Bajo un cielo nocturno lleno de nubarrones, con rumores de viento en el follaje, Jeff dejó el Stutz en el garaje detrás de la Mansión Delys y se dirigió lentamente hacia la entrada principal. En el camino de entrada había varios automóviles. Aunque el mayor número de las habitaciones de la planta baja parecían hallarse iluminadas, arriba solamente podía ver luz en el dormitorio que estaba sobre la puerta de la entrada. Y esa puerta la abrió el mismo tío Gilbert.
Alerta, de mirada incisiva, vestido con cuidado aún a esta hora, Gilbert Bethune observó a su sobrino con cierta preocupación.
—¿Cómo te va, Jeff? ¿Cómo te sientes?
—Un poco atontado y con la cabeza vacía. Nada parece del todo real. Lo siento; no lo puedo evitar.
—No tienes nada de que disculparte. Has tenido un golpe; y no es más que lo natural. Pero si tú has sentido el golpe, te puedes imaginar lo que ha sido para Dave. Le ha dado en la cabeza, pobre diablo; no es para criticarlo.
—¿Qué ha sucedido, tío?
—¿No lo sabes?
—Sé que se trata de Serena, y nada más. Estaba en el despacho de Ira Rutledge cuando llamó Dave por teléfono, como te habrás enterado, y yo sabía que era bastante tarde, pero no me había dado cuenta de que ya había pasado la medianoche. Dave dijo apurado algunas cosas, incluso que la policía estaba aquí. Después de decir que Serena estaba muerta, parece que se desmayó.
—Sí, se desmayó.
—Y entonces, se ha puesto al teléfono el teniente Minnoch. El teniente preguntó si Ira estaba allí, y luego dijo que tú decías que yo viniera aquí lo más pronto posible. ¿Qué le ha pasado a Serena?
El tío Gilbert alzó la cabeza señalando el piso.
—Se ha caído, saltó o la empujaron desde la ventana de su dormitorio, allá arriba. Ha caído sobre las losas de la terraza.
—Bueno, es una buena caída. Pero… —Jeff se encogió ante el cuadro que imaginaba—. ¿Ha quedado… muy destrozada?
—No ha sufrido ningún golpe mortal. Le ha fallado el corazón, dice el doctor Quayle. Cuando has conocido a una persona durante casi toda la vida, como has conocido a Serena, será difícil pensar en ella como «el cadáver». Pero el cadáver ha sido retirado; no hay visiones de espanto. Dime ahora. ¿Quieres acostarte y tratar de olvidarte de todo esto por el momento? ¿O prefieres oír lo que se ha hecho para investigar algo más?
—¿Acostarme? No podría dormir ahora, ¡aunque mi vida dependiera de eso! Prefiero oír lo que tenga que oír.
—Entonces, sígueme.
Echando a andar con sus grandes zancadas, tío Gilbert le condujo por el pequeño salón iluminado, la iluminada biblioteca, el oscuro salón de billar y la oscura sala de armas, hasta la iluminada puerta del despacho del fondo. En el despacho se detuvo de espaldas al escritorio de tapa corrediza, ahora cerrado.
—Cayó, saltó o la empujaron —repitió amargamente—. ¿Otra vez los comerciantes de la superstición?
»Si algún poder puede arrojar a una víctima por la escalera y romperle el cuello, ¿está en toda la casa? ¿Es que alguien sugiere que el mismo poder es capaz de levantar a otra víctima y arrojarla por una ventana del primer piso?
—No —replicó el tío—, y nadie va a sugerirlo mientras yo esté al cargo de esto. Este agente es humano, pero ¿de qué modo ha actuado ese agente?
»Aquí están los hechos. Parece que hubo una buena reunión aquí a primeras horas de la noche. Podremos dejar todo eso en claro cuando los interroguemos a todos mañana; quiero decir hoy. El último visitante que salió fue Penny Lynn, que se despidió no mucho después de las diez y media.
—Lo sé; me llamó por teléfono desde su casa.
—¡Muy bien! —tío Gilbert se irguió—. También parece que Serena había salido hasta altas horas la noche anterior. No eran todavía las once cuando dijo que era mejor retirarse. Dave estuvo de acuerdo; evidentemente él tampoco había dormido mucho el viernes por la noche. Se fueron por separado, Serena a su habitación del frente y Dave a su propio cuarto en la parte de atrás, el mismo que ocupa desde que era pequeño.
