10

Así que esa noche, Jeff tomó prestado el Stutz y se dirigió a la ciudad. Lo que ocurrió en el intervalo, entre el descubrimiento de la falta del libro, antes del mediodía, y su partida a las siete y media de la tarde, parecía singularmente insignificante.

Después de la frenética búsqueda de todos en el despacho, para asegurarse de que el libro perdido no se había traspapelado, habían emprendido una indagación general entre todo el personal de servicio que estaba presente. Dave, comportándose como un recio detective privado de los cuentos de revistas baratas, intimidó por completo a todos los que no logró asustar. Todos manifestaron su ignorancia; dijeron que no sabían nada.

—Y yo les creo —recapituló Dave—. En realidad, en cuanto a progresar en lo que sabemos, la pérdida de ese libro no tiene mucha importancia. Les puedo decir todo lo que escribió el comodoro; pesos, dimensiones, observaciones, todo. Lo he leído tan asiduamente que me sé el contenido prácticamente de memoria. ¡Lo que me extraña es la total falta de sentido de robar una reliquia como esa!

—¿Cuánta cantidad de oro —preguntó Jeff— se cree que está escondida?

—Unos doscientos cincuenta kilos.

—¿Doscientos cincuenta kilogramos de oro? ¿Un cuarto de tonelada?

—Es un cálculo aproximado. Puede ser algo más o algo menos.

Jeff trató sin éxito de hablar con Penny por teléfono: le informaron que la señorita Penny había salido por todo el día y que no volvería hasta la noche. Aunque nadie demostró tener mucho apetito para hacer un almuerzo completo, comieron unos sándwiches y tomaron café.

A las cuatro de la tarde sirvieron el té al aire libre en la terraza de losas detrás de la casa, abierta hacia un jardín que combinaba formales setos de boj inglés con la vegetación lujuriante, casi tropical, de Louisiana. Serena presidía, sobre la pulida urna, como una divinidad.

—¿Crema y azúcar, Jeff? ¿O prefieres limón?

—Limón no, gracias; es una costumbre rusa con la que no quiero tratos. Un poco de leche o crema; sin azúcar.

—¿Entonces no apruebas —preguntó Serena—, el hermoso nuevo experimento del comunismo ruso, con sus planes quinquenales?

—Detesto su experimento comunista y todo lo que representa. Hay todavía más que eso: no me gustan los rusos. No pueden gustarme los rusos desde que traté de leer sus novelas; los intelectualoides deliran con ellas pero a mí me parecen porquerías sin humor, tan pretenciosas como torpemente ineptas.

Serena le pasó la taza. Sin una palabra llenó las otras tazas y las fue pasando. Evitando toda mención a los misterios, condujo la charla hacia las películas de moda que se proyectaban en los cines, las cuales Dave sugirió que podrían llegar a ser habladas dentro de un año o dos.

Mucho antes, con el argumento de que ellos siempre podrían llevarle de vuelta a su hotel en uno de los automóviles, habían convencido a Townsend para que despachase al taxista que ya llevaba mucho tiempo esperando. Así lo hizo con una generosa propina.

Con permiso para explorar por su cuenta, dedicó cierto tiempo a medir el vestíbulo de la planta baja y del piso de arriba. Jeff examinó la biblioteca, donde encontró poco, aparte de una primera edición de los primeros dos volúmenes de Gibbon, mientras que Dave estuvo sentado en el despacho y anotó todo lo que pudo recordar del libro perdido. La tarde se volvió crepúsculo y luego noche cerrada. Townsend aceptó la invitación a cenar, Pero Jeff, cada vez con mayor impaciencia, no podía permanecer sentado.

—Si no os molesta —dijo finalmente—, creo que comeré en la ciudad. No tengo que ver a Ira Rutledge hasta las diez, como ya sabéis. Pero puedo ir a uno de los mejores lugares y tomarme todo el tiempo que quiera. ¿Alguien va a utilizar el roadster esta noche?

Parecía que nadie lo necesitaba. Así que cogió el Stutz y salió.

