puedo adivinar casi todo lo que Ira Rutledge debe haberte contado. Después de Serena y yo, todo lo que quede de la propiedad es para ti y ese viejo Como-se-llame. No te lo dijimos; ¡no podíamos llegar a decírtelo!
—Eso es comprensible, Dave.
—Eso no es todo lo que Serena no te dijo. Ella estuvo fingiendo que deseaba fervientemente librarse de esta casa y salir de ella; yo la respaldaba. Pero eso no es verdad; nunca fue verdad. Ella estaba tan apegada a esta vieja casa como yo, o más. Tú tenías una especie de sospecha de eso, ¿verdad?
—Yo podía sospechar o no, pero Penny Lynn estaba segura de eso.
—¿Penny? No le dirías a ella…
—En aquel momento, a principios de la semana, yo no sabía nada que pudiera contarle a ella. Cuando le comenté que probablemente le venderíais la Mansión Delys a cierto Earl George Merriman, Penny dijo: «A Serena no le va a gustar eso; no le va a gustar nada».
—Anoche, antes de que se nos echaran encima todos estos fantasmas, Penny estuvo aquí. También estuvo Kate Keith, que atacó y se apoderó de Malcolm Townsend. Y eso hace que me acuerde de una cosa, Jeff. Este tipo, Townsend, es excelente; me gusta. Pero ¿tú dirías que es un hombre por el que las mujeres se desvivirían de esa manera?
—No, no especialmente. ¿Por qué?
—Porque te equivocarías. ¡Siempre ocurre condenadamente lo mismo, sea cual fuese la mujer con que hables! Una mujer dirá que cierto hombre es atractivo, poniendo delante un —imitó Dave— «bárbaramente» o «terriblemente», y te desafiará a que nombres a alguien que tú consideres que le gustaría a ella, y cuando lo haces te mira como si le hubieras pedido que encontrara un gran «sex appel» en el jorobado de Notre Dame. Kate Keith…
Y aquí Dave se salió de nuevo por la tangente.
—Yo mismo, moi qui vous parle, no fui enteramente franco cuando hablé con los policías o con tu tío. Tal vez tenga que remediar eso, pero…
—Podrías tratar de ser franco con tío Gilbert, por lo menos. Él quiere ayudar; está completamente de tu lado. Y acaba de venir para llevarme a una especie de diligencia que debemos hacer en la ciudad, así que tengo que irme. ¿Por qué no has sido sincero con él?
—De pronto, como surgida de la nada, me asaltó una sospecha sobre algo con lo que he vivido desde que tengo uso de razón. Me asusté; me asusté de veras. Así que no dije nada del asunto, aunque tú debes adivinar de qué se trata. Seguiré tu consejo. Si tú dices qué conviene tener confianza en tío Gilbert, confiaré en él. Tienes libertad de decirle todo lo que he dicho. Me levantaré pronto; luego yo le diré el resto. Entre tanto, hay un libro de Palgrave sobre esa silla junto a la lámpara de pie; echámelo hacia acá y sigue tu camino.
Jeff cerró la puerta detrás de él. En el vestíbulo de abajo, Cato se inclinó y señaló con la cabeza hacia la biblioteca.
En la larga mesa que estaba en medio de la biblioteca, bajo las ventanas de vitraux y estantes de libros antiguos, estaba encendida una lámpara con pantalla de seda amarilla. Gilbert Bethune, con sus mefistofélicas cejas alzadas, estaba de pie en el extremo más alejado de la larga mesa, abriendo su cartera. Acercó una silla jacobina tallada e hizo una seña a Jeff para que ocupara una igual frente a él.
—Por mi parte —comenzó el tío Gilbert—, estoy levantado desde las ocho de la mañana. Con cierta presunción puedo informarte que he hecho y he recibido varias llamadas telefónicas; Harry Minnoch ha estado reuniendo información con la misma actividad. También ha tenido que desembarazarse de los periodistas, como lo estuvo haciendo Cato cuando telefoneaban aquí. Nuestro buen teniente, además, está ahora meditando sobre algo que pesa en su pensamiento (la sutileza quizás) y sobre lo cual no puedo persuadirle de que hable. Antes de que salgamos para la ciudad…
—¿Qué, tío Gilbert?
—Quizás recuerdes que ayer te mencioné un misterio propio ahora incuestionablemente unido al misterio de lo que ocurrió en ese dormitorio anoche. Dije que quería mostrarte el original de cierta carta. Antes de que nos dirijamos a la ciudad, creo que podrías mirarlo. Fue enviado desde Nueva Orleáns a finales de marzo, dirigido a mí en la Municipalidad, marcado «particular». Aunque no está firmado salvo con dos palabras al final, y da informaciones solamente en un aspecto…
—¿Tú te refieres al asunto de que hablaba el teniente Minnoch en el vapor? ¿Es que permitís que os perturbe una carta anónima?