»Todo esto no se habría descubierto hasta mucho después, posiblemente esta mañana, si no hubiera sido por uno de los sirvientes. El chófer es un joven llamado Isaac, que fue empleado durante el tiempo que estuviste afuera. Son bastante más tolerantes con el personal que mucha gente. Este chófer…
—Penny también mencionó eso —interrumpió Jeff—. El chófer había pedido permiso para salir; Dave le autorizó para que utilizara el coche de turismo. ¿Y bien?
—Isaac debía volver a las once en punto o se las iba a ver con Cato, que es un devoto de la disciplina. No volvió a las once; pero llegó a las once y veinte. Había luz en la habitación de Serena, lo que no hubiera despertado su curiosidad. Pero las luces delanteras del coche iluminaron a alguien que yacía en la terraza.
»Allí encontró a Serena, muerta hacía tan poco que su cuerpo aún estaba tibio, un poco hacia la derecha de la ventana que está más hacia el extremo derecho del panel de encima; habría sido la ventana del extremo izquierdo mirando desde la habitación. Serena tenía un pijama y algo puesto encima; hay discusiones sobre lo que llevaba sobre el pijama.
»Isaac guardó el coche; Cato se reunió con él en la puerta trasera; juntos trasladaron a Serena al interior de la casa, y la subieron arriba. No deberían haberla movido, por supuesto; pero hay que tener en cuenta su estado de ánimo.
»La puerta de la habitación de Serena estaba cerrada por dentro con pasador. Entonces la colocaron en otro dormitorio, mientras Cato despertaba a Dave. Luego comenzó el alboroto. ¿Me sigues hasta ahora?
—Perfectamente.
Gilbert Bethune sacó un cigarro del bolsillo superior izquierdo de su chaqueta, pero no lo encendió.
—Dave telefoneó al doctor Quayle —prosiguió—. Kenneth Quayle y yo somos viejos amigos de la familia. Antes de hacer su visita el doctor me llamó, diciéndome que no podría emitir un certificado de defunción en esas circunstancias. Me comuniqué con la Municipalidad y conseguí que viniera Harry Minnoch. Con otros más siguiéndonos, corrimos hasta aquí a toda la velocidad que podía dar el coche de la policía.
»Ya en ese momento toda la casa era un barullo. Habían forzado la puerta de la habitación de Serena para poder colocarla allí. Interrogamos a los sirvientes y les mandamos a dormir. Cuando pude obtener una declaración más o menos coherente de Dave —fue en la biblioteca de allá— corrió hasta el teléfono y llamó a Ira Rutledge. Entonces, casi se desplomó literalmente; hubiera tirado el teléfono si Minnoch no lo hubiera cogido al vuelo. El doctor Quayle lo colocó en la cama y le inyectó un sedante; Dave lo necesitaba. Me gusta ese joven; siempre le he apreciado mucho, aunque él no parece confiar mucho en mí en cambio.
»Y ahora, si puedes afrontar las pruebas contradictorias en la habitación de Serena —dijo tío Gilbert dirigiéndose a la puerta del despacho—, ven conmigo otra vez. No pierdas de vista a Harry Minnoch. Harry es un policía bastante bueno, un policía honesto. Pero una vez le dije que le faltaba sutileza, y no se le puede olvidar eso; está decidido a ser sutil hasta la muerte. ¿Cómo te sientes, Jeff?
—Como un intruso completamente inútil. No puedo hacer nada aquí; cualquier cosa que haya ocurrido, es como si yo lo hubiera apresurado todo al aceptar la invitación de Dave.
—Puedes hacer algo bueno aquí. Antes de que le hiciera efecto el sedante, lo último que dijo Dave fue: «Jeff vendrá, ¿verdad? ¿No abandonará el barco antes de que empiece a hundirse?».
—Me mantendré firme, por supuesto, si alguien lo desea. Pero…
Una vez más Jeff siguió a tío Gilbert. En el hall de la entrada, bajo el suave resplandor de las lámparas eléctricas en forma de vela, se encontraron con un señor de cabellos plateados, de aspecto preocupado, que descendía la escalera con su maletín negro en la mano.