También para el trayecto se tomó el tiempo que quiso. Había por lo menos una dirección que debía mirar antes de elegir el restaurante. Entrando a la ciudad desde el sur, se dirigió por Canal Street y torció a la derecha para coger la avenida por la que él y Penny habían andado la noche anterior.

Si subía un trecho por Bourbon Street, y luego torcía a la derecha para volver paralelamente por Royal Street en dirección opuesta, los números impares de Royal Street quedarían a su derecha.

«Cuando le sea cómodo, pásese por el número 701b de Royal Street. No tema nada, pero recuerde la dirección».

Lúgubremente iluminada, casi vacía ya, bastante pasadas las ocho de la noche del sábado, la Bond Street de Nueva Orleáns parecía muerta, hasta un poco siniestra.

¡Pero eso era una tontería; no podía ser! Entonces, vio la dirección que buscaba.

El número 701b era la fachada de un establecimiento, vecino a otra tienda en la intersección de St. Peter Street, cerrada y oscura. Fugazmente, las luces delanteras del coche, como el centelleo errático de un farol callejero, iluminó la exposición de pipas, tabacos y cigarros tras el cristal del escaparate en cuyo frente figuraban letras doradas que decían Bohemian Cigar Divan, de… de alguien cuyo nombre Jeff no pudo llegar a leer al pasar. Más clara, descollaba la silueta de un escocés —un Highlander—, de mayor tamaño que el natural, con su falda de tartán colorido, alto como una torre junto a la puerta.

Una o dos anticuadas tiendas de tabacos de Inglaterra tenían todavía un escocés de madera como anuncio, al igual que alguna de Estados Unidos usaban todavía un indio de madera. Pero aun en Inglaterra, no llamarían ya al establecimiento un diván de cigarros. Si algún británico había establecido su tienda en ese lugar del barrio francés; debía haber sido mucho tiempo atrás.

Dirigiéndose otra vez a Canal Street, Jeff se encontró turbado por un recuerdo que lo eludía. Ese anuncio de tienda de tabacos de alguna forma le había sido familiar; despertaba un eco; debía recordar y no recordaba.

Tenía también otras complicaciones. Esa noche sólo necesitaba identificar el lugar; podía visitarlo posteriormente. Pero ¿por qué hacerle una invitación, casi un desafío, para que visitara lo que debía ser el más inocente local en la inocente Royal Street? Inocente, ¿eh? Cada detalle de este asunto presentaba una engañosa apariencia inocente, o carencia de significado, hasta que de pronto se echaba sobre uno como en una emboscada.

Comprendiendo que estaba nervioso, diciéndose a sí mismo que debía contenerse, Jeff se dirigió por Canal Street y estacionó el Stutz en University Place, donde Penny había dejado su automóvil la noche anterior. Aunque se había propuesto comer en un restaurante francés del Vieux Carré, se avino a hacerlo en el Kolb’s porque se hallaba muy cerca de allí, en el lado norteamericano.

Para que el tiempo pasara más rápido, se demoró con una langosta a la brasa en salsa blanca, con el café y con el diario de la noche. Debía reprimir su impaciencia. Por otra parte, si Ira Rutledge tenía realmente algo importante que comunicarle…

Pero no se puede hacer pasar el tiempo más rápido. A las nueve y media Jeff pagó su cuenta, salió del restaurante, y decidió dar un paseo. Cruzó hasta el lado francés, estiró las piernas en Bourbon Stret con la vaga idea de echar un vistazo a El Zapatito de Cenicienta. Descartó este último capricho. Caminó hasta llegar a la Esplanade, sin encontrar a nadie aparte de dos mendigos callejeros y una nymphe du pavé, y retornó por la Dauphine Street al norte. Pocos minutos antes de las diez ya estaba entrando al pequeño vestíbulo del Edificio Garth, en el lado occidental de Canal Street.

El viejo Andy Stockton, que solía manejar el único ascensor del Edificio Garth, todavía lo presidía.