—La carta en sí misma proporciona respuestas parciales. Aquí está.
El tío Gilbert sacó de su cartera una hoja de papel doblada y se la alcanzó. Jeff desdobló el papel, miró las líneas escritas a máquina que ya habían sido muy estudiadas, lo extendió bajo la lámpara y se sentó.
«Estimado señor:
»Esta comunicación llama su atención sobre el asesinato de Thaddeus G. Peters en la Mansión Delys en la noche del 6 de noviembre de 1910. Antes de que arroje mi carta al cesto de los papeles, exclamando con impaciencia que no va a prestar atención a los anónimos y que de todos modos la muerte de la víctima fue accidental, sea simple, haga la justicia de leer lo que sigue».
Los ojos de Jeff se detuvieron un momento. Llevando la mano al bolsillo interior de la chaqueta, encontró y desplegó la hoja escrita a máquina, mucho más pequeña, que habían pasado por debajo de la puerta de su camarote durante el viaje por el río.
—No es la misma máquina —anunció—. La que me enviaron a mí tiene la letra más pequeña, y probablemente fue hecha en una portátil.
—Ah, ¿la nota misteriosa que llamaba tu atención sobre Royal Street número 701b? Por tu descripción parecía improbable que fueran obra de la misma mano, o por lo menos de la misma máquina. La carta que me enviaron fue escrita en una Remington corriente por alguien que no dejó huellas dactilares. ¡Pero te estás olvidando de lo que hacías; continúa leyendo!
Así lo hizo Jeff.
«El número de personas que sufren lesiones graves al caer escaleras abajo, aunque sean escaleras antiguas es muy reducido. Que la víctima se rompiera el cuello de esta manera es un hecho tan raro como para que sea casi inaudito. Encontrará confirmación de mis afirmaciones en las estadísticas proporcionadas por cualquier compañía de seguros».
Nuevamente se detuvieron los ojos de Jeff; leyó la última frase en voz alta. A pesar del día cálido, la atmósfera de la biblioteca de pronto parecía helada.
—Pero ¿se rompió el cuello o no? ¿Existe alguna duda de eso?
—No, no hay duda sobre eso —dijo el tío Gilbert—. Por otra parte, nos deja en nuestras manos un accidente bastante milagroso. Anónimo o no, lunático o no, el que escribe dice la verdad. Esas son las cifras de las compañías de seguros.
—¡Pero un extraño accidente…!
—Después de esa frase sobre la compañía de seguros, Jeff, solamente hay un párrafo más. ¿Qué es lo que dice?
«Si cualquier huésped de su propia casa se levantara de madrugada para explorar el piso de abajo, ¿no suscitaría evidentemente su curiosidad? Este huésped, aparentemente, creyó necesario subir la escalera con una jarra de plata y su bandeja. ¿Por qué estaba el señor Peters allí? ¿Qué podría haber estado haciendo? Cuando haya examinado todas las circunstancias, señor, supongo que adoptará el punto de vista tomado por
Su Seguro Servidor
Amor Justiciae».
Jeff dobló la carta y la devolvió.
—Tomas en serio a Amor a la Justicia, ¿verdad?
—Lo suficientemente en serio por lo menos como para examinar lo que dice. Tu extraño accidente, suponiendo que haya sido eso, le ocurrió a un atleta famoso con un estado físico de primera clase, quien por ninguna razón visible pareció comportarse como un lunático.
—Según Dave, esos detalles sobre Peters llevando los objetos de plata que dejó caer, no se revelaron en la indagatoria ni llegaron a la prensa. ¿Quién pudo haberse enterado de todo eso?
—Cualquiera, de cualquier edad, que tenga oídos para oír. En 1910 yo mismo era solamente un abogado joven que luchaba por abrirme camino en mi práctica jurídica. Pero no me he olvidado: toda la ciudad bullía en rumores, tanto verdaderos como falsos.
—¿Hay algo que valga la pena recordar?
Volviéndose hacia los estantes de libros, Gilbert Bethune cortó y encendió un cigarro. Otra vez con más rostro mefistofélico que con cara de tío, la mirada sardónica volvió hacia la mesa.
—Cada vez que me encuentro contigo, Jeff, parece que fumo mucho más que lo que me conviene. Pero eso también te pasa a ti, y ninguno de nosotros tiene la menor intención de renunciar a eso.
Su tono se hizo más serio.
—En 1910, técnicamente —explicó—, Thad Peters era director gerente de Danforth & Co., Carpintería Fina. En la pura realidad tenía mucho más poder que eso. Su hermana mayor se casó con Raoul Vauban. Con el respaldo de un clan rico y poderoso, Thad trataba de obtener el pleno control de Danforth. También en eso estaba Harald Hobart, quien finalmente lo obtuvo. Durante cierto tiempo hubo rivalidad entre ellos.