—Ya le he dicho a su teniente —le informó el doctor Quayle al Fiscal de Distrito—, que no puedo testificar qué pudo haber usado la pobre Serena sobre su pijama, o qué clase de zapatillas podía llevar en sus pies. A mí me corresponde revisar a la víctima, no sus ropas. Cuando la vi en la cama, allá arriba, lo más que recuerdo es que llevaba solamente pijama; no tenía calzado de ninguna clase. Como ahora ya se la han llevado, y ya no necesitan de mí…
—¿La causa de la muerte, Kenneth?
—En lenguaje no técnico, Gilbert, un fallo del corazón. Por eso no hubo lesiones externas. Buenas noches.
Las luces estaban encendidas en el vestíbulo del piso superior; más luces brillaban a través de la puerta abierta del dormitorio de Serena, en la parte delantera de la casa. Jeff vaciló antes de seguir a su tío.
La puerta había sido forzada, según todas las pruebas, con un formón, arrancando entre astillas el cerrojo echado en su cerradura, de modo que ambas cosas habían quedado colgando. Había un polvo gris sobre el cerrojo y sobre los dos picaportes de la puerta.
Como las habitaciones anteriores de la planta baja, cada una de las de arriba tenía un panel de puertas-ventanas con cristales en forma de rombo, divididas en cuatro secciones por columnas de piedra: arriba todas las secciones eran fijas, pero abajo tenían bisagras y se abrían hacia afuera como una puerta. Tres hojas de ventana permanecían cerradas; la del extremo izquierdo estaba abierta totalmente, formando un vacío bastante grande. Habían echado polvo gris sobre las manivelas de las ventanas y el vidrio.
A pesar del sombrío revestimiento de roble, a pesar de la cama con dosel y la mesa de tocador del siglo XVII, Serena había intentado aligerar el ambiente con un par de sillas tapizadas, una o dos lámparas de pie, una mesa con revistas y un cenicero de generosas dimensiones, y algunos cuadritos con copias de Renoir y Monet.
Jeff miró hacia la cama, con su colcha de seda intacta quitando la depresión en que un cuerpo había descansado. En un rincón del cuarto, como una clueca empollando, se hallaba el añoso sargento Bull. Con un gesto de reconocimiento hacia Jeff, se dirigió hacia los recién llegados el bigotudo teniente Minnoch.
—¡Señor Bethune, señor! —comenzó tomando una actitud formal—. Este asunto de la sutileza…
—¡Sin malentendidos, por favor! —dijo tío Gilbert—. Es su caso, Harry; manéjelo como crea que corresponde. Yo soy amicus curiae, y por el momento no soy más que eso. ¿Cómo interpreta la situación?
El teniente Minnoch, que no llevaba su sombrero dentro de la casa, se pasó una mano por la calva.
—Bien, señor, ambos hemos escuchado a los testigos. En primer lugar, simplemente para comenzar, le diré lo que no ha sucedido. Aunque la señorita ha caído por esa ventana, no ha sido un suicidio ni tampoco un accidente.
—Parece bastante obvio. Aun así, ¿cuales son sus razones para decir eso?
—Ella entró aquí alrededor de las once menos diez. Echó el cerrojo a la puerta. Sus impresiones digitales están en todo el cerrojo y en ambos picaportes; el oficial Richards ha echado polvo en todas las superficies que suelen tener huellas. Ella se desvistió; se puso el pijama y otra cosa, cualquiera que fuese, que se echó encima. Pero le tenía sin cuidado la ventana. Por su propia voluntad, al menos, dudo que se haya acercado a la ventana.
—¿Cómo llega a esa conclusión?
—¡Porque no ha tocado la ventana! ¡Ni la que está abierta, ni las otras tres, ni parte alguna de ellas!
El teniente Minnoch fue hasta las ventanas y miró atentamente antes de regresar.
—Está tan alto esto —agregó—, que con estas ventanas trabajadas hay menos necesidad de tener cortinas que abajo. No hay cortinas en ninguna parte de la fachada. Y no hay una sola huella dactilar de la señorita Hobart en ninguna parte aquí, aunque sus huellas están por todo el resto de la habitación. Y no me pregunte quién abrió la ventana, señor: usted ha oído lo mismo que yo.
—¡Sí, por supuesto! —dijo tío Gilbert—. ¿Y la criada?
—Ya lo he averiguado, señor Bethune. La criada (creo que su nombre es Josie) se fue con los demás y que parece estar enamorada del chófer. Josie atendía a la señorita. Todas las noches abre la ventana, siempre esa misma ventana, y lo hizo anoche. Todavía no es tiempo de mosquitos, por lo que no hace falta poner una tela metálica, ni mosquitero en la cama.