—No, el señor Rutledge todavía no ha llegado. ¿Le dijo que subiera y se sentara; que la puerta estaría sin llave? Por suerte le conozco, señor Caldwell; conocí a su padre y a su abuelo también. Ahí es; por allí; vaya derecho, pase y siéntese.

En el tercer piso, donde Andy le dejó, estaba la familiar puerta con panel de vidrio opaco, con el rótulo Rutledge & Rutledge, Abogados; el otro Rutledge era su hijo. El saloncito de espera, ordenado aunque algo polvoriento, estabas a oscuras, aparte del pálido resplandor que venía de Canal Street, hasta que Jeff encontró el botón de la luz; contenía cuatro severos sillones de madera, un moderno escritorio de taquígrafa en acero color verdoso, con un teléfono, pero sin máquina de escribir, que se guardaba dentro, y un soporte para el dictáfono junto a él.

Sonaron las diez en unos cuantos campanarios, pero Ira Rutledge no apareció. En la biblioteca jurídica vecina Jeff encontró un cenicero de vidrio, volvió con él a la antesala, y fumó un cigarrillo tras otro. Las diez y cuarto; y todavía nada de Ira. A las diez y media sonó el teléfono. Si el tan ocupado señor Rutledge, maldito sea, ¡telefoneara para pedir disculpas…!

Pero no era Ira; era Penny Lynn.

—¿Jeff? ¡Esperaba que estuvieras ahí! Ellos parece que creían…

—¿Dónde estás, Penny?

—En casa; acabo de regresar.

—Sí, la criada dijo que no volverías a casa hasta la noche. No dijo que sería tan tarde.

—No me refiero a que llego a casa por primera vez esta noche. Había regresado antes de la cena. Cuando Hetty me dijo que habías llamado, pensé que era mejor acercarme hasta la Mansión. Estaban comiendo e insistieron para que lo hiciera con ellos. Después de cenar…

—¿Qué te ha parecido Townsend, el tipo del pasaje secreto?

—Muy bien, creo. Ya no está allí.

—¿No está allí ahora?

—Después de cenar, Jeff, ¿querrás creer que apareció Kate Keith? Kate se ha sentido terriblemente prendada del señor Townsend; estaba perdida por él. Ella tenía su automóvil allí, y dijo que debía mostrarle un poco de vida nocturna. Si ella se lo llevaba, dijo Dave, tendría que dejarle en su hotel. Parece que Isaac, su chófer, había pedido permiso por esta noche: Dave le permite a Isaac usar el coche de turismo cuando ha tenido un día de mucho trabajo. Así que Kate se ha ido con el experto en casas antiguas; daba la sensación de que le conocía de antes. Entonces…

Jeff podía imaginar a Penny junto al teléfono.

—¡Serena y Dave! —suspiró—. Hay algo terriblemente raro… sí, e inquietante también. No parecían los mismos, aunque es difícil decir cómo y por qué. Las cosas eran tan extrañas que no me he quedado demasiado rato… Como me han dicho que te habías ido porque tenías una entrevista importante con el señor Rutledge…

—No he tenido una entrevista importante con el señor Rutledge; ni siquiera le he visto. ¡Si este escurridizo caballero me hace esperar cinco minutos más…! —Se interrumpió al elevarse un zumbido dentro del edificio sobre el ruido del tránsito de la calle—. Se oye el ascensor, Penny. ¿Te veré mañana, espero? ¡Esté debe ser el pródigo errante, por fin!

Y así era. Cargado de hombros, cadavérico, con un sombrero hongo en la cabeza y un impermeable en el brazo, Ira Rutledge abrió la puerta de la sala de espera.

—Sí, muchacho, no necesitas recordármelo. Es imperdonable. Estos asuntos domésticos, finalmente, pueden ser peores que los negocios. Solamente puedo pedir disculpas por segunda vez, y sugerir que vayamos al grano de inmediato. Estaremos más cómodos en la biblioteca, creo. ¿Quieres ir delante…?