»Parecía la más amistosa especie de rivalidad. Harald profesaba gran estima por Thad, y siempre sostuvo que había alguien en la sombra; alguien cuya identidad no pudo adivinar, tratando de crear problemas entre los dos. ¿Conocías bien a fondo a Harald Hobart?
—Le conocí, por supuesto, pero eso es todo.
El tío Gilbert meditó.
—Tenía un carácter extraño, anómalo: combinaba al hombre callado con el conservador abundante, de buen natural pero imprevisible. No es algo que se haya sabido pero en ciertas oportunidades Harald bebía mucho. Nunca salía de parranda ni se portaba mal en público. Pero podía confiarle a una persona totalmente extraña en un bar lo que jamás le habría contado a un amigo íntimo, y a la mañana siguiente olvidar que hubiera dicho una palabra.
»Un amigo íntimo era el doctor Ramsay, un brillante cirujano que vivía, y aún vive en Bethesda, Maryland. No creo que haya bebido demasiado en casa de Ramsay, pues el doctor era uno de esos escoceses de carácter fuerte que se oponen a la bebida. Serena, que era la hija favorita de Harald, trabó una gran amistad con Laurel Ramsay, la hija del médico, y la visitaba allí también.
—Estas observaciones últimas, por supuesto, ¿debo referirlas a algún tiempo después de 1910?
—Así es, Jeff, así es; me estaba adelantando. Sin embargo, con respecto a la acusación hecha en esta carta por Amor Justiciae —y el tío Gilbert la devolvió a la cartera—, puedo decirte lo qué hice.
—Según el teniente Minnoch —dijo Jeff, reflexionando mucho—, él entrevistó a un detective retirado de nombre Trowbridge, que había sido el teniente que estuvo a cargo del asunto de Peters. Minnoch no agregó nada más.
Gilbert Bethune formó un anillo de humo y lo observó disolverse.
—Hay muy poco más que pueda yo agregar —contestó—. Zack Trowbridge, entrado ya en años, pero todavía bien despierto, no nos pudo prestar mucha ayuda. Solamente pudo agregar una pizca de testimonio adicional y al azar, que puede tener significación o no tenerla.
—¿Y es?
—Hace diecisiete años parece que generalmente había acuerdo en que Thad Peters no había gritado al caer; solamente se oyó ese tremendo estrépito de los objetos de plata. Todos convinieron en eso, es decir, salvo una criada, ahora muerta, que había estado durmiendo en la parte superior de la casa. La criada creía haber oído cierta clase de grito leve. Pero ella pensaba, no estaba segura, que lo había oído poco antes del estrépito de los cacharros, y creía que venía de fuera de la casa.
—Eso no parece que…
—Quizá no; interprétalo como quieras —dijo el tío Gilbert—. Y sin embargo, eso nos devuelve como en un círculo, no sé si lo ves, a la pobre Serena, muerta anoche en circunstancias igualmente oscuras y sin sentido. Nos gusten o no, los hechos actuales también se deben afrontar. Es mejor que nos dispongamos a interrogar a ciertos testigos.
—Hablando de testigos, tío Gilbert, ¿qué otras personas entre los que están comprometidos en este asunto, se enteraron de la muerte de Serena?
—Todos deben haberse enterado; ha aparecido en los diarios del domingo por la mañana, o sea de hoy. Cuando los periodistas fueron despedidos de aquí, tuvieron que contentarse con un comunicado de la policía en la ciudad.
—Gracias por avisarme. Pensaba hablar por teléfono con Penny Lynn, pero no lo haré todavía. Penny se quedará tan sorprendida e inquieta que… que…
—Sí, es mejor que esperes. —Entonces, el Fiscal de Distrito meditó en sus propios asuntos—. Anoche, como ya te he indicado, olvidé buscar algo en la habitación de Serena que evidentemente debía estar allí. El descuido ha sido corregido hoy, con resultados satisfactorios, y también con un descubrimiento interesante. Todavía hay una serie de interrogantes más directos; pero puesto que es domingo, debo esperar a los días de trabajo. Apostaría…
No terminó la frase, detenido por el claro sonar de la campanilla de la entrada. Por las puertas abiertas de la biblioteca y el salón más pequeño pudieron ver a Cato dirigiéndose a responder a la llamada.
—Lo que iba a decir —reanudó sus palabras el tío Gilbert, señalando con el cigarro—, sustitúyelo por la declaración de que apostaré a que sé quién es. ¡Es Ira Rutledge, o soy alemán puro en lugar del híbrido racial que he resultado! Me ha llamado esta mañana por teléfono, y me ha dicho que pensaba que era su deber estar aquí.