»No he querido asustar a la criada más de lo que estaba ya, pero Richards le ha tomado sus huellas para ir a lo seguro. Sus huellas están en la ventana, en el cierre y en el marco también, un poco borrosas. Me parece señor, que solamente existe una cosa que puede haber ocurrido.
—¿Qué?
—La señorita, como le he dicho, entró aquí diez minutos antes de las once. Echó el cerrojo a la puerta…
—¿Por qué echó el cerrojo a la puerta? Nunca cierran con llave ni pasan los cerrojos de las puertas en la Mansión Delys; no tienen motivo para hacerlo.
—Tenían un buen motivo esta vez, señor, si lo hubieran sabido. Quizá Serena Hobart lo sabía, y pensaba que alguien la perseguía.
Tío Gilbert se puso rígido.
—Como tan cuidadosamente señala, Harry, yo también he oído a los testigos. En ningún momento parecía Serena estar aprensiva; solamente decidida, si bien un poco abstraída o alejada. Su propio hermano lo ha dicho y los demás lo han confirmado.
—Si estuviera en su lugar, señor —dijo el teniente con indulgencia—, no me dejaría impresionar demasiado por nada de lo que diga el joven señor Hobart. Es un caballero de temperamento versátil, me parece. Y las negritas estaban todas confundidas; no solamente la criada, sino el chófer y el viejo mayordomo también.
Tío Gilbert, que había vuelto a guardarse el cigarro en el bolsillo de la chaqueta, estaba quieto, dando tirones a su labio inferior con tremenda indecisión.
—Entiendo, Harry, que no duda de que esto es un asesinato.
—En absoluto, señor. ¿Tiene usted alguna duda de que es asesinato?
—No, realmente no. Pero ¿qué ocurrió aquí, exactamente?
—Estaba llegando a eso, señor. El asesino entró aquí anoche para hacer precisamente lo que hizo. El no quiso dejar huellas digitales: todos usan guantes ahora. Simplemente la agarró y la tiró por la ventana. Probablemente sabía que estaba mal del corazón, y que moriría antes de tocar el suelo. O puede ser…
—Si Serena había cerrado la puerta de modo que no la cogieran de sorpresa, ¿de qué forma entró el asesino?
—Bueno, señor, esa ventana está abierta de par en par.
Muy bien; la ventana está abierta. Pero eso lo pone más difícil.
Gilbert Bethune fue hasta la ventana y sacó por ella la cabeza, mirando fijamente la fachada, primero a la izquierda y luego a la derecha.
—Yo he mirado esto desde él exterior —manifestó—. Si se digna mirar por sí mismo, puede confirmar lo que yo digo.
Jeff lo siguió, miró también y pudo confirmarlo.
—Un borde de piedra muy estrecho —continuó su tío Gilbert—, corre a lo largo de la fachada a unos noventa centímetros por debajo del nivel del piso de este cuarto. Un reparador de cúpulas profesional podría arreglárselas para desplazarse por ese borde apretándose contra la pared y avanzando de lado. Pero no hay manera de que nuestro reparador pueda alcanzar el borde desde abajo. ¡Mire allí!
—Estoy mirando, señor —le aseguró el teniente Minnoch.
Todos se habían concentrado en lo que se decía.
—Las paredes son de ladrillo liso y con las juntas lisas —dijo el Fiscal de Distrito—, sin ningún resquicio en la argamasa como para que se pueda afirmar ni un dedo. No hay cañerías por las que trepar. Las paredes están libres de hiedra u otras trepadoras, así como han mantenido a los robles sin musgo negro. A no ser con un trabajo profesional con sogas y ganchos y un aparejo (y ayuda), hecho por un equipo experto a plena luz del día, desde el punto de vista físico es un imposible.
El tío Gilbert volvió a meter dentro la cabeza y se encaró con los otros dos.
—No, Harry, eso no sirve. ¿Qué otra cosa propone?