Todos los salones de este apartamento miraban a Canal Street. Hacia la derecha había un pequeño corredor sin ventanas que pasaba primero por el pequeño despacho de Ira hijo y luego por el más espacioso de Ira padre. Mientras Ira padre dejaba paso en el corredor, Jeff llevó su cenicero de pie hasta la estrecha y larga biblioteca jurídica de la izquierda.

Ya en ese cuarto —cuya pared izquierda contenía bibliotecas desarmables con majestuosos volúmenes encuadernados en piel y protegidos con cristales—, tiró de la cadenita de un lámpara con pantalla verde que había sobre una mesa lateral. Enmarcados en las paredes colgaban dibujos humorísticos sobre la profesión, aunque de poco humorístico aspecto. Jeff se sentó y los estudió hasta que Ira, llevando una carpeta de cartulina crema, se reunió con él y se sentó a la cabecera de la mesa.

El abogado todavía parecía no tener prisa. Por unos momentos tamborileó sobre la carpeta, pensativo, después de lo cual apartó el teléfono que estaba sobre la mesa y que era una extensión del que había en la otra salita.

—Nuestra reunión —dijo por fin—, se refiere a ciertos aspectos poco usuales del testamento que dejó el difunto Harald Hobart.

—¿Y bien?

—Las disposiciones de este testamento son extremadamente sencillas. Todo lo que mi pobre difunto amigo poseía está dividido en partes iguales entre sus descendientes, Dave y Serena. No existen otros parientes que sobrevivan y ningún otro legado, requiriéndose a los hijos simplemente que «cuiden de» ciertos sirvientes que se especifican. Te sugiero —y el señor Rutledge le miró fijamente a través de sus gafas—, que me oigas antes de poner objeciones o hacer comentarios.

—¿Por qué podría yo objetar?

—No espero realmente una objeción. Pero seriamente te sugiero lo que digo.

—Si quiere decirme de qué se trata…

—Por supuesto; perdóname. Lo que podría llamarse corolario de los mandatos, aunque también sencillo con respecto a la disposición de la propiedad, es tan insólito como para hacer necesaria una palabra de explicación.

»Antes del ataque al corazón que se lo llevó, mi amigo Harald, sabiendo que eso podría ocurrir en cualquier momento, había reflexionado mucho sobre el pasado. Quizá te hayas enterado de que hace muchos años el comodoro Fitzhugh Hobart tenía dos amigos íntimos: tu abuelo, cuyo mismo nombre llevas, y el (también difunto) Bernard Dinsmore, que antes vivía en Nueva Orleáns. El comodoro Hobart se peleó con Bernard Dinsmore, que se fue a Nueva Inglaterra y allí hizo una fortuna considerable. ¿Has oído algo de eso?

—Sí, Dave se refirió a eso hace unas noches. Dijo que su padre siempre pensó que Bernard Dinsmore había sido muy mal tratado. ¿Es correcto?

—Eso, muchacho —dijo el señor Rutledge, con un carraspeo—, resume el caso, de modo que apenas son necesarias mayores explicaciones del testador.

En la avenida, allá abajo, zumbaban y ululaban los coches, alternando con el estrépito distante de las campanas de los tranvías. Tras una breve ojeada al interior de la carpeta, sin abrirla por completo, Ira Rutledge se levantó y fue hasta una de las ventanas donde se quedó de pie mirando hacia abajo. No se volvió mientras hablaba.

—Si llegara a producirse la muerte de Dave o de Serena, el otro lo heredaría todo. Por otra parte, si ni Serena ni Dave llegaran a estar vivos el día de las brujas[14] de este año…

—¡El día de las brujas! —explotó Jeff—. ¿Por qué no iba a estar vivo, cualquiera de ellos, en ese momento? ¿Y qué tiene que ver el día de las brujas con esto?

—¿He dicho el día de las brujas? —murmuró el abogado—. ¡Caramba, caramba! Está mal; no debo ponerme a fantasear. Y sin embargo la palabra, si bien legalmente inadecuada, no es inexacta.