Era, efectivamente, Ira Rutledge. Después de pasar su sombrero y su paraguas a Cato, que murmuró algunas palabras, el abogado cruzó el saloncito y entró.
—Ni siquiera he ido a la iglesia —dijo—, con el impacto de las aplastantes noticias de anoche. Sin duda, los arreglos para el funeral recaerán sobre mí. ¡Bueno, así debe ser!
—Antes del funeral, Ira —le recordó el tío Gilbert—, hay ciertas desagradables pero necesarias formalidades que se deben cumplir. Es lamentable por supuesto, y sin embargo…
—Por supuesto, por supuesto; ¡no pidas disculpas! Pero entre tanto, una corona en la puerta no será prematura ni inadecuada, ¿verdad? ¡Y… Dave! ¡Pobre Dave! ¿Dónde está, Jeff, y cómo está?
—Mal, según Cato. Pero parece bastante fuerte la mayor parte del tiempo. Está en su cuarto, y dice que se va a levantar.
—Si me perdonan, entonces, voy a ofrecerle mis condolencias. En su cuarto, ¿eh? Creo recordar…
—Antes de que te vayas, Ira —interrumpió Gilbert Bethune—, una pregunta sobre las habitaciones. Aunque he visitado esta casa a menudo, nunca he pasado aquí una noche; tú lo has hecho. La esposa de Harald Hobart, si recuerdo bien, murió en 1911 ó 1912. Cuando vivía, ¿cuál de los dormitorios de arriba ocupaban ellos?
—¿La pobre Amy? Si eso importa, ocuparon dormitorios separados no mucho después de casarse. Amy estaba en la llamada Habitación Reina Isabel, de la esquina sudeste, y Harald en el Cuarto de los Gobelinos, en la esquina sudoeste.
—Aunque nunca ejerció, ¿Harald no era ingeniero de profesión?
—Estudió ingeniería electrotécnica, pero nunca se graduó. Estaba demasiado ocupado con… con otros asuntos. ¡Perdónenme, perdónenme!
El señor Rutledge salió apresuradamente. El tío Gilbert, achicando los ojos, seguía observando la puerta.
—Aun apartándonos de su carácter de abogado familiar, Jeff, nuestro amigo tiene alguna preocupación personal en su cabeza. Se le notaba claramente por teléfono. Ira tiene poco de qué preocuparse, se me figura. Pero el hecho de que le falten motivos nunca ha liberado a ningún hombre de la preocupación, y particularmente a Ira. Que se decida a contarme qué le pasa, es otra cosa.
—En cuanto a eso, tío. Dave mismo tiene algo que decirte. Dave está decidido a hablar: puede aclarar muchas cosas. ¿Le verás ahora?
—Veré a Dave, me parece, cuando haya visto a algunos otros primero. Para nuestro viaje a la ciudad, Jeff, no necesitas molestarte en tomar prestado el coche que has estado usando. Te llevaré en el mío y te traeré de vuelta. En cuanto a aclarar las cosas…
Al ir a cerrar la cartera, Gilbert Bethune vaciló. Con el cigarro en la mano derecha, colocó su mano izquierda en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un sobre en cuyo dorso había copiado una línea a lápiz.
—Ya me he visto obligado —dijo—, a modificar una manifestación que hice anoche. Dave escribió lo que podía recordar del libro del comodoro Hobart. Cuando retiré esas notas y me las llevé, dije que probablemente no me ayudarían. Pues todo lo contrario; me han sido de inmensa ayuda. El viejo comodoro dejó una clave más, una clave atronadora, un indicio que debe descubrir y revelar.
—¿Indicio? —explicó Jeff—. ¿Indicio atronador? ¿Qué indicio?
—¡Escucha! Después de estimar el peso del oro escondido, el comodoro Hobart escribió lo que sigue. «Desconfía de la superficie; las superficies pueden ser engañosas, especialmente las de ese taller. Ver Mateo VII, 7».
—¿Mateo? ¿Taller? —Jeff lo miró—. ¿Quieres decir que tenías una idea, pero que tuviste que modificarla porque la idea era equivocada?
—¡No, por todos los Magos! —dijo el tío Gilbert, volviendo a meterse el sobre en el bolsillo y cerrando la cartera—. Quiero decir que la idea estaba en lo cierto. La referencia del comodoro Hobart al evangelio de San Mateo, lejos de ser curiosa, es tan confirmatoria como para ser casi inevitable. «Desconfía de la superficie; las superficies pueden ser muy engañosas, especialmente las de ese taller». —El tío Gilbert se irguió—. Allí lo tienes. Interpreta correctamente esas palabras, Jeff, y habrás resuelto la mitad del rompecabezas que es este caso.