—Bueno, señor…
—Temiendo un ataque, Serena Hobart ha echado el cerrojo a la puerta, pero no vacila en desvestirse y ponerse el pijama. El comportamiento de su hipotético atacante parece aún más curioso. Ascendiendo de alguna manera por la pared como Drácula, lleva a cabo su propósito: de acuerdo con lo que usted mismo dice, la agarra y la tira por la ventana. Todo esto, obsérvenlo, ¡sin un solo grito ni siquiera una protesta de la víctima! Aunque los que estaban anoche en casa discrepan en otros puntos, todos concuerdan en que no se oyeron gritos. Observemos nosotros mismos que no hay absolutamente ninguna señal de lucha.
—Pero…
—Cuando irrumpen aquí más tarde, los testigos también concuerdan en que no encontraron a nadie escondido. ¿Qué ha hecho nuestro asesino? O ha descendido al estilo Drácula o si no, se ha vuelto invisible. ¿Cómo?
El rostro del teniente Minnoch brilló con una especie de resplandor.
—¡Pero mi querido señor —gritó—, usted puede formarse tantas ideas raras como el mismo joven Hobart! Soy el primero en admitir que sus ideas a veces dan resultado, como en aquel asunto del envenenamiento del barrio irlandés, en que encontramos a la falsa enfermera que lo hizo. ¿Pero puedo hacer yo una sugerencia?
—Estamos esperando alguna.
—No es absolutamente seguro que ella le tuviera miedo al tipo que la mató. Puede ser que esa sea la respuesta a todo el problema. Yo no quisiera decir ni una sola palabra con respecto a la reputación de la señorita. Pero de todos modos, cualquier policía sabe que estas niñas tranquilas pueden portarse y hacer ciertas cosas que no debieran.
»Digamos que dejó entrar al asesino por la puerta, y luego echó el cerrojo para que nadie más pudiera molestar. No tenía sospecha alguna que él había venido a matarla. De ese modo él pudo acercarse lo suficiente para hacer lo que quería. Antes de que ella pudiera darse cuenta de sus intenciones, la agarró y lo hizo.
—Entonces, ¿cómo bajó él por la ventana? —preguntó el tío Gilbert—. Adoptando su propio estilo llano, amigo mío, podría señalar que, mientras que con torturas no me podrían arrancar una sílaba sobre su intelecto, a veces puede hablar como un asno.
—¡Tranquilo, señor Bethune! ¡T-tranquilo, eh! ¡No vaya usted a perder los estribos, usted nada menos, o terminará probando que aquí no ha pasado nada y que la víctima no está muerta!
—Sea lo que sea lo que yo termine probando, podríamos al menos hacer un pequeño esfuerzo para probarla. ¿Está bien?
—Si usted lo dice, señor.
—Sí que lo digo. Y ya he expuesto ciertos puntos en que los testigos concuerdan. También están de acuerdo…
Meditando, Gilbert Bethune, se dirigió a pasos lentos hasta un tocador cuyo espejo veneciano del siglo XVII permanecía intacto a pesar del tiempo. Sobre el respaldo de la silla recta que estaba frente a él colgaba un vestido de color azul claro con cuello blanco. Más prendas femeninas estaban sobre el asiento de la silla, junto con las medias dobladas, de color carne y junto a ella, en el suelo, estaban los zapatos de cocodrilo color «beige».
—Ese es el vestido que usó en la cena —dijo el Fiscal de Distrito—, y las medias y los zapatos. Yo la conocía a Serena Hobart como una joven de extrema pulcritud. Pero no parece haber guardado nada, lo que en sí mismo es sugerente.
—¿Sugerente de qué? —preguntó Jeff.
—Bien, veamos. Cuando Cato e Isaac la trajeron arriba ella había estado tendida de espaldas sobre la terraza. Llevaba algo sobre su pijama, y algún tipo de zapatillas. Primero la colocaron en otro dormitorio, porque la puerta de éste tenía echado el cerrojo. Cuando hubieron forzado la puerta y los mismos dos la entraron, al ponerla allí sobre la cama, Dave Hobart, en una especie de aturdimiento, cogió el abrigo y lo colgó en el armario. También recogió las zapatillas.
—¡Pero ahí es donde surge la confusión! —dijo testarudamente Harry Minnoch—. No importa gran cosa, supongo, pero…
—Dave dice que ella llevaba una bata; el chófer está de acuerdo. Cato, por otra parte, cree que era lo que las mujeres llaman batín. Veamos si podemos determinar qué era.
Junto al cuarto de baño, en la pared sudoeste, habían construido un armario muy profundo. Cuando Gilbert Bethune abrió la puerta del armario, en su interior se escondieron varias luces con bastante intensidad.