Entonces se volvió de la ventana.

—Fitzhugh Hobart, como podrás o no estar informado, nació el 31 de octubre de 1827. Hubiera tenido un siglo de vida si hubiera llegado al 31 de octubre de este año.

—Estoy informado de las fechas de la vida del comodoro. Pero de todos modos pregunto…

—Aquí tienes la respuesta. El hijo de Harald y su hermana, aunque con mucha menos gravedad, han heredado ambos la debilidad cardíaca que mató a su padre. Entiendo que todo esto debe ser una novedad para ti.

—Exactamente una novedad, no. Dave me dijo que una muy leve afección cardíaca le había impedido entrar a la marina durante la guerra. Serena…

—¿Serena, decías?

—Ella siempre ha demostrado tendencia al atletismo. Ayer por la noche Dave comentó que ella era una gran gimnasta, pero que el médico la había obligado a abandonar. Otras veces…

—¿Algún otro recuerdo, Jeff?

—No sé realmente. La primera vez que vi a Serena esta mañana entró al refectorio vestida para jugar al tenis. Dave se levantó como para protestar y exclamó: «Mira, Serena, ¿no vas a…?», y se detuvo. Puede haber querido decir cualquier otra cosa. Pero se me cruzó por el pensamiento que podría haber sido: «… no vas a jugar al tenis, ¿verdad?», o algo parecido. Porque ella no jugó.

—Bueno, ¡esto es fundamental! —dijo el señor Rutledge, frotándose las manos—. Naturalmente, no me refiero a la debilidad cardíaca. La referencia es hacia tus propios procesos mentales. Para alguien de tu descabelladamente imaginativa profesión, Jeff, no dejas de ser observador.

—Gracias por ese salvador «no dejas». ¿Tiene algo más que decirme?

—Sí; la razón de que estés aquí.

Volviendo a la cabecera de la mesa, Ira Rutledge se sentó, abrió la carpeta color crema, y examinó unos papeles de su interior antes de volverla a cerrar.

—Harald Hobart —continuó de inmediato—, no esperaba que alguna fatalidad alcanzara a sus hijos; simplemente trató de protegerse de las contingencias. Entonces atestigüemos que el pobre Harald, por errático e imprevisible que queramos considerarlo, ¡tenía el mayor afán de que se hiciera lo que él creía que era lo correcto! En caso de que ni Dave ni Serena estuvieran vivos el 31 de octubre de 1927…

—¿Sí…?

—En ese infortunado e improbable caso, Jeff, la propiedad entera se debe dividir en partes iguales entre tú y el único descendiente que sobrevive de Bernard Dinsmore: su nieto, el reverendo Horace Dinsmore, de Boston.

El cigarrillo que Jeff acababa de encender se deslizó entre sus dedos y cayó sobre la mesa. Lo levantó de un manotazo antes de que pudiera causar demasiado daño con la quemadura, y lo aplastó entre las demás colillas del cenicero.

—¡No, de ningún modo! ¡No es posible que usted quiera decir eso!

—Pues es eso lo que quiero decir. ¿Por qué no lo voy a decir?

—¡Porque es imposible! ¡Yo no necesito dinero; yo no quiero dinero! ¡Desde luego, no ese dinero! ¡Eso no se hace!

—Yo estaba en lo cierto, al esperar ciertas objeciones. Pero la tuya, muchacho, no es una objeción real. ¿Me disculpas un momento?

Volviéndose a su despacho con el pretexto de que había dejado algo allí, y llevándose el legajo color crema con él, su anfitrión se fue por un tiempo tan largo que Jeff pensó en coger uno de los libros de leyes de los estantes, pero su formidable aspecto lo hizo desistir. Ira volvió y lo encontró todavía en su caos mental.