Una larga fila de perchas a derecha e izquierda tenían un gran despliegue de vestidos, faldas, chaquetas y otras prendas. Una fila de cajones cerrados se alzaba a la derecha. A la izquierda, en el suelo, se alineaba una fila de zapatos y zapatillas de clases y estilos diversos apuntando a los estantes del fondo.
De la primera percha visible de la izquierda colgaba una bata de seda acolchada, color azul oscuro. La primera de la derecha tenía un batín de seda negra con un tenue bordado dorado en la parte delantera.
Levantando la percha de la izquierda, el tío Gilbert la sostuvo de modo que pudieran mirar mejor a la bata. Por la manga derecha, desde el hombro, había una larga mancha de polvo o suciedad. Dio la vuelta a la prenda y mostró la espalda con una mancha muy amplia de la misma clase.
—Podemos decidir con seguridad —dijo el tío Gilbert—, que la chica no cayó de cabeza. Tocó la tierra con los pies abajo, y rodó sobre su espalda.
—Ese es el que buscamos, ¿eh? —preguntó el teniente Minnoch.
—No necesariamente. —El tío Gilbert levantó el batín mostrando la manga derecha y la espalda también manchadas; luego volvió a colocar ambos en su lugar—. Puede haber sido o la bata o el batín. O si no… bueno, no importa. En cuanto a las zapatillas, tenemos otra diferencia de opinión, si bien ligera.
Pasando la suela de su zapato por sobre el piso bastante polvoriento del armario, señaló la fila de calzado.
—Dave y el chófer dicen que las zapatillas eran chinelas; Cato cree que eran un par de mocasines, indios o de imitación. Ambos están aquí, a la vista.
—No hay manera de elegir, ¿verdad? Ni tampoco hay mucho más que podamos hacer esta noche, señor, si me lo pregunta.
—El armario, si bien no revela todo, proporciona uno o dos puntos sugerentes ¿Cree que debemos poner punto final? Muy bien, Harry; punto final. Antes de irse, sin embargo…
Seguido por el sargento Bull, que no había dicho una sola palabra, el teniente Minnoch se dirigió, atravesando la puerta estropeada, hasta el vestíbulo. Gilbert Bethune le alcanzó y le dio ciertas instrucciones en voz baja.
—Lo hará, ¿verdad?
—Puede hacerse muy bien, señor, si usted cree que es necesario.
—Oh, es necesario; puede ser de capital importancia. ¿Vienes, Jeff?
Muy contento de salir de esa habitación, Jeff se reunió con ellos. Juntos atravesaron el vestíbulo y descendieron la escalera principal.
—Antes de irme yo también —observó tío Gilbert al bajar—, tengo que hacer otra pequeña pregunta. ¿Me perdona Harry, si algunas de mis observaciones pueden haber parecido algo enigmáticas?
—Perdóneme a mí, señor Bethune —dijo el teniente, que estaba hirviendo por dentro—, ¡pero son un poquito demasiado enigmáticas! ¡Usted habla de detalles sugerentes, uno después de otro, y todavía no ha dado con ninguno!
El tío Gilbert se había detenido en los escalones, observando el vestíbulo desde arriba.
—Por favor, por un momento, olvidemos lo que le pasó a Serena. Antes de llegar aquí esta noche, antes de saber que había pasado cosa alguna, pensé que podía ver un indicio para un pequeño misterio. Dos generaciones de Hobarts, comenzando por Harald, han estado buscando el oro escondido del viejo comodoro. ¿Dónde debemos buscarlo?
—Bueno, ¿dónde debemos buscarlo?
—Les daré una pista muy general. ¿En qué industrias locales o del estado han estado los intereses financieros de los Hobart durante tanto tiempo?
Hizo una pausa, estudiando a cada uno de sus acompañantes.
—Ahora olvídense del oro. Volvamos, como inevitablemente debemos volver, al terrible asunto del piso alto. Había algo en ese armario a lo que no he prestado atención, pero siempre puedo refrescar mi memoria. No querría que ustedes pensaran que yo mismo estoy haciendo un misterio aventurándome en impertinencias en un momento como este. Sin embargo, a riesgo de que la misma policía me ataque, daré esto por terminado con otra pregunta más. ¿En qué cosa se parece mucho la muerte de Serena Hobart a la muerte de Thaddeus Peters, hace diecisiete años?