—Señor Rutledge —dijo—, ¿qué sabe usted sobre Horace Dinsmore? Aparte del hecho de que es un clérigo a quien Dave describe como muy piadoso y de rostro adusto…

—Hablemos con precisión, ¿quieres? No tengo motivos para poner en duda su piedad. Decir que ese caballero tiene el rostro adusto no se justificaría y podría llegar a ser difamatorio; yo nunca le he visto. Tampoco Dave. Sin duda se le ha ocurrido a Dave, como es costumbre en los jóvenes, que todo clérigo de Boston debe responder a una descripción de ese tipo.

—Pero…

—Seamos precisos, repito, si no te molesta. Si bien es ministro ordenado de la Iglesia Congregacionista, el doctor Dinsmore no ha ejercido ningún pastorado en fecha posterior al que tuvo originalmente en el norte del estado de Massachusetts. Ahora es profesor de religión en el Mansfield College de Boston. Ascendió por los acostumbrados niveles académicos, pero tienen tan buena opinión de él que lo hizo rápidamente; en 1919 le nombraron profesor de la más alta jerarquía. ¿Qué es lo que te inquieta, Jeff?

—¡Bueno! Con respecto a Dave y Serena, ¿existe algo que sugiera que yo, yo entre todo el mundo, pueda querer apresurar su partida?

—¿Apresurar su partida? Querido muchacho —gritó el abogado, evidentemente sorprendido—, ¡jamás me ha pasado por la cabeza una fantasía tan grotesca! ¿Por qué te ha pasado por la tuya?

—Porque ha habido conversaciones imprecisas sobre fatalidades que no fueron accidentes.

—Por lo menos, Jeff, tú tienes el buen juicio de reconocer que son conversaciones imprecisas. ¿Sospechar que tienes malos designios? ¡Tonterías! Tampoco, desde que hablamos del tema, debemos mirar mal a un clérigo de mediana edad y tranquilas inclinaciones, especialmente uno que es ya tan rico por derecho propio (he investigado al doctor Dinsmore con cuidado) que difícilmente le tentaría una propiedad en estado de agotamiento como…

Ahora le tocó a Ira el tumo de interrumpirse.

—¿Es una propiedad exhausta, señor Rutledge? Perdóneme, pero ¿es una propiedad exhausta? Serena y Dave juran lo contrario; me parece que proclaman eso por demás y con demasiada frecuencia. Y Penny Lynn cita las palabras de su padre con respecto a las pérdidas de Harald Hobart. Si no tengo derecho a saber…

—No, no tienes derecho a saber. Todavía no, por lo menos. Sin embargo, en estas circunstancias, creo que está justificado el insinuar que…

De nuevo el abogado se contuvo, pero esta vez no por haber estado a punto de cometer un desliz. Levantó la mano para pedir silencio.

Los ruidos del tránsito que venían de la calle habían disminuido hasta el murmullo. En alguna parte del interior del edificio se podían oír pasos que subían la escalera y se acercaban.

—Andy Stockton —dijo Ira—, debe haber terminado su horario. Quienquiera que pueda ser, a esta hora de la noche no es probable que venga aquí. Y sinceramente espero que no. ¡La puerta de la antesala todavía está sin llave!

Dijo esto al mismo tiempo que los pasos, acercándose apresuradamente, penetraban en las oficinas de Rutledge & Rutledge. La puerta entre la biblioteca y la sala de espera brillantemente iluminada estaba abierta. En esta última sala, con aire de tomarla por asalto, irrumpió un hombre grueso, de cuerpo redondo, de algo más de cincuenta años, cuyas serias gafas de carey hacían contraste con un festivo sombrero de fieltro verde con pluma tirolesa.

Ira Rutledge salió a su encuentro, cerrando la puerta de la biblioteca, pero Jeff podía oír con claridad.

—¿Me recuerda, consejero? —preguntó una persistente voz de tenor. Este recién llegado cincuentón hablaba como un chico frustrado—. Me llamo Merriman, Earl G. Merriman, de St. Louis. Usted es difícil de encontrar, me parece. Le he llamado por teléfono a su casa; dijeron que estaba aquí. Y he visto las luces encendidas, ¡pero el ascensor no funciona!

Ira habló con dignidad.

—Como ya son más de las once de la noche, mi buen señor, ¿podría esperar otra cosa? ¿A qué debo el honor de esta inesperada visita?

—Esos clientes suyos: ¿tienen respuesta para mí? Estoy aquí sólo por un par de días; tengo que volver a mi casa, y sería muy grato poder tener una respuesta que llevarle a mi esposa. Bueno, ¿qué hay de aquello?

—Mis clientes le han prometido su decisión, señor Merriman, para una fecha que usted aceptó. Esa fecha aún no ha llegado. Mientras tanto, como en este momento estoy muy ocupado con otro cliente…

—Yo quiero esa casa; mi mujer la quiere; ya he ofrecido más de lo que vale para mí. Hay un montón de dinero comprometido en este asunto, señor consejero; no lo puede barrer y poner bajo la alfombra como si fuera tierra. Pero creo que usted no me entiende; ¡parece que no estamos hablando de lo mismo!

—El asunto del que estamos hablando está bastante claro. Su oferta para comprar la Mansión Delys…

—¿No le digo que no estábamos hablando de lo mismo? Mi oferta está ahí; mi oferta es en firme. Pero ha llegado a mis oídos, de un modo o de otro, que puede haber otro que quiere ganarme la mano. Entiendo que es un tipo de apellido francés; no sé como se pronuncia, pero se deletrea V-a-u-b-a-n. Pero su nombre es Bill, y eso sí lo puedo pronunciar. ¿Y bien, señor consejero? ¿Les ha hecho este Bill Vobbin su propuesta, y le van a dar preferencia a él?

—Señor, ya le he proporcionado la información que me han dado instrucciones de brindarle. No tengo instrucciones de ofrecerle otra cosa. Y ahora, si usted me perdona…

Pero Earl G. Merriman no le quería perdonar. Por un tiempo que pareció como media hora se desgañifó, repitiendo de mil maneras que después de toda la molestia y lealtad de procederes de su parte resultaría la jugada más sucia y rastrera que se le haya hecho a un honesto hombre de negocios, permitir a un francés hijo de… correr con ventaja.

El señor Rutledge padre escuchó con paciencia ejemplar, aunque los ruidos indicaban que gradualmente llevaba a su visitante hacia la puerta.

Después de un «Buenas noches, señor» final de Ira, y escuchar el zumbido de la puerta al cerrarse sobre su colchón de aire, Jeff abrió la de la biblioteca a tiempo de oír las zancadas del señor Merriman hacia la escalera, al fondo del vestíbulo, protestando todavía con tanta intensidad que Jeff se quedó esperando que, al descender, se despidiera pateando el pasamanos para desahogar su berrinche.

Ira se volvió.

—Si en realidad el señor Vauban ha hecho esa oferta —dijo—, no he sido informado sobre ella. Probablemente es sólo un rumor y un infundio, porque… bueno, no importa.

Todavía muy premeditadamente, se desplazó con lentitud por la antesala, como poniendo en orden lo que no necesitaba ordenarse, antes de apagar las luces y reunirse con Jeff en la biblioteca, donde solamente estaba encendida la lámpara de pantalla verde sobre la mesa.

—¿De qué estábamos hablando? Ah, sí; de los asuntos financieros de los Hobart.

Pasaron varios minutos; Ira se sentó.

—Como parte interesada, muchacho, por lo menos se te puede informar de que ni David ni Serena quedarán reducidos a la pobreza. La Mansión Delys es suya, para disponer de ella como deseen. Mi reciente coloquio con el señor Merriman debe proporcionarte pruebas suficientes de eso.

—¿Entonces yo estaba totalmente equivocado?

—Si no totalmente equivocado, te habías adelantado en muchas de tus conclusiones. —Hizo una pausa—. Es curioso —agregó pensativo el abogado—, que tu propio tío se haya preocupado recientemente, a su vez, de un aspecto de las finanzas de los Hobart. Como él también es abogado, no hizo ninguna pregunta que no fuera ética o juiciosa. No le importaba, dijo, cuáles fueran los valores en el haber de la familia en la actualidad. Pero en el pasado, aun en un pasado remoto, ¿habrían tenido alguna vez intereses financieros en una industria del estado o de la zona?

—¿Y los tuvieron? ¿Pudo usted contestar?

—Sí, sin compromiso. Tuvieron acciones en la Dixieland Tobacco, de tu propia familia: compañía que si bien opera en Carolina del Norte, es dirigida desde aquí. Eran propietarios de intereses que casi controlaban a la metalúrgica Vulcan de Shreveport, que en un tiempo fue la más importante del Sur después de Tredegar de Richmond. El pobre Harald mismo trató de dominar los intereses de Danforth & Co. de Bâton Rouge, y creo que hubo un momento en que lo consiguió.

—Estos Danforth & Co.: ¿qué fabrican?

Ira hizo dibujos en el aire.

—Maderas finas de toda clase: revestimientos, bibliotecas muy trabajadas, reproducciones muy especializadas de muebles antiguos. ¡No existen muebles antiguos imitados en la Mansión Delys, podría decírtelo! Ni la misma Danforth & Co. podría haber construido ese notable clavicordio del siglo XVI que hay en el salón. Yo no soy músico, pero tengo un ojo clínico para los muebles antiguos.

—¿Qué era lo que quería el tío Gilbert? ¿Detrás de qué andaba realmente?

—No te lo podría decir, —Rutledge, que por algún motivo había vacilado al mencionar el clavicordio del recibimiento, parecía ahora despertar—. Pero todo esto difícilmente viene al caso, ¿verdad? ¡Estas sospechas tuyas, Jeff! Dave y Serena, entiendo, te hicieron creer que estaban financieramente tan cómodos como siempre hasta ahora, No te dijeron, posiblemente, que tú mismo serías coheredero en caso de que les sucediera alguna desgracia.

—No.

—Por su aire de tensión e inquietud, cuando os encontré a vosotros tres ayer por la noche, tuve más que sospechas de que ellos no te habían dicho nada. Lo supuse, y con cierta imprudencia sugerí lo mismo.

Ellos lo sabían, ¿verdad?

—¡Sí, claro que lo sabían! Tú y yo podemos comprender su renuencia a hablar claramente. Pero sabían asimismo que sería mi deber ponerte al tanto de todo. Me han dejado el trabajo a mí; yo lo he hecho; y la hora es muy avanzada. Cuando pienso en ellos: solos en esa casa tan grande, con poco juicio, con el mismo Harald ausente y nadie que les aconseje sino un viejo cascajo como yo, a veces me pregunto…

En la quietud de la noche, inquietamente, el teléfono de la otra habitación comenzó a sonar.

Ira Rutledge conectó la extensión del teléfono sobre la mesa, junto a su codo, y lo cogió.

Jeff se puso de pie y se acercó. Sería inexacto decir que sintió un presentimiento terrorífico al oír sonar el teléfono. Pero sintió algo parecido cuando Ira contestó y la voz de Dave Hobart se alzó con tanta claridad como si el teléfono estuviera en el mismo oído de Jeff.

¿Ira? Y-Yo…

—Sí, aquí habla Ira Rutledge. ¿Qué pasa, Dave? ¿Por qué llamas a estas horas de la noche?

—Le llamo —gritó Dave—, después de haber llamado al médico de la familia. No es por el mismo motivo, ¡pero quiero saber qué hago! ¡La casa está alborotada; la policía está aquí; hay un infierno por todas partes!

—Dave, serénate. ¡Te pido por todos los cielos que te calmes! No debes inquietar a tu hermana con tu conducta atolondrada, y más con esas voces destempladas. ¡Serena! ¡Piensa en Serena! ¿Dónde está Serena?

—Bueno, ese es el motivo por el que le llamo —contestó Dave. Entonces, antes de que su voz se alzara hasta quebrarse, agregó—: Serena está muerta.